Mostrando las entradas con la etiqueta comida. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta comida. Mostrar todas las entradas

lunes, 4 de diciembre de 2017

No hay mal que por bien no venga

   El ruido en la calle era ensordecedor. No se podía pensar correctamente con tantos sonidos alrededor. No solo era la interminable fila de automóviles, cada uno usando el claxon en un momento diferente, sino también las voces de las personas, los motores de las motocicletas, los timbres de la bicicletas y el bramido de todos los vehículos combinados. Además, y como no era poco frecuente en aquella ciudad, se escuchaban también los sonidos de percutores de alta potencia, usados por obreros en la calle.

 El taxi hacía mucho tiempo que no se movía ni un milímetro y Susana empezaba a desesperarse. Normalmente no le importaban mucho los trancones puesto que estaba acostumbrada a ellos. Su solución había sido siempre salir muy temprano y simplemente usar el tiempo en el transporte público haciendo algo más. Pero ya habían pasado quince minutos desde que había terminado su única tarea pendiente y eso la hacía poner atención a su entorno, cosa que no era muy buena.

 Susana era de esa clase de personas que debe vivir en constante movimiento, haciendo algo con la mente o las manos. Si de pronto dejan de moverse o de pensar, simplemente se vuelven locos. No locos en el sentido tradicional sino que pierden el sentido de todo, parecen no saber donde están y se desesperan por cualquier detalle. Por eso no tener nada más que hacer en un lugar como ese era lo peor que le podía pasar a Susana y ella lo sabía muy bien, pues ya le había ocurrido antes.

 Sacó el celular del bolso y empezó a mirar si tenía mensajes o llamadas perdidas. Pero no había nada de eso, lo cual era sorprendentemente inusual. Pensó en llamar a su secretaria para saber que pasaba en la empresa pero recordó que era la hora del almuerzo y seguramente no habría nadie cerca del teléfono que le pudiese ayudar. Su comida ya la había consumido, así que eso era algo menos que podía hacer. Solo había sido una ensalada ya lista de supermercado y una limonada demasiado agria.

 Se inclinó sobre la división de los asientos delanteros y le preguntó al conductor si tenía alguna idea de porqué nada se estaba moviendo en la avenida. El tipo tenía los audífonos puestos y se los quitó al notar a Susana, que tuvo que repetir su pregunta. El hombre se encogió de hombros, y sin más, se puso los audífonos de nuevo. Susana entornó los ojos, hastiada de la gente que no tenía ni idea de cómo hacer su trabajo, y se echó para atrás, recostándose contra la silla. Su cita era en media hora pero quería llegar antes para causar una mejor impresión. Era su manera de hacer las cosas.

 Pasaron otros cinco minutos y Susana sacó de nuevo el celular de su bolso. Lo había guardado cuidadosamente y no sabía porqué, ya que era el único objeto con la capacidad de tranquilizarla un poco, aunque en ese momento no estaba funcionando mucho. Verificó la dirección a la cual se dirigía y luego abrió la aplicación de mapas que venía con el aparato. Su ojos se abrieron al darse cuenta que estaba a solo unas diez calles del sitio. Podía caminar tranquilamente para llegar.

 La mujer abrió el bolso de nuevo y guardó el celular de nuevo pero esta vez sacó su billetera y estiró una mano para tocarle el hombro al conductor. Este se quitó los audífonos y se dio la vuelta. Tenía cara de haber estado durmiendo. Susana ignoró esto y le dije que se bajaba y que le diera la tarifa. El hombre no dijo nada, solo tomó una tabla de plástico con números y le indicó a la mujer cuanto debía pagar. Ella sacó el dinero justo, se lo dio en la mano al hombre y salió del taxi con una sonrisa.

 Ya en la acera, respiró profundamente. Era muy distinto poder respirar un aire algo más puro que el de un automóvil, así la avenida se estuviese llenado lentamente de los gases de los coches. Pensó en que lo mejor sería tomar una calle perpendicular, en pendiente, para llegar adonde necesitaba ir. Llegó a un semáforo y cruzó y fue entonces que escuchó un estruendo más en la vía. Por un momento pensó que había sido alguna especie de máquina pero resultó ser un trueno lejano.

 No se había alejado mucho de la avenida cuando empezó a llover con fuerza. El viento se arreció de repente y Susana empezó a correr sin mucho sentido, pues no se fijaba para donde estaba yendo. Lo importante en ese momento era buscar un lugar para cubrirse. Lamentablemente para ella, la calle era más que todo residencial y tuvo que correr dos cuadras más para llegar a una zona de pastelerías y tiendas de artículos para el hogar. Entró por la primera puerta que vio, asustada por otro trueno, más cercano.

 Cuando se dio la vuelta, se dio cuenta que había entrado en una especie de casa de té. Estaba un poco oscuro por la tormenta en el exterior pero varias velas alumbraban el entorno. Varias personas comían postre, la mayoría eran personas mayores pero había también otros que parecían estar en alguna reunión de negocios o simplemente comiendo algo con un amigo. Susana caminó al mostrador, con el pelo escurriendo agua. Miraba lo que había disponible para comer aunque en verdad no tenía nada de hambre. La mujer que atendía, más joven que ella, la miraba con curiosidad.

 Susana fue a abrir la boca pero la cerró de nuevo. La verdad no sabía si quería quedarse mucho tiempo en el lugar. Pero al mirar la ventana que daba a la calle, se dio cuenta que ir caminando ya no era una opción. Era increíble la cantidad de agua que caía del cielo. Parecía como si no hubiese llovido nunca. El cielo se había puesto de un color muy oscuro y no se veía ya nada de gente en la calle. Sin embargo, las personas que había en la casa de té no parecían interesadas en el exterior.

 Por fin se decidió por un café y un pastelito pequeño que parecía no saber a nada. La mujer le cobró y Susana le pagó sin mirarla. No era algo consciente, sino algo que siempre hacía cuando interactuaba con la gente en lugares así. Su mirada fija estaba reservada para reuniones como la que pensaba tener en poco tiempo. Apenas pudo, tomó una pequeña mesa en un rincón y trató de arreglarse un poco el cabello. La misma cajera le trajo el café y el pastelito, que Susana dejó sin tocar por un momento.

 Lo primero era ver la hora. Faltaban ahora solo cinco minutos para la cita y el lugar, aunque no era lejos, era ahora inaccesible por la tormenta. Decidió llamar y preguntar por el hombre con el que tenía la cita, para disculparse, pero nadie respondió. La línea funcionaba pero nadie contestaba, ni siquiera el conmutador automático. Colgó y tomó algo de café. Su mirada estaba perdida, puesto que el negocio que iba a concretar hubiese significado algo muy importante para su empresa.

 Suspiró rendida y tomó el pastelito para darle un mordisco. La decepción de repente le había abierto el apetito. Era un pequeño bizcocho blanco con relleno verde y Susana se sorprendió con el sabor. Sonrió por primera vez en mucho tiempo, puesto que el bocado le había provocado un cierto calor en el corazón, o en el pecho. Donde fuera,  había sentido como si se hubiese tragado una barra energética de gran potencia, que no solo daba ganas de moverse sin una alegría bastante particular.

 Era como un optimismo extraño que la invadía y sabía que tenía que hacer algo con ello. Pensó en salir del lugar y enfrentar la tormenta o llamar de nuevo para ver si podía arreglar otra cita con el hombre. Pero la respuesta estaba mucho más cerca de lo que pensaba.


 A su lado, un hombre vestido de traje y corbata la miró, puesto que Susana se había  levantado de la silla y se había quedado quieta. Ella lo miró y soltó una carcajada. Era él con quién tenía la cita y resultaba que estaba allí, tomando algo con otra persona. Se saludaron de mano y empezaron a hablar.

lunes, 6 de noviembre de 2017

No engañas a nadie

   El pequeño pueblo se veía a la perfección desde la parte más alta de la montaña. Desde allí, parecía ser el lugar perfecto para conseguir algo de comida y tal vez un transporte seguro hacia una ubicación algo más grande, alguna de esas urbes enormes de las que el mundo estaba hecho. Quedarse en semejante lugar tan pequeño no podía ser una opción pues eso pondría en peligro a los habitantes. Era algo que simplemente Él no quería hacer, sabiendo lo poco que sabía.

 Mientras bajaba por la ladera de la montaña, hacia el pueblito, se alegró un poco porque podría tal vez quitarse esas ropas untadas de sangre para ponerse algo que le quedara mejor. Las botas eran para pies más grandes y ya tenía varias llagas que habían sido insensibilizadas por el frío del suelo. Toda la región era un congelador gigante y eso era bueno y malo, muy incomodo pero también un refugio siempre y cuando Él se quedase quieto lo suficiente para que no lo vieran.

 Y es que desde su escape de la base destruida, varios helicópteros habían pasado por encima de su cabeza, sondeando cada metro del bosque, en búsqueda de sobrevivientes. Lo más probable es que buscaran el dueño de la voz que Él había oído antes de emprender su caminata, al menos eso se decía a si mismo. Pero la verdad era que todo podía ser solo una ilusión bien elaborada por  su mente para sobrevivir semejante experiencia. Tal vez todo estaba en su trastornada cabeza.

 Era probable que los helicópteros lo buscaran a Él, el único sobreviviente de la destrucción de ese horrible lugar. No sabía si llamarlo prisión u hospital o laboratorio. Era un poco de todas esas cosas. El caso era que ya estaba en el pasado y no quería volver a él. Sin embargo, estaba claro que no podría comenzar una vida común y corriente así como así. Sabía que la gente que lo buscaba, si sabían más de él que él mismo, no descansarían hasta tenerlo encerrado en una nueva celda.

 Llegó a la base de la montaña tratando de alejar los malos pensamientos de su mente y obligándose a sonreír un poco. Mientras caminaba hacia las casas más próximas, ideó en su mente la historia que diría por los días que le quedaran en la tierra. A nadie le podría decir la verdad y como no recordaba su pasado, lo más obvio era construir una realidad nueva, a su gusto. Diría que era un cazador que había sido atacado en el bosque por un oso. El golpe lo había dejado mal y ahora necesitaba comida, ropa y una manera de volver a su hogar lo más pronto posible.

 Llegó al centro de la población y pudo ver la oficina estatal que siempre existe en esos lugares. Estuvo a punto de encaminarse hacia allá cuando escuchó el grito de una niña. No era un grito de alarma sino una exclamación de sorpresa: “¡Mamá, mira!”. Y la niña señalaba con su dedo al hombre que acababa de entrar en el pueblo. “¿Quién es, mamá?”. La mujer salió corriendo de detrás de una casa. Cargaba dos bolsas llenas y, como pudo, tomó a la niña de la mano y la reprendió en voz baja.

 Él se acercó, con cuidado para no alarmar a las únicas personas que había en el lugar. La mujer levantó la mirada y no dijo nada. Se veía muy asustada, como si hubiese visto algún fantasma. Viendo su reacción, Él se presentó, con la historia que había ideado caminando hacia el lugar. La mujer lo escuchó, apretando la mano de su hija que seguía haciendo preguntas pero en voz baja. Cuando el hombre terminó de hablar, la mujer lo miró fijamente, cosa que casi dolía por el color tan claro de sus ojos.

 Una de las bolsas de papel se rompió y todo su contenido cayó sobre la nieve. La mujer se apresuró a coger las cosas pero Él la ayudó, cosa que obviamente no esperaba. Cuando tuvieron todo en las manos, la mayoría en manos del hombre, él le pidió ayuda de nuevo. La mujer miró a todos lados y con una mirada le indicó que la siguiera. Ella empezó a caminar casi corriendo, lo que hacía que la niña se quejara por no poder caminar bien. Pero al parecer la mujer tenía prisa.

 Pronto estuvieron en el lado opuesto del pueblo. La mujer le dio las llaves a la niña y fue ella quien abrió la puerta de la casa. Hizo que primero pasara su invitado para poder dar una última mirada a los alrededores. Cerró la puerta con seguro y dejo los víveres sobre un mostrador de plástico. Las casas eran tan pequeñas como se veían por fueran. Esa estaba adornadas con varios dibujos y fotografías que hacían referencia a un esposo, obviamente ausente en ese momento.

 La mujer recibió los víveres que faltaban de manos del hombre y le explicó que ese no era un poblado regular sino temporal. Era un campamento para los trabajadores de una mina de diamantes muy próxima a las montañas que había atravesado el hombre. La mujer le explicó, mientras cocinaba algo rápidamente, que hacía poco habían venido agentes estatales a revisar el campamento y a establecer allí un centro de operaciones temporal para lo que ellos llamaban una “operación secreta”, que al parecer era de vital importancia para el país.

 Mientras servía una tortilla con pan tajado, la mujer explicó que los hombres nunca venían hasta la noche y que los visitantes inesperados habían sido ahuyentados por la presencia del Estado. Por eso la llegada un hombre desconocido le había causado tanta impresión. De hecho, sus manos temblaron al pasarle el plato con comida y un vaso de agua. Él solo le dio las gracias por la comida y empezó a consumir los alimentos. Todo tenía un sabor increíble, a pesar de ser una comida tan simple.

 Agradeció de nuevo a la mujer, quien se había acercado para mirar a su hija jugar sobre un sofá. Él le iba a preguntar la edad de la niña cuando la mujer le dijo que era obvio que su historia era mentira. Era algo que se veía en su cara, según ella. Apenas dijo eso, se dio la vuelta y entro en un cuarto lateral. Mientras tanto, la niña lo miraba fijamente. De la nada esbozó una sonrisa, lo que causo una también en su rostro. Sonreír era todavía algo muy extraño para él.

 Cuando la mujer volvió, su hija estaba muy cerca del hombre, mostrándole algunos de sus dibujos. La mujer traía un abrigo grueso, que según ella era parte de un uniforme viejo de su marido. Tenía también un camisa térmica que ella ya no usaba y pantalones jeans viejos. Lamentó no tener botas o zapatos que pudiese usar pero él dijo que ya era bastante con lo que tenía en los brazos. Además, lo siguiente era viajar a alguna ciudad cercana, si es que eso era posible.

 La mujer respondió con un suspiro. Sí había una ciudad relativamente cerca, a seis horas de viaje por carretera. El problema era que no había transporte directo desde allí sino desde el poblado más cercano y ese seguro estaría todavía más lleno de agentes del Estado que la propia mina. El hombre iba a decir algo pero ella le respondió que sabía que había cosas que era mejor no decir. Le indicó donde era el cuarto de baño y el hombre se cambió en pocos minutos.

 En las botas puso algo de papel higiénico, para ver si podría caminar un poco más. La mujer le indicó el camino hacia el pueblo, pasando un denso bosque que iba bajando hacia la hondonada donde habían construido todas las casas y demás edificaciones.


Se despidió con la mano de madre e hija. Apenas puso, apresuró el paso. Horas más tarde, el esposo de la mujer llegó. Ni ella ni su hija dijeron nada, y eso que el hombre vio en uno de los dibujos de su hija un hombre con gran abrigo y grandes botas, ambos con manchas de sangre. Lo atribuyó a la imaginación de la pequeña.

lunes, 23 de octubre de 2017

Pasión perdida

   El mercado estaba lleno de gente. Era lo normal para un día entre semana, aunque no tanto por el clima tan horrible que se había apoderado por la ciudad. Decían que era por estar ubicado en un valle, pero el frío que hacía en las noches era de lo peor que se había sentido en los últimos días. Jaime se había puesto bufanda, guantes y el abrigo más grueso que había encontrado en su armario. No quería arriesgarse con una gripa o algo parecido, era mejor cuidarse que estar luego estornudando por todos lados.

 Lo primero que quería ver era la zona de las verduras. Tenía sus puestos favoritos donde vendían los vegetales más hermosos y frescos. Habiendo estudiando alta cocina, sabía muy bien como aprovechar todo lo que compraba. No ejercía su profesión, puesto que su matrimonio le había exigido concentrarse en casa, cuidar del hijo que tenían y administrar un pequeño negocio que los dos se habían inventado años antes de tener una relación seria. Simplemente no había tiempo.

 La Navidad se acercaba deprisa, en solo pocas semanas, por lo que quería lucirse con una cena por todo lo alto. Solo vendrían algunos de sus amigos y parientes de su pareja. Su familia no podría asistir porque vivían demasiado lejos y era ya demasiado tarde para que compraran pasajes de avión para venir solo unos pocos días. Habían quedado que lo mejor sería verse en la semana de descanso que había en marzo. Además podrían hacer del viaje algo más orientado a la playa, a una relajación verdadera.

 Lo primero que tomó de su puesto favorito fueron unas ocho alcachofas frescas. Había aprendido hace poco una deliciosa manera de cocinarlas y una salsa que sería la envidia de cualquiera que viniera a su casa. Lo siguiente fueron algunos pepinos para hacer cocteles como los que ahora vendían en todos lados. Cuanto escogía las berenjenas se dio cuenta de que lo estaban mirando. Fue apenas levantar la mirada y echar dos pasos hacia atrás, porque quién lo miraba estaba más cerca de lo que pensaba.

 Era un hombre más bien delgado, de barba. Si no fuera por esa mata de pelo que tenía pegada a la cara, le hubiera parecido alguien con mucha hambre o al menos de muy malos hábitos alimenticios. Su cara, tal vez por el frío, estaba casi azul. Sostenía una sandía redonda y tenía la boca ligeramente abierta, revelando unos dientes algo amarillentos. El paquete rectangular en uno de los bolsillos del pantalón indicaban que el culpable era el tabaco. Pero Jaime no tenía ni idea de quién era ese hombre pero parecía que él si sabía quién era Jaime.

 El tipo sonrió, dejando ver más de su dentadura. Se acercó y extendió una mano, sin decir nada por unos segundos. Después se presentó, diciendo que su nombre era Fernando Mora y que conocía a Jaime de internet. Lo primero que se le vino a la mente a Jaime fue un video de índole sexual, pero eso nunca lo había hecho en la vida entonces era obvio que esa no era la razón. Se quedó pensando un momento pero no se le ocurría a que se refería el hombre, que seguía con la mano extendida.

 Entonces Fernando soltó una carcajada algo exagerada, que atrajo la atención de la vendedora del puesto, y explicó que conocía a Jaime de algunos videos culinarios que este había subido a internet hacía muchos años. Él ni se acordaba que esos videos existían. Habían sido parte de un proyecto de la escuela, en el que los profesores buscaban que los alumnos crearan algo que le diera más reconocimiento a recetas típicas del país, que no tuvieran nada que ver con la gastronomía extranjera.

 Los videos habían sido hechos con una muy buena calidad gracias a Dora, compañera de Jaime que tenía un novio que había estudiado cine. El tipo tenía una cámara de última generación, así como luces básicas, micrófonos y todo lo necesario para editar los video. Hicieron unos diez, lo necesario para pasar el curso en un semestre, y lo dejaron ahí para siempre. Al terminar, nadie había pensado en eliminar los vídeos puesto que los profesores los habían alabado por su trabajo.

 Entonces allí se habían quedado, recibiendo miles de visitas diarias sin que nadie se diera cuenta. Fue el mismo Fernando el que le contó a Jaime que uno de los vídeos más largos, con una receta excesivamente complicada, había pasado hace poco el millón de visitas y los mil comentarios. A la gran mayoría de gente le encantaban, o eso decía Fernando mientras Jaime pagaba las verduras y las metía en una gran bolsa de tela. Escuchó entre interesado e inquieto por el evidente interés de Fernando.

 Caminaron juntos hasta la zona de frutas, donde Fernando se rió de nuevo de manera nerviosa y le explicó a Jaime que él era un cocinero aficionado y había encontrado los vídeos de pura casualidad. Le habían parecido muy interesantes, no solo porque los cocineros eran muy jóvenes, sino por el ambiente general en los vídeos. Jaime le dijo, con un tono algo sombrío, que él ya no era esa persona que salía en los videos. Fernando se puso serio por un momento pero luego rió de nuevo y señaló los vegetales. Apuntó que Jaime no debía haber cambiado demasiado.

 Ese comentario, tan inocente pero a la vez tan personal e incluso invasivo, le hizo pensar a Jaime que tal vez Fernando tenía razón. Mejor dicho, su vida había tomado una senda completamente distinta a la que había planeado en esa época pero eso no quería decir que se hubiese alejado demasiado de uno de los grandes amores de la vida: la cocina. Todavía lo disfrutaba y se sentía en su mundo cuando hacía el desayuno para todos en la casa o cuando reunían gente, para cenas como la que estaba preparando.

 Fernando le ayudó a elegir algunas frutas para hacer jugos y postres. Se la pasaron hablando de comida y cocina todo el rato, unas dos horas. Cuando llegó el momento de despedirse, Fernando le pidió permiso a Jaime de tomarle una foto junto a un puesto del mercado. Dijo que sería divertido ponerlo en alguna red social con un enlace a los videos de Jaime. A este le pareció que era lo menos que podía hacer después de compartir tanto tiempo con él. Posó un rato, rió también y luego enfiló a su casa.

 Cuando llegó no había nadie. Era temprano para que el resto de los habitantes de la casa estuviese por allí. Recordando las palabras de Fernando, decidió no pedir algo de comer a domicilio como había pensado, sino hacer algo para él, algo así como una cena elegante para uno. Sacó una de las alcachofas y muchos otros vegetales. Alistó el horno y empezó a cortar todo en cubos, a usar las especias y a disfrutar de los olores que inundaban la cocina. Lo único que faltaba era música.

 No tardó en encender la radio. Bailaba un poco mientras mezclaba la salsa holandesa para alcachofa y cantó todo el rato en el que estuvo cortando un pedazo de sandía para poder hacer un delicioso jugo refrescante. Lo último fue sazonar un pedazo pequeño de carne de cerdo que tenía guardada del día anterior. La sazonó a su gusto y, tan solo una hora después, tenía todo dispuesto a la mesa para disfrutar. Se sirvió una copa de vino y empezó a comer despacio y luego más deprisa.

 Todo le había quedado delicioso. Era extraño, pero a veces no sentía tanto los sabores como en otras ocasiones. Algunos días solo cocinaba porque había que hacerlo y muchas veces no se disfruta ni un poquito lo que hay que hacer por obligación.


 Cuando terminó, por alguna razón, recordó a Fernando y su risa extraña. Pero también pensó en los vídeos que había en internet, en sus compañeros de la escuela de cocina y en la pasión que tenía adentro en esa época. Entonces se dio cuenta de que hacía poco habían comprado una cámara de video. Sin terminar de comer, se levantó y fue a buscarla. Era el inicio de un nuevo capitulo.

viernes, 13 de octubre de 2017

Varados en MR-03

   Quedar atrapados en la misma nave salvavidas era lo último que cualquiera de los dos hubiese querido. Era cierto que trabajaban junto en el puente, junto al capitán, pero eso no quería decir que se llevaran remotamente bien. Solo trabajaban juntos y nada más, no había una relación más allá de obedecer las ordenes y vivir una vida moderadamente tranquila en la nave Descubrimiento, que había sido lanzada hacía tan solo dos años. Ese era el tiempo que llevaban evitando hablar más de lo necesario.

 Pero no hacía sino algunas horas desde que una nave no identificada había lanzado un ataque sin respiro contra la nave de exploración. Ellos tenían algunas armas para defenderse pero nada que pudiese aguantar semejante brutalidad. El capitán ordenó la evacuación inmediata, aprovechando la cercanía del planeta MR-03. El lugar había sido objeto de estudio por parte del personal hasta el momento del ataque. Todo el mundo corrió, evitando explosiones y gritones provenientes de todos los pasillos.

 Por alguna razón, los pasos del teniente y los del primer oficial los llevaron exactamente al mismo pasillo y, por consiguiente, a la misma nave de escape. Eran naves que podían servir hasta para diez personas. Pero nadie más venían y la nave no iba a resistir más. Fue el primer oficial el que desató el modulo de la nave, eyectándolo así hacia el planeta. El control sobre el aparato era mínimo pero tuvieron asiento de primera fila para ver la destrucción del que había sido su hogar por tanto tiempo.

 El disco principal voló por todos lados y después fueron los motores los que estallaron creando una onda tan fuerte que desestabilizó a la mayoría de las naves de escape. En el que estaban los dos hombres comenzó a flotar hacia un lugar muy distinto que el resto de la flotilla de sobrevivientes. Mientras la mayoría iba hacia el ecuador del planeta, donde habían detectado un continente amplio, el modulo de los dos hombres se dirigía sobre lo que parecía ser un mar eterno de un liquido parecido al agua.

 Sin decir una palabra, cada uno hizo lo que pudo para estabilizar el modulo. Lo único que consiguieron fue no convertirse en tostadas humanas al entrar a la atmosfera. Cayeron miles de kilómetros, convertidos en un bólido de fuego yendo a una velocidad extraordinaria. El aparato voló sobre el agua e impactó fuerte cerca de lo que en la tierra se llamaría un atolón. La nave pasó por encima de una arena muy fina, de color purpura, que pareció contener la mayoría de la fuerza del accidente. Cuando el modulo estuvo quieto por completo, los dos oficiales salieron del mismo.

 Sabían que podían hacerlo, pues así lo había confirmado su investigación del planeta. Pero aparte de eso, no había mucho que les sirviera para poder sobrevivir. Con aparatos que llevaban encima y dentro del modulo, pudieron deducir que estaban a unos tres mil kilómetros del continente, el único en todo ese mundo. Lo siguiente era saber si el agua era potable. Un simple experimento les aclaró la duda: tenía que filtrar el liquido antes de consumirlo. Fue así que armaron un pequeño campamento.

 El primer día, casi no cruzaron palabra. Lo que se decían era lo mínimo para no chocar el uno contra el otro tratando de sobrevivir. Si uno limpiaba agua, el otro trataría de averiguar como llegar al continente. Si uno estaba en el modulo tratando de que funcionaran los aparatos de comunicación, el otro estaría afuera clasificando las raciones que había en el compartimiento de emergencias. Estaban bien entrenados y eso los hacía un buen equipo, incluso sin tener que hablar.

 Sin embargo, no podían comunicarse con nadie. El modulo había sobrevivido casi completo al choque pero los sistemas internos estaban dañados y era imposible repararlos sin herramientas que solo quienes trabajan en la sección de ingeniería podrían tener a la mano. Ellos eran oficiales, por lo tanto no tenían acceso a nada que se pareciera a lo que necesitaban. Además, la comida era escasa. Y como tantas veces en el curso de la humanidad, fue la razón para establecer un enlace.

 Pero no entre ellos y el resto de los sobrevivientes sino solo entre ellos dos, entre dos hombres que desde su experiencia académica se habían considerado no compatibles. No eran solo sus percepciones humanas sino también exámenes hechos por profesionales los que decían que ponerlos a los dos en el mismo espacio sería un peligro potencial. Pero ambos habían jurado mantenerse al margen de problemas personales y enfocarse únicamente en el trabajo.

Así lo habían hecho y sus superiores habían quedado tan satisfechos, que todos los exámenes fueron olvidados y a los oficiales se les dejó seguir en sus puestos como si nada. Pero en esa época iban a la cafetería de la academia, donde servían lo que uno quisiera, cuando uno lo quisiera. En el atolón solo tenían raciones de comida deshidratada, que debían tratar de comer con algo del agua descontaminada, que sabía a rayos después de procesar casi a mano. La primera conversación entre los dos fue una discusión por el tamaño de las raciones. El primer oficial pensaba tener la porción más pequeña.

 Era una discusión absurda, de eso no había dudas, pero cualquier detalle habría bastado para volverlos locos y ese era el que los estaba haciendo pasar por encima de sus limites, de las barreras que se habían puesto entre los dos. Cada una iba cayendo, a medida que se insultaban y empezaban a reclamarse por errores pasados, comenzando por las acciones cometidas en el modulo y terminando por hechos acaecidos en la academia, que a veces el otro ni siquiera recordaba con claridad.

 Pasados unos minutos, la cosa pasó al plano físico. El teniente se aburrió del aire de superioridad que se daba el primer oficial y le lanzó un puño directo a la nariz, que se quebró al instante. El atacado respondió con un gancho igual o más fuerte en el estomago del otro, haciéndolo revolver lo poco que había comido. Los puñetazos fueron y vinieron, incluyendo también patadas y más insultos y recuerdos que nadie más sino ellos tenían en la cabeza. La sangre caía por todas partes, ignorada por ambos.

 Parecía como si no quisieran parar nunca. Toda la rabia que tenían dentro, así no tuviese nada que ver con su relación laboral, había empezado a salir como espuma de un botella. Cada golpe, no importa donde o como, venía de lugares mucho más oscuros que simples envidias o una simple falta de empatía del uno por el otro y viceversa. Había algo más atrapado tras esa furia salvaje que estaban exhibiéndose en esa pequeña franja de tierra, en un planeta inhóspito y virgen.

 Eventualmente, sus cuerpos dejaron de tener energía. Sin embargo, arrodillados sobre el suelo purpura, se miraron el uno al otro con odio, con rabia, con asco y con resentimiento. Todo eso y más salía de sus ojos, como si fuera un arma mortal cargando hasta tener la energía completa para atacar a discreción. Pero ellos no eran armas. No podían luchar para siempre, no tenían la energía para hacerlo. Sin embargo, se levantaron como pudieron y se embistieron una vez más, con la poca fuerza que les quedaba.

 El único daño entonces fue mucho más profundo de los propuesto. Cayeron juntos al suelo, fundidos en una suerte de abrazo incomodo. Sin fuerzas para luchar, lo único que sus cuerpos pudieron hacer fue exhalar y tratar de seguir viviendo.


El abrazo se mantuvo un buen tiempo, hasta que no fue forzado sino natural. Algunas lágrimas surgieron y se evaporaron sin ninguna referencia a ellas. Al otro día, ya más descansados, comenzaron a hablarse. No solo lograron volver con los demás sino que descubrieron mucho más de si mismos, más de lo que creían saber.