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lunes, 8 de agosto de 2016

Días de playa

   La capa se sacudían con fuerza en el viento, dando coletazos fuertes como si fuera una pez luchando por escapar su captura. El clima era difícil pero no es se estaba poniendo ni mejor ni peor. Era solo ese fuerte viento constante de la orilla del mar, que hacía que todo cobrara vida. Jorge no tomó la cama con una mano para que dejara de moverse ni nada por el estilo. La verdad es que el sonido y el movimiento no le molestaban. Estaba demasiado preocupado pensando en lo que pasaría al otro día, no le importaba el clima que hiciera entonces o en cinco días.

 Caminó lentamente por las dunas de arena que dominaban el paisaje. Era difícil puesto que eran montañas enormes que se elevaban varios metros por encima del nivel del mar y luego había valles en los que el viento del día apenas y se sentían. Pensativo, Jorge no le vio lo malo a tener que caminar por allí con las botas militares que tenía puestas, la capa que seguía ondeando como una bandera y el cinturón grueso y pesado que sostenía todo su atuendo.

 Pensé que era ridículo estar allí, pensando que por arte de magia algo pasaría para impedir que todo pasara como tenía que pasar. Solo una pequeña parte de él se derrumbó a ese punto pero se recuperó a tiempo y ahora solo esperaba el momento de la verdad que tanto le habían prometido. Miraba a un lado y al otro y se daba cuenta que estaba solo y que al otro día ese no era el caso.

 Al caminar, hizo un trazado claro con las botas, pues arrastraba los pies. Esto era en parte juego pero también una clara manera de pedir ayuda sin decir nada. No había nadie allí que lo ayudara pero era bonito sentir que podía estar en la mente de alguien por un momento. Se preguntó como era cuando alguien más pensaba en él, cuando estaba lejos y aparte de todo. Hacía mucho tiempo que no tenía de verdad a nadie y, a pesar de haber pasado tanto tiempo, no se hacía más fácil.

 Se detuvo de nuevo en la parte alta de la duna más cercana al mar. Esta vez sí que tuvo que tomar la capa ente sus manos, mientras miraba el salpicado océano que parecía enfurecido, a punto de la locura. Jorge recordó todo lo que había ocurrido allí hacía tanto tiempo y se sentía un poco tonto al admitir que recordaba cada segundo con claridad.

 Había sido hacía unos cinco años y el lugar, esa playa, era muy distinta. Las dunas eran mucho más bajas pero la arena era igual de blanca y delgada como las demás. El mar, sin embargo, lo recordaba muy diferente, mucho más en calma que entonces, cuando parecía quererse salir de donde estaba. No, en esos tiempos era un lugar de paz, poco frecuentado, un autentico paraíso cerca de todo.

 Porque la playa quedaba cerca de la ciudad y no dentro de ella. Como era difícil llegar, la mayoría de la gente no sabía que existía y se quedaban en las abarrotadas playas de la ciudad donde no se podía uno mover sin golpear a otra personas. Jorge había estado allí, con el sol del verano en su espalda, y con una brisa agradable masajeando su espalda. La vez que recordaba no había sido la primera que había ido sino la última. Era uno de esos bonitos recuerdos que todavía guardaba del pasado.

 De entonces no había documentos ni imágenes ni nada. Todo eso había sido destruido por completo al comienzo de la guerra. Y sin embargo recordaba como fue uno de los primeros lugares a los que llevo a Roberto después de formar los papeles del matrimonio. La ceremonia había sido algo muy normal pero había querido un gran viaje y con Roberto hicieron un itinerario que daba la vuelta a todo el continente en poco menos de un mes. Iba a ser su travesía de luna de miel.

 El viento se puso más fuerte, sacando a Jorge de su recuerdo. Tenía que regresar ya al campamento y tratar de descansar para el día siguiente, era lo único que podía hacer para no volverse loco, paran o obsesionarse con su pasado o su futuro o lo que fuera. La verdad era que ya no había nada que creyera poder hacer para ignorar el hecho de que podría morir en muy poco tiempo.

 Dio un par de pasos y luego se agachó y miró los botas. Se dejó caer sobre su trasero en la arena, mirando fijamente sus botas, como si fueran lo más importante del mundo. Los cordones eran delgados y daban varias vueltas hasta que formaban un nudo fuerte. Cuando empezó a tratar de desamarrar el nudo, no pudo evitar pensar de nuevo en el pasado.

 Jorge se había quitado las chanclas apenas había visto el arena pero Roberto no lo hizo hasta que encontraron un lugar perfecto frente al agua para echarse. A pesar del sol y del hermoso clima, no había casi nadie en la playa. Algunas familias con sus niños jugaban por ahí y otro par de parejas. Nadie más invadía semejante lugar tan hermoso. Jorge se quitó camiseta rápidamente y corrió hacia el agua y se metió en ella. Estaba algo fría pero perfecta para el clima cálido.

 Roberto lo saludaba desde la playa a medida que Jorge se alejaba nadando. Cuando estuvo cerca de las boyas de seguridad, se dio cuenta que Roberto ya no batía sus manos alegremente sino que se había sentado en la toalla a leer un libro que había traído. Sonrió al verlo pues le gustaba esa parte de él, esos pequeños detalles que hacían de Roberto ese ser tan especial que había conocido de una manera tan al azar.

 Se logró quitar la primer bota. La dejó a un lado y fue por la otra. Sus pies le dolían y no quería usar más esas malditas botas. Al otro día prefería luchar descalzo, sin medias si se podría, nada de esas cosas que pesaban dos toneladas. Sabía que se le congelarían los pies si no se protegía pero había  un límite para todo y por alguna extraña razón su límite era el dolor en sus sensibles pies. Tomó las botas con una mano, se puso de pie, y siguió caminando, alejándose de la playa. Su ritmo era ahora más rápido, las botas en verdad lo mantenían frenado.

 Cuando regresó a Roberto ese día en la playa, le compartió su pensamiento: el día que se conocieron había sido un día muy particular. Para Jorge había sido pésimo y había estado a punto de cancelar su participación en esa fiesta, pues no estaba de humor. No tenía trabajo ni dinero y no quería tener que estar pendiente de cada moneda que gastaba para tomarse una cerveza. Nunca hubiese pensado que eso le cambiaría el futuro inmediato.

 Al mirar la lista de precios una y otra vez,  una chica más joven que él pareció desmayarse a su lado. Él la tomó en brazos justo a tiempo, evitando que se golpeara contra el suelo. Con ayuda de un vaso de agua, la pudo despertar y la cargó hasta la salida del lugar. La sentó en una banca y le preguntó su nombre y si sabía su dirección. La pobre no estaba para nada bien, muy bebida. Parecía querer hablar pero no decía nada, solo balbuceaba entre dientes.

 Fue entonces cuando apareció Roberto. Al verla a ella se acercó puesto que la reconocía. Lo curioso es que él no venía a esa discoteca sino que iba pasando con amigos para ir a otra. Fue una pura coincidencia que todos hubiesen estado allí en ese momento. Esa casualidad selló el destino de los tres y, al menos para Roberto y Jorge, les brindó unos meses llenos de algo que jamás habían vivido ni sentido. Ahora todo eso se sentía muy lejano.

 Sin botas, Jorge llegó al campamento que se había resguardado en la vieja fábrica cercana a la playa. Hacía décadas que no servía pero era un refugio excelente contra el clima y cualquier persona que quisiese hacerles daño. Cuando entró, nadie preguntó nada, ni por el clima ni por las botas ni por el inminente gran día que tendrían en pocas horas.


 La noche cayó de golpe. El cielo era negro, sin estrellas. Solo un par brillaban débilmente en el firmamento. Tratando de dormir, Jorge miró esos débiles destellos y se preguntó que era lo que era lo que había pasado para que estuvieran allí y no como habían estado hacía cinco años. En esas débiles luces veía un reflejo perfecto de sus esperanzas, como se iban apagando una a una todo los días. Y sin embargo, al otro día tendría que seguir luchando, persistiendo y no sabía porqué o para qué.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Asesinato y demás

   El cuerpo de Fernando Trujillo cayó al río como en cámara lenta. El tiro que le propinaron en la cabeza dispersó sus sesos por el agua antes de que su cuerpo cayera allí mismo. No había sido algo calculado por sus asesinos pero había sido el resultado directo de un asesinato algo improvisado, pues Trujillo no debía morir en ese lugar al lado del camino a la playa, sino que debía ser llevado a unos kilómetros de la ciudad para ser asesinado en el cementerio. Ese había sido el plan pero finalmente no hubo manera de ejecutarlo como se había pensado. El jefe de los matones, seguramente apurado por algún hecho importante, cambió todo exigiendo que lo mataran donde sea que estuviera y que, de ser posible, ocultaran el cuerpo para que no lo encontraran.

 Eso no iba a ser posible pues el área del mar en la que había caído no era nada profunda pero la corriente sí era fuerte. Apenas cayó, ellos miraron y luego se fueron. Si tan solo hubiese habido un árbol o una barandilla, el cuerpo hubiese tenido que ser trasladado. Pero no fue así. Durante toda la noche, el mar meció el cuerpo lentamente y lo fue arrastrando hacia el centro de la bahía y hacia abajo. En el proceso, Fernando Trujillo fue perdiendo lo que tenía en sus bolsillos: algo de dinero en monedas, unas llaves y su billetera. También su celular cayó y pronto fue despojado de sus viene materiales por el agua, que lo arrastró a un rincón oscuro del que nunca salió.

 De los objetos que se le fueron cayendo, casi todo quedó en el fondo del mar que en esa parte debía tener solo cuatro metros de profundidad. Después la bahía se volvía inmensamente profunda y tal vez era por eso que se le avisaba a los bañistas que nunca se metieran al agua al final de la tarde, pues podía ser peligroso. El caos fue que, con el tiempo, el cuerpo se deterioró y solo los huesos quedaron en el fondo marino, lentamente cubiertos por musgo y arena. A Trujillo lo recordaban en tierra pero solo su familia y ellos se resignaron pronto. Al fin y al cabo conocían su pasado y sabían que, tarde o temprano, eso vivido vendría a saldar cuentas de una manera o de otra. Su mujer se casó el año siguiente, evento que no sorprendió a nadie.

 Fue un día de sol del verano que siguió, en el que Eva y su padre Julio se encontraron el celular de Fernando en la playa. Estaba medio enterrado en las piedritas antes de entrar al mar y Eva lo había descubierto al ir corriendo a meterse al mar y tropezar con la punta del objeto. Después de llorar unos minutos, y de recibir el amor de su padre por otro par de minutos, la niña de nueve años fue la que sacó el celular de la arena y se alegró de verlo como si fuese un viejo amigo que se aparecía en la arena como por arte de magia. Julio no le dejaba tener de esos aparatos, ella era muy joven. Pero ambos se quedaron mirando el objeto por un rato, como si fuera algo único.

   Luego, Julio miró a su alrededor y buscó al posible dueño del objeto. Pero la verdad era que, en esa parte de la playa, no había nadie. Al fin y al cabo, era la parte donde terminaba la arena y había un camino que venía del pueblo y nadie se hacía allí pues el ruido de la gente en “hora pico” podía ser excesivamente molesto. Con Eva, revisaron el celular: no prendía, tenía algo de agua en el interior y arena por todos lados. Eso sí, tenía una memoria de la que podrían sacar algo. Julio sabía algo de tecnología aunque más sabía su hermano Tulio (sus padres no habían sido gente muy creativa), pues había estudiado ingeniería electrónica en la universidad. Se guardaron el objeto y volvieron a su lugar en la playa con los demás miembros de la familia, sin darse cuenta que a pocos centímetros del celular, el mar enterraba una tarjeta con el nombre de Fernando.

 Ya en casa, Eva tomó el celular y empezar a jugar con él, imaginando que disparaba aves contra cerdos o que ella controlaba una nave espacial a toda velocidad o que tocaba frutas cuadradas. Todo eso lo había visto alguna vez pero solo cuando mamá dejaba que jugara con ella. Julio y su esposa eran chapados a la antigua en ese aspecto y muchas veces se preguntaban si era lo correcto. Pero cuanto más se lo preguntaban, menos hacían algo a propósito. El celular del muerto se lo dejaron a Eva, mientras Tulio venía o ellos iban a donde él. La segunda opción era la más probable pues él casi nunca salía de casa.

 Al cabo de dos semanas fueron todos a visitarlo pero, intrigado por la historia del celular, decidió revisarlo momentos después de Julio haber concluido la historia. Según él, el aparato como tal no podía ser salvado. Pero la información que había dentro seguramente sí. Usó varias de los aparatos que guardaba por todos lados y les dijo que tomaría un tiempo, pues el agua salada a veces hacía que todo fuese algo lento, además que el aparato parecía estar lleno de información. Mientras esperaban, Tulio ofreció café y galletas. Las aceptaron por cortesía pero, siendo familia, ellos sabían que Tulio siempre ofrecía café con sabor a cigarrillo y las galletas más viejas que tuviera en ese momento en la alacena.

 Cuando ya querían irse, la información no había terminado de salir. Tulio les propuso que fueran a casa y él los visitaría tan pronto todo hubiese terminado. Eva no quería dejar su nuevo juguete pero la convencieron recordándole que debía terminar cierto juego de té en casa. Tulio se puso a trabajar hasta muy tarde y fue en un momento de la madrugada que la descarga terminó y pudo ver que era lo que había en el celular. Al comienzo, se sintió confundido pues las carpetas típicas estaban mezcladas con otras con nombres parecidos pero cuando por fin dio con algo real, se llevó el susto de su vida. Lo primero que vio fue una foto en la asesinaban a alguien.

 La calidad no era la mejor, pero estaba claro lo que sucedía. Así fue que miró las demás fotos y todas tenían como tema, sin lugar a dudas, el crimen. En unas había gente recibiendo dinero, en otras más asesinatos e incluso lo que parecían violaciones. Había archivos de video pero no se atrevió a mirar ninguno. Algunos audios existían pero el sonido era pésimo y apenas se podían distinguir voces distintas de ellos. Tulio lo dejó todo por un momento y fue a la cocina a tomar agua fría. Cuales eran las posibilidades de encontrar un celular en la playa con esa clase de información? De quién sería el móvil y por que había sido abandonado, si es que había sido a propósito? Todo era muy extraño. Tulio decidió llamar a su hermano, así tuviese que despertarlo y decidir que hacían.

 Siendo el bueno de los hermanos, Julio se decidió por ir a la policía. Se encontró con Tulio, muy a las cinco de la mañana, frente a la estación de policía del pueblo, que a esa hora parecía una de esas villas fantasma de las películas. Cuando entraron, solo había un oficial masticando chicle y leyendo una revista de chismes. Le tuvieron que llamar la atención tosiendo para que los mirara. Julio explicó a lo que venían y él solo les pidió que esperaran, indicándoles sin mirarlos unas sillas contra la pared. Esperaron una hora hasta que empezaron a llegar más oficiales. La verdad era que el pueblo no era muy activo y no valía la pena trabajar veinticuatro horas a toda máquina. El hombre que los atendió se fue y tuvieron que exigir hablar con alguien.

 Había una oficina de tecnología y fue allí que por fin pudieron mostrar lo que tenían. Tulio había guardado todo en una memoria portátil. Primero lo vio un policía, después otro, y otro y otro y así hasta que hubieron unos doce en la pequeña oficina y decidieron llevar todo a un laboratorio. A Tulio y a Julio se les impidió el paso y solo les preguntaron donde habían encontrado la información y si era la única copia. Lo primero lo contestó Julio y se lamentó ser sincero pues tuvieron que dar todo, incluso el aparato dañado que él quería de juguete para Eva. Tulio respondió lo segundo, pero mintió. Dijo que solo había una copia pero la verdad es que había guardado la información para él.

 Cuando se fueron, vieron que más oficiales corrían al laboratorio pero ya no le dieron más importancia. Ya en casa, Tulio guardó la información en un lugar que hasta él se le olvidara. La había guardado toda por si acaso, pero lo más probable es que nunca se atreviera a ver todo eso de nuevo. Julio tuvo que comprarle su primera tableta electrónica a Eva, después del berrinche de dos horas por no haberle traído el celular de vuelta. Al final, fue la mejor decisión pues le podía enseñar mucho más de esa manera, con juegos y demás.


 Nadie supo que por esos días los matones volvieron al pueblo pero no para matar sino porque les había gustado el lugar y querían tomarse un tiempo libre del crimen. Eran dos hombres y eran pareja pero su jefe, al que llaman “el idiota ese”, no tenía ni idea. Mientras ellos compartían un beso cerca de la orilla, los huesos de Fernando estaban siendo revolcados en el fondo del mar por una red que buscaba peces. Los pescadores casi se mueren del susto al ver la calavera en la parte más alta del montón de peces.

miércoles, 13 de mayo de 2015

En el desierto

   Como pude, corrí por encima de terreno lleno de piedras y llegué hasta un caballo, que solté con rapidez de donde estaba amarrado. La verdad es que nunca había montado pero no había tiempo para tener lecciones. Era escapar o que me siguieran hasta el fin del mundo. El caballo parecía entender mi preocupación y afán y aceleró con premura hacia el desierto, internándose cada vez más entre las grandes rocas y  sobre el terreno que ya no estaba plagado de rocas de todos los tamaños sino de arena y de un polvo molesto que se metía por la nariz.

 Me hubiese gustado tener unos lentes o una bufanda para impedir quedar ciego por tanta suciedad pero no había como. Había tenido solo una oportunidad para escapar, para salir corriendo y no volver jamás, y en mi camino de escape no vi nada sino al caballo que parecía aburrido ahí amarrado y solo. De pronto por eso me había obedecido con tanta gana: debía estar horriblemente aburrido allí amarrado. Ahora corría con gracia, o por lo menos eso creía yo, cruzando el desierto. Yo me sostenía como podía y cada cierto tiempo miraba hacia atrás, no hay que me enemigo estuviese más cerca de lo que pensaba.

 Bueno, para ser exactos ese hombre no era mi enemigo. De hecho, no tenía idea de quién era. Pero seguramente él si sabía quién era yo y por eso había decidido llevarme de mi casa hasta este paraje lejano. Debía estar inconsciente por al menos un día porque el desierto y el clima del mismo no me resultaban para nada familiares. Ni las plantas ni nada más era algo que yo hubiese visto antes. Lo previsible era que me había sacado del país, de alguna manera, y me había llevado a una casa en la mitad de la nada. Porqué y para qué, eran cosas que yo todavía no sabía y quién sabe si lo sabría algún día.

 El caballo mantuvo el paso rápido durante la tarde hasta que empezó a oscurecer y estaba claro que no llegábamos a ningún lado. Cuando estuvo oscuro por completo, el caballo empezó a trotar y, cuando me di cuenta, se había detenido por completo. Moví las piernas y las riendas para que siguiera el camino pero el caballo me ignoró por completo. Movía las orejas con rapidez y la cabeza a un lado y al otro. Yo halaba y molestaba tanto que terminé por caerme del animal, dándome un golpe bastante fuerte en la cabeza.

 Por un segundo pensé que el animal me iba a dejar allí tirado pero no. El caballo trotó un poco más, yo detrás de él, hasta que llegó a la fuente de un sonido que él había escuchado pero yo, tal vez en mi apuro o preocupación, no había sentido. Se trataba de el murmullo de un pequeño curso de agua, un riachuelo delgado que discurría entre grandes piedras. Seguramente era uno de esos ríos temporales que se formaban por las lluvias muy ocasionales y como yo había estado, hasta hace poco, dormido, era posible que hubiese llovido mientras estaba inconsciente.

 El caballo agachó la cabeza y tomó agua. El pobre animal estaba sediento, cansado del largo viaje que habíamos tenido. Yo me le acerqué por un lado e hice lo mismo que él, tomando el agua entre mis manos. Era algo turbia pero por lo demás no parecía muy maligna que digamos, así que tomé un sorbo y luego más y más hasta que estuve satisfecho. Todo eso, para mí, pareció discurrir en un minuto o dos pero pasó mucho tiempo más porque no mucho después, cuando estaba quedándome dormido a un lado del caballo, el sol empezó a alumbrar el pequeño valle. El gritó ahogado que pegué hubiese atraído a quien estuviese cerca.

 En la noche había sido algo difícil de notar pero en el día era algo tan evidente como que el sol brilla. El piso del cañón estaba infestado de escorpiones. Parecía ser un sitio predilecto para su reproducción porque había montones, incluso un par encima de mi cuerpo que me quité sacudiéndome del susto. El caballo se puso de pie de golpe y me subí en él. No fue sino ajustarme un poco en el asiento para que el animal emprendiera el galope, aplastando cuanto bicho se le cruzaba hasta que dimos con la salida por la que, por equivocación, habíamos entrado la noche anterior. El sonido de los escorpiones aplastados por los cascos del caballo quedó en mi cabeza por un buen tiempo, hasta que estuvimos lejos del lugar.

 Bien podíamos haber estado galopando hacia la casa donde me habían tenido amarrado. El desierto parecía el mismo por todas partes y no había manera de saber exactamente para donde íbamos y de donde habíamos venido. Cuando se escapa de un secuestro, uno no se pone a pensar en que vendría bien llevarse del sitio. El puro miedo es el motor que lo mueve a uno a correr sin pensar adonde. Seguramente alguien con sangre más fría, con temple de acero, habría pensado en robar así fuera algo de comer pero yo no. Estaba muerto del susto.

 El hombre que me había tenido amarrado, y solo puedo asumir que haya sido un hombre porque no puedo estar seguro, no estaba cuando me desperté. Me demoré un buen rato quitándome las cuerdas con las que me había atado pero nunca llegó. Yo solo salí corriendo hacia el caballo y no supe de más nada. Adonde habría ido quién me estaba intimidando, quién me había sacado de mi casa contra mi voluntad y en un momento clave había desaparecido sin razón alguna? Porque no me cabía en la cabeza que un secuestrador se fuera de paseo en la mitad de su actividad. No tenía sentido. Pero en todo caso esa ausencia había sido mi oportunidad y la tomé, así no hubiese estado muy despierto.

  Todo ese día siguiente fue igual. El desierto parecía eterno y el sol había empezado a brillar con más intensidad. No hubo donde tomar agua, así estuviese infestado de escorpiones, y solo pudieron cubrirse del sol a la sombra de grandes rocas, como para no seguir deshidratándose. El tercer día del escape fue mucho mejor porque llegamos a un lago. Yo me lancé, con todo y ropa, y me bañé y tomé agua. Podía haber habido tiburones o cocodrilos y francamente no me hubiese importado. El agua era fría y el clima caliente, no podía ser mejor.

 Nos dimos cuenta, pasadas unas horas, que ese lago era un embalse de una ciudad cercana. Encontramos una carretera, solitaria, pero funcional y la seguimos hacia el lado opuesto del lago. Antes de caer la tarde, llegamos a una ciudad de tamaño medio y por fin pude respirar adecuadamente. Puedo jurar que estuve a punto de llorar pero no lo hice porque ya había mucha gente mirándome. De pronto porque no era muy frecuente andar a caballo por las vías destinadas a las automóviles. Como para fingir que no me daba cuenta de mi rareza, pregunté a varios donde estaba la comisaría de policía más cercana.

 Cuando por fin encontré el edificio, me bajé del caballo y lo dejé donde estaban los vehículos de los oficiales que había dentro de la comisaría. Entre nervioso pero no tuve que llamar la atención de nadie porque se me quedaron viendo como si estuviese loco cuando entré al recibir. Hablé con una joven policía y le expliqué que había escapado de mi captor en el desierto y que necesitaba ayuda para llegar a casa. Le dije donde vivía pero pareció no comprender. Llamó a un oficial mayor y tuve que contarle todo de nuevo. Él también se me quedó mirando pero al menos me hizo pasar a una oficina y me ofreció comida y agua.

 Me dejaron solo mientras verificaban mi historia y no los culpé por eso. Por fin volvió el hombre después de una horas. Me dijo que habían encontrado la denuncia de mi desaparición y me preguntó si me sentía bien, ya que las personas que habían estado tanto tiempo secuestradas, normalmente estaban en malas condiciones físicas. Le pregunté entonces cuanto tiempo había estado secuestrado. El hombre me miró raro de nuevo pero me aseguró que habían sido casi dos años.

 Lo siguiente que recuerdo fue despertar sobre una camilla. Pensé que estaba en un hospital pero una mujer que se me acercó al instante me dijo que estaba en la enfermería de la estación de policía. Me dijo que me había inyectado vitaminas y demás porque estaba muy mal y que me había revisado por completo. En efecto, tenía yo puesta una bata blanca y nada más. Sin razón aparente, le pregunté la mujer por mi caballo y me aseguró que iría a ver si estaba bien, pero sentí que solo lo decía por no alterarme.

 Dormí después más rato hasta que fue de noche. Me despertó el murmullo de unas voces afuera de la enfermería. De repente oí mi nombre y por el timbre de voz supe que eran el policía que me había atendido y la enfermera o doctora. Con cuidado, me bajé de la camilla sin hacer ruido y me acerqué con sigilo a la puerta. Desde allí se escuchaba todo con más claridad. Estaban discutiendo en voz queda pero yo los oía bien. Hablaban de mi imaginación, de que me había imaginado un caballo que no existía y de que estaba deshidratado y posiblemente trastornado por el sol. La doctora le dijo al policía que no era de sorprender, después de tanto tiempo de estar encerrado.

 Habían enviado ya policía al desierto, adonde yo había dicho que estaba la casa, pero todavía no se sabía si habían encontrado el lugar. La doctora le dijo al policía que, además, había algo importante en el caso y es que el secuestro no había sido motivado por dinero. El policía le preguntó como sabía y ella le respondió que tras los exámenes que me había hecho, había podido determinar que había habido violación constante por un largo periodo de tiempo.


 No me molesté en dejarme caer haciendo ruido, casi tan inerte como si hubiese estado muerto. Se me secó la garganta y deseé estar en el cañón de los escorpiones. En ese momento, de pronto, no pareció un lugar tan malo para estar.

miércoles, 7 de enero de 2015

La playa

   Sentir el sol en la piel, la arena raspando el cuerpo cada cierto tiempo y bajo la planta de los pies, y escuchar el sonido del mar. Todo esto era lo que Guille siempre había querido y ahora estaba allí, en la playa, disfrutando de la temperatura y la suave brisa, que hacían una combinación perfecta para relajar hasta al más intranquilo.

Lo mejor de todo era que no había mucha gente en el lugar: para ser una playa cercana a varios hoteles, tenía poco público. Pero eso, lejos de ser un problema, era otro aspecto positivo del lugar. Guille no tenía que preocuparse por si alguien venía a robarle su mochila sino que podía dedicarse a contemplar el mar y su eterna paz.

Cuando se cansó de broncearse, entró al agua. Las olas eran suaves y la temperatura del agua era perfecta para contrastar con el calor que hacía. Desde el agua, Guille podía ver sus cosas y si quisiera podría salir rápidamente. Pero la verdad era que no había necesidad: ahora el tramo de playa en el que él estaba completamente desierto.

Esto se debía, al menos en parte, a que era un día entre semana en el que muchas personas estaban trabajando, además que era temporada baja. Había planeado su viaje así a propósito ya que el joven hombre no gustaba de las aglomeraciones y de tener que esforzarse más de la cuenta para relajarse en unas vacaciones que estaban más que merecidas.

Guillermo trabajaba en un banco, lidiando con los problemas que la gente tenía con frecuencia con la entidades bancarias: prestamos, hipotecas, errores en cuentas, tarjetas de crédito,… Todo ese trabajo tedioso era responsabilidad de él y su gran grado de responsabilidad le hecho acreedor a uno de los mejores puestos en el banco, lo que era tanto bueno como malo..

Era bueno porque era una mejor paga, que necesitaba si quería algún día hacer algo de su vida, algo más en todo caso. Con el dinero de un año de trabajo en su nuevo puesto, había podido mudarse y planear el viaje que ahora estaba disfrutando sin sombra de duda. Además ya no estaba en una estúpida ventanilla sino que tenía una oficina, lo que no estaba mal del todo.

Lo malo de la situación, era que su carga laboral ahora era mucho más pesada. Todos los días, desde primera hora de la mañana, debía lidiar tanto con problemas ridículamente complicados como con idioteces que tenía que explicar un sinnúmero de veces hasta que las personas se dieran cuenta de lo que les estaba diciendo.

Hacía ya bastante rato que Guillermo no creía en la realización de sus sueños. Aunque todavía era joven, había trabajado como loco desde hacía mucho tiempo y no parecía que hubiera ningún tipo de retribución real, o al menos no la que el buscaba. Lo que él quería era tener la libertad de seguir otro camino en su vida, de elegir algo que lo llenara más como ser humano pero eso no parecía que fuese a pasar.

Él siempre había soñado, porque no había otra manera de serlo, en ser un artista reconocido. La música siempre había sido una de sus pasiones y sus padres habían aceptado que, antes de ser un adolescente, tuviera clases de piano, de guitarra y de violín. Era casi un genio para todo lo que tenía que ver con la música, reteniendo datos sobre cantantes o composiciones en su cerebro o tocando para en las reuniones familiares de la época navideña.

Pero cuando empezó a crecer, sus padres cortaron rápidamente las alas que ellos mismos habían ayudado a construir. Sin decirlo de viva voz,  consideraban que la música no lo llevaría nunca a ningún lado y sabían que si querían que su hijo fuera un elemento productivo de la sociedad, deberían alentarlo a hacer algo diferente a la música.

Así que, a meses de graduarse del bachillerato, los padres de Guille empezaron a alentarlo a inscribirse en una universidad en la que solo dictaban para carreras relacionadas a la economía y la política. Ellos decían que eran carreras que pagaban bien y para las que siempre se buscaba gente. Existían la economía pura, las ciencias políticas, la contaduría, la administración, las finanzas,… Cualquiera de ellas, según sus padres, serían opciones perfectas.

Recordando todo esto, Guille metió la cabeza en el agua y la sacó rápidamente, tratando de lavar los recuerdos pero estos estaban demasiado enraizados en su mente, demasiado presentes en su día a día, como para irse simplemente con agua.

Al comienzo, como cualquier joven rebelde, se negó a hacer nada de lo que sus padres dijeran. El primer semestre se fue, no sin reclamos de su madre y su padre que le decían que tenía que ser responsable ya que la vida no esperaba por nadie y no podría nunca vivir del aire o de las ganas de hacer algo que podría nunca funcionar. Eso no importó.

Guillermo fue recalcitrante, empeñado en no dar su brazo a torcer por ninguna razón. Esto hasta que un día su padre, ya bastante enojado, le dejó claro que no habría nada de dinero para él si decidía estudiar o hacer cualquier otra cosa que no tuviera que ver con lo que ellos querían para él.

Esto dejó al chico en shock. La verdad era que no podía creer que sus padres usaran el dinero como arma contra lo que el deseaba. Parecía inverosímil que personas que lo habían engendrado estuvieran tan en contra de lo que él deseaba hacer, vivir. En ese momento se preguntó varias veces si acaso ellos no habían sido jóvenes, si ellos no habían tenido deseos por años o si nunca se habían sentido frustrados.

Las respuestas a esas preguntas dejaron de importar al cabo de un tiempo, el mismo tiempo en que Guillermo tuvo que ceder y dar algo de concesión a los deseos de sus padres. Aunque declaró que jamás estudiaría una carrera universitaria que no significara nada para él y que su mayor deseo era convertirse en un músico real, les confesó que para eso necesitaría dinero y sabía que no lo obtendría de ellos.

Los padres pensaron en ese momento que Guille los dejaría, que se iría de la casa para emprender su propio camino o algo por el estilo pero lo que hizo los sorprendió aún más: el chico decidió que tomaría el camino que ellos deseaban para él pero para conseguir lo que él más anhelaba. Fue así que busco en el periódico y en la calle hasta encontrar un trabajo aburrido, de corbata y zapatos lustrosos.

Su primer día en el banco, como cajero, fue un verdadero infierno. La verdad era que se sentía vencido, abatido por la situación y, tras de todo, se sentía humillado al tener que convertirse en la persona que más odiaba: un chico que hacía lo que sus padres querían, ganando dinero como un androide más en una sociedad que ignoraba a quienes pensaban más de la cuenta.

Por supuesto, sus padres lo felicitaron por su decisión, incluso a sabiendas de las razones que Guille tenía para haberla tomado. Pero para él todo esto, y se lo repetía todos los días, era algo temporal. No pensaba quedarse en el banco más de un año, lo suficiente para ganar el dinero para pagar al menos el primer año de clases de música, tras lo cual planeaba ganar dinero con conciertos en lugares pequeños o en lo que fuera, con tal de lograr su sueño.

Ya habían pasado seis años de ese salto y no parecía que nada fuese a cambiar. Sus padres, tras la alegría inicial, volvieron a insistir en una carrera aseria. Esto hasta que Guille por fin decidió dejarlos y seguir su vida independiente de las decisiones de otros. Al fin y al cabo ya ganaba su propio dinero y no tenía responsabilidades más allá de cuidarse a si mismo. Lastimosamente, rompió con ellos en más de una forma.

Y ahora estaba allí, saliendo del mar para sentarse de nuevo sobre su toalla en la arena, apreciado el brillo de las olas cristalinas y la hermosa transparencia del agua. Era casi como un sueño, uno más, el estar allí sentado, despreocupado de las decisiones que había tomado y de las que habría de tomar en el futuro.

No tenía idea de cual sería su próximo paso en la vida. Tenía el dinero para las clases ahora pero lo sueños mutan, se transforman y ya no estaba seguro de ser quien creía ser o de querer lo que por mucho tiempo creyó anhelar.

Cuando recogió sus cosas y caminó por el borde de la playa, viendo como el sol se ocultaba en un hermoso ocaso, anheló al Sol por una vida de la que pudiese estar orgulloso. Una lágrima fue su ofrenda al astro solar, quién le concedería su deseo pero tendría que esperar, y ese es un reto aún mayor.