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viernes, 16 de octubre de 2015

Después del fuego

   Sin poder hacer nada más que mirar, la familia Martínez mira como su hogar de muchos años es consumido por las llamas. La casa, una humilde residencia ubicada en un barrio igual de antiguo, ha empezado a arder por un fallo eléctrico grave. Lo peor es que la de los Martínez no es la única casa afectada. Pronto el fuego pasa de una a otra y para cuando los bomberos llegan ya es muy tarde. La pintura y lo que hay dentro de las casas ha acelerado el proceso y ya no hay nada que hacer. Salvan la última casa de la calle, bloqueando las llamas con químicos y agua pero la ironía es que allí no vive nadie hace años. Las familias están en la calle, sin poder emitir palabra o si quiera pronunciarse sobre lo que han tenido que vivir. La mayoría se va del lugar pero no todos.

 Al amanecer, cuando la luz del sol empieza a bañar fríamente al barrio, los bomberos terminan su labor y dan por perdidas todas las casas de un lado de la calle excepto la última que solo ha sido afectada por algunas chispas. Tras asegurarse de que todo ya terminó, dejan que miembros de cada familia entre al lugar y busquen, con cuidado, cosas que quieran rescatar, si es que las hay. Los bomberos acompañan a la gente en esta labor y es así que se dan cuenta que la última casa sí fue afectada: todo uno de sus muros fue destruido y dejó un hueco a un lado de la casa. Uno de los bomberos, de los más jóvenes allí, decide acercarse a la casa para echar un vistazo. Al fin y al cabo, piensa él, no hay nadie allí y no vendrá mal ver si otras partes de la casa fueron afectadas.

 Pisando con cuidado, entra directamente a la sala de estar. Sus pasos, por alguna razón, resuenan por todo el espacio. Es como si la casa llevara mucho más tiempo del que parece vacante o como si el sonido rebotara más de la cuenta. Entonces, se da cuenta de que al pisar suena hueco. Así que busca debajo de la alfombra de la sala y se da cuenta que hay una apertura. No hay como halar así que pide a uno de sus compañeros una palanca que usan para abrir tapas de alcantarillas. Con ella rompe un poco el piso peor libera una trampilla y descubre que debajo de la sala hay un deposito, al parecer poco profundo con revistas, casetes, videocasetes, discos compactos, memorias USB y discos duros.

 Los bomberos se miran entre sí porque saben que esto no es algo muy común. Uno de ellos, el que trajo la palanca, decide ir al camión a llamar a la policía. El otro se queda para ver con detenimiento lo que hay allí y entonces se da cuenta de que son las revistas y de que hay fotografías. Todo es prueba de que en esa casa vacía vivía un pedófilo que escondió todo lo que tenía allí. El bombero se pone de pie y decide revisar cuarto por cuarto la casa. En la cocina no hay nada pero está impecable, es el cuarto más lejano al incendio. Sube las escaleras y revisa los cuartos. Parece haber sido una casa familiar y no la de un soltero, al menos juzgando por los muebles.

 Mientras está en la alcoba principal, revisando bajo la cama por más trampillas, se da cuenta de un sonido particular. Parece casi imaginado, como si en verdad viniese de tan lejos que no pudiese haber seguridad de su verosimilitud. El bombero se queda en silencio, mirando para todos lados. Entonces otra vez distingue un sonido pero no puede descifrar que es: un quejido? Un grito? Alguien comiendo? Entonces mira el techo y tiene una idea. Llama por radio a su compañero para que le traiga una escalera. Cuando llega, le cuenta que la policía ha llegado y que están revisando el escondite debajo de la sala. El bombero le pide silencio, se sube a la escalera y de nuevo se queda mirando al techo. Esperando. No pasa nada hasta pasados unos momentos.

 A lo lejos, suenan golpes y otros sonidos que no se logran distinguir. Entonces el bombero empieza a golpear el techo con su puño y a escuchar como suena. Su compañero parece confundido pero no interrumpe el silencio. Lo ayuda a correr la escalera varias veces, tantas que los policías, cuando suben, anuncian que ya están llevándose todo lo que había en el escondite para revisarlo con el mayor detalle. Entonces el joven bombero da otro puñetazo al techo y esta vez cae bastante polvo, haciendo que todos los demás se tapen la cara para evitar quedar cegados. El golpe además, emitió un sonido claro y no sordo como en todos los demás puntos. El otro bombero va en busca de la palanca de nuevo, dándose cuenta que es necesaria.

 Cuando vuelve, la policía ayuda halando y entonces otra trampilla en el techo cede, haciendo caer una nube de polvo y tierra encima de los oficiales y los bomberos. Tosen pesadamente y tratan de quitarse el mugre de encima pero cuando terminan se dan cuenta que el bombero joven ya ha subido y les pide que pidan una ambulancia. Con cuidado y con ayuda de los demás, el bombero baja a dos niños del ático secreto de la casa. El lugar era polvoriento y apenas tenía ventanas, tapiadas parcialmente con tablas y telas. Los niños estaban ahogándose por los gases del incendio y ya estaban desmayados cuando el bombero pudo acceder a ellos.

 Cuando llegó la ambulancia, los vecinos que estaban allí sacando sus cosas no pudieron evitar mirar lo que sucedía. Estaban a punto de cerrar la puerta de la ambulancia cuando el bombero pidió que esperaran y llamó a gritos a los vecinos que estuviesen más cerca. Se acercaron y él les pidió que identificaran a los niños, si les era posible. Una era niña de unos doce años, vestida con un largo camisón rosa y de pelo rizado. El otro era un niño de unos nueve años, también vestido de pijama. No parecían ser hermanos. Ninguno de los vecinos los reconoció así que el bombero dejó ir la ambulancia y volvió a la casa.

 Había ya tres oficiales de policía en el ático y otros dos sacando en bolsas plásticas lo que había debajo de la sala. Ya el hueco estaba vacío cuando el joven bombero pasó de camino al piso superior. Allí vio bajar del ático a uno de los policías, que parecía más afectado que nadie. No se dijeron nada ente sí pero se comprendieron cuando se cruzaron. El bombero subió la escalera y quedó cegado por un momento por los flashes de las cámaras que la policía usaba para registrarlo todo. No habían movido nada pero revisaban cada esquina. Entonces el joven les preguntó qué habían encontrado y ellos respondieron que el sitio había sido por mucho tiempo la celda de esos niños. Había excrementos en un balde y orina en el otro. No había comida ni mantas para dormir.

 El bombero se acercó a una de las pequeñas ventanas y miró al exterior. La verdad era que desde allí no se podía ver mucho y sin embargo quién había tenido a esos niños atrapados, los había privado de la luz del sol. Por la poca tela y tabla que había en el piso, se podía deducir que los niños habían tratado de quitarlo todo pero sus fuerzas habían disminuido muy rápidamente. Los policías anunciaron que en camino venía un equipo experto en revisión de escenas de crímenes. Ellos tomarían huellas y revisarían todo con mucho más cuidado para que se pudiese saber con quién estaban tratando en este caso. El bombero decidió entonces bajar para recibir a ese equipo de expertos.

 Pero en la sala no estaban ellos sino uno de los vecinos. Era una mujer algo delgada, que tenía las manos y la cara con varias manchas de hollín. Era obvio que había estado revisando su casa en busca de cosas que rescatar. La mujer le preguntó al bombero si era cierto lo que decían los vecinos, que en esa casa habían encontrado unos niños casi muertos y otras cosas que ni siquiera pudo describir. El bombero asintió. Pero ella no pareció asustada o sorprendida. Fue casi como un alivio para ella ver ese gesto. Le dijo al bombero que siempre había sabido que había algo raro con esa casa y con sus propietarios.

 Eran una pareja de esposos, o eso habían dicho, que se había mudado al barrio hacía unos dos años. Lo habían dejado todo atrás hacía unos seis meses, anunciando a algunos que habían ganado un viaje a Europa y que se iban a disfrutarlo. Pero nunca volvieron y nadie pensó mucho en ellos hasta ahora. Siempre habían sido sociables pero tal vez demasiado, pues para la mujer cubierta de hollín, la gente normal siempre tiene secretos y no se abre al completo ante extraños. Le dijo los nombres que ella conocía de la pareja y le pidió al bombero que hiciesen todo lo posible por encontrarlos y hacerlos pagar por lo que habían hecho. La mujer se alejó y el bombero quedó allí, sorprendido y consternado.


 Pasado algún tiempo se descubrió que los nombres que el barrio había conocido eran falsos y que nadie sabía donde estaba esa pareja. Se habían ido hace tanto que era difícil seguirlos, incluso con retratos hablados y demás. Nunca se encontraron fotos de ellos. En cuanto a los niños, fue una situación más pública y traumática. El niño murió pues su cuerpo no pudo aguantar los gases. La niña sobrevivió pero tuvo una recuperación difícil. La gente la ayudó a seguir adelante pero tuvo un episodio y quedó sin poder hablar. El bombero, por su parte, convirtió ese caso en el centro de su vida y le dedicó todo el tiempo que pudo, tanto que decidió convertirse en detective de policía, algo que la comunidad agradecería por muchos años.

viernes, 20 de marzo de 2015

Un botánico en Borneo

   Podrá no parecer algo muy apasionante pero el mundo de las plantas es simplemente maravilloso. Hay tantas especies, tan variadas con brillantes colores y extraños comportamientos, que es imposible no enamorarse de alguna de ellas. Eso, al menos, era lo que pensaba Martín Jones, hijo de un renombrado naturalista británico y de una aguerrida luchadora por los derechos de los animales. Naturalmente, al conocerse sus padres, se habían enamorado al instante pero les tomó algún tiempo tener hijos. De hecho, Martín era el único.

 Había terminado hacía poco la carrera de biología y ahora estaba especializándose en botánica en Londres, desde donde había salido de viaje con un grupo de naturalistas de la universidad a la jungla de Borneo. Indonesia es el corazón de aquellos que aman las plantas. Martín quería conocer en persona un aro gigante, a veces llamadas flores cadáver por su asqueroso olor.  Estaba tan entusiasmado que en el avión hacia Jakarta solo leyó y releyó su libro sobre el tema y no dejó de acosar a todos los demás con todos los detalles de cada planta extraña que pensaba documentar. Además, quien sabe, podría descubrir alguna nueva especie.

 Ese era su sueño desde el comienzo. Hacer un aporte a la ciencia que lo pusiera en el mapa de los botánicos más destacados junto a muchos de sus ídolos y, por supuesto, junto a sus padres. Ellos todavía se dedicaban a amar la naturaleza, viajando por todo el mundo dando conferencias, trabajando para la televisión pública e incluso colaborando con documentalistas para diversos proyectos relacionado a la naturaleza. Mientras su hijo llegaba a Banjarmasin, ellos estaban en la tundra canadiense.

 Martín no tenía a nadie más sino a sus padres. De resto, solo tenía una tenía en Estados Unidos y otra en Japón. Su único tío había muerto en un accidente automovilístico y no había tenido hermanos. Tenía primos pero jamás los había visto y sus abuelos, por ambos padres, estaban muertos hacía ya buen tiempo aunque su padre siempre le contaba historias de su abuela paterna, una mujer que tejía su propia ropa, cazaba su comida y había vivido casi toda su vida como una pionera en el desierto de Mojave.

 Más que nada, lo que Martín quería era tener una vida igual que la de sus padres o que las de sus ídolos en el mundo de la ciencia. Todos hablaban de grandes aventuras y descubrimientos, de tantos tipos de vivencias que era difícil no querer lo mismo. Quería ser igual que todos ellos e incluso mejor, dejando una huella imborrable en la botánica. Este era su primer viaje serio, después de varias expediciones por su cuenta con la única compañía de Maxwell, un perro ovejero que había estado con él por muchos años. Pero el animal ya no estaba y debía afrontar este viaje como un profesional.

 Después de un largo y doloroso viaje por carretera, llegaron al borde de la selva donde fueron atendidos con amabilidad por una tribu que tenía su asentamiento a algunos metros de los primeros grandes árboles de la selva impenetrable. Como ya era tarde, Martín solo pudo oler la selva y para él fue suficiente para aguantar hasta el día siguiente. Comió la cena ofrecida por los indígenas y se acostó rápidamente, pensando en levantarse temprano para tener el mejor primer día posible.

 De hecho, fue su compañero quien lo levantó. Al parecer, Martín estaba más cansado de lo que había pensado y se les había hecho algo tarde. Por lo que pudo ver mientras se cambiaba, estaba lloviendo ligeramente pero no había nada de viento.  Cuando estuvieron todos listos, siguieron a uno de los guías locales y empezaron la larga caminata del día. Como habían comenzado tarde, iban a volver pasado el atardecer así que no podían demorarse más de lo necesario. Pasados los primeros minutos, varios de los científicos pudieron ver varias de las criaturas, sobre todo insectos así como árboles inmensos y flores hermosas. Martín apretaba tan fuerte el obturador de su cámara que se arriesgaba a fracturarse un dedo.

 Pero no importaba nada porque estaba en su elemento. O al menos lo estuvo hasta que, por estar tomando fotos al borde de una cañada, resbaló sobre una roca cubierta de musgo y se torció un tobillo. Trató de hacerse el valiente y lo primero que hizo fue revisar la cámara que no tenía ni un solo rasguño. En cambió él tenía la pierna sangrando porque se había cortado con una piedra afilada y, además, no podía caminar. El dolor era demasiado. Se disculpó con sus compañeros pero ellos le dijeron que era algo que solía pasar. El grupo decidió regresar, cuando no pasaba de la una de la tarde.

 Mientras una de las mujeres de la tribu atendía a Martín, los demás se dedicaron a clasificar su trabajo y a planear el día siguiente, que de paso iban a iniciar al as cuatro de la mañana para evitar perder tiempo. El joven botánico les prometió acompañarlos y, en efecto, fue el primero en levantarse al día siguiente. Pero no hubo manera de que los acompañara porque su tobillo se había hinchado y el dolor era peor que el día anterior. El grupo lo dejó con la tribu y Martín se sintió el fracaso más grande del mundo por no poder acompañarlos.

 Les había arruinado el primer día y no quería hacer lo mismo el segundo. Por eso no protestó pero se odió a si mismo por no poder hacer nada. Eran dos semanas en Borneo y cada día era esencial para clasificar y documentar pero como lo iba a hacer si no podía ni caminar. Uno de los hombres indígenas, que hablaba algo de inglés, le explicó que venía un médico en camino para atenderlo. Martín no quería pero sabía que no podía negarse, no estando tan lejos. Sabía que era un esfuerzo para el médico ir hasta allí y no quería hacer que alguien más perdiese su tiempo por su culpa.

 El médico llegó justo después del almuerzo. Lo revisó brevemente, le puso una inyección y le pidió dos días completos de descanso. Martín le dijo que necesitaba salir de expedición al día siguiente pero el médico le dijo que eso solo empeoraría su tobillo. Tenía que descansar y moverse lo menos posible. Cuando el grupo llegó pasada la tarde, todos muy contentos, Martín no quiso hablar con ninguno de ellos. Ronald trató de hablar con él pero el joven botánico se hizo el dormido. No quería ver en sus caras la alegría del día, no cuando los envidiaba tanto.

 Al día siguiente, el grupo se fue de nuevo. Martín solo se dio cuenta horas después, cuando se despertó. Decidió bañarse, cosa que no había hecho desde el día que había salido de casa. La mujer indígena que lo había ayudado antes le hacía señas para que no se moviera mucho pero el solo le sonreía y hacia señas de que todo iba a estar bien. La mujer le prestó una sillita de plástico y le mostró un sitio, detrás de las casas, donde podía bañarse con tres baldes llenos de agua que le trajo sin mayor dificultad. Él se lo agradeció y esperó a que estuviera lejos para quitarse la ropa.

 Siempre teniendo cuidado de su pie, se sentó sobre la sillita de plástico y se echó encima el primer baldado de agua. Estaba fría pero apenas para el calor que hacía tan temprano en cercanías de la selva. Mientras sacaba del pantalón un jabón pequeño que había traído de casa, notó los sonidos que salían de los altos árboles cercanos. Casi se cae de la sillita cuando, mientras se echaba jabón por las piernas, un animalito pequeño, parecido a un mono, salió de entre los árboles. Parecía buscar algo por el suelo. Martín se echó agua con cuidado para no asustarlo pero la criatura se volvió hacia él y lo miró un buen rato hasta que se cansó y se fue.

 Martín sonrió ante el particular evento. Se puso de pie como pudo, utilizó el jabón en sus partes intimas y en el resto del cuerpo y, cuando se dispuso a vaciar el último balde sobre su cabeza, vio que el animalito había vuelto con otros dos. Todos lo miraron a él y luego se dedicaron a husmear el suelo. Martín recordó algo y despacio se agachó a buscar en su bermuda a ver si lo que quería estaba allí. En efecto, había guardado una de sus cámaras desechables en uno de los muchos bolsillos. La sacó con cuidado y se sentó en la sillita de plástico.

 Los animalitos ni se inmutaron de los movimientos que hacía Martín y solo se dedicaron a buscar por el suelo. Uno de ellos por fin encontró una semilla y se la comió. Parecieron acelerar el paso a raíz de esto. Menos mal, la cámara no tenía flash. El acercamiento que se podía hacer no era el mejor pero los animalitos se veían. Martín les tomó varias fotos hasta que los animales lo notaron y uno de ellos se le acercó. Le tomó fotos estando a apenas dos metros. De repente, voltearon a mirar a la selva como si hubieran escuchado algo, que Martín no había oído. Al rato, penetraron la selva y no volvieron más.


 Martín estaba muy contento y solo se puso su bermuda para volver adonde la mujer y devolverle los baldes y la sillita. Quiso preguntarle si conocía a los animalitos pero ella no hablaba su idioma. Les contó a sus compañeros cuando volvieron, como una anécdota interesante y cómica pero ninguno de ellos río, de hecho un par lo miraron sombríamente. Al parecer, esos dos habían venido buscando a dichos animalitos, antes avistados pero nunca documentados con propiedad. Resultaba que Martín había hecho un descubrimiento científico y ni se había dado cuenta. Y por mucho tiempo, sus colegas se burlaron porque lo había hecho desnudo y mojado.

miércoles, 4 de febrero de 2015

Misterio en Tritón

-       Sobrevivientes?
-       No detectamos ninguno, señor.

 El general se removió en su silla, esperando imágenes de la superficie de Tritón. Habían bombardeado una pequeña zona con una bomba de hidrogeno. Habían revisado cada posibilidad, cada pequeño detalle que podría haber ido mal, cada razón por la cual violar el acuerdo interestelar era lo correcto. Pero había tenido que hacerse. Era la única manera de que el mal oculto en la luna no saliera nunca de allí.

 Todo había empezado hacía apenas un mes. La base Allegra cumplía su primer año de operación y los mil colonos lo celebraron por lo grande, con nubes de colores por todos lados y la mejor comida que podía importar de los invernaderos de Titán, en Saturno. Todo había sido fiesta y alegría así como esperanza por la exploración espacial. Pero no todos estaban celebrando ni contentos. Había una persona que no se había unido a los festejos.

 Manuel Liu había nacido hace 34 años en Luna, en la base Clavius. Nunca había visitado la Tierra pero había aprendido mucho sobre ella y su historia y si había algo que le fascinara era la época de los grandes descubrimientos de la humanidad. Tantos experimentos y nuevas máquinas y tecnologías rudimentarias que cambiarían la cara de la humanidad por siglos y siglos. Desde ese momento, Manuel supo que quería ser igual que Da Vinci o Newton, quería descubrir y ser admirado por su inteligencia.

 Estudió ingeniería aeroespacial y estaba comprometido a hacer lo mismo que habían hecho los grandes pero en el espacio. Creía que era posible sacar al ser humano del sistema solar y conectarlo con las posibles civilizaciones que existían en otros sistemas en nuestra propia galaxia. Su tesis planteaba la creación de un nuevo motor basado en física cuántica. Sorprendió tanto a sus profesores como a las grandes mentes del momento y, sin tener si quiera que mover un dedo, fue contratado por la Asociación Internacional para el Espacia (AIE).

 Esta organización era la encargada de las colonias y de la exploración y querían que Manuel les ayudase a mejorar sus posibilidades en los diferentes mundos donde había bases humanas así como romper la barrera de la exploración espacial y viajar mucho más allá de la heliopausa, hasta donde habían llegado pocos. El chico solo tenía 24 años en ese entonces y aceptó cada reto con gallardía y esperanza. Estaba a un paso de convertirse en quien siempre había querido ser.

 Pero el sueño se vio frustrado una y otra vez. Su primer motor construido explotó y destruyó un modelo bastante caro de nave espacial. La AIE tuvo que hacer toda clases de maromas financieras para no ser demandada y para no perder los fondos que tantos inversionistas privados les habían proporcionado. Manuel fue puesto a prueba y no lo dejaron seguir con sus diseños hasta que fueran probados varias veces. Mientras tanto, fue reubicado un poco por todas partes.

 Algo importante a saber sobre él era que Manuel no tenía familia. Su madre, su padre y una hermana había muerto en el desastre del Moon, un transbordador espacial que se suponía haría el viaje entre la Tierra y la Luna en un tiempo record. Manuel sobrevivió al desastre por un milagro. Iba a ser su primer visita a la Tierra. Muchas de las personas que lo conocían creían que esa era la verdadera razón por la cual nunca más se había planteado visitar el planeta.

 Pero ahora ya no tendría que planteárselo nunca. Viajó de base en base, de planeta a planetoide y de ahí a cualquier luna donde estuvieran estableciendo una base. Cuando por fin le daban otra oportunidad de probar su valía, siempre salía algo mal  o, aún peor, las cosas salían bien pero nadie lo premiaba por ello. Cuando fue reubicado a Allegra en Tritón, decidió renunciar a la AIE. Ellos se indignaron y juraban no entender sus razones pero él les dejó claro que ellos jamás lo dejarían avanzar y les dijo que le apenaba que semejante organización estuviera a cargo de la exploración espacial.

 En Allegra, Manuel se casó y tuvo un hijo. Fue feliz, de eso no había duda, pero todavía quería cumplir su sueño. Se negaba a dejar perder su intelecto que, para él, era lo único que tenía. Para él era simplemente imposible dejar de pensar, dejar de estar obsesionado con llegar más allá de lo que cualquier otro ser humano había llegado. Su esposa sabía de esto y solo lo apoyaba. Sabía que no era un hombre hecho para arreglar la ventilación y los sistemas de soporte vital de una base espacial.

 Fue así que Manuel empezó, desde el momento en que salió de AIE, a hacer nuevos diseños. Ya no pensaba en los motores únicamente de las naves sino en toda la nave como tal. Diseñaría un aparato que pudiera viajar, con eficiencia, a través del espacio. Tomaría mucho menos tiempo entre planetas y podría plantearse el salir del sistema y explorar. Los diseños estuvieron listos después de dos años pero entonces se le planteó otro problema: como construir semejante máquina.

 Era imposible que él mismo la construyera. Le tomaría décadas y no tenía ni los materiales, ni la mano de obra. Además era una misión demasiado grande para hacerla por si solo. Tenía que encontrar alguien que estuviera dispuesto a arriesgar su capital, como no lo habían hecho ciertos inversionistas en sus proyectos en la AIE. Pensó en buscar algunos de esos pero sabía que no aceptarían. Un buen día, casi un año antes del aniversario de la Allegra, Manuel viajó a Luna para reunirse con varios empresarios.

 Pero no tuvo éxito con ninguno de ellos. Les daba miedo, pensaba él. Estaban aterrorizados, como siempre lo había estado la humanidad, de hacer algo que los llevara más allá de los limites hacía tanto tiempo impuestos. Entonces decidió hacer un tour de regresó a Tritón, viajando por varias lunas en las que empresas interespaciales tenían diversos tipos de intereses. Viajó por semanas a diversos lugares: Ceres, Marte, Europa, Ganimedes, Calisto y Titán. Fue allí, cerca de Saturno y ya dispuesto a volver a casa que oyen de William Dagombe.

 Dagombe era el nombre también de su compañía, una minera que operaba en el infierno conocido como Venus. Los científicos habían logrado hacer del planeta algo menos violento pero seguía siendo un reto que los mineros habían asumido. Se extraían toneladas de minerales, a precios risibles comparados con los de la Tierra o Marte. Y allí se dirigió Manuel. El señor Dagombe se interesó de inmediato por su proyecto pero le dijo que necesitaba algo a cambio. Manuel aceptó y así cerraron el trato.

 La nave Zeus estaba siendo construida en la orbita de Venus y Manuel casi había olvidado su trato cuando, a Allegra, empezaron a llegar maletines de Dagombe. En una semana fueron hasta diez. Siempre venía con ellos una carta en la que le pedían guardar las maletas y nunca abrirlas. Solo guardarlas hasta que las necesitaran de vuelta. Manuel las guardó en un deposito y no pens en ellas﷽osito y no pensardarlas hasta que las necesitaran de vuelta. Manuel las guard¡emana fueron hasta diez. Siempre venas pó más en ellas.

 Esto fue hasta la celebración de los cinco años de Allegra. En el festejo, nadie se dio cuenta de que Manuel no estaba. Le habían llegado reportes de la Zeus y se había dado cuenta que algo estaba mal. La construcción no avanzaba. Trató de contactar a Dagombe pero era como si hubiera desaparecido. Manuel se sentía morir; su proyecto más grande parecía ser una ilusión y no tenía como seguir con él.

 Pero eso ya no fue importante porque alguien más no estaba en los festejos. El hijo de Manuel, un niño de cuatro años, se había separado de su madre para buscar a su padre. Pero no había llegado a la oficina de Manuel sino al cuarto de los maletines. Y entonces, con la curiosidad característica de un niño, abrió uno de los maletines. Y eso fue suficiente. El niño salió de allí pero a los pocos metros cayó muerto en un pasillo. La madre lo encontró y ella también murió a las pocas horas. Para cuando la asistencia llegó desde Titán, ya era muy tarde.

 Nunca nadie supo que era exactamente. Algunos pensaban que era un químico especialmente mortal, otros pensaban que era un arma biológica especialmente creada para algún propósito siniestro. Los equipos que bajaron y socorrieron a los residentes de Allegra, murieron también. Y fue así que el general decidió bombardear una ciudad que ya estaba muerta, condenada a ser una zona en cuarentena por siempre.


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 Dagombe nunca fue culpado de nada ya que nunca hubo un contrato real entre él y Manuel Liu. La Zeus fue construida pero muchos años después y la minera se adjudicó su diseño y creación. La barrera de la heliopausa fue rota años después. Y a pesar de todo Tritón siguió siendo una zona cerrada puesto que el virus no se había desecho con el bombardeo. De hecho, parecía no tener límites y eso asustaba a cualquiera. ´n﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽mbi pasillo. La madre lo encontre.

domingo, 19 de octubre de 2014

Ricardo Villamil

La leyenda cuenta que Ricardo Villamil fue uno de los miles de hijos de españoles con indigenas. Aunque lo poco común era que su padre era indígena y su madre española. El padre había sido el jefe de su tribu y la mujer era hija de un comerciante de especias, más que todo exportando clavo y canela.

Pero este no era el aspecto que todos recordaban de Ricardo. La historia que todos conocían, y algunos todavía recuerdan, es la de su expedición al interior del país, en ese tiempo poco explorado, con uno que otro asentamiento, casi siempre un caserío de mala muerte.

La idea de Ricardo era aumentar el poder de la empresa que iba a heredar de su abuelo. Siendo su único descendiente, no podía negarse a dejarle hasta el último centavo y cada papel con su firma para que la empresa siguiera existiendo. Conociendo al viejo avaro que era su abuelo, sabía que nunca sería capaz de dejar derrumbar su imperio, que él mismo había heredado de sus ascendientes.

Ricardo había llegado en cuestión de dos semanas, casi un record en la época, al borde de la llanura, donde empezaba la jungla espesa y los mitos más locos sobre la tierra desconocida. Eso, francamente, no le interesaba. En el camino fue formando su equipo hasta encontrar 20 hombres dispuestos a adentrarse con él en la selva.

También viajaba con ellos una cocinera negra, que él conocía hacía años. La había convencido diciéndole que todos dependerían de ella para comer comida real y no porquerías de la selva. La idea del viaje no le importaba, solo nutrir a los demás.

Y así llegaron al borde de la selva y se abastecieron de comida, armas y demás cosas que pudieran necesitar. Se hicieron al río en una gran embarcación y siguieron el curso fluvial por kilómetros y kilómetros.

Para Ricardo este tramo del viaje fue el más tedioso ya que tenía que esperar y esperar. No había nada más que hacer sino repasar planos pasados, informes de tribus autóctonas y avisos de exploradores y otros personajes que frecuentaban la selva para conseguir comida.

Ya conocía de memoria las leyendas: una mujer que buscaba a sus niños matando hombres perdidos, el hombre que era jaguar o caimán o un oso y, por supuesto, la gran ciudad pérdida que muchos decían que existía pero que nadie vivo podía decir que había visitado.

En la travesía por el río pararon algunas veces, recolectando frutas, hierbas y cortezas de árboles. Todo podía servir. La idea era volver con todo a la costa y allí ver que se podía hacer con cada material. Al fin y al cabo allí estaban los equipos científicos necesarios para saber de que estaban hechos los materiales.

En el bote tenía una cabina para él solo y allí un cofre donde guardaba todo. Ya ansiaba volver, a pesar de no haber llegado al lugar donde muchos reclamaban haber visto poderosos animales y plantas exóticas. Extrañaba a sus padres, que ahora tenían el peso de la empresa encima.

A veces pensaba que los tiempos estaban cambiando y su familia era ahora menos discriminada pero sabía que el mundo no era así, era cruel y duro. Lo había notado cuando había cortejado a una joven dama hija de comerciantes de pieles. Ella misma le dijo que no podía dejar que la vieran con él.

Y así ocurrió con otras más hasta que se cansó y decidió montar la expedición. Era un viaje necesario para el negocio, pero también era una oportunidad perfecta para escapar de todo un tiempo, ver otros espacios, y encontrarse un poco en un mundo que no estaba hecho para él.

Un buen día desde el bote pudieron ver montañas, más bien montes por su altura, y tenían formas extrañas. Eran mucho más altas que la planicie de la selva y era planas por encima. Algunas tenían los costados en pendiente brusca y otros eran más suaves.

Unos pocos se quedaron para resguardar el bote, entre ellos la cocinera que dijo que no le interesaba ir a escalar pero que le trajeran carne roja para las comidas de los próximos días.

Ricardo se armó con un fusil y varias bolsas de piel de panza de oveja, ideales para guardar las preciosas plantas que encontraría. Dejaron las colinas para el último día y se dedicaron a buscar por entre los montes y las cuevas. Encontraron bastantes animales salvajes que, después del primer día, se mantuvieron al margen de los extraños.

En el tercer día encontraron las ruinas de lo que parecía un pueblo o un asentamiento. Habían círculos de rocas, claramente las bases de casas. Había también un rectángulo gigante de piedras y, a un lado del pueblo, varios montículos con piedras alargadas clavadas encima. Todas tenían caras talladas, cada una diferente a la otra.

Ricardo y otros calcaron los rostros e hicieron dibujos. Esto les tomó demasiado tiempo por lo que tuvieron que acampar esa noche allí. Ricardo no podía dormir. Se sentó sobre su cobija y escuchó la jungla: ruidos de monos, un rugido en la lejanía y, entonces, una canción. La escuchó por varios minutos hasta que la aprendió.

Al otro día le preguntó a la cocinera que hacía cantando en la noche y ella le dijo que jamás cantaba, no desde la muerte de su hijo. Además, había dormido desde temprano. Ricardo se extrañó pero no prosiguió la conversación. Era el penúltimo día y decidieron explorar una cueva grande que habían visto.

Los hombres entraron primero y espantaron a los murciélagos. La cueva brillaba en la oscuridad y no había mucho más que ver hasta que se adentraron en la roca y encontraron un recinto que parecía natural y, a la vez, se notaba la presencia humana. Había dibujos por todos lados y más piedras con caras. En la roca había hoyos, seguramente para antorchas o algún tipo de fuego.

Y allí escuchó de nuevo la canción. No sabía de donde provenía pero la voz era femenina, sin duda. Cuando le preguntó a los demás si escuchaban la canción, le dijeron que no sabían de que estaba hablando.

El último día subieron a uno de los montes. Escalaron con dificultad, casi cayendo al vacío varias veces. Pero había dos hombres experimentados y ayudaron al resto. Solo ocho subieron y exploraron uno de los montes. La vista era hermosa: la selva parecía una enorme alfombra de la que solo sobresalían montes como en el que estaban ahora y otras formaciones más oscuras, a lo lejos.

Y entonces uno de los hombres gritó y todos fueron con él. Había encontrado otro circulo de rocas con caras y, en el centro, había un montículo de tierra: era un entierro. Lo más extraño es que este entierro tenía una lapida y la inscripción estaba en números y alfabeto romanos. La enterrada era una mujer, europea por el nombre, muerta hacía unos cien años. Imposible, parecía.

Entonces se escuchó la alarma del barco que consistía en golpear un plato de metal. Algo malo ocurría. Ricardo supo entonces que no regresaría pronto a su hogar.