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lunes, 6 de febrero de 2017

Casi, el silencio

   Cuando entró en la habitación rosa, la mujer se tomaba de las manos y sus tobillos temblaban ligeramente. La verdad era que no se sentía muy cómoda para caminar pero no tenía opción de detenerse a mirar el tiempo pasar, no podía analizar lo sucedido. Tenía que actuar y hacer lo que era su trabajo para que todo estuviera a punto por si había que actuar más rápidamente o de improviso. Nunca se sabía con personas como ellos, siempre había que estar un paso delante de todo.

 La niña, Alejandra, estaba en el suelo jugando con un par de carritos. Los hacía mover de un lado al otro, tocada por un rayo de sol que se colaba por entre las gruesas cortinas de la vieja habitación. No se trataba de una niña feliz jugando con sus juguetes sino de una pequeña que parecía querer pasar el tiempo. Se sentía como si supiera que era lo que estaba pasando pero a la mujer ya le habían indicado que los niños no tenían ni idea de lo que había ocurrido tan lejos de ellos.

 El niño, un par de años menor, estaba en una posición muy diferente. Estaba sentado en un viejo diván, de esos que tienen patas talladas con forma de garra de león. Como su espalda estaba bien recostada contra el mueble, sus pies flotaban por encima del suelo. Apenas se movían. Lo que más le atraía al niño en ese momento era ese mismo haz de luz que tocaba a su hermana. Parecía estar fascinado con ello, casi como si fuera la primera vez que viera algo así en su vida.

 La mujer les pidió que se incorporaran y le tomaran de la mano. Los niños obedecieron sin chistar, apenas mirándola. Se notaba que parecían tener cosas mucho más urgentes que pensar y no tenía sentido objetar una orden de un adulto al que conocían bien. Fueron caminando por un pasillo y luego por otro y los niños seguían tan silenciosos como siempre, sin decir nada de las personas que se les cruzaban por todas partes. Parecían llevar prisa pero se frenaban al verlos a ellos.

 Por fin llegaron al cuarto verde, donde su madre solía estar. En efecto, allí estaba ella pero no lucía como siempre. El impecable vestido que tenía, tan hermoso como todos los demás que se ponía a diario, estaba manchado de sangre. Había gotas oscuras en ciertas partes y más claras en otras. Su cabello estaba alborotado y tenía los ojos inyectados de sangre. Estaba sin zapatos. Apenas vio a los niños les indicó que quería un abrazo y ellos entendieron al instante. Se soltaron de la mujer y corrieron hacia su madre, que los apretó con fuerza.

 Estuvieron en la habitación verde todo ese día, sentados sobre otro sofá. Desde temprano habían sido vestidos con sus mejores prendas y, tras el paso del tiempo, se sentían cada vez más incomodos. Era ropa linda pero no era ropa para usar durante todo el día. Alejandra se quitó los zapatos pues le molestaban mucho y Daniel, el pequeño, dejó el abrigo tirado debajo del piano de cola que nadie en su familia sabía tocar. La madre los miraba temblando, sin decirles ni una palabra.

 Fue ya bastante tarde cuando alguien se acordó de ellos y les trajo algo de comer. No era lo que hubiesen deseado pero era mejor que aguantar el dolor de estomago. Mientras los niños se acercaban a la mesita de centro donde les pusieron dos bandejas con sopa de champiñones caliente, una mujer vino por su madre y se la llevó pero no por la puerta principal sino por una de esas laterales que parecían ser parte de los muros. Era una de las cosas que más les gustaba de esa casa.

 Algún día, no hacía mucho, habían explorado toda la casa con permiso de su padre. Era un lugar enorme y, según muchos, lleno de historia. El polvo también ocupaba buena parte de los rincones. Y donde no hubiera ni gente ni polvo, seguro que había insectos y demás bichos que llenaran los espacios vacíos. Al fin y a cabo era una casa muy vieja, que hacía más de doscientas años había sido construida y solo algunas veces se había reformado, nunca de forma profunda.

 Mientras tomaban la cremosa sopa, los niños miraban a su alrededor y escuchaban con atención. No había nadie más que ellos en la habitación pero no era muy difícil saber que justo al otro lado de la puerta estaba el pasillo por donde estarían pasando montones de personas. No era solo el ruido que hacía al caminar rápidamente, sino también que hablaban a viva voz, sin molestarse en hablar en voz baja o al menos de la manera en que normalmente se hacía por allí.

 No había que ser genio para saber que algo había ocurrido. Los niños se miraban a ratos, como para confirmar lo que suponían: los dos estaban preocupados y los dos sabían que algo grave había ocurrido. Algo tan grave que los adultos consideraban que no era apropiado para niños de la edad de ellos. No dijeron nada en voz alta porque, a diferencia de todos esos hombres y esas mujeres que pasaban deprisa, ellos sí veían la importancia de mantener un cierto volumen en sus voces y una calma que su madre siempre les había inculcado.

 Se trataba de tener paciencia y ellos la tenían, sin duda. De otros niños, se habrían tirado al piso a hacer algún berrinche o reclamar cosas que nada tenían que ver con  tal de que alguien tuviese una reacción algo más cercana a lo normal en esa casa. Pero ellos no harían nada parecido pues sabían que su hogar no era normal, no era el mismo que el de todos los demás niños. Sabían que quejarse no era la forma de ser oído ni de saber nada. La paciencia daba siempre mejores resultados. Eso y escuchar.

 La sopa estaba rica y apenas la terminaron vino un joven y se llevó ambas bandejas. Ellos le agradecieron, como su madre les había enseñado, y el joven solo los miró por un segundo, sin decir nada. Fue suficiente para ver que había estado llorando, igual que su madre. Ella volvió minutos después, con otro vestido mucho menos bonito. El otro tenía un color lila hermoso que siempre le había gustado a Alejandra por ser poco común, uno que casi ninguna mujer vestía.

 Pero el que llevaba era oscuro pero no negro sino como un tono raro de gris o de verde. La verdad era que quería saber porqué se había puesto su madre algo tan feo pero supuso que no era el lugar de preguntar nada como eso. Su madre los pidió de nuevo a su lado y ellos corrieron hacia ella. La mujer les dio besos por la frente, las mejillas e incluso sobre los parpados. Los apretaba con fuera y lloraba por montones, untándolos con el rímel corrido. Sin embargo, nadie dijo nada.

 Tuvo que pasar una hora más para que por fin se dieran cuenta que necesitaban ir a sus habitaciones, quitarse esa ropa incomoda y descansar. Era lo mejor pues, si no les iban a decir de que se trataba todo, no había razón para desvelarse ni aguantar el peso del sueño sobre el cuerpo. El pequeño Daniel solo tuvo que subir su cuerpo en la cama para quedar completamente dormido. Su madre lo cubrió bien y lo besó en la frente. Alejandra, en cambio, parecía no tener ganas de dormir. Miraba a su madre con preocupación pero no decía nada, no se atrevía a preguntar.


 La mujer le besó la frente, le pidió dormir y salió de la habitación, cerrando la puerta con cuidado. Al otro lado, la mujer se derrumbó y empezó a llorar como nunca antes lo había hecho. Alejandra la pudo oír por un buen rato, hasta que algunas personas vinieron a calmarla y se la llevaron. Luego la habitación quedó en completó silencio. La niña miraba hacia el techo y se preguntaba que pasaría con ella, su madre y su hermano al otro día. Quería saber lo que ocurría. Pero no podía saber nada. Solo podía preguntarse y esperar a que algún adulto decidiera decir la verdad.

viernes, 16 de diciembre de 2016

Cinemia

   Todo había sido hecho casi a la medida. Era un mundo completo, con todo lo que se pudiese necesitar en un lugar al que se viene de vacaciones, pues esa era la idea original de los creadores de semejante invento. Se habían basado en varias películas y habían usado varios de los personajes para ir poblando ese mundo. Serían un elemento más para que cualquier persona se decidiera a gastar el dinero necesario para vivir la experiencia de entrar a un mundo de ensueño donde podía sumergirse en sus películas favoritas por un tiempo máximo de una semana.

 Los creadores de la experiencia lo habían hecho todo con mucho cuidado, pidiendo todos los derechos necesarios para usar ciertas locaciones y rostros, y también avanzando tecnológicamente de una manera que nunca se había visto en el planeta entero. Al fin y al cabo, era una experiencia en la que había que sumergirse, había que creérselo todo y para conseguir eso hay que alcanzar el mejor lugar posible en todos los sentidos. Por eso el sitio demoró mucho más tiempo del previsto en ser terminado. Hubo muchos cambios y correcciones.

 Los androides que personificaban a los personajes famosos de las películas debían de ser perfectos y por mucho tiempo no lo fueron, eran simplemente robots sin gracia que repetían las frases clave una y otra vez como discos rayados. Eso no era lo que nadie quería. Por eso tuvieron que posponer la fecha de estreno una  y otra vez, hasta que los personajes y todo su mundo estuviesen completos y no presentaran los mismos errores que se presentaban al comienzo. En esa época los androides explotaban de tanta información.

 Las primeras entradas para Cinemia (así se llamaba la experiencia construida) fueron sorteadas por internet con una página especial que eligió cien personas completamente al azar. Se hizo así, precisamente, para que nadie tuviera la posibilidad de denunciarlos por no haber sido elegidos. Dos meses después del sorteo era el momento indicado para que los primeros visitantes llegasen a lugar y empezaran a experimentar todo lo que se podía ofrecer. Eso sí, debían de reportar absolutamente todo lo que vieran para corregir antes de abrir el lugar al público general.

 Ese primer grupo de cien llegó al lugar indicado pero de allí los llevaron en un helicóptero al lugar real donde empezaba la aventura. Todo bajaron en la plaza principal de un pueblito que parecía algo desierto, pero al dejar pasar un solo día, se dieron cuenta que todo el lugar cobraba una vida inesperada. El pueblo era una gran mezcla de personajes pero de ahí los invitados podían decidir ir a un lugar o a otro del parque. Lo tenían que hacer con diferentes transportes, acordes al estilo de película que eligieran. Había para todos los gustos.

 Muchos fueron en una nave deslizadora hasta el sitio donde todo era de ciencia ficción, otros prefirieron quedarse con las películas dramáticas y románticas y otros viajaron en un carrito muy gracioso al sector donde estaban los personajes de animación. Obviamente esos eran los menos creíbles de todo  pero a los niños les encantaba y los mismo pasaba  con algunos adultos que siempre habían soñado conocer al personajes que los ayudaba a pasar las tardes en su niñez. Había mucho que elegir y relativamente poco tiempo.

 En la zona de ciencia ficción, había batallas que parecían reales con cierta frecuencia. Y en otros momentos todo era mucho más tranquilo pero de una manera que inspiraba terror. En cada zona del parque había un hotel y los huéspedes podían quedarse allí para interactuar a diario con sus personajes favoritos y vivir aventuras inmersivas que buscaban ser algo único en el negocio de los parques de diversiones Por eso el secreto al solo dejar entrar cien personas y no más.

 En la zona de animación y en la de drama, había también muchas personas queriendo conocer a sus favoritos. Pero todos los días trabajaban los técnico del parque para seguir teniendo personajes y situaciones interesantes dentro del sitio. Era trabajo arduo que se pagaba muy bien pero ciertamente cansaba mucho. La idea, y al parecer lo estaban logrando, era que los huéspedes no se dieran cuenta de nada de lo que estaba pasando. Ellos debían de disfrutar su semana en relativa paz y no con robots fallándoles por todos lados.

 El problema era que precisamente eso estaba pasando. Muchas cosas que parecían estar bien los dos primeros días, empezaron a fallar un poco en los días siguientes. Por ejemplo, había algunos personajes de western que se repetían una y otra vez, como si no existieran más frases en el mundo. La gente se aburría rápido de ellos y esas interacciones simplemente fallaban porque nadie estaba ni remotamente interesados en ellos. Por eso hubo algunos personajes que fueron retirados en esos días sin que nadie se diese cuenta.

 Había otros personajes en cambio que parecían ser el centro de atracción todo el tiempo. Los personajes querían estar todo el tiempo con esos que decían cosas graciosas o que eran arriesgados o que simplemente se parecían tanto a los de las películas. Al fin  al cabo esa era la idea del parque, hacer de toda la experiencia algo en lo que las personajes fuesen emocionantes y capaz de una empatía necesaria con los turistas para poder completar ciertas pruebas y superar obstáculos. Al comienzo era difícil de comprender el funcionamiento, pero no era muy difícil.

El problema era que las pruebas diseñadas parecían ser demasiado difíciles de alcanzar para la mayoría de los visitantes. Muchos se quejaban que les había tomado casi toda la semana de prueba insertarse como espía en una supuesta red de drogas que tenía lugar en la zona de películas de acción. Había tanto que hacer que las personas se perdían. Eso sin contar que a veces los androides se comportaban de manera extraña: algunas veces eran devotos casi religiosamente los turistas y otros días los hacían perder deliberadamente.

 Los ajustes no solo se hicieron durante la estadía de los primeros huéspedes sino mucho después de ello. Era obvio que faltaban muchas cosas, entre ella el carácter necesario que necesitaban los androides, que era algo que haría que la gente se perdiera en la ventura y no dudara tanto de todo lo que sucedía alrededor. Casi querían crear un videojuego de realidad virtual pero ciertamente era algo mucho mejor que eso. Se podía decir que era el siguiente paso tecnológico.

 El dueño del parque supervisó la semana de los turistas y estuvo varios meses después para indicarles a los técnicos y creativos cuáles eran los cambios que había que hacer con urgencia. Había mucho que corregir e incluso mucho que crear de cero pues habían habido cosas que no funcionaban para nada. Una de esas era la comida dentro del parque que, al ser cocinada por los androides, siempre quedaba muy diferente a los que los huéspedes esperaban y eso no podía ser. Obviamente también tenían chefs reales, pero eso era diferente.

 Tenían que ser capaces de hacerlo todo y hacerlo bien, de una manera correcta, si no es que perfecta. Todo debía ser como el mundo, o al menos esa había sido la premisa desde un comienzo. Después fue cuando el creador de todo se dio que querer que se pareciera todo al mundo real era una ridiculez del tamaño de un elefante. Eso era porque el mundo real, o mejor dicho el nuestro, es un caos y una mezcla de mucho más que solo paz y guerra y aventuras sin sentido. Querían construir algo con cierta esperanza y no para que nadie se deprimiera.


Como se esperaba, el parque demoró dos años más en abrir luego de las visita de los primeros cien huéspedes. Fue recibido con cariño por muchos pero jamás pasó la prueba de fuego. Muchos decían que se sentían falso, que era muy fácil o muy difícil. Que era complicado o aburrido o muchas otras cosas que eran predecibles. El caso es que la tecnología fue creada para no usarse más o tal vez no de la manera que inicialmente se había planeado.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Miércoles

   Su abrazo era todavía bastante apretado. Sus cuerpos desnudos estaban uno contra el otro y parecían ser piezas de un juego que encajaban a la perfección. Acababan de hacer el amor pero todavía les quedaba algo de energía para seguir dándose besos y sintiendo la piel del otro. Al rato se quedaron dormidos, así como estaban. Después se fueron acomodando en la cama para estar menos incómodos pero no se alejaron demasiado el uno del otro. El calor de sus cuerpos era ideal para soportar el frío de la mañana, que había cubierto de vaho la ventana de la habitación.

 El primero en despertarse fue Pedro. Tenía la costumbre, desde pequeño, de despertarse a las siete y media de la mañana. Nunca más temprano ni más tarde. El pequeño problema estaba en que hacía dos años no trabajaba en una oficina y podía despertarse a la hora que quisiera. Sin embargo, las viejas costumbres difícilmente mueren y despertarse temprano era una de ellas. No se puso nada de ropa para ir a la cocina y calentar el café y hacer un pan de tostadas. Otra cosa que no le gustaba era “desperdiciar” el tiempo haciendo el desayuno.

 Lo siguiente para él era comer en la sala mientras veía la televisión. Como su vida laboral iba marcada por su ritmo personal, Pedro no tenía necesidad de correr para ningún lado. Y como encima era tan temprano, pues podía decirse que se permitía tomarse todo el tiempo del mundo para cualquier cosa. Le gustaba ver el noticiero de la mañana para ver si algo más había ocurrido en el mundo tumultuoso en el que vivían. Por supuesto gente había muerto en algún lado, había guerra en otro y hambre en un país que conocía solo de nombre.

 Luego seguían las noticias de política, que solían ser las mismas todos los días. Las de deporte le interesaban un poco pues le gustaba el fútbol y lo practicaba cada que podía. Muchos fines de semana se reunía con sus amigos de infancia y jugaban un partido en una cancha alquilada. Era de césped artificial pero para el caso no importaba pues el punto era divertirse, comer algo y hablar tanto del presente como del pasado. A veces iban con sus respectivas parejas pero la verdad era que lo disfrutaban mucho más cuando eran solo los amigos.

 Cuando ya terminaba el noticiero, se iba desnudo como estaba al estudio y se sentaba entonces en su escritorio. Dependiendo del día se ponía a diseñar en el portátil o a terminar algún dibujo a mano que estuviera inconcluso. El trabajo que tenía era por pedido y le llegaba con frecuencia y bien remunerado pues cuando trabajaba había hecho excelentes contactos. Por eso ahora podía permitirse una vida más calmada con los mismos resultados laborales y hasta mejores. Ahora era su propio jefe y le iba mucho mejor que antes, se sentía más creativo como diseñador de interiores.

 Como a las nueve de la mañana se despertaba Daniel. Él era más bajito que Pedro y algo más ancho del cuerpo, sin decir que estuviera gordo ni nada así. De hecho siempre preguntaba si lo estaba pero Pedro le aseguraba que no era el caso. Pedro, por su parte, era bastante flaco. A diferencia de su pareja, Daniel sí trabajaba todos los días pero ese día precisamente era libre pues el restaurante donde era ayudante del chef estaba cerrado por inventario y afortunadamente no le tocaba hacer parte de esa tarea, al menos por esa ocasión.

 Sabía bien que lo habían dejado quedarse en casa porque le debían vacaciones, pero igual él las pediría completas pronto cuando se fueran con Pedro en Navidad a un viaje que habían planeado hacía mucho tiempo a Hawái. Era un destino que ambos morían por conocer y podían permitirse el dinero y el tiempo para por fin ir y conocer de primera mano todas esas hermosas playas, practicar surf, comer mariscos, quedarse en un buen hotel, pasear por las montañas y volcanes y descubrir todo lo que no supieran de esas islas.

 Daniel se sirvió jugo de naranja. El café no era de su gusto personal, salvo el olor que le encantaba. Su desayuno era un poco más elaborado que el de Pedro pero tampoco mucho más: cortaba algo de fruta y aparte untaba mermelada de arándanos a un par de tortitas de maíz. Normalmente le daba mucha hambre en la mañana. O, mejor dicho, le daba hambre durante todo el día. De pronto por eso era cocinero, pues desde siempre le había gustado la comida y prepararla. Desde pequeño les hacía postres e incluso cenas a su familia y ellos siempre lo apoyaron en su sueño.

 Se sentó en el sofá de la sala y, mientras comía su desayuno, veía dibujos animados. Le gustaba tener una buena razón para despertarse bien en la mañana y los dibujos animados siempre servían para eso. Para noticias las leía en internet a lo largo del día, no era su intención ver tristezas desde primera hora de la mañana. Comía despacio, disfrutando cada bocado mientras miraba las travesuras del gato y el ratón. Aprovechaba que no fuera una mañana normal, de esas en que tenía que apurarse y a veces ni tiempo para despedirse había.

 Terminado el desayuno iba a un pequeño cuartito que había al lado del baño, como un depósito, y de ahí sacaba uno de esos tapetes de yoga para hacer ejercicio. Hacia una rutina con ejercicios varios durante media hora. Para eso se ponía ropa apropiada pues ejercitarse desnudo podía ser bastante incómodo. Normalmente se ejercitaba de noche pero como era un día diferente pues aprovechó para hacerlo más temprano. Después de terminar, guardó el tapete y se dirigió a la habitación principal.

 Mejor dicho, entró al baño y se quitó su ropa deportiva. Abrió la llave de la ducha y dejó que el agua calentara por unos segundos. Ese tiempo era suficiente para untar de crema dental su cepillo. En la ducha se cepillaba los dientes y luego se enjabonaba el cuerpo, disfrutando el agua tibia. Se sentía muy rico y podía disfrutar de una ducha bien dada y no como le pasaba casi todos los días, en los que debía ducharse en cinco minutos y no importaba si el agua salía fría o caliente. Era algo a lo que se había acostumbrado y por eso ese día lo disfrutaba tanto.

 Pegó un ligero salto cuando, distraído por estar echándose champú en el pelo, sintió una mano en su cintura. Se lavó el pelo con rapidez y entonces se dio cuenta que era Pedro. Se besaron un rato, abrazados bajo la lluvia de la ducha. Después uno le pasó el jabón por el cuerpo al otro y terminaron haciendo el amor de nuevo allí mismo. En total, estuvieron en la ducha por una media hora. Era mucha más agua de la que se permitían gastar normalmente pero es que el día casi pedía que pasaran cosas así, diferentes a la rutina.

 Se limpiaron bien y luego salieron al mismo tiempo. Se secaron en la habitación, dándose besos y sin decir ni una palabra. La verdad era que llevaban tres años viviendo juntos y podían decir que el último año había sido el mejor para los dos. No solo Pedro había dejado por completo el trabajo de oficina, sino que Daniel había empezado a hacer lo que en verdad le gustaba en el trabajo y eso era la repostería. Llevaba años cocinando ensaladas y carnes y un sinfín de cosas pero ahora por fin estaba haciendo lo que en verdad le gustaba.

 Ese bienestar personal se traducía en una vida de pareja mucho mejor. Las peleas habían quedado atrás al igual que las confrontaciones por dinero o las tensiones causadas por razones que ahora les parecerían verdaderamente idiotas. Ahora no era raro que hiciesen el amor todo los días, que se besaran en silencio, sin decir nada. Cuando ya tuvieron la ropa puesta, Daniel le dijo a Pedro que cocinaría el almuerzo del día. Pedro dijo que compraría algunas películas por internet para ver más tarde. La idea era hacer de ese un día especial.


 Lo raro de todo era que solo era un miércoles, clavado allí a la mitad de la semana. Los dos días anteriores y los dos días después serían iguales que siempre, con trabajo, llegar tarde, no verse ni hablarse casi en el día. Solo el fin de semana era un descanso y a veces ni eso porque debían hacer ciertas vueltas esos días o visitar a sus familias. Ese miércoles era tan importante por eso mismo, porque era como una joya que no podían permitirse perder. Era su día para celebrar quienes eran juntos y por separado.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Hamburguesa

   Lo que yo buscaba no era solo algo de comer. Era más que eso, eran ganas de complacer mi gusto por la comida, de en verdad sentir que estaba dándole lo que quería a mi cuerpo. Normalmente, uno come y se deja llevar por un gusto pasajero. De pronto ese día dieron ganas de comer una ensalada o de comer un buen pedazo de carne de cerdo o tal vez lo que quería era algo de beber, algún jugo específico. Pero no, esa vez era algo que iba más allá de un simple gusto. Quería tener un momento en el que estuviera solo yo con lo que iba a comer.

 Lo que yo quería era una hamburguesa. Eso sí, quería la mejor hamburguesa. Muchos me dijeron después que podía haber comprado el producto congelado en el supermercado y después haber cocinado un par en casa si es que tenía mucha hambre. Pero no, es que el caso no solo era de hambre sino algo más allá de un estómago vacío. Es gracioso pero todavía es difícil de explicar, como si fuera algo que me superara. El caso es que esa vez no fui a ningún supermercado pues quería lo mejor y, tengo que admitir, que no soy tan buen cocinero.

 Además hay días que uno no quiere comer en casa. De vez en cuando es bueno salir y al menos observar cómo pasa el mundo mientras se alimenta al cuerpo. Eso sí, no soy bueno comiendo solo y prefiero que alguien me acompañe para poder charlar y llevar una agradable conversación que haga de la comida un momento todavía mejor. No todo el mundo es buena compañía para comer, en eso creo que la mayoría estará de acuerdo conmigo. Pero una buena conversación puede mejorar bastante el sabor de una comida.

 Pero volvamos a ese día. Tengo que confesar que el día anterior había salido con un amigo y habíamos bebido una buena cantidad de cervezas entre los dos. No había bebido tanto como para emborracharme pero me había hecho falta comer para que la bebida no me hubiera hecho dormir de la manera que lo hizo. Tan grave fue la cosa que llegué a mi casa hacia las dos de la madrugada y me desperté alrededor del mediodía. Nunca dormía tanto y menos por haber bebido sólo cerveza. Lo bueno era que no había resaca ni nada por el estilo.

 Es de entender entonces que tenía mucha hambre. Al levantarme fui a buscar ala cocina a ver que había pero era uno de esos días en que todo parece haberse evaporado. Había solo una caja de gelatina, unas manzanas y un paquete de pan que tuve que tirar porque estaba mohoso. Tomé una manzana y me comí la mitad. El hambre que tenía no era de manzana y por eso me detuve y la guardé para después. Era tan seria la cosa que me senté en la cama y me puse a pensar de que tenía hambre y cuál podría ser el plan del día.

 Así fue que me dio por una hamburguesa. Claro que tenía que ser de res. Las de pollo o de pescado no eran lo mismo y ni que decir de las vegetarianas. Nadie dice que sean feas ni nada parecido pero es que mi necesidad en ese momento era la de comer algo que me llenara no solo el estómago sino también el alma y nada lo iba a hacer igual que una hamburguesa de carne de res. Obviamente me la imaginé acompañada de papas fritas, que por alguna razón no había comida hacía bastante tiempo, más de un año incluso.

 Lo raro fue que, junto a la hamburguesa y las papas fritas, me imaginé también un recipiente plástico lleno de cierta bebida gaseosa de color negro, muy azucarada y con buena cantidad de hielo. Era extraño porque, francamente, a mi no me gustan las bebidas gaseosas. No tomo nunca y prefiero cualquier jugo de fruta antes que un vaso de ese veneno para el cuerpo. Y sin embargo ahí estaba ese vaso alto y frío en mi imaginación, seduciéndome de una manera que ningún ser humano nunca podría llegar a igualar.

 Me puse de pie y salí corriendo a la ducha. Me quité la ropa entusiasmado y me duché lo más rápido que pude. En mi cabeza seguí planeando: ¿adonde iría por la hamburguesa? Pensé en varios centros comerciales, en varios restaurantes e incluso en tiendas pequeñas donde vendían cosas para comer. Pero mientras me ponía ropa, fue cuando me di cuenta que no tenía una idea clara de adonde ir. Sí, tenía hambre y sabía muy bien lo que quería pero, como dije antes, no podía ser cualquier hamburguesa. Tenía que salir complacido de la experiencia, sin discusión.

 Recurrí a internet para averiguar cuál era la mejor hamburguesa de la ciudad. Las opciones eran varias, ninguna de las cuales me llamara mucho la atención. Para la mayoría de esas listas, la presentación era lo más importante, sin importar si la hamburguesa era solo un pequeño bocado y la cantidad de papas no era suficiente ni para llenar a un bebé. No, esa no era la manera de afrontar la situación. Dejé el portátil de lado, me puse una chaqueta y decidí salir al centro comercial más grande de la ciudad, donde tendría varias opciones a elegir.

 No demoré mucho en llegar y sin embargo mi hambre había aumentado a niveles casi críticos. El estómago rugía mientras subía al último piso del centro comercial por las escaleras eléctricas. Puedo jurar que una pareja se me quedó mirando después de que mi estómago había hecho una imitación perfecta de una morsa. Decidí hacerme el tonto mirando para otro lado. Esos momentos incomodos podían esperar otro día. En ese momento lo que urgía era la comida.

 La zona de comidas del centro comercial estaba a reventar, al fin y al cabo que era sábado en la tarde. No había pensado en ese inconveniente: hacer fila en el sitio de mi elección prolongaría mi agonía. Pero no, primero había que encontrar el lugar y después sí pensaría en como hacer para no enloquecerme por la espera. Me di una vuelta en circulo por todos los locales. Muchos vendían cosas que yo no quería, así que fue fácil descartarlos. Pero cada vez que veía la palabra “hamburguesa” o su imagen, lo anotaba mentalmente.

 Al finalizar el recorrido, tenía contabilizados veintisiete lugares donde vendían hamburguesas. De esas fácilmente se podían eliminar más de la mitad pues estaban en lugares donde ni  la carne de res ni las hamburguesas eran una especialidad, así que no tenía sentido alguno pedir de allí. También eliminé los lugares que ofrecían otros acompañantes diferentes a papas fritas. No había manera de no cumplir también con esa parte. En fin, tras eliminar algunos, quedaron sólo cinco lugares.

 En cada uno de ellos se veía todo muy rico y el olor en general me estaba volviendo loco. Fue raro pero por un momento me sentí abrumado y tuve que recostarme contra una columna para tomar aire. Creo que había sido una combinación de falta de hambre con la ansiedad de saber que comer. Me dio un poco de risa en ese momento, pues me di cuenta de que estaba siendo demasiado dramático con todo el asunto. Era tan sencillo como elegir un lugar y simplemente probar. Además, seguramente una sola hamburguesa no sería suficiente para mi hambre.

 Me decidí al final por un lugar que visitaba bastante de niño. La clientela no era ni poca ni mucha y parecían ofrecer gran variedad de ingredientes en la hamburguesa. Como el hambre me pedía más y más, decidí ordenar la de doble carne. Cuando la cajera me ofreció agrandar las papas fritas, le dije que sí casi al instante y de un grito, creo que la asusté. Me recosté en la misma columna de antes esperando a mi pedido. Mientras tanto me invadió la emoción de que ya casi iba a obtener lo que había querido desde el inicio del día. Creo que todo el mundo sabe cómo se siente.


 Recogí el pedido minutos después y elegí una silla alta, como de bar, para sentarme a comer. Desenvolví la hamburguesa y me llegó de ella un olor que hizo que todo mi cuerpo vibrara de emoción. Sin ánimo de darle más largas al asunto, le di una buena mordida. Creo que nunca me he sentido mejor en mi vida. El sabor recorrió cada célula de mi cuerpo y, por un momento, puedo decir que fui la persona más feliz en la faz de la Tierra. Y no, no creo que esté exagerando. Fue una de esas comidas que jamás podré olvidar, por una gran cantidad de razones.