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lunes, 8 de agosto de 2016

Días de playa

   La capa se sacudían con fuerza en el viento, dando coletazos fuertes como si fuera una pez luchando por escapar su captura. El clima era difícil pero no es se estaba poniendo ni mejor ni peor. Era solo ese fuerte viento constante de la orilla del mar, que hacía que todo cobrara vida. Jorge no tomó la cama con una mano para que dejara de moverse ni nada por el estilo. La verdad es que el sonido y el movimiento no le molestaban. Estaba demasiado preocupado pensando en lo que pasaría al otro día, no le importaba el clima que hiciera entonces o en cinco días.

 Caminó lentamente por las dunas de arena que dominaban el paisaje. Era difícil puesto que eran montañas enormes que se elevaban varios metros por encima del nivel del mar y luego había valles en los que el viento del día apenas y se sentían. Pensativo, Jorge no le vio lo malo a tener que caminar por allí con las botas militares que tenía puestas, la capa que seguía ondeando como una bandera y el cinturón grueso y pesado que sostenía todo su atuendo.

 Pensé que era ridículo estar allí, pensando que por arte de magia algo pasaría para impedir que todo pasara como tenía que pasar. Solo una pequeña parte de él se derrumbó a ese punto pero se recuperó a tiempo y ahora solo esperaba el momento de la verdad que tanto le habían prometido. Miraba a un lado y al otro y se daba cuenta que estaba solo y que al otro día ese no era el caso.

 Al caminar, hizo un trazado claro con las botas, pues arrastraba los pies. Esto era en parte juego pero también una clara manera de pedir ayuda sin decir nada. No había nadie allí que lo ayudara pero era bonito sentir que podía estar en la mente de alguien por un momento. Se preguntó como era cuando alguien más pensaba en él, cuando estaba lejos y aparte de todo. Hacía mucho tiempo que no tenía de verdad a nadie y, a pesar de haber pasado tanto tiempo, no se hacía más fácil.

 Se detuvo de nuevo en la parte alta de la duna más cercana al mar. Esta vez sí que tuvo que tomar la capa ente sus manos, mientras miraba el salpicado océano que parecía enfurecido, a punto de la locura. Jorge recordó todo lo que había ocurrido allí hacía tanto tiempo y se sentía un poco tonto al admitir que recordaba cada segundo con claridad.

 Había sido hacía unos cinco años y el lugar, esa playa, era muy distinta. Las dunas eran mucho más bajas pero la arena era igual de blanca y delgada como las demás. El mar, sin embargo, lo recordaba muy diferente, mucho más en calma que entonces, cuando parecía quererse salir de donde estaba. No, en esos tiempos era un lugar de paz, poco frecuentado, un autentico paraíso cerca de todo.

 Porque la playa quedaba cerca de la ciudad y no dentro de ella. Como era difícil llegar, la mayoría de la gente no sabía que existía y se quedaban en las abarrotadas playas de la ciudad donde no se podía uno mover sin golpear a otra personas. Jorge había estado allí, con el sol del verano en su espalda, y con una brisa agradable masajeando su espalda. La vez que recordaba no había sido la primera que había ido sino la última. Era uno de esos bonitos recuerdos que todavía guardaba del pasado.

 De entonces no había documentos ni imágenes ni nada. Todo eso había sido destruido por completo al comienzo de la guerra. Y sin embargo recordaba como fue uno de los primeros lugares a los que llevo a Roberto después de formar los papeles del matrimonio. La ceremonia había sido algo muy normal pero había querido un gran viaje y con Roberto hicieron un itinerario que daba la vuelta a todo el continente en poco menos de un mes. Iba a ser su travesía de luna de miel.

 El viento se puso más fuerte, sacando a Jorge de su recuerdo. Tenía que regresar ya al campamento y tratar de descansar para el día siguiente, era lo único que podía hacer para no volverse loco, paran o obsesionarse con su pasado o su futuro o lo que fuera. La verdad era que ya no había nada que creyera poder hacer para ignorar el hecho de que podría morir en muy poco tiempo.

 Dio un par de pasos y luego se agachó y miró los botas. Se dejó caer sobre su trasero en la arena, mirando fijamente sus botas, como si fueran lo más importante del mundo. Los cordones eran delgados y daban varias vueltas hasta que formaban un nudo fuerte. Cuando empezó a tratar de desamarrar el nudo, no pudo evitar pensar de nuevo en el pasado.

 Jorge se había quitado las chanclas apenas había visto el arena pero Roberto no lo hizo hasta que encontraron un lugar perfecto frente al agua para echarse. A pesar del sol y del hermoso clima, no había casi nadie en la playa. Algunas familias con sus niños jugaban por ahí y otro par de parejas. Nadie más invadía semejante lugar tan hermoso. Jorge se quitó camiseta rápidamente y corrió hacia el agua y se metió en ella. Estaba algo fría pero perfecta para el clima cálido.

 Roberto lo saludaba desde la playa a medida que Jorge se alejaba nadando. Cuando estuvo cerca de las boyas de seguridad, se dio cuenta que Roberto ya no batía sus manos alegremente sino que se había sentado en la toalla a leer un libro que había traído. Sonrió al verlo pues le gustaba esa parte de él, esos pequeños detalles que hacían de Roberto ese ser tan especial que había conocido de una manera tan al azar.

 Se logró quitar la primer bota. La dejó a un lado y fue por la otra. Sus pies le dolían y no quería usar más esas malditas botas. Al otro día prefería luchar descalzo, sin medias si se podría, nada de esas cosas que pesaban dos toneladas. Sabía que se le congelarían los pies si no se protegía pero había  un límite para todo y por alguna extraña razón su límite era el dolor en sus sensibles pies. Tomó las botas con una mano, se puso de pie, y siguió caminando, alejándose de la playa. Su ritmo era ahora más rápido, las botas en verdad lo mantenían frenado.

 Cuando regresó a Roberto ese día en la playa, le compartió su pensamiento: el día que se conocieron había sido un día muy particular. Para Jorge había sido pésimo y había estado a punto de cancelar su participación en esa fiesta, pues no estaba de humor. No tenía trabajo ni dinero y no quería tener que estar pendiente de cada moneda que gastaba para tomarse una cerveza. Nunca hubiese pensado que eso le cambiaría el futuro inmediato.

 Al mirar la lista de precios una y otra vez,  una chica más joven que él pareció desmayarse a su lado. Él la tomó en brazos justo a tiempo, evitando que se golpeara contra el suelo. Con ayuda de un vaso de agua, la pudo despertar y la cargó hasta la salida del lugar. La sentó en una banca y le preguntó su nombre y si sabía su dirección. La pobre no estaba para nada bien, muy bebida. Parecía querer hablar pero no decía nada, solo balbuceaba entre dientes.

 Fue entonces cuando apareció Roberto. Al verla a ella se acercó puesto que la reconocía. Lo curioso es que él no venía a esa discoteca sino que iba pasando con amigos para ir a otra. Fue una pura coincidencia que todos hubiesen estado allí en ese momento. Esa casualidad selló el destino de los tres y, al menos para Roberto y Jorge, les brindó unos meses llenos de algo que jamás habían vivido ni sentido. Ahora todo eso se sentía muy lejano.

 Sin botas, Jorge llegó al campamento que se había resguardado en la vieja fábrica cercana a la playa. Hacía décadas que no servía pero era un refugio excelente contra el clima y cualquier persona que quisiese hacerles daño. Cuando entró, nadie preguntó nada, ni por el clima ni por las botas ni por el inminente gran día que tendrían en pocas horas.


 La noche cayó de golpe. El cielo era negro, sin estrellas. Solo un par brillaban débilmente en el firmamento. Tratando de dormir, Jorge miró esos débiles destellos y se preguntó que era lo que era lo que había pasado para que estuvieran allí y no como habían estado hacía cinco años. En esas débiles luces veía un reflejo perfecto de sus esperanzas, como se iban apagando una a una todo los días. Y sin embargo, al otro día tendría que seguir luchando, persistiendo y no sabía porqué o para qué.

viernes, 29 de abril de 2016

Transparente, no solo en primavera

   Aunque era primavera, parecía que el clima no quería decidirse por el calor de una buena vez. La mayoría de gente lo había estado esperando por meses pero no llegaba. A lo largo de los días hacía un pequeño momento de calor y la gente se contentaba con eso, como si algo de sol fuese suficiente para calentarlos a todos y hacerlos sentir, de nuevo, con ganas de ir a la playa o de vestir ropa más ligera. Algunos ya habían recibido ese mensaje erróneo, pero era más porque anhelaban tanto el verano que seguramente pensaban que vestirse para él atraía mejor clima.

 Pedro era una de esas personas que todavía estaba usando abrigos, casi todos gruesos, así como pantalones largos y suéteres. Para él no hacía calor. Todas las veces que salía a la calle, que era normalmente cuando iba a clase, sentía el frío viento golpeándole la cara. Lo que menos le gustaba del asunto es que en el camino veía gente con pantalones cortos y camisetas de manga corta con un clima de once grados centígrados. Para él, era una idiotez.

 Cuando se acostaba de noche en su pequeño cuarto alquilado, normalmente daba varias vueltas antes de quedarse dormido. Era difícil para él cerrar los ojos y simplemente dormir. No solo porque habían ruido proveniente de todas partes que no dejaba descansar propiamente, sino porque tenía siempre la idea en la cabeza de que estaría más tranquilo con todo si tuviese a alguien con quien hablar de todos esos temas.

 Estaba ya acostumbrado a no tener con quien comentar su programa de televisión favorito. Lo mismo con cosas que veía en la calle o que leía en internet o que se inventaba en un determinado momento. Muchas de sus ideas, no necesariamente buenas, desaparecían en un corto lapso de tiempo porque no las podía vocalizar con nadie.

 Cierto. Nunca había sido alguien de mucho hablar. No era muy bueno en el arte de la conversación y siempre prefería estar solo en su habitación que sentirse incluso más solo estando con gente con la que compartía el estudio. Era increíble como, a pesar de que era gente amable y casi siempre soportable, no sentía la menor empatía por ellos. Mejor dicho, no le inspiraba tener la suficiente confianza en ellos para tener una amistad real con ninguno de los casi veinte compañeros de clase.

 No era culpa de ellos. Peor para ser justos, tampoco era culpa de él. Era una combinación de ambas cosas, pues la verdad era que Pedro no se sentía completamente a gusto donde estaba. No odiaba a nadie ni nada pero no estaba feliz con sus decisiones y había decidido que lo mejor era proseguir con lo planeado y tratar de no mirar mucho si todo lo que lo rodeaba le gustaba o no. Porque si se ponía en ese plan, no había final a la vista.

 De vuelta en casa, muchos kilómetros lejos de la ciudad donde estaba, la vida de Pedro no era muy diferente. Tenía una familia que lo quería y eso nunca se puede subestimar. Pero no era que los amigos le cayeran del cielo ni que tuviera muchas personas con quien compartir nada. Pero al menos las pocas personas que había eran más numerosas y confiables que las que ni siquiera había donde estaba. Por eso prefería no decir mucho y solo vivir su vida como un ser privado y algo apartado por los demás, sin importar los comentarios que pudiesen surgir a raíz de eso.

 Sabía bien que muchas personas pensaban que era algo antisocial. Siempre había sabido que la gente pensaba de él así y eso desde que la adolescencia le cambió la vida. Desde ese momento fue como si se trazara una línea y lo empujaran al otro lado de esa línea. No podía decir que nadie lo trataba mal o que lo insultaran o que se burlaran de él. Pero a veces se sentía peor que simplemente la gente no parecía estar enterada que él estaba allí. En más de una ocasión había sido ignorado y él no había dicho nada.

 Más tarde en la vida empezó a reclamar su puesto en toda clases de cosas. Seguían ignorándolo y pasando por encima de su existencia pero él se hacía notar y entonces se dio cuenta que la gente lo tomaba por alguien desagradable y molesto porque insistía en hacer parte de lo que los demás hacían. De nuevo, no había insultos ni nada por el estilo. Pero era de esas cosas que se sienten, que se ve en las caras de las personas. Era un odio mal disfrazado, muchas veces acompañado de una condescendencia increíble.

 Esa era una de la s razones principales por las que Pedro no tenía muchos amigos que digamos: la gente simplemente le tenía una aprensión extraña que difícilmente superaban. Era como si desconfiaran de alguien que intentaba salir de su propio cascarón y prefirieran que se quedase lejos, aunque ya era visible y eso era obviamente incomodo.

 Sin embargo pudo hacer algunos amigos y se los debió, más que nada, a su habilidad de causar un poco de lástima pero más que todo a su don para ser gracioso de la nada. No era muchas veces intención serlo. A veces solo buscaba hacer una observación rápida y sincera de algo que estaba pasando. Pero resultaba entonces que le salía un chiste, alguna broma bien construida y eso llamaba la atención.

 Eso se convertía en un puente para que la gente se enterara de que existía y después que lo conocieran por completo y solo las partes que creían conocer o que habían asumido conocer. Sus amistades se podían contar con una mano, pero era porque le costaba construir esas amistades. Pero prefería tener esas pocas amistades reales que ser de los que tienen cientos de “amigos” pero no pueden nombrar momentos en los que la amistad de verdad haya existido más allá de cualquier sombra de duda.

 La otra gran parte de su vida, y la razón por la que quejar se de la primavera era habitual y más sencillo, era porque simplemente jamás se había enamorado de nadie. Eso sí, había conocido gente y había tenido relaciones, todas cortas, que normalmente no dejaban mucho atrás cuando terminaban. Al comienzo era doloroso y se sentía todo como lo siente un verdadero adolescente: cada experiencia es única e irrepetible y parece que nada va a ser nunca lo mismo. Se cree que esa primera vez haciendo algo, que ese sentimiento es el único que habrá y el verdadero y que no hay nada más en la vida.

 Sin embargo, al madurar se da uno cuenta, o al menos así le pasó a Pedro, que todo eso es pura mierda. Es decir, es una sentimiento adolescente que lo exagera todo pero que, mirando su experiencia, nada de lo que había sentido con el primer amor era de hecho amor. Era una mezcla rara entre obsesión y la felicidad de sentir que alguien podía enamorarse de él. Pero no era el amor, esa criatura legendaria de la que habla todo el mundo y que por lo visto es mucho más común que los mosquitos.

 Desde esos días de mayor juventud, Pedro no había sentido nada tan intenso Eso era un hecho y sin embargo lo que había sentido no podía haber sido amor porque no había habido tiempo suficiente para determinar si eso era lo que era en una primera instancia. Lo que sí estaba claro es que después nunca sintió nada parecido. Se encariñó con personas pero no era lo mismo.

 De nuevo, todo iba ligado al hecho de que alguien volteara a mirarlo. Una de esas noches frías de primavera, se acostó en la cama a dormir y se puso a pensar en su vida y concluyó que nadie nunca le había dicho que se veía bien o algo parecido, a menos que buscara algo a cambio. E incluso los que lo habían dicho buscando algo, no lo habían dicho con todas las palabras. Además muchas veces, casi todas, había sido él el de la iniciativa, fuese para un beso, para sexo o simplemente para que las cosas pasaran. Y en el sexo estaba seguro que nadie nunca le había dicho nada más allá de un “me gustó”, lo mismo que se puede decir de una película mala que es entretenida.

 Alguna gente tenía el descaro de reclamarle por su soledad. Decían que si estaba solo era por su culpa y era cierto, pues como había concluido, era él quien siempre tomaba la iniciativa. Porque nadie iba a venir a decirle nada ni nadie iba a ser el que tomara el primer paso. Siempre tendría que ser él. Y por mucho que hiciese ejercicio o que se cultivara en varias ramas del conocimiento, siempre sería exactamente igual. No era algo que fuese a cambiar mágicamente de la noche a la mañana y, contrario a lo que la gente pensaba, no había como cambiar eso porque no estaba en sus manos.

 No podía ser más activo de lo que ya era. No podía lanzarse en los brazos de la gente porque eso sería simplemente desesperado. Lo único que podía hacer era hacer de su vida lo más cómodo posible, aprovechando lo que lo hacía feliz en el momento y punto. Estaba solo y la confianza no era algo fácil de construir así que simplemente hacía lo que pudiese con lo que pudiese.

 Sí, no tenía sexo con nadie, nadie lo miraba ni para escupirlo, a la gente en general no le interesaba su opinión y en fiestas y reuniones se la pasaba callado porque sabía que, aunque la gente lo pedía, nadie quería oírlo hablar.


 Y sin embargo, estar en su habitación disfrutando de sus cosas y escapando de un clima ridículo también era un problema. Pero para ellos. No para él. Porque para él era su manera de vivir hasta el siguiente paso en su vida y sí que lo estaba esperando con ansias.

jueves, 24 de marzo de 2016

Muerte de la madre

   El pequeño auto blanco se detuvo a un costado de la vía interna del cementerio, al lado de un gran árbol que se inclinaba sobre la vía haciendo sombra y dejando caer sus hojas secas encima.

 El primero que salió fue Ricardo y luego siguió Alex, este muy cabizbajo y con los ojos bastante rojos. Tenía en sus manos un pequeño arreglo floral pero casi lo deja caer al suelo cuando salió del auto. Afortunadamente, Ricardo había dado ya la vuelta y atrapó las flores antes de que se estrellaran contra el piso. Le preguntó a Alex si estaba bien y este solo asintió. Era evidente que mentía pero no podía obligarle a volver a demorar mucho más el proceso. Al fin y al cabo habían venido para afrontar las cosas y no para seguir huyendo.

 Cuando Alex hubo salido por fin del carro, caminaron unos cuantos metros sobre el césped del lugar. No todas las tumbas tenían flores y a algunas ya ni se le podían ver los nombres de los difuntos. El viento y el agua los habían borrado con el tiempo. Algunos tenían flores muy bonitos, casi recién cortadas, pero otros no tenían nada o, lo que es peor, solo ramilletes de flores podridas y grises, que hacían que el lugar se sintiese aún más triste de lo que ya era.

 Por fin llegaron al lugar indicado por la mujer de la recepción. Todavía no habían quitado la carpa que tenía el logo del cementerio, lo que quería decir que estaban ajustando todavía algunos detalles de la tumba. Ricardo se detuvo junto a una de las columnas de metal de la carpa y Alex solo se dejo caer al suelo húmedo. La lluvia que caía ligera persistía desde hacía unos tres días.

 Alex rompió en llanto. Empezó a decir cosas pero no todas las entendía Ricardo pues las decía media voz, interrumpido por su sollozo que cada vez era peor. En un momento parecía que no podía respirar y Ricardo dio un paso adelante pero Alex, sin darse la vuelta, lo detuvo con un gesto de la mano. Ricardo devolvió el paso y vio a su esposo, desde hacía solo unos días, llorar sobre la tumba.

 Luego, sí se le entendió muy bien lo que decía. Le pedía disculpas a su madre por haberse casado en secreto, por haber huido y por haber peleado con ella tantas veces. Se disculpaba por su actitud en varias ocasiones y pedía que por favor le dijera que lo perdonaba. Eso era obviamente imposible pero Ricardo, que no era creyente, no dijo nada. Además las palabras de Alex también lo herían un poco pero sabía que no se trataba de él si no de muchas otras cosas que tal vez ni entendiese pues esa mujer que estaba allí enterrada no era su madre sino la de Alex.

 La lluvia arreció y Ricardo tuvo que acercarse más a Alex para no mojarse. Esta vez no lo detuvo. Ya no lloraba con fuerza, más bien en silencio, casi acostado encima de la tumba. Apenas se escuchaba su respiración accidentada, su nariz ya congestionada por las lagrimas y por el clima que no hacía sino ponerse peor. Ricardo tuvo que tocarle el hombro y preguntarle si estaba bien. Alex, de nuevo, solo asintió. Se echó la bendición y dijo una oración en voz baja. Momentos después, corrían al carro y se metían rápidamente.

 Ricardo empezó a conducir sin saber muy bien adonde ir. Y aunque le preguntó a Alex, este no decía nada. Miraba a un punto lejano más allá de la ventanilla y de la lluvia y no parecía capaz de dar una respuesta que tuviese sentido. Así que Ricardo salió del cementerio y se dirigió hacia el hotel donde se estaban quedando. Era extraño alojarse en un hotel cuando estaban en su ciudad natal, pero con la muerte de la madre de Alex, todo los había cogido por sorpresa. Habían tenido que llegar sin avisar a nadie y a muchas personas era mejor ni avisarles que estaban allí.

 En el camino, Ricardo trató de hacer charla, comentando lo bonito que era el carro y lo barato que había salido su alquiler. Él nunca había hecho eso y le parecía muy curioso. Pero Alex no decía nada, ni siquiera parecía que estuviera allí con él. Solo cuando se dio cuenta para donde iban fue que dijo tan solo dos palabras: “Tengo hambre”.

 Estaban en un semáforo y afuera ya estaba diluviando a Ricardo lo cogió esa afirmación por sorpresa. Imaginó que Alex quería comer algo fuera del hotel, o sino no hubiera dicho nada. Así que trató de recordar todo lo que conocía de camino al hotel y entonces le llegó la imagen de un restaurante con el que había ido varias veces con sus padres. Estuvieron allí en unos diez minutos.

 Alex seguía sin muchas ganas de nada pero al menos parecía menos pálido que antes. Ricardo le puso un brazo encima y lo acarició, terminando con un beso en la mejilla. Alex se limpió una lágrima y no dijo ni hizo nada.

 Adentro del restaurante se sentaron junto a la ventana y siguieron viendo como la lluvia caía por montones. Se oía el rumor del viento, que parecía querer romper el ruido de volumen tan alto que salía del restaurante. Había bastante gente y había sido una fortuna encontrar una mesa. Ricardo empezó a leerle el menú a Alex pero este en cambio empezó a hablar, mirando la ventana.

 Decía que su madre, desde que era pequeño, le había dicho lo que soñaba para él: una vida típica con una esposa hermosa y devota y un trabajo de “hombre”. Tal cual lo decía. Y desde temprana edad él sabía que había muchas cosas mal con lo que ella decía pero nunca le dijo nada. Al menos no hasta que lo encontró a los quince años besando un chico en frente de la casa y le gritó que era su novio.

 Alex explicó que para entonces ya peleaban todos los días. Su relación nunca había sido buena, en ningún aspecto, y la única manera en que se comunicaban era gritándose y respondiéndose de la peor manera posible. Alex dio algunos ejemplos de los insultos que usaban y Ricardo no pudo evitar sonreír pero dejó de hacerlo pronto pues Alex parecía determinado a seguir hablando.

 Recordó que su padre siempre había sido el segundo al mando de su hogar y cuando murió, pues no cambió mucho. Fue duro perder un padre justo cuando se empieza a ser hombre. Alex supuso que eso no había sido muy bueno para él y que la sola presencia de su madre y hermanos no había sido suficiente. Además, lo admitía, ir a la iglesia todos los domingos de su vida no aminoró la culpa de lo que hacía.

 Le admitió a Ricardo, mirándolo por fin a los ojos, que por mucho tiempo sintió culpa y odio hacia si mismo. Se iba a ir al infierno y algunas veces, a los quince o dieciséis, bebía tanto que ya no le importaba el destino de su alma. Era feliz diciéndole a sus novios y amantes que el infierno los esperaba a todos.

 Justo en el silencio que siguió, llegó la mesera. Ricardo se demoró un poco y pidió lo que pensaba era lo más rico, así como dos jugos de frutas que hacía mucho no probaba. Apenas se fue, Alex siguió hablando, esta vez del punto clave: su matrimonio.

 Ricardo sí sabía esa historia: ellos vivían hacía un par de años en otra ciudad, en otro país lejano y allí se habían conocido. Les parecía gracioso que fuesen del mismo sitio pero se vinieran a conocer tan lejos. Durante ese tiempo la relación fue creciendo. Vivieron juntos y entonces vieron que el siguiente paso natural era casarse y lo hicieron. Ricardo no tenía a quién avisarle pues él nunca había tenido padres, solo amigos a los que llamo y que se entusiasmaron con la noticia. A Alex no le fue igual.

 Fue horrible escucharle repetir lo que le había dicho su propia madre y su hermanos. Ese fue otro día en el que lloró pero pareció recomponerse más rápidamente. Fue él el que decidió que se casaran lo más pronto posible. Alex agregó a su relato que su madre le había confesado, en la rabia del momento, que su embarazo no había sido deseado y que estuvo a punto de abortar pero el padre de Alex la detuvo justo a tiempo. Eso era lo que le carcomía la mente ahora y no lo dejaba en paz.

 Cuando la comida llegó, Alex apenas dejó de mirar por la ventana. Comía lentamente, como si estuviera a punto de morir. Entonces Ricardo se puso a pensar que podría hacer para mejorar esa situación e hizo lo primero que le vino a la mente, sin pensarlo.

 Casi tumbando el vaso de jugo, se inclinó sobre la mesa y le dio un beso a Alex en la boca. No pocas personas se dieron la vuelta para verlos pero eso no importó pues el efecto deseado había sido conseguido: Alex por fin dejó de mirar hacia fuera y miró a los ojos de Ricardo. Se besaron otra vez y se tomaron de la mano por el resto de la comida. Hablaron de otras cosas y, cuando ya se iban a ir, Alex rió  por un chiste tonto que había recordado Ricardo.


 Esa noche Alex lo abrazó con fuera y Ricardo estuvo seguro que Alex había llorado. Pero no dijo nada. Solo abrazó fuerte y besó su cuerpo, para que supiera que estaba allí, siempre.