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lunes, 28 de noviembre de 2016

Esa casa por el parque

   En el barrio ya habían intentado deshacerse de ella varias veces. No una ni dos sino muchas más y por muchos años. Varias generaciones de vecinos habían llegado y luego se habían ido y ella todavía seguía allí, como desafiándolos a todos con su presencia. Todo el mundo la evitaba e incluso trataban de no mirarla cuando pasaban por la cuadra. Algunos hacían como que apreciaban el pavimento o el cielo. Otros sacaban sus celulares o ponían música y cerraban los ojos, al fin que el camino era derecho. Nadie quería verla ni por equivocación.

 Ella era una casa, como todas las otras. Bueno, eso era por afuera. Por dentro nadie sabía ya como lucía. Estaba claro que parte del techo se había caído hacía unos años por las lluvias y porque el lugar estaba tan en mal estado que no había soportado lo que todas las otras casas sí. El lugar estaba claramente maldito y cada vecino desde hacía unos cuarentas años repetía este hecho como si decirlo en voz alta los protegiera de ello pero obviamente una cosa no tenía nada que ver con la otra. Eso sí, el sitio era un símbolo del barrio.

 De hecho, del conjunto residencial de casas que habían construido hacía tantos años, era de las pocas casas que quedaban. Originalmente eran unas cincuenta casas, casi idénticas por dentro y por afuera. Había sido un proyecto ambicioso con el que habían dado hogar a muchas personas con pagos cómodos y prestamos y muchas otras facilidades de pago. Por eso, en su origen, había sido un barrio más bien humilde. Era un lugar extraño por eso y solo sus habitantes entraban en él y nadie más que ellos. Otros le tenían algo de miedo.

 El miedo de verdad surgió años después, con lo que le pasó a la familia Ruiz. Los vecinos nunca supieron todo con detalle pero el caso era que la madre, Celestina Ruiz, tomó un cuchillo de la cocina una noche y asesinó a su marido y a sus cinco hijos. Según la mejor amiga de ella, quién fue la primera en entrar a la casa luego de lo ocurrido, Celestina seguía sosteniendo el ensangrentado cuchillo mientras estaba en la mitad del patio de tender la ropa. El hedor a muerte, al parecer, era terrible. Algunas personas incluso decían que se podía oler todavía.

 Después de eso la casa estuvo vacante pro muchos años. La asociación de vecinos pagó una limpieza profunda, con variedad de químicos ahora prohibidos, y también le pagó a un sacerdote para que bendijera todo el lugar. Lo que había ocurrido allí nunca había sido completamente explicado y muchas personas estaban seguras de que algún demonio tenía algo que ver con ello. A la misa improvisada en la casa asistieron muchos curiosos que querían ver sangre y caos pero ya no había nada de eso sino un fuerte oler a desinfectante.

Desde entonces la gente quiso tumbar la casa y así ampliar el parque que quedaba justo al lado, pero eso nunca se pudo en ese entonces. La junta de vecinos lo tenía claro: su conjunto residencial se vería afectado integralmente si una de las casas originales era demolida. Tenían claro que si conservaban bien todo, la alcaldía podría darle estatus de patrimonio arquitectónico en el futuro y así los servicios básicos serían mucho más baratos, algo que a todo el mundo le vendría bien. Eso lo lograron hace apenas dos años pero no cambió nada.

 Incluso con ese descuento, la casa sigue estando abandonada. Encima que la gente ni la mira, obviamente nadie nunca ha entrado en mucho tiempo. Algunos niños traviesos se retan a entrar en ella pero ninguno a llegado nunca más allá de la reja perimetral. Y eso es porque una fuerza desconocida los controla y los hace dar media vuelta e irse. Uno de esos niños incluso se orinó encima frente a sus amigos después de tratar de meterse en la casa y las autoridades lo descartaron todo como inventos de un niño con problemas.

 Fueron uno diez años en los que la casa estuvo desocupada después de los asesinatos. Venderla era una prioridad para el consejo de vecinos de la época pues su lucha principal era por mantener la integridad de su pequeña comunidad. Contrataron los servicios de una inmobiliaria pero pronto tuvieron que cambiarla pues la mujer que mostraba la casa aseguró haber sido “tocada” un día después de mostrar la casa, cuando había decidido ir al baño antes de salir hacia su oficina. Nunca nadie supo si la mujer quiso decir que la habían atacado sexualmente o solo tocado, pero en fin.

 Fue después que, después de mucho trabajo, otra compañía inmobiliaria fue capaz de venderle la casas a los huéspedes aparentemente perfectos: eran dos azafatas y dos pilotos. Eran todos amigos y buscaban un lugar para vivir los días que tuvieran descanso. Eso pasaba cada dos semanas, a veces más, pero el punto era que les había gustado la casa pues el aeropuerto estaba más bien cerca. Era perfecto para ellos y se mudaron un día soleado en el que el barrio observaba, incluso cuando ellos no se dieron cuenta de ello. Todos estaban en alerta.

 Pero los días pasaron y los hombres y mujeres de la casa iban y venían sin problema por lo que muchos entendieron que la misa y la limpieza de hacía tiempo habían dado sus frutos. Ya todo estaba bien y los vecinos lentamente dejaron de hablar de la casa y de su pasado. Al menos hasta que un día vieron la noticia en la televisión de que uno de los pilotos y una de las azafatas habían muerto en un accidente aéreo. La causa, según dijeron, eran rayos caídos directamente sobre el aparato.

 A la gente le pareció raro y de nuevo empezaron a observar la casa pero para nada pues los inquilinos que quedaban se fueron por una razón simple: no tenían como pagar el alquiler sin sus compañeros. La gente creyó, de nuevo, que la casa quedaría sola por mucho tiempo después de eso. Pero se equivocaron pues no pasó ni un mes hasta que llegó la familia Robinson. Eran bastante amables y sonrientes. La familia estaba formada por el padre, la madre, un hijo adolescente, un niña pequeña y la madre de la mujer.  Parecían una familia feliz.

 La gente estuvo pendiente de ellos e incluso los invitaron a actividades del barrio, pensando que así de pronto no pasaría nada con ellos. Pero eso no evitó nada de lo que pasaría después. Todo empezó una noche de tormenta, cuando varios rayos impactaron la casa y casi la hacen arder. La lluvia lo impidió pero los vecinos estaban decididamente asustados. Los rayos no eran comunes y los hacía pensar en la tragedia aérea y en que de pronto sí estaba relacionada con la casa y lo que sea que tuviera en sus más oscuros rincones.

 Otra noche, se oyó un escandalo, cosas que se rompían y muebles lanzados contra las paredes. El ruido era tal que todo el mundo miraba por las ventanas. Salieron a la calle cuando los Robinson salieron corriendo a la calle en pijama. Estaban llorando y gritando, pues juraban haber sido testigos de algo demoniaco. Todos se había movido solo y decían que las paredes del cuarto de los niños había llorado sangre. La policía revisó y no encontró nada de eso pero sí vieron el desastre causado y los identificaron como vecinos problemáticos.

 Las noches de ruido y caos siguieron. El rumor era que todo pasaba en el cuarto de la niña pequeña. Un día llegó un coche negro y muchos dijeron haber visto a un sacerdote bajar de él. Esa semana fue intensa pues el ruido era mayor y alguna gente juró haber visto a los muertos de antes deambulando en la noche. Todo culminó una noche en la que los vecinos fueron despertados por el estruendo y luego una voz potente y ronca que los amenazaba de muerte. Cuando salieron a la calle a ver quien era, muchos aseguran haber visto a la niña flotar frente a la casa, hablando con esa voz.


 Los Robinson finalmente se fueron y eso fue lo último que se vio en esa casa. Poco a poco, el conjunto empezó a desvanecerse por la construcción de edificios y la salida de vecinos de hacía muchos años. Pocos de los vecinos originales seguían allí. Sin embargo, todo el mundo sabía de la casa y la ignoraban. Eso será al menos hasta mañana, cuando la casa amanezca en ruinas y el demonio que habita en ella haya decidido que es hora de cambiar de estrategia.

miércoles, 5 de octubre de 2016

Una vez y otra más

   Mientras me ponía los pantalones y apretaba el cinturón, escuché ruidos que venían de afuera de la habitación. Me di cuenta entonces que él no había salido al baño sino que se había ido a otra parte del apartamento. Seguí mirando el sitio con curiosidad ya que me gustaba bastante por donde estaba ubicado, como estaba arreglado y por la espectacular vista de la ciudad que había por la ventana. A pesar de ser tan temprano en la mañana, no había nada de la usual neblina. En cambio se alcanzaba a ver por varios kilómetros y era algo hermoso.

 Terminé de vestirme, revisé tener la billetera y mi celular y salí de la habitación con cierta rapidez. Normalmente nunca me quedaba en la casa de nadie hasta tan tarde y tenía que llegar a la mía, en la que no vivía solo. No es que a mi compañera de apartamento le importara mucho a que hora llegara o cuando pero a mi cerebro le gustaba pretender que era algo importante. Creo que me hacía creer que estaba siendo responsable de alguna manera aunque eso no tenía el más mínimo sentido. Me detuvo un momento frente a un espejo de cuerpo entero en el pasillo.

 Me peiné como pude, aunque mi cabello no parecía tener muchas ganas de hacer lo que yo quisiera. Para eso debería haberme duchado, algo que él había ofrecido pero, de nuevo, yo solo quería irme. Me arreglé la ropa un poco y seguí caminando hacia lo que era la salita del apartamento. Me gustaba mucho esa zona porque el techo era en bajada por ser en el último piso. Había una viga de madera que le daba cierta personalidad al espacio. La vista desde allí era igual de increíble. Por un momento me pregunté cuanto dinero ganaría él en su trabajo.

 Me asustó al aparecer de la nada. O bueno, por aparecer del lado al que yo no estaba mirando. La cocina estaba de ese lado y no debía haberme sorprendido tanto pero pegué un salto bastante exagerado y le hice caer al suelo un vaso de jugo de naranja que llevaba. El liquido se expandió por todo el suelo, manchando también una pared y una linda alfombra de estilo persa que tenía debajo de la mesa de centro de la sala. Mi reacción inmediata fue de vergüenza. Me agaché a recoger los vidrios y el me dijo que no me preocupara por ello.

 Fue cuando vino con la escoba, el recogedor y un trapo, cuando me di cuenta de algo: él seguía sin ropa, tal como había salido de la habitación. Por alguna tonta razón, eso me hizo sentir incomodo, a pesar de que ya lo había visto desnudo por un buen rato. Me sentí infantil al rato, cuando me di cuenta de cómo me había sentido. Fue una sucesión de sentimientos y pensamientos que ocurrieron en un espacio de tiempo muy pequeño. Y él, sin decir nada, se puso a limpiar el jugo regado y a recorred los vidrios con gran habilidad.

 Como yo no podía o no quería hablar, no pude decirle que no se molestara con el jugo. Por eso volvió y me sirvió un vaso y me invitó a tomarlo en la sala. Hice algo un poco grosero que fue tomar todo el contenido del vaso, sin respirar, en unos pocos segundos. Estiré la mano para darle el vaso y él me lo recibió un poco impresionado. Me dirigí hacia la puerta con cuidado, tratando de no pisar las partes pegajosas del piso o cualquier partícula que brillara. Cuando llegué a la puerta principal, fui a decir algo para despedirme pero un trueno en el exterior me calló.

 De repente, sin previo aviso, una lluvia torrencial empezó a caer afuera. Me quedé mirando la ventana con la boca abierta y luego, sin pensarlo mucho, mis ojos pasaron a la silueta de su cuerpo contra la poca luz que entraba por la ventana. De verdad que era un tipo muy lindo, su cuerpo me gustaba mucho y, había que decirlo, era muy cariñoso. Moví los ojos hacia otro punto y entonces dije, casi gritando, que ya me iba y que pediría un taxi en la recepción del edificio.

 Él me miró y me dijo, con total tranquilidad, que podía quedarme el tiempo que quisiera. Y como por lanzar un pequeño dardo, agregó que nadie me estaba echando. Eso me hizo sentir muy mal porque él tenía razón al decirlo. Me estaba comportando como un jovencito y no como un hombre adulto. Así que por eso, por la culpa, caminé hacia él y le pregunté si lo podía ayudar a limpiar. Él me dijo que quedaría un poco pegajoso por un tiempo pero que no tenía ganas de limpiar en ese momento, que lo haría más tarde con productos de limpieza como tal.

 Caminó entonces a la cocina para botar los pedazos de vidrio y me dejó solo mirando la lluvia que caía como si el cielo se hubiese roto. Me quedé allí de pie por un buen rato hasta que me di cuenta que me estaba comportando de manera rara de nuevo. Así que me senté en el sofá que había allí y me quité la chaqueta. De alguna manera hacía más calor en el apartamento que el que seguramente hacia fuera. Entre la lluvia podía ver árboles y eso me hizo pensar en mis decisiones, en mi vida, en lo que hacía y en lo que no.

 Rompió mi pensamiento el ruido de vidrio. Esta vez él había puesto dos vasos de jugo sobre portavasos en la mesita de centro, así como un plato con lo que parecían croissants pequeñitos. Me dijo que algunos tenían queso y otros chocolates. Se sentó desnudo a mi lado y tomó uno de los croissants y un vaso de jugo. Empezó a comer sin decir nada, solo mirando por la ventana y nada más. Yo decidí hacer lo mismo, a ver si eso rompía el hielo que yo había formado con mi mala actitud. Me di cuenta que no quería irme sin dejar las cosas bien. No tengo ni idea porqué.

 Le pregunté cuanto pagaba de arriendo. Era una pregunta un poco rara para hacerle a alguien que casi no conocía. Al fin y al cabo nos habíamos visto en contadas ocasiones. Sin embargo, el sonrió y me hizo recordar que esa era otra cosa que me gustaba mucho de él. Me contó que el apartamento era de su padre y que, al morir, se lo había heredado directamente a él. Es decir, solo pagaba servicios y nada más. No sabía si decir algo positivo o decir que sentía lo de su padre. Opté por lo segundo.

 Él negó con la cabeza, todavía sonriendo, y me dijo que siempre había tenido una relación bastante especial con su padre y que había sido su manera de decir que confiaba en él. No insistí en el tema pero ciertamente me pareció muy interesante. Le dije que me gustaba mucho la vista y él respondió que lo sabía. Eso me hizo sonrojar y pensar en que había hecho yo para que él se diera cuenta de ello. Tal vez en la habitación me había quedado mirando hacia el exterior en algunas ocasiones. Me dio mucha vergüenza pensarlo.

 Entonces el me tocó la cara y me dijo que le gustaba como me veía con la luz que había en la habitación. Seguí rojo porque no esperaba que dijera algo así. No le agradecí porque sentí que eso no hubiese tenido sentido. La lluvia siguió cayendo mientras terminamos la comida y la bebida. No se detenía por nada y yo me resigné a que simplemente no iba a tener una mañana de domingo como las de siempre, en la que permanecía metido en la cama hasta bien tarde, cuando me daban ganas de pedir algún domicilio de una comida no muy sana.

 Él entonces me dijo que se disculpaba si me parecía un poco raro que no se vistiera pero es que así se la pasaba todos los domingos. Me confesó que no se bañaba en esos días y que por nada del mundo salía a la calle. Le gustaba usar el domingo para adelantarse en series de televisión o películas que no hubiera podido ver antes. Yo le dije que hacía lo mismo y empezamos hablar de las series que nos gustaban y porqué. Resultó que estábamos viendo la misma y que teníamos las mismas ideas respecto a los personajes y sus intrigas.


 Cuando la conversación se detuvo, me invitó a ver un capitulo en el televisor de su habitación. Acepté y nos pusimos de pie para caminar hacia allí. Casi cuando llegamos, me detuve frente a la puerta del baño y le pregunté, de la nada, si podía bañarme ahora, ya que lo había ofrecido antes. Me dijo que sí y yo, sin decir nada, lo tomé de la mano y terminamos juntos bajo el agua caliente de la ducha. Hicimos de nuevo el amor y luego vimos televisión. Y hoy puedo decir que he estado viniendo a este apartamento por los últimos dos años. Las cosas pasan como tienen que pasar.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Gimnasia

   Eran pasadas las once de la noche y Javier seguía practicando una y otra vez. A veces solo se detenía para tomar algo de agua y ajustar algo en uno de los aparatos. Pero al rato siempre seguía, como si tuviera energía para toda la vida. Era probable que la tuviese pues muy pocos chicos de su edad eran capaces de tener tanta disciplina por si mismos. En el lugar solo estaba él, su entrenador se había ido hace varias horas y él había mentido al decir que se iba a quedar solo un rato más para pulir su presentación en barras asimétricas.

 Fue casi a medianoche que sus padres vinieron a recogerlo. Era la hora que él  les había dicho y ellos no habían puesto en duda su sinceridad. Quisieron preguntar donde estaba el entrenador pero él fue más rápido y les preguntó sobre su día y sobre que había en casa para cenar. Era una pregunta algo tonta pues no importaba mucho qué había de cena cuando él tenía que permanecer en una dieta muy estricta que no le dejaba subir calorías en ningún momento.

 En el coche de camino a casa, Javier pensaba que tal vez era mejor decirle a alguien que había estado entrenando solo, que tal vez se había estado esforzando más allá de lo que tenía sentido. De pronto lo mejor era parar un poco y ser un joven normal al menos por un tiempo. Hacía mucho que no lo era, que no abrazaba a sus padres o que no les agradecía el trabajo tan difícil que era tener un hijo gimnasta.

 Nunca llegó a agradecerles. En una de las intersecciones, un automóvil manejado por un borracho se pasó la luz roja y embistió el vehículo de la familia de Javier con tanta fuerza que fueron a dar varias metros hacia el otro lado. Los bomberos y las ambulancias no demoraron. Sacaron primero a Javier y luego a sus padres y pocos minutos después solo quedaba el retorcido esqueleto del vehículo y nada más.

 En el hospital, a Javier le habían inducido a dormir. De puro milagro no se había rato nada y solo tenía raspones y moretones por todos lados. Le habían puesto algo para dormir porque necesitaban revisarlo a fondo y no tenían tiempo de ver que opinaba del asunto. Los exámenes fueron positivos: Javier estaba en óptimas condiciones físicas a pesar del accidente. Lo dejaron dormir hasta el otro día.

 Ese día siguiente fue uno de los peores de su vida. Apenas estuvo algo consciente, le informaron que su madre había muerto en el accidente. Habían tratado de revivirla pero había sido imposible. Su padre estaba en estado critico, pues el coche había embestido por su lado. Mínimo quedaría sin el uso de sus piernas pero eso era asumiendo que saliera del estado en el que estaba.

 Dos semanas después, todavía algo drogado para no sentir demasiado, Javier enterraba a sus padres. Lo acompañaban familiares, algunos amigos y su entrenador. Esa era la única figura paterna que le quedaba pues su padre no había aguantado las operaciones y había muerto poco después de que a Javier le informaran lo de su madre. Estaba solo en el mundo y, cuando fue capaz de comprender lo que pasaba, quiso salir corriendo o no hacer nada más en la vida que quedarse en la cama llorando y si acaso comer cada mucho tiempo.

 La verdad era que Javier se culpaba, al menos parcialmente, por el accidente. Según lo que él pensaba, sus padres no hubiesen muerto de haber venido por él a la verdadera hora de finalización del entrenamiento. Si el no hubiese estado obsesionado con ganar la próxima competencia, no hubiese pasado nada y tal vez el borracho jamás hubiese terminado con una familia en una sola noche.

 Su entrenador quiso distraerlo y le recordó que había estado entrenando y que podía tratar de ganar de todas maneras. Pero Javier no estaba de humor para eso. No solo porque el esfuerzo de la mente para estar mejor lo dejaba exhausto, mucho más que los ejercicios en aparatos, sino porque su cuerpo estaba muy débil. Era como si los músculos se le hubiesen aflojado de pronto. No tenía fuerza para levantar una taza de café o el periódico. Estaba muy débil.

 Su entrenador comprendió y le dijo que perder esa competencia, o mejor dicho no concursar, no tenía nada grave. Pero necesitaba que Javier recordara que había estado entrenando para calificar a los Olímpicos. Eso era algo grande, un suceso tan enorme que no podían dejarlo de lado así como así. El entrenador Blanco dejó que Javier hiciese el luto que quisiera pero le ordenó, así tal cual, que volviera a entrenamiento en un mes.

 El chico aceptó pero la verdad no había estado poniendo mucha atención. En su mente solo estaban sus padres y las recetas que les gustaba hacer para él, cuando tenía competencias. Desde pequeño habían estado apoyándolo, aplaudiendo cada uno de sus logros y dándole lo mejor de si mismo para que él creciera y se convirtiera en un hombre respetable, con una moralidad intachable.

 Javier lloraba siempre que recordaba eso porque su moralidad era todo menos intachable. No solo se empujaba demasiado fuerte en su deporte, también era competitivo y muchas veces buscaba destruir los sueños de los demás. Ahora ya sentía como se sentía aquello y no le deseaba nada parecido ni a su peor enemigo.

 Durante su mes libre, Javier tuvo cada día para pensar. Se levantaba muy temprano siempre, como si todavía tuviera que ir a practicar, y desde las horas de la mañana trataba de lidiar con vivir una vida normal. El hogar en el que vivía ahora era suyo con todo lo que tenía adentro más algo de dinero que no eran millones y millones pero era más que suficiente para una vida tranquila. Sabía además que había que ahorrar y lo mismo iba con lo que ganar en su profesión.

 Le gustaba quedarse en casa y revisar los álbumes de fotos y elegir de entre ellas las que más le gustaban. Esas las ponía en un tablero en su cuarto y las miraba siempre que se sintiera demasiado agobiado por todo. Miraba las fotos de sus padres, jóvenes, con un bebé que aprendía a caminar o que andaba desnudo por la casa. Ese era él.

 No tiró nada de ellos hasta que algunos amigos le aconsejaron que lo mejor era tirar la ropa que no fuese a guardar pues le podían servir a otra gente con necesidades urgentes en cuanto a la vestimenta. Eligió un par de prendas de cada uno de sus padres y todo el resto lo pudo en cajas para regalar. Nunca pensó que le afectaría tanto pero la verdad era difícil ver todos esos pedazos de tela que contaban tantas historias, amontonándose allí como si no hubiesen sido parte esencial de su vida.

 Le aconsejaron también ir a un terapeuta o, mejor dicho, a un psicólogo pero Javier no pasó de la primera cita. Esos lugares no eran para él: se sentía siempre demasiado desprotegido y aunque la mujer decía que podía confiar en ella, la verdad era que no se conocían y que no había sentido en confiar en alguien que no conocía de nada. No podía oírla hablar de sus padres como si  los conociera ni tampoco de su profesión como si en verdad supiese algo al respecto.

 Al mes volvió al entrenamiento y tuvo que trabajar como si hubiera dejado de ejercitarse por varios años. El dolor de la perdida se había traducido en dolor físico y no había ahora ejercicio que no le infligiera un dolor muy alto. Pero no importaba. Se concentró lo mejor que pudo en los concursos, mejorando al nivel que tenía antes e incluso más. Fue casi un año después cuando pudo lograr el cupo para los Olímpicos.


 Visitó la tumba de sus padres pocos días ante de viajar a la ciudad donde sería la competencia. Les contó a sus padres varios detalles de la competencia, cosas graciosas y otras personales. Se detuvo un momento, pues la culpa seguía allí, pequeña pero insistente. Sin embargo, continuó entrenando de la manera más estricta y les dedicó a sus padres cada una de sus victorias pasadas y futuras.

viernes, 12 de febrero de 2016

Límites

     - Yo siempre pensé que era un idiota, pero no a este nivel.

   Luis se paseaba de un lado a otro del corto pasillo del hospital, frente a la puerta donde tenían en una cama al pobre idiota de Erick. Ese extranjero, siempre con expresión de perdido, de no estar en el lugar cuando se le estaba hablando. Lo ocultaba detrás de su torpe manera de hablar que, como para todos los extranjeros, les sirve de ventaja y desventaja. Les hace parecer más interesantes de lo que son, más misteriosos incluso y los hace graciosos. Pero como los excesos molestan a cualquiera, a veces podía ser una fastidio oír ese maldito acento por tanto tiempo.

- Es que yo no entiendo. ¡No puedo creer que hayan sido tan idiotas!

 Le hablaba a Roberto, un tipo alto y algo gordo, que llevaba gafas y tenía la expresión de estupidez más clara que se haya visto de este lado del océano Atlántico. Hay que decirlo, el tipo idiota no era pero no se ayudaba tampoco. Tenía trabajo, tenía responsabilidades que a muchas personas, como Luis, le habría encantado tener. Pero Luis no era de allí y él sí. Por eso le era todo más fácil y más obvio, por decirlo de alguna manera. Luis se sentó finalmente, a una silla de Roberto, moviendo una de sus piernas con desespero y sacando el celular para ver la hora.

- Y ahora ver cuanto se demora esto… Es increíble, de verdad.

 Eso lo decía Luis más para si mismo. Podía parecer hipócrita que pensara lo que pensaba de los extranjeros siendo él uno mismo pero para él eran más extranjeros, o extranjeros de verdad, aquellos que no hablaban el mismo idioma. Era una de esas muchas categorías y diferenciaciones que hacía en su cabeza para tenerlo todo más organizado y claro. Era una persona así, pragmática y siempre tratando de simplificar las cosas al máximo. Lo hacía porque odiaba las sorpresas, odiaba lo que se salía de la norma y lo que no cuadraba con nada. Los horarios y planes le encantaban. Esta visita al hospital era todo eso que no soportaba.

- Habrá alguna máquina de algo en este piso?

Pero Roberto no tenía ni idea. En ese momento tenía la cabeza en blanco, no pensaba en nada más que no fuera la imagen de Erick tirado en el piso convulsionando como loco. Su pelo color zanahoria había resaltado contra el suelo de madera y la espuma, mezclada luego con vomito y orina era una imagen que simplemente nunca se le iba a borrar, en especial por haber ocurrido en su cuarto. Tenía los olores incrustados en la mente, el terror de no saber que hacer y el desespero de tener una responsabilidad que ni sabía que había tenido en sus manos hasta entonces.

 No sé.

 Luis lo miró con fastidio. No porque no supiera donde había una máquina para comprar un simple café, sino porque sabía que la vida mental de alguien como Roberto se resumía en esas dos simplonas palabras. La verdad era que ninguno de sus compañeros de apartamento le caían mal. La verdad le eran un poco indiferentes, pues sus habitaciones estaban a un lado y la de él y el otro inquilino al otro. Pero cuando hacían sus fiestas improvisadas, el sonido siempre llegaba a sus oídos, justo en ese momento en que lo que quería era dormir y descansar de un día difícil. No, ellos elegían la música y la droga y el alcohol.

- Pueden seguir.

 La enfermera se había asomado por la puerta de la habitación. Ellos la miraron de golpe, pues no se habían dado cuenta de su presencia. Se incorporaron y entraron a la habitación, a la vez que un doctor y un par de enfermeras salían de la habitación. Solo quedaron con ellos otro doctor y la enfermera que los había hecho pasar. Le explicaron lo que había pasado pero no hacía falta alguna. Lo que había pasado era de una obviedad inmensa y era lo de menos para Luis y para Roberto aunque por razones distintas. Escucharon sin decir nada y esperaron a que se hubiesen ido los otros dos para mirar a Erick.

- ¿Como te sientes? – preguntó Roberto.
- No va a contestar. – respondió Luis, fastidiado.

 Tenía un tubo metido en la boca y otros en la nariz. Estaba despierto pero no listo para una conversación larga y tendida. Además que pregunta le iba a hacer a Erick? Era obvio que se habían pasado, era obvio que él ya estaba más allá de todo con ese cuento estúpido de las drogas. Luis no se lo reservó, sino que arrancó a decirlo, como un torrente de palabras que taladraban los oído de Roberto. Le dijo que era su culpa pues había empujado a un tipo ya obsesionado con la marihuana a fumar más y más, le acolitaba las estupideces y no era su amigo, sino un cómplice.

- No te puedes lavar las manos.

 Luis dijo esto mirando a Erick, casi sin poder contener la rabia. Él había visto las líneas de cocaína sobre el vidrio de la mesa de trabajo de Roberto. Él había levantado a Erick para despertarlo, para mantenerlo alerta mientras habían llegado los paramédicos. Tenía toda la autoridad moral para gritarles todo lo que se le diera la gana.

- Tus padres. Ya saben?

 Erick sacudió negativamente la cabeza. Luis entornó los ojos y le dijo que los llamaría apenas supiera el número. Instintivamente miró la mesa de noche al lado de Erick y vio un celular. Sin vacilar lo cogió y empezó a buscar en la libreta de teléfonos. Roberto de pronto despertó de su trance y le dijo que no hiciera eso, que no podía coger lo que no era suyo. Luis le dirigió una mirada de odio y le recordó que si no fuera por él no estarían aquí. Y que ya eran muy viejos para seguir jugando jueguitos idiotas. Marcó un número listado y pronto estuvo hablando, llamada internacional, con el padre de Erick. O el hombre era otro idiota o los irlandeses tienen una manera muy rara de reaccionar a las noticias. En todo caso, estaba hecho.

- Apenas me vaya llamo a la dueña del apartamento para que limpien.
- ¿Qué?

 Luis le dijo que él no iba a limpiar nada y aprovechó para decirle a Roberto que seguramente él tampoco sabría como hacer nada de limpieza, y mucho menos para quitar ese olor tan horrible. Erick parecía querer decir algo y Luis lo miró, tratando de tranquilizar su mirada. Lo miró fijamente y a  Erick se le llenaron los ojos de agua, como si fuera a llorar. Pero eso no tenía sentido. Para Luis llorar estaba de más, ya era muy tarde para eso. Ya no había manera de arrepentirse ni de deshacer lo que había hecho ya.

- La próxima vez que te quedes dormido en un tren porque has metido quien sabe cuanto o   andas borracho o ambos, yo me pondría a pensar en el estado en el que está mi vida.           Inténtalo alguna vez. Pensar no les vendría mal a ninguno de ustedes.

 Y apenas dijo esas palabras, se fue. En la habitación quedaron en silencio el resto de la visita, apenas intercambiando miradas que ya no eran cómplices como lo habían sido tantas veces antes. Eran miradas ahora de miedo y de culpa, de realización que la vida no es un juego para siempre, que las acciones tienen consecuencias y que no se puede ir empujando el limite de las cosas porque en algún momento se podría dar uno cuenta que esa frontera ha quedado bien atrás y que ya no hay como regresar, como esta r de nuevo en ese nivel estable del pasado.

 Roberto le habló por fin a Erick, de las cosas que siempre hablaban. De música y de mujeres y cosas por el estilo. Esa era su manera de siempre, escapar al momento y no hablar de las cosas que había que hacer. Así como en el apartamento no se encargaba de sus cosas, en la vida escapaba de lo que de verdad importaba.


 Luis no fue a la casa luego de ir al hospital. Se fue a un bar a tomar algo y a comer pues no había comido en todo el día. Mientras masticaba su emparedado de salami, recordaba la escena que había visto tan temprano en el día y se dio cuenta que estaba cansado, que había perdido dinero inútilmente, que no tendría tiempo de llegar a clase y que estaba cansado y no era ni mediodía. Se tomó una cerveza y pidió otro emparedado para llevar y luego fue a recostarse. Más tarde empujaría solo un poco su frontera, a su modo, sin peligro de muerte. Y lo haría porque sabía qué y cómo hacerlo, sin errores de hombres que se sienten orgullosos de ser unos niños.