No se oye nada. De pronto es idea mía o de pronto sí es algo real. Creo que me estoy quedando sordo.
No me muevo de la cama. Por alguna razón estoy acostado sobre mi lado izquierdo. Jamás duermo de lado sino sobre mi abdomen, mi pecho, o como sea que quieran llamarle. El caso es que no duermo así, entonces es raro. Me quedo quieto, mirando la pared blanca frente a mi.
Mis ojos se abren bastante, por primera vez en el día. No veo nada más sino el muro blanco. No hay ni una mancha, no hay nada allí más que la inmensidad de la pintura blanca. Entonces siento el calor y me quito la sabana de encima. Es entonces que me duele y me doy cuenta de dos cosas: hay algo sobre mi cara y, en efecto, no puedo oír nada.
No me pongo de pie sino que me quedo en la cama, abriendo y cerrando los ojos. Mi mano derecha sube lentamente a mi cara. Me toco el mentón y voy deslizando los dedos por la piel en dirección a mi oído, donde siento la mayor molestia. Debajo del pelo que forma la patilla, siento que la piel está inflamada, muy inflamada. Recuerdo que el día anterior me dolía el oído pero era un dolor que iba y venía, ahora es permanente.
Está muy hinchado y me empieza a doler, como que todo mi cuerpo se da cuenta que estoy de verdad despierto y que el dolor tiene espacio para empezar a sentirse. Me recorre el cuerpo un escalofrío, que incluso me hace doler el pie y me hace sentir muy extraño.
Tomo impulso y me pongo de pie y camino, casi automáticamente, al baño. No es mi casa de siempre, solo me estoy quedando por un tiempo. Pero llego, prendo la luz y trato de mirarme pero es dificil verse los oídos. Me toco de nuevo y me echo agua, pensando que puede que el frío ayude. ¿O será mejor el calor?
No, lo mejor es salir. Media hora después estoy en la sala de espera de un hospital, el único del que sé la existencia en esta ciudad que no es la mía. Me llaman y me hacen esperar aún más en una pequeña sala donde otras personas se quejan o hacen cara de enfermedad. Parece que todos están malos del estómago o algo por el estilo. No es raro en una ciudad de clima cálido, a la que vienen muchos turistas y comen y se meten en cualquier lado sin observar los mínimos niveles de limpieza.
Mientras espero me miro los pies. Siento un poco de mareo o de pronto sea yo mismo que me hago sentir peor. Es raro pero así son las cosas en los hospitales. Son sitios horribles y terribles, llenos de quejidos de niños y caras largas de padres cuyas vacaciones han sido arruinadas pero nada pueden decir o sino sonaría muy cruel.
Tras varios minutos, o tal vez menos o tal vez más, me hace pasar una joven doctora. Se demora más escribiendo en el computador que revisándome como se debe. Prefiero pensar que sabe lo que hace. No hablamos casi, solo me hace unas preguntas básicas y le explico mi dolor y cómo me he sentido en los últimos días. Al parecer no nota nada especial en lo que le cuento porque parece no estar muy interesada. O tal vez sea su cara de "Sí, ya sé de que me habla".
Llena un papel, me dice que pague la consulta y en la farmacia de la esquina compro lo que me recomienda la doctora. Apenas llego al apartamento me tomo las pastillas con agua y me acuesto de nuevo. Siento hambre pero prefiero no comer nada. Me quedo mirando la pared, con mis pensamientos perdidos en la nada.
- "Maldita sea..." - pienso. "¡Que bonito comienzo del año!"
Por un momento olvido el dolor y me doy la vuelta. Mala decisión.
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martes, 3 de enero de 2017
Oídos sordos
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viernes, 25 de noviembre de 2016
Fachada escolar
Todo lo que había sucedido hasta entonces
había sido producto de las decisiones de otras personas. Siendo adolescentes,
ninguno de ellos había tenido control sobre su vida hasta entonces. O al menos
eso era lo que se suponía, porque por algún tiempo más seguirían dependiendo de
sus padres. De todas maneras, terminar esa etapa era un símbolo que significaba
un poco más de libertad en sus vidas. Sus padres ya no estarían encima de ellos
diciéndoles que hacer o que no hacer. En teoría, ahora irían por el mundo sin
nada más que su criterio personal.
Para todos había sido un año bastante difícil
y eso casi nada tenía que ver con los exámenes y demás pruebas que se hacían en
la escuela. Esa era la parte fácil. Lo difícil había sido ser parte del grupo
de chicos que se habían salvado, por azares del destino, del incendio ocurrido
en uno de los buses que transportan a los niños a diario a sus casas. Un día
horrible uno de esos buses explotó a plena hora de salida de clases, cuando
todos hacían fila para subir a ese y a otros buses. La ruta que cubría el bus
afectado era la más popular de todas.
Ese día murieron cuarenta niños, muy pocos de
manera instantánea. Lo que muchos tuvieron que ver y sentir ese día era mucho
más de lo que la gran mayoría de adultos siente y ve a lo largo de su vida.
Muchos de los muertos eran sus amigos y otros eran incluso parte de su familia.
Hermanos, primos y demás habían muerto. La escuela tuvo que cerrar por dos
semanas, mientras se esclarecían las razones del siniestro. Algunos pensaban
que era por culpa del colegio y su política de hacer que los niños abordaran
los buses a toda prisa.
Obligaban a los choferes a quedarse en los
vehículos con el motor encendido y a los niños a hacer filas ordenadas para
moverse lo más rápido posible y así terminar pronto el abordaje. Así se había
estado haciendo por años hasta que la tragedia tuvo lugar. El chofer del bus
comprometido también había muerto y muchos lo culparon a él de lo ocurrido. Su
familia tuvo que soportar insultos y otras humillaciones. Eso hasta que una
investigación juzgó culpable a la escuela y no a una persona en particular. La
ciudad se volvió un caos.
Y los niños quedaron en la mitad de la
controversia. A muchos los llamaban para dar testimonio, fuera en la policía o
con autoridades de más alto rango que se involucraron debido a la seriedad de
lo ocurrido. Algunos otros hacían entrevistas a la televisión, cosa que se usó
por un largo tiempo para ganar dinero fácil. La persona que estuviera un poco
mal de fondos nada más tenía que llamar a un periódico y decir que había sido
testigo de la masacre en la escuela, incluso si técnicamente no era un masacre.
Los medios querían sangre.
En la ceremonia de graduación de ese año
escolar, que tuvo lugar unos siete meses después de la tragedia, tuvo un minuto
de silencio en memoria de las víctimas. El problema que tenían los graduados
era que siempre los verían como aquellos que habían vivido, incluso si los que
no se habían visto afectados eran más que los muertos en la explosión. Eso no
importaba pues para siempre habían sido condenados a cargar esa cadena de
eventos. Toda la vida la gente les preguntaría sobre ello y tendrían que
responder de alguna manera.
Algunos de los chicos no podían vivir bajo
presión y decidieron irse de la ciudad y muchos del país. De los que se habían
graduado, más de la mitad había decidido que no podían quedarse en el lugar
donde siempre serían víctimas o sobrevivientes. Muchos querían ser más que eso,
querían ser su propia persona y no sombras de quienes habían muerto por lo que
había sido claramente un accidente. No querían vivir en un lugar don por el
pasado se los juzgaba sin tomar en cuenta quienes eran o lo que pensaban del
mundo que los rodeaba.
Incluso los que habían perdido a sus hermanos
y hermanas u otros familiares, estaban cansados de ser comparados con los que
ya no estaban. Algunos estaban tan enojados por la situación, que se volcaron a
las redes sociales para dejar salir su rabia. Hubo un chico en especial, uno
muy brillante y de los mejores académicamente, que publicó un articulo extenso
en su pagina de Facebook explicando como era de ridículo pensar que todos los
muertos eran buenos y que todos los vivos habían hecho algo mal para seguir
allí.
Como era uno de los alumnos más brillantes de
la escuela, su discurso no fue tan discutido ni controversial. Lo que hizo la
mayoría de la ciudad fue ignorar las verdades que decía, pues era siempre más
fácil quedarse con la versión simple de los hechos en los que todos los muertos
eran buenísimas personas. Nadie quería escuchar como uno de los matones de la
escuela también había muerto en el incendio. No, para ellos no era un matón
sino un alma inocente que había muerto de manera horrible como todo los demás.
Y hasta cierto punto, era verdad.
Lo que muchos querían que se supiera es que
muchos de sus compañeros muertos no eran precisamente hermanas de la caridad.
Aunque las directivas del colegio lograron disipar dudas a causa de la
tragedia, una gran crisis se estaba avecinando en el lugar por cuenta de la
venta de drogas en el colegio. Eso sin contar los alumnos que metían alcohol y
los que tenían relaciones sexuales en las instalaciones del colegio. Se decía
que alguna incluso lo había hecho con un profesor.
El fuego del incendio había sido, en ese caso,
como un bálsamo curador para la escuela. Se habían salvado por poco de la
humillación de haber sido declarados uno de los peores lugares para que los
padres enviaran a sus hijos a aprender. Se salvaron de que la gente se diera
cuenta que esa imagen perfecta que trataban de mostrar, esa imagen de
estabilidad, era una gran mentira. Y eso lo hicieron durante los meses
siguientes a la tragedia en incluso mucho después. Al fin y al cabo el dolor
era una manera de manipular más fácilmente a las personas.
Como respuesta, un grupo pequeño de alumnos,
casi todos egresados el año del incendio, decidieron crear una asociación para
denunciar todo lo que estaba mal con la escuela, incluyendo el destapar de
algunos de los muertos en la tragedia. Buscaban hacerle ver a la sociedad, con
fotos, videos y muchas otras pruebas, que no todo lo que pintaba la escuela era
verdad. Recordaron, por ejemplo, cómo tres alumnos se habían suicidado el año
anterior al incendio. No era algo que se recordara nunca, afortunadamente para
el colegio.
Eso sí, solo uno de ellos lo había hecho en
terrenos del colegio. El resto lo habían hecho en sus hogares. El punto era que
tres eran demasiados niños muertos, al comienzo sin razón aparente, de una
misma escuela y de edades similares. El grupo de alumnos descubrió, gracias a
declaraciones de amigos e incluso de familiares, que uno de los muertos en el
incendio los acosaba constantemente, insultándolos de mil maneras y ultrajándolos
mentalmente de las formas más asquerosas que alguien pudiese pensar. De haber sido juzgado, hubiese sido
considerado un psicópata.
Pero nadie quería ver lo que había pasado.
Incluso las familias afectadas parecían querer dejar todo como estaba, no
revolver las cosas porque siempre que el polvo de levantaba pasaba algo malo.
La gente joven, sin embargo, tenía mucha rabia. Así era porque la sociedad en
la que vivían parecía ser renuente a una acción tan básica como la de gritar,
denunciar así todo lo que estaba mal con todo. Muchos intentaron por mucho
tiempo hacer que la verdad saliera a la luz, pero casi siempre fue en vano. Por
eso decidieron también enfocarse en el presente.
Esa fue la llave del
éxito para la asociación de alumnos pues descubrieron que la escuela seguía
siendo la misma, incluso bajo esa capa de humildad con la que se cubrían
siempre que hablaban de la tragedia. El matoneo seguía, así como las drogas.
Con ayuda de alumnos más jóvenes, se destapó pronto la olla podrida y ni los
padres ni las autoridades pudieron seguir con la cabeza enterrada en el suelo.
Era la hora de abrir los ojos y poner manos a la obra para remover la mala
hierba de su atormentada ciudad.
miércoles, 16 de noviembre de 2016
Cambio extremo
Era la primera vez que iba a uno de esos
consultorios. Lo habían llevado la curiosidad y las ganas de hacer un cambio de
verdad importante en su vida. Por alguna razón, ese cambio debía provenir de
algo tan drástico como un cambio físico. No podía ser algo tan simple como
cambiar los muebles de lugar en su casa o volverse vegetariano. Debía ser algo
que fuese permanente, que en verdad tuviera el carácter de cambio y que todos
los que posaran sus ojos en él pudiesen ver, de alguna manera. El cambio era para él pero debían notarlo los demás, de eso estaba seguro.
En la sala de espera solo había mujeres. Era
obvio que la mitad, es decir tres de ellas, venían para procedimientos simples
como el botox. Había mujeres obsesionadas con el concepto de verse más jóvenes,
menos arrugadas y cerca de la muerte. Él tenía claro que ese era un miedo
latente en todos los seres vivos, incluido él. De hecho, sus ganas de cambio en
parte provenían de ese miedo primigenio hacia la muerte, pues la había tenido
demasiado cerca y eso le había hecho pensar que había que hacer serios cambios
en su vida.
Las otras mujeres seguramente venían para
procedimientos más complejos, algo como lo que él quería. Eso sí, había una que
parecía estar combatiendo el dolor allí mismo. Seguro que venían a una revisión
y, por lo que se podía ver, lo que se había operado era los senos. Los tenía
demasiado grandes para su cuerpo. La verdad era que la mujer se veía ridícula
con esos globos enormes apretados en un vestido que gritaba: “¡Estoy aquí!”.
No, él no quería nada así de desesperado y patético. Si iba a hacerlo, debía
ser algo que fuera con él.
Hicieron pasar a la de las tetas grandes y
también a dos de las que venían por inyecciones. Al parecer había alguien más
para lo segundo. Mejor, pensó, pues así lo atenderían más rápido y podría
decidirse pronto por lo que de verdad quería para su cuerpo. No es que no lo
hubiese pensado pero quería la opinión de un profesional y se supone que el
doctor Bellavista era uno de los mejores en su campo. Y para esta nueva vida, para
empezar de nuevo, este hombre quería que solo los mejores lo asesoraran y le
explicaran cómo sería su vida en el futuro.
La última mujer que quedó en la sala de espera
con él lo miraba a cada rato. Era obvio que ella creía que no se notaba pero
era evidente y, francamente, bastante molesto. Era obvio que los hombres,
aparte del doctor, eran muy escasos por estos lados. ¿Pero por qué? ¿No se supone
que los tipos que se hacen operaciones y cosas de esas habían aumentado en los
próximos años? Algo que él no quería ser era el centro de atención. Lo que
quería era hacer algo por sí mismo y no por los demás. Debía hablar de eso con
el doctor, aunque no sabía que tan pertinente era el tema.
Cuando por fin lo hicieron pasar, el doctor lo
recibió en su consultorio con una sonrisa enorme. Era un hombre de unos
cincuenta años, canoso y bastante fornido. No era la imagen del doctor que él
tenía en su mente. Su sonrisa era como una crema, calmaba a sus pacientes y los
hacía tomar confianza con él en pocos minutos. Esa vez no fue la excepción.
Primero hubo preguntas de tipo médico, como alergias y cosas por el estilo.
Pero lo segundo fue la operación en sí. En ese momento, el hombre no supo que
decir, eligiendo el silencio por unos minutos.
El doctor le aclaró que no era algo inusual no
estar seguro. Le pasaba a la mayoría de los que pasaban por el consultorio.
Pero entonces el hombre lo interrumpió y le dijo cuál era la intervención por
la que venía. Había leído que el doctor Bellavista era uno de los expertos en esa
operación en el país y por eso había acudido a él. Necesitaba el asesoramiento
del mejor y ese era él, al parecer. El doctor sonrió de nuevo y le dijo a su
paciente que no eran necesarios los halagos. Estaba contento de poder ayudar a
la gente a realizarse, a alcanzar su ideal.
Mientras el paciente se quitaba la ropa detrás
de un biombo, el doctor le explica los costos y el tiempo que duraría la
operación y la recuperación de la misma. El proceso era largo, por ser una
operación que implicaba tanto y que podía complicarse si no se tenían los
cuidados adecuados. Eso dependía tanto del médico como del paciente, entonces
debía haber un trabajo conjunto muy serio del
cuidado apropiado de la zona que iba a ser intervenida. Todo tenía que
ser hecho con mucho cuidado y con una dedicación casi devota.
El hombre salió desnudo de detrás del biombo y
el doctor lo revisó exhaustivamente, con aparatos y sin ellos. Fue para él
bastante incómodo pues nunca nadie había estado tan cerca de él sin ropa, o al
menos no en mucho tiempo. Se sentía tonto pero sabía que estaba con una persona
profesional y no había nada que temer. El doctor terminó la revisión en poco
tiempo y de nuevo explicó todo a su paciente. Cuando terminó, preguntó si
quería seguir pensándolo o si ese era el procedimiento por el cual él había
venido.
El paciente se puso de pie y le dijo que
estaba seguro. Quería poner fecha de una vez, lo más pronto posible. Con la
asistente del doctor arreglaron todo y se estrecharon las manos como cerrando
el trato. En dos semanas se verían en la clínica para el procedimiento, cuyo
proceso de recuperación sería largo e incluso molesto pero sería todo lo que él
de verdad quería, al menos en ese momento. Era lo que quería hacer con su vida,
no había vuelta atrás.
Cuando el día llegó, estaba muy nervioso.
Recorrió su apartamento varias veces, mirando que nada se le hubiese quedado.
Llevaba algo de ropa para cuando saliera del hospital, así como su portátil y
algunos libros para distraerse. No sabía si podría usar todo lo que llevaba
pero era mejor estar prevenido. Le asustaba la idea de aburrirse mucho más que
la del dolor o que algo pudiese pasar durante la operación. De alguna manera,
estaba tan seguro de sí mismo, y de lo que estaba haciendo, que no temía nada
en cuanto a la operación como tal,
En el hospital lo recibieron como realeza. Le
invitaron al almuerzo y el doctor vino a verlo esa misma noche. El
procedimiento era al otro día en la mañana, pero habían pensado que sería mejor
para él si viniese antes, como para hacerse a la idea de un hospital. Mucha
gente se pone nerviosa solo con los pasillos blancos y las enfermeras y el olor
de los medicamentos. Pero él estaba relajado o al menos mucho más de lo que
incluso debía estar. El doctor le dijo que esa era prueba de que estaba seguro
de lo que quería y eso era lo mejor en esos casos.
El procedimiento empezó temprano y duró varias
horas. No había nadie que esperara fuera o a quien le pudiesen avisar si pasaba
algo. Él había insistido en que no quería involucrar a ningún familiar. Además,
le había confesado al doctor que no tenía una familia propia, solo algunos
hermanos que vivían lejos y poco más que eso. Así que mientras estuvo dormido,
nadie se preocupó ni paseó por los pasillos preguntándose que estaría pasando,
como estaría el pobre hombre. Era él, solo, metiéndose de lleno en algo que
necesitaba para sentirse más a gusto consigo mismo.
En la tarde, fue transferido a su habitación.
La operación duró un par de horas más de los esperado pero no por nada grave sino
porque los exámenes previos no habían mostrado ciertos aspectos atenuante que
tuvieron que resolver en el momento. Pero ya todo estaba a pedir de boca. Solo
se despertó hasta el día siguiente, hacia el mediodía. El dolor de cuerpo era
horrible y, en un momento, tuvo que gritar lo que asustó a toda esa zona del
hospital. Él mismo se asustó al ver que había una zona que lo ayudaba a orinar
pero luego recordó que eso era normal.
El doctor vino luego y le explicó que todo
estaba muy bien y que saldría de allí en unos cinco días pues debían estar
seguros de que todo estaba bien. Revisó debajo del camisón de su paciente y
dijo que todo se veía bien pero que se vería mejor en un tiempo. Cuando se fue,
el hombre quedó solo y una sola lágrima resbaló por una de sus mejillas: era lo
que siempre había querido y por fin lo había hecho. De pronto tarde, pero lo
había hecho y ahora era más él que nunca antes.
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lunes, 7 de noviembre de 2016
Mujercitas
Antes de poder abrir los ojos, Martina
escuchó por un momento los sonidos que la rodeaban. Había voces suaves y dulces
que flotaban en el aire. Eran personas calladas, que solo decían algo cuando
era completamente necesario. Sus voces apagadas llegaban a ella como a través
de una tela o de una gran distancia. Sentía también calor en su rostro y se
imaginaba que al abrir los ojos, abría una llama cerca de ella o una hoguera.
Sus pies, sin embargo, estaban fríos, así como el resto del cuerpo que parecía estar
lejos del fuego.
En efecto, había fuego donde estaba Martina
pero no era ninguna hoguera ni nada por el estilo: era una hornilla portatil en
la que calentaban agua. Cuando abrió los ojos, solo vio el fuego bajo la tetera
pero a ningún ser humano. Por alguna razón, no se sentía preocupada ni nada por
el estilo. Sabía que estaba segura o al menos así lo sentía. No quería moverse,
en parte porque sentía que sería un gran esfuerzo tratar de que su cuerpo
estuviese boca abajo o en cualquier otra posición. Se sentía cansada, exhausta
a decir verdad.
De repente, una sombra
entró a la tienda de campaña. Martina lo notó porque vio una abertura detrás de
la hornilla, por unos segundos. Pero quien fuera, se había movido lejos de su
rango de vista. Sin embargo, todavía sentía que estuviese allí. De hecho, al
rato sintió que se calentaban sus pies y que alguien los tocaba. Se sentía muy
bien pero al mismo tiempo era extraño no poder ver quién era que la tocaba con
tanta confianza. Si tan solo pudiese tener la agilidad normal de una mujer de
su edad. Pero Martina apenas podía moverse.
De repente, un dolor de cabeza empezó a
taladrarle el cerebro. Era un dolor punzante justo en la sien derecha, como si
algo quisiera meterse en su cuerpo por ese lado. El dolor era horrible y una
lágrima salió del ojo que tenía de ese lado. Era como si le estuviesen metiendo
clavos a la cabeza o algo peor. Martina lloró más y entonces escuchó de nuevo
una voz pero no era lejana ni calmada si no al revés, se entendía que había
urgencia en el tono en el que hablaba. Pero Martina no podía distinguir nada
por el tremendo dolor de cabeza.
Alguien más entro. Tal vez eran más de uno
pero la chica no tenía cerebro para ponerse a contar personas. Sintió luego que
la tocaban, de nuevo. Pero esta vez era la cara. Sintió algo de frío y luego un
fuerte olor que penetró su nariz y la hizo caer en un sueño profundo. Fue un
sueño muy raro. No podía decir que fuese una pesadilla pero tampoco era un
sueño común y corriente. Eran pasillos y más pasillos en un edificio blanco que
parecía estar cerca del mar. Era hermoso pero a la vez muy confuso y daba una
sensación rara, como que había algo más.
Cuando despertó, el dolor en la sien seguía
allí pero era mucho menor que antes. Esta vez abrió los ojos de una vez y vio,
por vez primera, a las personas que la habían estado ayudando. Eran mujeres, no
se veía ninguno que pareciera hombre. Eran hermosas a su manera, casi todas
mujeres mayores pero había un par que eran seguramente más jóvenes. Eran unas
seis y cabían todas en la tienda pues eran bastante pequeñas. No debían llegar
a la cintura a Martina. Si tan solo pudiese recordar en donde estaba y que
había estado haciendo.
Las mujeres se dieron cuenta de que estaba
despierta y se alejaron un poco de ella. Hablaban un idioma desconocido pero
bastante fácil de repetir, si eso quisiera uno. Sus vestimentas eran de varios
colores, y todas llevaban pulseras y collares hechos con variedad de productos
como conchas de mar y piedras preciosas. De pronto era el dolor remanente, pero
Martina pensó que eran todas ellas muy hermosas y además amables pues habían
cuidado de ella. Quiso agradecerles pero entonces las fuerzas se le fueron y
durmió de nuevo.
Esta vez, el sueño era más pacífico pero se
sentía como una prisión. Era una casita hecha de madera y cubierta de ramas de
palmera. Estaba cerca al mar, al que Martina podía caminar con facilidad. El
agua no se sentía casi, tal vez porque su cabeza estaba teniendo problemas
incluso creando sueños y demás. En todo caso se paseó por ahí, como cuando
alguien espera alguna noticia importante. El sitio era hermoso, perfecto se
podría decir, pero eso no servía de nada cuando alguien tenía semejante
preocupación encima y ese dolor persistente.
Cuando despertó de nuevo, la apertura de la
tienda estaba abierta y algunos rayos de sol entraban por ella. No era fácil
determinarlo, pero casi podía estar segura que había llovido y que el clima
seguiría así. Una gruesa nube oscura cruzó el cielo mientras ella miraba. De
pronto, sintió una manito en las suyas y, por primera vez, pudo mirar hacia
abajo, sin moverse demasiado. Era una de las pequeñas mujeres. Le sonrió y
Martina trató de hacer lo mismo. Sentía que toda expresión física le costaba
demasiada energía.
La mujercita se acercó a su rostro. Martina
pensó que le iba a hablar en su particular idioma pero lo que hizo la mujercita
fue hablar en señas. Al parecer, le estaban curando el cuerpo. Eso entendió
Martina. Según parecía, había caído de gran altura. Había una seña que no entendió
pero al parecer algo tenía que ver con la lluvia y con el miedo de la gente que
la estaba cuidando. Con esfuerzo, Martina movió la mano y tocó la de la
mujercita. Al comienzo se asustó pero pronto se dio cuenta que era un buen
gesto.
Durante los próximos días, Martina durmió
poco. Vio por la abertura como caía una lluvia torrencial y al día siguiente
como el sol brillaba como si fuera nuevo. Varias mujercitas venían cada día a
cuidar de ella. Algunas le hacían algo en los pies y las piernas. Otras le masajeaban
una mezcla verdosa en la cara y muchas solo entraban a mirarla un momento. Ella
les sonreía y ellas hacían lo mismo. Pudo determinar que habría, por lo menos,
cuarenta de ella en ese lugar. Pero seguía sin ver hombres y eso era bastante
peculiar.
Cuando por fin puso usar sus manos, trató de
hacer señas para preguntar por los hombres y para saber que le había pasado a
ella. Porque la realidad era que, aunque sabía que no pertenecía allí, era
obvio que algo había pasado para que resultara de paciente de las pequeñas
mujeres. Algo le debió pasar a Martina y por eso no recordaba nada y tenía el
cuerpo tan perjudicado. Pero lo que sea que hiciesen las mujercitas estaba
surtiendo efecto pues poco a poco podía mover las manos y la cabeza con más
agilidad y pronto también los pies.
Un buen día incluso pudieron sentarla y la
hicieron comer una fruta de color verde que tenía un sabor muy fuerte pero
reconfortante. Mientras comía, las mujercitas hacían lo mismo. Cocinaban en el
fuego donde habían calentado agua antes. Martina notó que casi no hablaban
durante esos momentos pero sí cuando estaban ayudándole a ella con los masajes
y demás cosas. Su cultura debía de ser muy interesante. Con eso, Martina
pareció recordar algo: ella estaba allí para saber más de la cultura.
Pero no sabía de la cultura de quien. Dudaba
que alguien supiese de la existencia de las mujercitas y estaba segura que ella
nunca revelaría su paradero. Y la verdad es que jamás tuvo que hacerlo. Un buen
día, se sintió tan bien que se pudo parar un rato para luego volver a sentarse.
Las mujeres la miraron con seriedad y hablaron entre ellas pero a Martina no le
dijeron nada después. Fue al día siguiente cuando ella notó que todas las mujercitas
que la habían cuidado, se habían ido. Martina pudo salir de la tienda y
verificar que todo estaba abandonado.
No había más tiendas de campaña ni rastro de
más personas o personitas por allí. Solo estaba ella. Se quedó de pie allí,
tratando de procesarlo todo y de saber que hacer. Pero no tuvo que pensar
mucho. Desde un risco escuchó un silbido y al mirar de donde provenía, varios
recuerdos se agolparon en su mente. El hombre que silbaba era su compañero Ken.
Lo saludó y pronto el resto de la expedición se reunió con Martina, quien había
desaparecido durante una tormenta hacía pocos días. Cuando le preguntaron como
había sobrevivido, les pidió que le creyeran pues tenía mucho que contarles.
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