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jueves, 12 de noviembre de 2015

Asesinato y demás

   El cuerpo de Fernando Trujillo cayó al río como en cámara lenta. El tiro que le propinaron en la cabeza dispersó sus sesos por el agua antes de que su cuerpo cayera allí mismo. No había sido algo calculado por sus asesinos pero había sido el resultado directo de un asesinato algo improvisado, pues Trujillo no debía morir en ese lugar al lado del camino a la playa, sino que debía ser llevado a unos kilómetros de la ciudad para ser asesinado en el cementerio. Ese había sido el plan pero finalmente no hubo manera de ejecutarlo como se había pensado. El jefe de los matones, seguramente apurado por algún hecho importante, cambió todo exigiendo que lo mataran donde sea que estuviera y que, de ser posible, ocultaran el cuerpo para que no lo encontraran.

 Eso no iba a ser posible pues el área del mar en la que había caído no era nada profunda pero la corriente sí era fuerte. Apenas cayó, ellos miraron y luego se fueron. Si tan solo hubiese habido un árbol o una barandilla, el cuerpo hubiese tenido que ser trasladado. Pero no fue así. Durante toda la noche, el mar meció el cuerpo lentamente y lo fue arrastrando hacia el centro de la bahía y hacia abajo. En el proceso, Fernando Trujillo fue perdiendo lo que tenía en sus bolsillos: algo de dinero en monedas, unas llaves y su billetera. También su celular cayó y pronto fue despojado de sus viene materiales por el agua, que lo arrastró a un rincón oscuro del que nunca salió.

 De los objetos que se le fueron cayendo, casi todo quedó en el fondo del mar que en esa parte debía tener solo cuatro metros de profundidad. Después la bahía se volvía inmensamente profunda y tal vez era por eso que se le avisaba a los bañistas que nunca se metieran al agua al final de la tarde, pues podía ser peligroso. El caos fue que, con el tiempo, el cuerpo se deterioró y solo los huesos quedaron en el fondo marino, lentamente cubiertos por musgo y arena. A Trujillo lo recordaban en tierra pero solo su familia y ellos se resignaron pronto. Al fin y al cabo conocían su pasado y sabían que, tarde o temprano, eso vivido vendría a saldar cuentas de una manera o de otra. Su mujer se casó el año siguiente, evento que no sorprendió a nadie.

 Fue un día de sol del verano que siguió, en el que Eva y su padre Julio se encontraron el celular de Fernando en la playa. Estaba medio enterrado en las piedritas antes de entrar al mar y Eva lo había descubierto al ir corriendo a meterse al mar y tropezar con la punta del objeto. Después de llorar unos minutos, y de recibir el amor de su padre por otro par de minutos, la niña de nueve años fue la que sacó el celular de la arena y se alegró de verlo como si fuese un viejo amigo que se aparecía en la arena como por arte de magia. Julio no le dejaba tener de esos aparatos, ella era muy joven. Pero ambos se quedaron mirando el objeto por un rato, como si fuera algo único.

   Luego, Julio miró a su alrededor y buscó al posible dueño del objeto. Pero la verdad era que, en esa parte de la playa, no había nadie. Al fin y al cabo, era la parte donde terminaba la arena y había un camino que venía del pueblo y nadie se hacía allí pues el ruido de la gente en “hora pico” podía ser excesivamente molesto. Con Eva, revisaron el celular: no prendía, tenía algo de agua en el interior y arena por todos lados. Eso sí, tenía una memoria de la que podrían sacar algo. Julio sabía algo de tecnología aunque más sabía su hermano Tulio (sus padres no habían sido gente muy creativa), pues había estudiado ingeniería electrónica en la universidad. Se guardaron el objeto y volvieron a su lugar en la playa con los demás miembros de la familia, sin darse cuenta que a pocos centímetros del celular, el mar enterraba una tarjeta con el nombre de Fernando.

 Ya en casa, Eva tomó el celular y empezar a jugar con él, imaginando que disparaba aves contra cerdos o que ella controlaba una nave espacial a toda velocidad o que tocaba frutas cuadradas. Todo eso lo había visto alguna vez pero solo cuando mamá dejaba que jugara con ella. Julio y su esposa eran chapados a la antigua en ese aspecto y muchas veces se preguntaban si era lo correcto. Pero cuanto más se lo preguntaban, menos hacían algo a propósito. El celular del muerto se lo dejaron a Eva, mientras Tulio venía o ellos iban a donde él. La segunda opción era la más probable pues él casi nunca salía de casa.

 Al cabo de dos semanas fueron todos a visitarlo pero, intrigado por la historia del celular, decidió revisarlo momentos después de Julio haber concluido la historia. Según él, el aparato como tal no podía ser salvado. Pero la información que había dentro seguramente sí. Usó varias de los aparatos que guardaba por todos lados y les dijo que tomaría un tiempo, pues el agua salada a veces hacía que todo fuese algo lento, además que el aparato parecía estar lleno de información. Mientras esperaban, Tulio ofreció café y galletas. Las aceptaron por cortesía pero, siendo familia, ellos sabían que Tulio siempre ofrecía café con sabor a cigarrillo y las galletas más viejas que tuviera en ese momento en la alacena.

 Cuando ya querían irse, la información no había terminado de salir. Tulio les propuso que fueran a casa y él los visitaría tan pronto todo hubiese terminado. Eva no quería dejar su nuevo juguete pero la convencieron recordándole que debía terminar cierto juego de té en casa. Tulio se puso a trabajar hasta muy tarde y fue en un momento de la madrugada que la descarga terminó y pudo ver que era lo que había en el celular. Al comienzo, se sintió confundido pues las carpetas típicas estaban mezcladas con otras con nombres parecidos pero cuando por fin dio con algo real, se llevó el susto de su vida. Lo primero que vio fue una foto en la asesinaban a alguien.

 La calidad no era la mejor, pero estaba claro lo que sucedía. Así fue que miró las demás fotos y todas tenían como tema, sin lugar a dudas, el crimen. En unas había gente recibiendo dinero, en otras más asesinatos e incluso lo que parecían violaciones. Había archivos de video pero no se atrevió a mirar ninguno. Algunos audios existían pero el sonido era pésimo y apenas se podían distinguir voces distintas de ellos. Tulio lo dejó todo por un momento y fue a la cocina a tomar agua fría. Cuales eran las posibilidades de encontrar un celular en la playa con esa clase de información? De quién sería el móvil y por que había sido abandonado, si es que había sido a propósito? Todo era muy extraño. Tulio decidió llamar a su hermano, así tuviese que despertarlo y decidir que hacían.

 Siendo el bueno de los hermanos, Julio se decidió por ir a la policía. Se encontró con Tulio, muy a las cinco de la mañana, frente a la estación de policía del pueblo, que a esa hora parecía una de esas villas fantasma de las películas. Cuando entraron, solo había un oficial masticando chicle y leyendo una revista de chismes. Le tuvieron que llamar la atención tosiendo para que los mirara. Julio explicó a lo que venían y él solo les pidió que esperaran, indicándoles sin mirarlos unas sillas contra la pared. Esperaron una hora hasta que empezaron a llegar más oficiales. La verdad era que el pueblo no era muy activo y no valía la pena trabajar veinticuatro horas a toda máquina. El hombre que los atendió se fue y tuvieron que exigir hablar con alguien.

 Había una oficina de tecnología y fue allí que por fin pudieron mostrar lo que tenían. Tulio había guardado todo en una memoria portátil. Primero lo vio un policía, después otro, y otro y otro y así hasta que hubieron unos doce en la pequeña oficina y decidieron llevar todo a un laboratorio. A Tulio y a Julio se les impidió el paso y solo les preguntaron donde habían encontrado la información y si era la única copia. Lo primero lo contestó Julio y se lamentó ser sincero pues tuvieron que dar todo, incluso el aparato dañado que él quería de juguete para Eva. Tulio respondió lo segundo, pero mintió. Dijo que solo había una copia pero la verdad es que había guardado la información para él.

 Cuando se fueron, vieron que más oficiales corrían al laboratorio pero ya no le dieron más importancia. Ya en casa, Tulio guardó la información en un lugar que hasta él se le olvidara. La había guardado toda por si acaso, pero lo más probable es que nunca se atreviera a ver todo eso de nuevo. Julio tuvo que comprarle su primera tableta electrónica a Eva, después del berrinche de dos horas por no haberle traído el celular de vuelta. Al final, fue la mejor decisión pues le podía enseñar mucho más de esa manera, con juegos y demás.


 Nadie supo que por esos días los matones volvieron al pueblo pero no para matar sino porque les había gustado el lugar y querían tomarse un tiempo libre del crimen. Eran dos hombres y eran pareja pero su jefe, al que llaman “el idiota ese”, no tenía ni idea. Mientras ellos compartían un beso cerca de la orilla, los huesos de Fernando estaban siendo revolcados en el fondo del mar por una red que buscaba peces. Los pescadores casi se mueren del susto al ver la calavera en la parte más alta del montón de peces.

martes, 2 de junio de 2015

Retorno a casa

   La estación estaba casi desierta, lo que no era algo muy extraño a las cinco de la mañana. Solo había uno que otro noctambulo que, como él, habían pasado la noche de juerga, bebiendo, bailando y disfrutando la noche. Como era noche de jueves no había grandes cantidades de personas, como si las había las madrugadas de los sábados o de los domingos. Ya era viernes y en un momento empezarían a llegar las personas que tenían que ir a trabajar. Era una mezcla extraña, entre aquellos que dedicaban su vida al trabajo y los que dedicaban su vida a disfrutarla, sin consecuencia alguna.

 Él era un chico promedio. No tenía clase el viernes así que por eso había aceptado salir esa noche. Ahora, como nadie vivía para donde él iba, le tocaba irse solo en un tren que se tomaba hasta media hora para llegar a su destino y luego tenía que caminar unos diez minutos por las heladas calles de su barrio. Era horrible porque el invierno había llegado con todas sus ganas y las madrugadas parecían salidas de una película ambientada en la Antártida. Pero el caso era que ya lo había hecho antes entonces ya tenía conocimiento de que hacer a cada paso. Y como tenía cara de pocos amigos, a pesar de su personalidad simpática, eso le ayudaba con los posibles maleantes que hubiese en su camino.

 El tren nada que pasaba. Se suponía que llegaría en diez minutos pero eso no ocurrió. Por los altavoces algo dijeron pero él estaba todavía con tanto alcohol en la sangre que era difícil concentrarse en nada. La verdad era que apenas hacía las cosas automáticamente: caminar por tal calle, bajar por una escalera determinada, ir hasta tal andén, esperar, subir al tren, salir de la estación, caminar, y llegar a casa. Era como un mapa mental que ni todo el licor del mundo podía borrar de su mente. Pero la demora no estaba ayudando en nada. Su ojos querían cerrarse ahí mismo. Trataba de caminar, de poner atención a algo pero a esa hora no había nada que valiera la pena mirar.

 Trató de mirar alrededor para ver si había alguna de esas fuentes de agua pero no vio ninguna. Hubiese sido lo propio, echarse agua en la cara o incluso por la espalda, eso le ayudaría a estar alerta en vez de cerrar los ojos y cabecear de pie, algo que no era muy seguro que digamos teniendo las vías del tren tan cerca. Otra vez una voz habló desde quién sabe donde. Él no entendió todo lo que decía salvo las palabras “diez minutos”. Era mucho tiempo para esperar, considerando el sueño que lo invadía. Se puso a caminar por el andén, yendo hasta el fondo y luego caminando hasta la otra punta y así. Aprovechó para revisarse, para asegurarse que tuviese la billetera y el celular. Ambos los tenía. Cuando el tren por fin entró en la estación, se dio cuenta que el celular era su salvación.

 Antes que nada esperó a que el tren frenara, se hizo en el vagón de más adelante para estar más cerca de la salida cuando llegara a su destino y, apenas arrancó el aparato, sacó su celular y empezó a mirar que había de bueno. Lo malo era que estaba con la batería baja pero tendría que aguantar lo que fuera, al menos veinte de los treinta minutos del recorrido. Primero revisó sus redes sociales pero no había nada interesante a esa hora. Luego revisó las fotos que había tomado en la discoteca que había estado con sus amigos y borró aquellas en las que se veía demasiado tomado o que estaban muy borrosas.

 Cuando terminó, subió la mirada y se dio cuenta que ya habían parado en dos estaciones y habían pasado los diez primeros minutos. Cerca de él se había sentado un hombre con aspecto tosco y, frente a él, otro tipo grande que estaba usando ropa muy ligera para el clima. Nada más verlos, se le metió en la cabeza que era ladrones y que seguramente iban a barrer el vagón, despojando a la gente de sus cosas. Era bien sabido que la policía no hacía rondas tan temprano y los maleantes podrían bajarse en una de esas estaciones solitarias que ni siquiera tienen bien limitado su espacio a los usuarios.

Trató de no mirar mucho a los hombres pero incluso así se sentía observado. Dejó de mirar el celular, se lo guardó, y se dedicó mejor a mirar por la ventana. Pero eso no ayudaba en nada porque afuera todavía estaba oscuro y lo poco que se veía era bastante triste: estaban pasando por un sector industrial donde solo había bodegas y tuberías y camiones desguazados. No era una vista muy bonita. Pero él se forzó a mirar por la ventana y no hacia los hombres. El tren entró a una nueva estación y entonces él volteó la mirada para ver si los hombres habían bajado pero no era así. De hecho las cosas se habían vuelto un poco peor.

 Tres hombres más, de aspecto similar a los de los otros dos, se hicieron de ese lado del tren. Uno de ellos estaba de pie y el chico podría haber jurado que lo estaba mirando y que después se había tocado el pantalón. La verdad era que no sabía ya si era el sueño o la realidad todo lo que veía. Sentía su cuerpo débil, como si tuviera miles de ladrillos encima. Lo que más quería era dormir pero eso no iba pasar hasta que hubiese pasado el umbral de su hogar. Ahí fue que se asustó y varias personas de su alrededor se dieron cuenta. Él metió la mano en todos los bolsillos y no las encontraba: había perdido las llaves de su casa. Cuando se había revisado en la estación no se había acordado de ellas y ahora podían estar en cualquier lado.

 Pero estaba asustado por los hombres entonces se calmó de golpe y miraba sutilmente a un lado y al otro pero nada brillaba ni sonaba como sus llaves. Ahora como iba a entrar en su casa? Había una copia pero en su mesa de noche, no allí con él. La próxima estación era la suya, por fin, pero eso no le importaba si no tenía sus llaves. Quería levantarse a buscar pero sentía miles de caras poco amables alrededor y no quería darles razones para que se pusieran agresivos. El tren entró en la estación y él se puso de pie de golpe. El hombre que se había tocado dio un paso para ocupar el puesto del chico pero se detuvo y el chico pensó que algo iba a pasar. Y pasó: el hombre se agachó, cogió algo del piso que había pisado al dar el paso y se dio la vuelta. Eran las llaves.

 Él las recibió y le agradeció. El hombre le respondió con una sonrisa vaga y otro toque de su paquete. No sería el hombre más normal de la vida pero al menos era amable. El chico guardó sus llaves en un bolsillo y salió del tren, que ya había abierto las puertas. Desde ese momento empezó casi a correr, subiendo las escaleras y llegando a la entrada principal donde solo había unas pocas personas, vendedores ambulantes a punto de instalar sus puestos para los compradores matutinos. El chico se detuvo al lado de ellos para cerrar bien su abrigo y despertarse un poco para los siguientes diez minutos de caminata.

 Arrancó de golpe, como trotando con fuerza. Tomó la calle que estaba en frente y caminó a paso veloz, pasando a la gente que iba a la estación casi en masa para llegar al trabajo. Otros tenían cara de estudiantes y había varias personas mayores. Eran casi las seis de la mañana y la ciudad estaba en pleno movimiento. El chico siguió caminando hasta que lo detuvo un semáforo. En ese punto, empezó a caminar en un mismo sitio como para no dejar enfriar las piernas. Algunas personas lo miraban pero lo valía.

 El semáforo cambió y camino dos calles más. Luego cruzó hacia las tiendas del lado opuesto y se metió por una calle solitaria, con algunos carros aparcados a un lado. Ya le quedaban solo unas cuadras cuando sintió un brazo en el hombro. Se dio de vuelta con rapidez, listo para defenderse. En un segundo pensó en lo peligroso que se había vuelto el barrio, con gente en cada esquina esperando a matar por unos pocos centavos. No los culpaba, al país no le estaba yendo muy bien pero no se podía confiar en los noticieros para saber la verdad y mucho menos en los políticos.

 Estaba listo para golpear cuando se dio cuenta que la mano era de una mujer de edad, que parecía asustada de la cara de él. En la mano con la que lo había tocado estaban, de nuevo, sus llaves. La mujer le dijo que las había dejado caer al cruzar la calle. Ella pasaba en el momento para ir al mercado y pues las había cogido para alcanzarlo y dárselas. Está vez, el chico agradeció con un abrazo. No creía que la gente fuera en su mayoría buena pero al menos seguían habiendo aquellos que velaban por otros. La mujer, algo apenada, se devolvió a la calle anterior y siguió su camino.


 Después de tres calles más, el chico por fin llegó a su casa. Primero abrió la puerta del edificio, luego caminó un poco hasta la puerta de su casa y, apenas la hubo cerrado, dejó las llaves en un pequeño cuenco y se dirigió a su cuarto. Allí se quitó toda la ropa, quedando desnudo. La calefacción estaba a toda energía y solo minutos después de acostarse se quedó dormido, acunado por el cansancio y el calor, olvidando por completo que al empezar el día el había tenido una mochila consigo que no había llegado con él a casa. Pero eso, era un problema para la tarde.

martes, 10 de febrero de 2015

Culpable

   El tren avanzaba tan lentamente, con un ritmo tan pausado y calmado, que no era extraño que Estela se hubiera dormido apenas quince minutos después de dejar la estación. Era de noche pero no se veían luces de ciudades ni de carreteras. Era como si los rieles penetraran una región de sombras y oscuridad eterna. Pero esto no asustaba a los pasajeros. De hecho casi los hacía sentir mejor porque la oscuridad exterior le daba un calor especial al interior del tren.

 Estela miró su reloj y se dio cuenta de que eran las diez de la noche. Como tenía hambre, se puso la mochila en la espalda y caminó hasta el coche restaurante. Allí encontró una mesa de dos sillas al lado de una ventana. Dejó la mochila en la otra silla y se sentó, empezando a ver lo que ofrecían para cenar. Al parecer había elegido un buen momento para venir porque no había mucha gente y porque el coche cerraría en una hora.

 Eligió comer una hamburguesa con papas fritas y un jugo de naranja bien helado. No había comido nada desde el mediodía y hasta ahora su estomago se había molestado en decir algo. Mientras esperaba, se dio cuenta de que varias personas parecían también haber caído en cuenta de que el coche restaurante iba a cerrar ya que casi todas las mesas se llenaron rápidamente. Para cuando el mesero llegó con su pedido, todas las mesas estaban ocupadas. Se dispuso entonces a comer las papas mientras miraba a los demás pasajeros.

 La mayoría era gente que prefería el tren al avión, que obviamente llegaría más rápido al destino. Muchos querían ahorrarse ese dinero o simplemente le tenían pánico a los cielos. Estela lo había elegido porque pensó que así no perdería ningún tiempo real. El tren había salido antes de las nueve de la noche y llegaría bastante temprano, alrededor de las seis de la mañana del otro día. En avión, en cambio, se perdería mucho tiempo haciendo filas y además los horarios cortarían su horario de trabajo y eso no se lo podía permitir.

 Recordando su trabajo, Estela abrió su mochila de la que sacó su celular y empezó a revisar sus correos electrónicos. Fue pasados unos minutos cuando alguien le tocó el hombro y ella, tontamente, soltó el celular que cayó con un golpe sordo sobre la mesa. Quién la había tocado era una mujer, muy hermosa por cierto. Se disculpó por haberla asustado y le preguntó si podría sentarse con ella para cenar. No había más lugar en el coche y tenía ganas de comer algo antes de dormir.

 Estela le sonrió y asintió, cogiendo su mochila y poniéndola entre su silla y la pared. El mesero vino con la carta pero la mujer no la recibió. Sin titubear ni en una silaba, pidió té negro con dos cucharaditas de azúcar blanco, tostadas francesas con bastante canela y fruta picada, de la que hubiera. El hombre asintió y se fue repitiendo la orden para sus adentros. La mujer lo miró con cierto desdén pero luego su rostro fue amable de nuevo y le preguntó a Estela si ella también iba hasta el final de la línea. Estela le respondió que sí ya que tenía asuntos relacionados al trabajo para estar allí. La mujer le respondió que ella no trabajaba pero que le hubiera gustado.

 Durante un silencio que duró algunos minutos, la mujer abrió un pequeño bolso que había traído con ella y de él sacó un cigarrillo y un encendedor. Pero antes de que pudiera hacer algo el mesero vino y le advirtió que el coche restaurante no era una zona para fumadores. De hecho, el tren no tenía ni un solo vagón en el que se pudiese fumar. La mujer no pareció recibir la noticia con mucho agrado pero tampoco dijo nada aunque por su rostro parecía haber sido capaz de estrangular con sus propias manos al pobre mesero.

 Entonces Estela y la mujer, llamada Gracia, empezaron a hablar animadamente. Hablaron de sus vidas, de lo que hacían y de lo que no y de lo interesante que podía ser viajar en un tren. Cuando el mesero trajo la cena de Gracia, ella le agradeció sin mirarlo. Luego, invitó a Estela a comer de su plata y ella hizo lo mismo. Fue bastante bueno, para las dos, encontrarse y tener una oportunidad para charlar relajadamente sin pensar en nada más sino en la comida y el ligero viaje que estaban realizando.

 Resultaba que Gracia había estudiado canto y música pero no había tenido mucho éxito con ello. Lo único medianamente bueno de todo eso, tal como ella decía, era que había conocido a su presente marido gracias a la música. Según Estela entendió, el tipo era representante de varios cantantes y grupos musicales que le propuso a Estela trabajar en el lado de la producción musical. Ella aceptó y, para cuando se casaron, se dio cuenta de que solo iba a ser un ama de casa.

 Decía que eso no tenía nada de malo porque ya se había acostumbrado. Aseguraba haber aprendido a cocinar y juró ser la autora de un pie de limón que encantaría a cualquiera. Pero mientras decía todo esto, Estela pudo notar una expresión muy parecida a la que había hecho mirando al mesero hacía un rato. Estela estaba seguro que esta mujer, bella pero sombría, no era feliz con ningún aspecto de su vida. Era evidente.

 Al poco tiempo se anunció el cierre del coche restaurante por lo que todos los comensales tuvieron que terminar sus comidas, pagar y caminar hacia sus respectivas sillas o literas. Estela y Gracia caminaron juntas, todavía hablando. Estela le contaba de su trabajo y familia a la otra mujer, cosas que la hacían feliz y la llenaban de expectativas pero estaba seguro de que Gracia no le estaba poniendo mucha atención. Todo el camino hasta la silla de Estela parecía estar distraída, como ida por alguna razón. Se despidieron en el vagón de Estela y esta vio a la otra seguir por el corredor y pasar al siguiente vagón.

 Estela aprovechó que no había nadie sentado junto a ella para poder estirarse y así tener un mejor sueño. A la medianoche se apagaron todas las luces del tren, a excepción de las débiles luces del suelo, que eran para las emergencias. Estela pensó en su trabajo una vez más y luego en su familia. Finalmente recurrió al pensamiento que más le gustaba: conocer a un hombre ideal para ella. Eso la llevó a dormirse rápidamente, cubierta con una manta especialmente abrigadora que había traído al tren.

 No podía haber pasado mucho tiempo cuando se despertó de golpe. Las luces se habían encendido pero afuera todavía era de noche y el tren parecía ir más despacio, como si fueran a detenerse pronto. Lo extraño era que estaba segura que no había ninguna parada después de la una de la madrugada. Lentamente y arreglando un poco el pelo, Estela se puso de pie y miró a su alrededor. Buscó su celular para saber la hora pero no lo pudo encontrar por ningún lado.

Otros pasajeros estaban igual de confundidos que ella pero lo más raro era que algunos puestos estaban vacíos, todavía con las pertenencias de la persona que había estado sentada allí hasta hacía algunos minutos. Entonces, se escucharon unos gritos y todos los pasajeros se agolparon contra la puerta del vagón, para poder pasar al siguiente. Allí también había gente asustada y recién levantada. Otra vez un grito pero esta vez nadie se movió sino que se quedaron quietos.

 El grito se había escuchado al tiempo que sentía que el tren se detenía. Más de uno miró instintivamente hacia fuera. Parecían haberse detenido en el medio de la nada pero pronto llegaron oficiales de la policía y, dentro del tren, varios empleados obligaron a los pasajeros a volver a sus asientos y a cerrar las cortinas. Pero antes de que pudieran obligar a todo el mundo a obedecer, los pasajeros vieron como, por un lado del tren, pasaban algunos hombres cargando una camilla y, en ella, un cuerpo cubierto.

 La gente hizo más escándalo entonces. Quien había muerto? Y como? Entonces a Estela el corazón le dio un salto al ver que, siguiendo la camilla, estaba Gracia. Tenía los ojos rojos, al parecer por el llanto. Lo más extraño de todo era que tenía las manos manchadas con sangre. Un hombre la sostenía, diciéndole algo que nadie pudo escuchar. Pero entonces los empleados cerraron las cortinas y todos tuvieron que volver a sus lugares. Pero nadie podía dormir.

 Estela no podía dejar de pensar: sería el cuerpo en la camilla el marido de Gracia? Que había pasado? Porque tenía Gracia las manos cubierta de sangre? Toda la noche Estela pensó en lo sucedido. Cuando bajó del tren en su destino, un hombre la esperaba con un letrero con su nombre.  Pero no era nadie de su empresa. Era un policía quien le dijo que estaba arrestada por el asesinato de un hombre del que ella nunca había oído hablar. El asesinato había ocurrido a bordo del tren y la esposa de la víctima la había denunciado como la asesina.


 Por supuesto Gracia lo negó todo pero entonces el policía sacó una bolsa plástica y la sostuvo frente a Estela: dentro de la bolsita estaba su celular, cubierto de sangre de un lado.

jueves, 15 de enero de 2015

Hombre libre

   Mientras hacía el desayuno pensó que, por primera vez en mucho tiempo, cocinaba algo para si mismo. La verdad era que ya no tenía ni tiempo de alimentarse bien por culpa de la carga laboral y los fines de semana siempre surgía algún trabajo extra o la familia molestaba con algo para hacer. Siempre tenía que recibir comida de extraños o familiares, pero hecha por ellos y, con el asco que todo le daba al pobre de Damián, era una incongruencia que no tuviera el tiempo para hacerlo todo él mismo.

Su pequeño apartamento se llenó rápidamente del olor de las salchichas de pavo que tostada en una sartén. Al lado tenía una tortilla de huevo en proceso y en la mesa estaba ya servido un buen jugo frío natural de naranja. Todo parecía demasiado perfecto y la verdad era que esperaba que alguien lo interrumpiera, en el peor momento. Así que cuando sirvió todo y se sentó, fue natural que esperara un par de minutos para ver si no sonaba el teléfono o el intercomunicador con la portería del edificio.

Pero ninguno de los dos hizo ruido alguno. Así que Damián empezó a comer con gusto, como si hubieran pasado años desde que había probado el último bocado de comida. Y esto aplicaba si se hablaba de comida casera y decente. Siempre le parecía que lo que comía carecía de algo, sea de sabor, preparación o incluso presentación. La verdad era que a él le gustaba mucho lo bueno que tenía la vida, esos detalles tontos que le arreglan a uno la existencia. Pero tenía tan poca oportunidad de disfrutarlos, que era natural su jovial entusiasmo.

Mordió una de las puntas de una salchicha y le pareció haber pegado un salto: el sabor era delicioso. Se le ocurrió algo y se puso de pie. Buscó en la cocina y sacó de la alacena una botellita plástica que contenía mayonesa. Puso un poco en el plato y untó allí la salchicha. El siguiente mordisco le arrebató senda sonrisa de la cara, como si jamás en la vida hubiera comido. Por un segundo, se sintió tonto. Pero no le importaba. Disfrutar la vida no le hacía daño a nadie y se lo ponía a l muy feliz.ie y se lo ponea. Disfrutar la vida sinti ocurrina del plato, mo.nte. Siempre le parecél muy feliz.

Siguió pues con la tortilla, que había mezclado en un bol con algo de espinaca que le sobraba. Además le había echado bastante pimienta así que el sabor resultó ser exactamente el que él buscaba. En nada difería de lo que su imaginación había querido elaborar. Incluso, se podía decir que sabía mejor de lo pensado. Se mandó otro bocado, pensando que si hubiera querido ser chef, hubiera tenido bastante éxito. Incluso podría haber tenido un restaurante pequeño, de esos que no ponen ramitas de cosas sobre la comida sino que se preocupan por el sabor y no como se ven las cosas.

Pero no era cocinero ni nada parecido y ese era solo un sueño que no cumpliría por culpa de su problema más grande: el tiempo. Trabajar como un esclavo (no, no es exageración) en un banco en el que nadie se responsabilizaba por nada pero a todos se les culpaba de cualquier error cometido, era verdaderamente un fastidio. Damián siempre se burlaba de esas películas que mostraban como la gente hacía amigos y había un sentido extraño de comunidad en las oficinas. Pues bien, eso era una asqueroso mentira, al menos en su caso.

Mientras comía despacio, disfrutando cada pedacito casi sagrado de comida, Damián se ponía serio al pensar en su trabajo y sus amistades. La verdad era que amigos como tal, no creía tener. Había uno que otro, no más que el número de dedos en una mano, que a veces lo llamaban o le hablaban por el computador o el teléfono móvil. Cada mucho tiempo, cuando no estaba muerto del cansancio, salía con ellos a beber algo y hablar de las típicas tonterías que habla uno con la gente cuando no se quiere hablar de trabajo o responsabilidades. Así que casi siempre las conversaciones iban de sexo.

Esto último era algo bastante gracioso ya que Damián no era precisamente un erudito al respecto. Había tenido su primera relación sexual ya estando en la universidad, con veinte años de edad. Y después de eso, si se hacía una lista exhaustiva de las mujeres con las que había estado en diez años, el número no llegaba a ser mayor de ese mismo número: diez. Y eso era confiando en su memoria, que no era muy buena que digamos. Tenía más facilidad para los números en el momento que para recordar eventos que habían ocurrido hacía tiempo. Si había números en juego era otra cosa pero jamás recordaba un día en particular del pasado.

Los números eran su ventaja pero a la vez su maldición. Le habían dado el trabajo que tenía y algunos bonos que había recibido, hacía ya tiempo, por haber resuelto problemas especialmente intrincados. Pero esta habilidad poco o nada servía con las mujeres que siempre querían que Damían recordase todo, desde el primer momento que se habían visto, y eso para él era imposible. De hecho, él siempre argumentaba que todo eso no tenía interés ya que el quería vivir ahora y no hace un mes. Pero la mayoría no pensaba igual. Por eso estaba soltero y la verdad era que no le molestaba.

Su pequeño apartamento era su orgullo. Tomando un buen sorbo de jugo, miró a su alrededor y se dio cuenta de que el sueño de tener un hogar podía darse por cumplido. Desde que estaba en la universidad, había soñado con tener un lugar propio, donde fuera pero que fuese para él solo, que fuera una especie de santuario personal, en el que él gobernara como quisiera. Y así era hoy su hogar: pequeño pero bien decorado, ordenado y limpio pero sin excentricidades. Su cama, eso sí, siempre parecía el nido de un pájaro enorme ya que eran pocas las veces que la arreglaba apropiadamente.

Pero hoy estaba tendida y hacía que el cuarto pareciera el de un hotel modesto. Esto alegraba a Damián, ya que disfrutaba de lujos como ese: el de quedarse en un buen hotel y sentirse atendido y hasta mimado. Hacía un año exactamente, había usado buena parte de sus ahorros en un viaje extraordinario por las islas hawaianas y no había escatimado en gastos. El hotel en el que se había quedado era un palacio, con todo incluido y lo mejor era que había probado y hecho muchas cosas que siempre había pensado hacer pero que no había podido.

Aunque era cierto que el trabajo era el culpable de la mayoría de sus desgracias, también era el que le proporcionaba el dinero para hacer muchas de las cosas que más le gustaban. Técnicamente él se proporcionaba el dinero pero eso era otra cosa. Lo malo era que solo daba dinero pero no tiempo. De aquello, muy poco. Y su familia absorbía mucho de su tiempo libre aunque no los juzgaba por ello. Pero hubiera querido que no fueran tan dependientes o tan unidos. Parecía malo pensarlo así, pero Damián necesitaba tiempo para él mismo.

Alguna vez le había dicho esto a sus padres y ellos habían asegurado comprender pero al siguiente fin de semana le pidieron que los ayudase a colgar algunos cuadros y arreglar una ducha que no estaba funcionando bien. Los amaba, eso no estaba bajo discusión. Pero los podría amar igual si dejara de verlos así fuera por un fin de semana al mes. Eso hubiera sido perfecto.

De hecho, sería algo así como este fin de semana. Al terminar de comer su desayuno, Damián no pudo evitar pensar si sus padres tendrían problemas serios o si el banco no hubiera podido comunicarse con él por alguna razón. Lavó los platos, ya inquieto por la falta de molestias y, cuando se terminó de sacar las manos, revisó su correo de trabajo que era el que usaban para darle tareas dominicales. Pero no había nada. Buscó su celular para llamar a sus padres pero entonces se dio cuenta que le habían dejado un mensaje de voz.

Aquí vamos – pensó.

En el mensaje su madre le decía que iban a pasar el fin de semana con su padre en una pequeña finca que tenían unos vecinos así que no lo necesitarían para nada. Le mandaban besos y abrazos y habían colgado, sin más.

Damián necesitó de algunos momentos para entender que, por primera vez, no solo había cocinado su propio desayuno sino que también era un hombre libre. Así que, sin un plan trazado, se duchó, se puso algo cómodo y salió por la puerta, no sin antes acordarse de dejar su teléfono móvil en casa: nadie le iba a quitar el placer de no tener que hacer nada, al menos este fin de semana.