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lunes, 12 de septiembre de 2016

Dos hombres se casan

   Ese día de septiembre quedó para siempre marcado como el día en el que nos dimos cuenta que las cosas nunca volverían a ser como siempre. No solo era el hecho de casarnos, sino que todo pareciera ser una serie de saltos de vallas en una carrera que no sabíamos cuando iba a terminar. Al fin y al cabo, éramos dos hombres haciendo algo que todavía muchas personas consideraban anormal o incorrecto. Fue increíble ver, cuando llegué a la notaría, como había personas que nunca había conocido, con pancartas y letreros con letras grandes y coloridas insultándonos. Al comienzo fue como que no quería darme cuenta de lo que pasaba. Estaba muy estresado por todo y no quería agregar algo más a la carga pero fue imposible evitar mirarlos.

 Tenían tanto odio en sus ojos. Era como si de verdad les hubiésemos hecho algo imperdonable, como si nos hubiésemos metido de verdad con ellos, con sus familias o algo por el estilo. No quisiera repetir lo que leí en esas pancartas porque eran más que todo palabras de odio y resentimiento pero lo que sí recuerdo es que todos los músculos del cuerpo se me tensaron de una manera tremenda. Sentí además que la sangre que me recorría el cuerpo empezaba a ser bombeada con mayor celeridad, tanto así que el sonido en mis oídos era abrumador. Todo eso pasó en apenas segundos pero yo sentí que fue eterno, el recorrido entre bajarme del carro y entrar en la pequeña notaría donde la calma que reinaba era tan grande que chocaba de gran manera con lo que ocurría afuera.

 Esperé con mi familia y la suya por unos minutos hasta que llegó. Se disculpó conmigo y estuvo a punto de darme un beso pero se detuvo al darse cuenta de que sería un poco extraño besarnos antes de hacer todo el protocolo. Algo de tradicional había que haber, así a nosotros la tradición no nos respetase mucho. Era por hacerlo más divertido, incluso ignorando el hecho de que habíamos vivido juntos por los últimos dos años y ya no había mucho que el uno no conociera del otro. No me avergüenzo al decir que seguramente éramos una pareja mucho más establecida que las de los protestantes afuera.

 Él no mencionó nada al respecto y yo tampoco. La firma de los papeles y todo el asunto no se demoró nada. Eso era lo malo de tener un matrimonio civil, que no había mucho de romántico en su ejecución. Igual no queríamos nada muy inclinado hacia lo tradicional y preferíamos celebrar nuestra unión con nuestros amigos y familiares, más que nada. Cuando salimos del lugar no había nadie, ninguna pancarta ni nada por el estilo. Nos fuimos subiendo a los carros para dirigirnos al salón que habíamos alquilado para la fiesta. No era nada grande pero quedaba en un lugar muy bonito, en un piso alto para que la gente disfrutara la vista. Menos mal habíamos podido gastar algo de dinero en ello para que no solo nosotros lo pasáramos bien. Era como un regalo por el apoyo recibido.

 Otra valla que saltamos fue el hecho de tener que manejar todo lo referente a nuestras posesiones y los seguros y todas esas cosas de las que a nadie le gustaba hablar. Estuvimos de acuerdo que cada uno se quedara con lo suyo, como siempre. No tenía sentido ponernos a combinarlo todo. Sin embargo, abrimos una cuenta juntos para lo que llamamos “gastos del hogar” pues nuestra idea era poder, antes que nada, mudarnos a un apartamento propio. Y después, amoblarlo a nuestro gusto y con el dinero que hubiese en esa cuenta ir pagando los servicios para ese espacio y todo lo demás. Creo que nos demoramos más de un año solo para tener dinero suficiente para lo primero.

 El nuevo espacio, aunque no fue un cambio inmediato, sí que fue un cambio importante. Antes habíamos vivido en el apartamento en el que yo había vivido en alquiler desde hacía varios años. Era un sitio más bien pequeño, diseñado para ser el solitario hogar de un estudiante o soltero empedernido. Como pareja, resultaba un espacio mucho más pequeño y era complicado compartir los espacios que había para guardar cosas como la ropa y diferentes artículos que va uno acumulando a lo largo de la vida. Y como él había sido el que había llegado allí, siempre sentí que lo ponía triste tener que poner sus cosas en un rincón y no poder tener un espacio verdadero. Por eso trabajé tanto por el nuevo apartamento, por todo en ese momento: por él.

 El lugar es hermoso. Es al menos el doble de grande que nuestro apartamento de soltero anterior y está ubicado en un barrio mucho mejor. Incluso está a media distancia entre mi trabajo y el de él, así que todo queda perfecto. Lo mejor es que hay cajones y armarios casi por todos lados, así que antes de mudarnos ya lo teníamos todo repartido, meticulosamente pensado. Él era mucho más caótico que yo pero siempre le gustó que yo tuviera esa vena del orden, una obsesión que hubiese no podido ser muy sana pero que para casos como una mudanza era algo ideal. No nos pasó como a otros que se mudan por días. Para las dos de la mañana siguiente al día de mudarnos, ya todo estaba en su lugar.

 La cantidad de recuerdos que tiene el apartamento es increíble. En el otro creamos una buena cantidad también pero aquí están todos esos que tenemos juntos, de verdad juntos, y creo que eso es muy importante. Uno de esos recuerdos fue  el hecho de construir, poco a poco, una relación más estable con las familias del otro. La verdad era que él a mi familia la conocía muy bien, pues solíamos pasar el domingo con ellos. No todos los domingos pero al menos dos de cada mes. En cambio con su familia casi no hacíamos nada y la verdad yo me sentía culpable. Eso al menos hasta que él me dijo que si así era, por algo sería.

 Esa fue otra prueba larga a superar. Su familia había asistido a la firma del acta matrimonial y habían comido y bebido en la fiesta, pero eso no quería decir mucho más que habían cumplido con las formalidades de rigor. La verdad era, y yo lo sabía bien, que su familia nunca me había querido mucho que digamos. Sobre todo su madre, una mujer que siempre había ideado las vidas de sus ojos de cierta manera, era reacia a crear un lazo conmigo más allá de los formalismos de siempre. Al comienzo yo nunca le puse mucho cuidado al tema, no hasta que nos pasamos al apartamento nuevo y él mismo me dijo que quería arreglar su relación son sus padres. Sentía que ellos habían hecho algo importante al participar nuestro matrimonio y quería corresponderles.

 Por eso los invitamos varias veces. Nunca pensé que siempre nos rechazarían, dando siempre una excusa diferente. En un momento, pensé que de verdad eran excusas reales y le pedí a él que dejara de insistir con el tema. Le dije que seguramente ellos mismos vendrían un día sin avisar y ya, así nos visitarían. Pero él me dijo que ellos nunca harían eso, no con lo rígidos que eran sobre todo. Al fin de todo su madre colaboraba con los eventos de la iglesia del barrio y su padre era tan clásico que cumplía casi todos los estereotipos relacionados con los hombres nacidos en los años anteriores a la revolución sexual.

 Al fin, un día, vinieron. Cabe decir que fue porque nosotros organizamos el cumpleaños del único nieto que ellos tenían, hijo del hermano mayor de la familia. Sin duda fue todo mucho más tenso que el día del matrimonio. A pesar de que yo mismo había cocinado y horneado y arreglado la casa como un lunático, ellos no agradecieron nada de la comida y parecieron más bien apáticos cuando, al despedirse, dijeron que todo había estado muy rico. En otras palabras, no les creí nada. No todo puede ser perfecto y eso le dije a él después, cuando se fueron y yo lavé y limpié todo. No podía esperar que cambiaran de la noche a la mañana.


 La verdad es que ellos siguen siendo iguales. Los que se han acercado han sido sus hermanos y mi familia nos sorprende con visitas cada tanto, aunque no lo suficiente como para él se ponga nervioso. No le gustan las visitas sin anunciarse y sé que no dice nada porque son mis familiares. Pero así son ellos. El caso es que, al final del día, podemos quitarnos la ropa de batalla y meternos a la cama. Y allí nos abrazamos y nos besamos y dormimos juntos como nunca habíamos dormido antes. A pesar de las dificultades, de los tropiezos y de los baches en el camino, sabemos que nos tenemos el uno al otro. Y no pensamos jamás en cuando alguno falte porque eso no es algo que nuestras mentes puedan procesar. Preferimos disfrutar de nuestra felicidad, que es sorprendente y hermosa.

lunes, 5 de septiembre de 2016

La vida de un vendedor

   Estaba ya harto de hacer paradas cada que cruzaba una calle pero era imposible no hacerlo con semejante calor: el sol brillaba con fuerza en lo alto, en el cielo azul sin que ninguna nube lo tapara. El cielo estaba completamente limpio. El sol era tan brillante que la cantidad de gente en la calle era poca. Se había alertado en la televisión que la cantidad de rayos ultravioletas era muy alta para personas de piel sensible e incluso lo que tenían la piel fuerte debían abstenerse de salir a la calle por su propia seguridad.

 Por eso, aunque era verano, la gente trataba de no salir en la mitad de la tarde. Obviamente, había muchas personas a las que les daba lo mismo lo que pudiese pasar y se arriesgaban de manera tonta. Así era lo que había pasado con Jaime, el que tenía que parar en cada cuadra para ponerse a salvo debajo de alguna parte que lo protegiera del calor. Lo hacía más por necesidad que por nada más pues debían seguir tratando de vender para subsistir.

 Trabajaba como vendedor puerta a puerta, yendo de arriba abajo con un maletín ya un poco viejo donde cargaba las revistas más recientes y se informaba al detalle de los últimos cambios en cuanto al clima con su celular. Esa era la razón por la que era común verlo corriendo para resguardarse del calor.

 La gente que conocía en su trabajo era toda demasiado distinta y cada quien con sus particularidades. Si le preguntaban si tenían clientes que pudiesen llamarse normales, diría que de esos no tenía pues había que ser bastante excéntrico para hacer compras solamente por catalogo, a través de una persona a la que se le paga por el servicio. Sin embargo, había muchos a los que ese sistema les había salvado la vida pues no podían salir a la calle y necesitaban que alguien los ayudara.

 Su trabajo era agotador, no solo por el hecho de ir caminando por todos lados o pro el calor de la temporada, sino porque en toda la semana tenía que subdividir su recorridos y cada día iba a una zona diferente de la ciudad. Esto lo hacía para poder llegar a la mayoría de sus clientes lo más pronto posible. Antes de partir a trabajar, planeaba con cuidado sus caminatas para optimizar el recorrido lo más posible.

 Antes, cuando había empezado, había tenido la mala idea de ponerse traje con corbata y zapatos gruesos. Y el traje solía ser de un material que no respiraba nada. Eso era porque su ropa de trabajo era prestada ya que no tenía ni idea de cómo iban a funcionar las cosas. Ya para el segundo día decidió hacer un cambio extremo y se dio cuenta que a nadie le importó con tal de vender lo que le tocaba.

 Los mejores clientes eran aquellos que lo invitaban a comer o a tomar algo mientras repasaban los catálogos y elaboraban la lista de compran de la semana o del mes, dependiendo de lo sigue que le pase a uno eso. Había de todo tipo de clientes: algunos con mucho dinero y otro con menos, los que vivían en casas o  los que vivían en apartamentos, los que tenían mascotas e incluso uno que otro que intentaba algún avance romántico hacia Jaime. De todo había.

 Los que tenían más dinero no siempre eran los mejores clientes, aunque eso pudiese llegar a parecer. Muchas veces, eran las casas donde ofrecían menos, ni siquiera un vaso de agua de la llave. En la casa de la viuda Jones, por ejemplo, siempre llegaba sudando porque no había mucha sombra cerca para resguardarse y sin embargo los sirvientes jamás se acercaban para darle n vaso de agua o de lo que sea.

 En cambio, había otros hogares en los que inclusos se había quedado a cenar mientras la persona que hacía la compra hacía una lista exhaustiva de lo que quería y de lo que no. Ofrecían de tomar y de comer e incluso de fumar y aperitivos para pasar el rato pues elegir ropa y artículos varios por catalogo podía tomarse bastante tiempo.

 A veces Jaime salía de casa a las siete de la mañana y no llegaba a su casa hasta que eran las ocho de la noche. Seguido pasaba que alargaba las visitas si estaba lloviendo, cosas que no pasaba muy a menudo, o si el sol estaba demasiado brillante. Con algunos clientes podía ser sincero y decirles sus razones y ellos entenderían fácilmente pero otros a veces parecían tener afán de que se fuera, como si estuviesen ocultando algo.

 En todo el día comía una sola vez y normalmente era algo comprado en un supermercado pues la mayoría de restaurantes, sino es que todos, de los barrios que frecuentaba, eran muy caros para poderse permitir almorzar allí todos los días. Incluso había zonas a las que iba en las que no había restaurantes por ningún lado y por eso muchas veces prefería comprar algo antes en un supermercado y comerlo a la sombra cuando fuese la hora apropiada.

 Cuando llegaba a casa en las noches trataba de comer algo mejor para él peor la verdad era que seguido llegaba exhausto y con muy pocos ánimos de hacer nada. Comía algo de atún de una lata que había dejado en la nevera o a veces comía solo helado y nada más. Hacía mucho ejercicio pero no estaba comiendo nada bien y eso podía ser un problema. Desde hacía mucho tiempo lo había notado pero no tenía como parar pues su trabajo le daba dinero para sobrevivir pero le impedía comer de manera decente.

 Su único momento libre a la semana eran los domingos. Esto era así porque la mayoría de sus clientes tenían cosas mucho más interesantes que hacer que estar paradas en su casa por varias horas eligiendo nuevos cuchillos de un catalogo. Y no era que él tuviese algo mejor que hacer pero le gustaba tener esa día para despertarse un poco más tarde, ver alguna película que estuviese queriendo ver hace rato, comer algo rico (lo que casi siempre quería decir comida chatarra) y tan solo relajarse y no pensar en su trabajo.

 Los domingos se despertaba tarde y apagaba su celular para que no lo molestaran. Esos días siempre se duchaba muy tarde, si es que se duchaba. Se quedaba en la cama más de lo previsto para ver televisión o disfrutar de lo rico que se sentía no hacer nada, estar a la sombra en su casa y ojalá tener algo frio para tomar. Ese era el día que se hidrataba más y eso que había aprendido a llevar un termo con agua fría en su maletín.

 A veces Jaime se preguntaba, solo los domingos, si no debería dejar de trabajar en algo tan demandante. Esos pensamientos pronto se iban volando cuando recordaba que nadie lo había querido contratar para desempeñar el trabajo por el que tanto había estudiado en el colegio. Cada vez que había habido una vacante había hecho el intento pero siempre había algo más listo, más preparada o que conocía a algunos de los que decidían.

 No era que no le gustara lo que hacía sino que a veces podía ser muy complicado pues era como si su trabajo tomara posesión de él en vez de ser al revés. Sentía que él estaba al servicio de todas esas personas que pedían por catalogo en vez de ser al revés. Y había habido momentos en que eso le había molestado bastante pero eso ya había pasado. Solo había sido al comienzo.

 El resto de los domingos se esforzaba por no pensar ni hablar de trabajo. Otra cosa es que hubiese querido tener amigos o una pareja para poder compartir la vida un poco pero luego se daba cuenta que eso tampoco sería muy posible pues no hay mucha gente dispuesta a adaptarse a una persona así, que vive yendo de un sitio a otro y que no tiene una estabilidad real ni tiempo para crear algo fuerte.


 Por eso el amor era algo que no conocía pues jamás o había experimentado por falta de tiempo. Al fin y al cabo que ya llevaba cinco años en el mismo trabajo y era muy difícil tratar de hacer cualquier cosa al mismo tiempo. La mayoría de veces estaba tan cansado que lo único que quería era dormir antes de tener que despertarse temprano para comenzar un nuevo día de caminar y anotar y escuchar cosas que muchas veces no tenían el mínimo sentido.

lunes, 29 de agosto de 2016

El náufrago

   El mar y venía con la mayor tranquilidad posible. El clima era perfecto: ni una nube en el cielo, el sol bien arriba y brillando con fuerza. La playa daba una gran curva, formando una pequeña ensenada en la que cangrejos excavaban para alimentarse y done, en ocasiones, iban a dar las medusas que se acercaban demasiado a la costa. La arena de la playa era muy fina y blanca como la nieve. No había piedras por ningún lado, al menos no en la línea costera.

 Del bosque de matorrales y palmeras en el centro de la isla, surgió un hombre. Caminaba despacio pero no era una persona mayor ni nada por el estilo. Arrastraba dos grandes hojas de palma. Las dejó una sobre otra cerca en la playa y luego volvió al bosque. Hizo esto mismo varias veces, hasta tener suficientes hojas en el montón- Cuando pareció que estaba contento con el número, empezó a mirar de un lado al otro de la playa, como buscando algo.

 El hombre no era muy alto y no debía tampoco llegar a los treinta años de edad. A pesar de eso, tenía una barba muy tupida, negra como la noche. La tenía en forma de candado, lo que hacía parecer que no tenía boca. Andaba por ahí completamente desnudo, ya bastante bronceado por el sol. El hombre era el único habitante de la isla y, era posible, que hubiese sido el único ser humano en estar allí de manera permanente.

 En la cercanía había varios bancos de arena pero ninguna otra isla igual de grande a esa. Era una región del mar muy peligrosa pues en varios puntos el lecho marino se elevaba de la nada y podía causar accidentes a os barcos que no estaban bien informados sobre la zona. Sin embargo, el tráfico de barcos era extremadamente bajo por esto mismo. La prueba era que, desde su naufragio, el hombre no había visto ningún barco, ni lejos ni cerca ni de ninguna manera.

 En cuanto a como había llegado allí, la verdad era que no lo recordaba con mucha claridad. En su cabeza tenía una gran cicatriz que iba de la sien a la base del pómulo, por el lado derecho de su cara. No era profunda ni impactante pero sí bastante notoria. Solo sabía que había sangrado mucho y que la única cura fue forzarse a entrar al agua salada del mar para que pudiese curarse.

 Eso había llevado su resistencia al dolor a nuevos limites que él ni conocía. Pero había sobrevivido y se supone que eso era lo importante. Al menos eso decían las personas que no habían vivido aquella experiencia. Vivirlo era otra cosas, sobre todo con lo relacionado con la comida y como mantenerse vivo sin tener que recurrir a medidas demasiado extremas.

 Al comienzo se enfermó un poco del estomago pero pronto tuvo que sacar valor de donde no tenía y empezó a ser mucho más creativo de lo que nunca había sido. Al final y al cabo, aunque no lo recordara, él era el contador de una empresa de cruceros. Tan solo era un hombre de números y nada más. Desde joven se había esforzado en sus estudios y por eso lo habían contratado. Lamentablemente, fue por culpa de ese trabajo que estuvo en el barco que tuvo el accidente y ahora estaba en la playa buscando palos largos.

 Cuando por fin encontró uno, volvió a la playa con las hojas de palmera. Primero clavó el palo en la tierra y se aseguró de que estuviera bien derecho y no temblara. Luego, empezó a poner las hojas alrededor del palo, tratando de formar algo así como una casita o tienda de campaña. Era un trabajo de cuidado porque las hojas se resbalaban. Cuando pasaba eso, apretaba las manos y pateaba la arena

 Llevaba allí por lo menos un mes. La verdad era que después de un tiempo se deja de tener una noción muy exacta del tiempo y de la ubicación. Abandonado en un isla pequeña, no tenía necesidad alguna de saber que hora era ni que día del año estaba viviendo. Ni siquiera pensaba sobre eso. Resultaba que eso era algo muy bueno pues su dedicación a sus tareas en la isla era más comprometida a causa de eso, menos restringida a diferentes eventuales hechos.

 No tenía manera de alertar a un barco si viniera. Tal vez podía agitar una de las ramas de las palmeras más grandes, pero eso no cambiaba el hecho de que pensaba que nadie vendría nunca por él. Ni siquiera sabía qué había pasado con su embarcación y con el resto de la gente. Por eso, día tras días, miraba menos el mar en busca de milagros y lo que hacía era crear soluciones para sus problemas inmediatos. Por eso lo de la casita con hojas de palma.

 Después de armar el refugio, salió a cazar. En su mano tenía una roca del interior de la isla y su misión era aplastar con ella a todos los cangrejos que viera por la playa. A veces esto probaba ser difícil porque los cangrejos podían ser mucho más rápidos de lo que uno pensaba. Además eran escurridizos, capaces de enterrarse en la arena en segundos, escapando de manera magistral.

 Sin embargo, él era mucho más inteligente que ellos y sabía como hacerles trampa para poder aplastarlos más efectivamente con la ropa. Los golpeaba varias veces hasta que se dejaban de mover, entonces los lavaba en el mar y luego los comía crudos. La opción de cocinarlos de alguna manera no era una posibilidad pues en la isla no había manera de crear fuego de la nada.

 El sabor del cangrejo crudo no era el mejor del mundo, lo mismo que no es muy delicioso comer un pescado así como viene. Pero el hambre es mucho más fuerte que nada y las costumbres en cuanto a la comida se van borrando con la necesidad. Su dieta se limitaba a la vida marina, en especial los peces que pudiese cazar en las zonas bajas o los cangrejos de la playa. No comía nunca más de lo que deseaba ni desperdiciaba nada. No se sabía cuando pudiese ser la siguiente comida.

 La peor parte de su estadía se dio cuando llegó la temporada de tormentas. Era obvio que su rudimentario refugio no iba a ser suficiente y por eso traté de diseñar un lugar en el cual esconderse en el centro de la isla, donde al menos tendía la protección del viento.  Cavo con su manos buscando más hojas y palos y plantas que le sirviera para atar unos con otros. Era un trabajo arduo.

 Lo malo fue que la primera tormenta se lo llevó todo con ella. Los truenos caían por todos lados, en especial la parte alta de las palmeras, haciendo que el lugar oliera a quemado. El olor despertó en el naufrago un recuerdo. Este era bastante claro y no era nada confuso ni complicado. Era de cuando se sentaba por largas horas al lado de su abuelo, pocos días antes de que muriera. A pesar del cáncer que lo carcomía, el viejo pidió un cigarro antes de morir y él se lo concedió. Incluso con eso, aguantó algunas semanas más hasta su muerte.

 El recuerdo no le servía de nada contra la naturaleza pero sí que le servía para recordar al menos una parte de quién era. Sabía ahora que había tenido un abuelo. Incluso mientras caían trombas de agua sobre la isla y él estaba acostado en su hueco en la mitad de la isla, tapándose con hojas, pensaba en todo lo que posiblemente no recordaba de su vida pasada. Tal vez tuviese una familia propia o hubiese logrado cosas extraordinarias o quién sabe que más.

 La tormenta se retiró al día siguiente. El naufrago recogió las hojas que la lluvia y el viento habían arrancado de los árboles.  Trató de mejorar sus condiciones de vida, tejiendo las hojas de las palmeras para hacer una estructurar para dormir más fuerte. Los días y los meses pasaron son que nadie más se acercara a ese lado del mundo.


 Un día pensó que venía alguien pues una gaviota, que jamás veía por el lugar, aterrizó en la playa y parecía buscar comida. Él solo vigiló al pájaro durante su estadía. Un buen día l ave se elevó en los aires, se dirigió al mar y allí cayó del cielo directo al agua. Algún animal se lo comió al instante. El naufrago supo entonces que la esperanza era algo difícil de tener.

viernes, 26 de agosto de 2016

Tradiciones

   Sayuki se había quejado todo el tiempo sobre su vestido y los zapatos. También sobre el peinado tan apretado que parecía estirarle toda la cara y lo difícil que era sentarle en un vestido que era tan apretado y no cedía ante nada. Pero al verse en el espejo antes de salir, se dio cuenta que todo su esfuerzo había válido de la pena. Su familia la esperaba en el coche. Apenas pudo bajar, lo que le tomaba bastante tiempo con las sandalias tradicionales, emprendieron el camino hacia la ceremonia a la que estaban invitados.

 Demoraron una media hora en llegar. La boda se iba a realizar en un hermoso hotel en la montaña. El lugar era perfecto para cualquier tipo de ceremonia. Había sido la madre de Sayuki la que se lo había recomendado a su hermana, quién a su vez se lo había recomendado a su hija Tomoko, quién era la que se iba a casar. Todo el que entraba quedaba completamente enamorado del lugar.

 Se tenía que cruzar un puente de madera para llegar. La zona del parqueadero estaba del otro lado. El hermano de Sayuki la ayudó a bajar al suelo y desde allí pudo caminar por si misma. El asfalto era perfectamente plano, muy uniforme. No pudieron evitar pensar que se debía precisamente a que querían evitar cualquier tipo de accidente que la gente pudiese tener vistiendo ropas tradicionales. Después de  todo, el lugar era muy popular con bodas y eventos parecidos.

 Habían llegado temprano. Pasando la recepción estaba el alón de eventos donde se celebraría la fiesta después de la boda. Le habían dicho a Sayuki que para ella podía cambiarse a ropa común y corriente. Traía lo necesario en una pequeña maleta que su madre le había ayudado a empacar. Era bueno saber que no tenía que quedarse toda la noche con el mismo traje que no la dejaba moverse nada. Era una mujer joven y, por lo tanto, deseaba divertirse como cualquier otra.

 La ceremonia como tal iba a tener lugar en un pequeño templo alejado de la recepción. Se podía ver desde el lobby el techo del lugar con dragones adornando las entradas, cubierto de árboles y plantas por todas partes. El bosque que había detrás del hotel cubría el templo un poco y le daba una sensación bastante agradable al jardín trasero. Salieron a él momentos después, a contemplar la belleza de la naturaleza.

 La idea era ir al templo para sentarse de una vez pero Sayuki estaba demasiado absorta con el paisaje para fijarse en donde pisaba. Por eso dio un mal paso y cayó de rodillas sobre una piedra que hacía la vez de camino hacia el templo. Se puso de pie como pudo, pues no había nadie que la ayudase. Todos podían caminar más rápido y estaban instalándose en el templo.

 Un poco enojada por ser la única que debía vestirse así, tal vez con la excepción de la novia,  Sayuki decidió tomar una ruta alterna y demorarse un poco en su paseo por los jardines antes de ir a sentarse. Era hermoso pues la primavera había llegado hacía unas semanas y las flores de cerezo crecían por todas partes. Creaban casi como nubes de color rosa y blanco que, igual que las del cielo, parecían tener formas. Caminaba despacio entre los árboles, pensando también en las razones que la llevaban allí.

 Su prima no era alguien por la que sintiera un cariño especial. Su madre era muy cercana a su hermana y era más por eso que estaban allí, sonriendo a todos los viejos miembros de la familia que no veían en años y a cualquiera que los halagara por sus vestidos tradicionales. Pero la relación entre las dos chicas era casi nula. Su prima además era algo mayor así que no era como si tuviesen gustos exactamente iguales.

 Además estaba el hecho de que se estuviese casando. Era algo que Sayuki apenas había contemplado como una posibilidad en el futuro. Y aunque no eran de la misma edad, las dos eran consideradas por sus familias como “en edad de casarse”. Su madre, de hecho, a cada rato hacía bromas un poco agresivas sobre el hecho de que Sayuki jamás hubiese llevado un novio a la casa. También hacían bromas sobre su falta de interés en la cocina y en los cuidados de la casa.

 Sayuki estaba en el universidad estudiante para hacer dibujante profesional. Su meta era poder trabajar en el mundo del manga pero eso era un objetivo a largo plazo ya que sabía que no era una industria fácil a la cual entrar. Pero era lo que le gustaba y se la pasaba dibujando todo el tiempo. De hecho, había que detener un hermoso dibujo de los cerezos que veía por su ventana cuando su madre había venido a obligarla a poner el traje tradicional para la boda.

 No se había dado cuenta que se había alejado bastante del hotel y del templo. De hecho, el bosque se había vuelto más espeso a su alrededor y el camino se había vuelto de tierra compacta, sin piedras casi circulares formando un camino. Se devolvió sobre sus pasos pero parecía caminar en círculos pues no llegaba a ninguna parte.

 Después de un buen rato de caminar, se sentía tan cansada y frustrada que decidió recostarse contra una piedra. No había visto que la roca estaba cubierta de musgo: Sayuki resbaló al suelo y fue a dar tras unos arbustos que estaban al lado de la roca. Salió como pudo de entre las hojas, a gatas, y se odió a si misma al ver lo mucho que había arruinado su vestido: tenía más de tierra y pasto. Su madre la mataría.

 Cuando alzó la mirada para ponerse de pie, se dio cuenta del lugar donde estaba. Había caído junto a la orilla de un lago hermoso, limpio y casi se podría decir que brillante. Al lago caía una chorro de agua de entre unas rocas más elevadas. El sonido era tranquilizador, casi mágico. Sayuki se puso de pie y se acercó a la orilla, fascinada por el lugar. Parecía sacado de un cuento de hadas, de esos donde hay alguien que concede deseos a las almas perdidas.

 De pronto, el sonido de algo moviéndose en el agua llamó la atención de Sayuki. Al acercarlo lo más posible, se dio cuenta de que se trataba de una carpa enorme. Parecía ser el único animal en vivir en la laguna. Daba vueltas en círculos. Era mucho más activa que la mayoría de las carpas. Sayuki se quedó mirándola un buen rato hasta que recordó la boda y decidió darse la vuelta para encontrar el camino.

 No había caminado dos pasos cuando una voz gruesa llamó. Al instante se dio la vuelta pero no había nadie allí. Al alejarse de nuevo, la voz resonó de nuevo, diciéndole que se quedara  con ella. Sayuki miró a un lado y al otro, sin poder encontrar la fuente de la voz. Entonces la carpa asomó la cara por la superficie del agua y habló, sin mover la boca pero claramente mirando a Sayuki para que supiera quien hablaba.

 La joven quedó sin voz. Pensó que seguramente se había golpeado y estaba imaginándolo todo. No se pellizcó ni nada por estilo sino que decidió creer que de hecho estaba dormida. Saludó a la carpa como si fuera lo más normal del mundo, siguiendo el juego. El pez pareció sorprendido pero entonces habló de nuevo y le dijo a Sayuki que por ser la primera persona en visitar su laguna secreta en mucho tiempo, tendría la oportunidad de pedir un solo deseo.

 La chica casi ríe porque el sueño era tan obvio. Pero aún así decidió pensar en un deseo bueno por si la cosa se extendía más de la cuenta. Hubiera podido pedir algo ridículo como un traje nuevo de colores brillantes o muchas flores o algo tonto como un perro rosa o algo así, pero no creía que fuera lo suficientemente atrevido. Al final, decidió pedirle a la carpa que su familia dejara de insistir con lo de casarse y todo eso. Así de simple.


 De pronto se despertó y lo hizo sonriendo. A la boda llegó cuando estaban terminando y su madre la miró de manera reprobatoria. Lo bueno era que podía cambiarse ya para la recepción donde podría comer y bailar. Lo curioso fue que jamás nadie la comparó a su prima ni le preguntaron por un novio o potencial esposo. A otras sí pero a ella no. Sayuki sonreía sola y, en silencio, brindó por la carpa de la laguna secreta. Estaba agradecida.