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lunes, 9 de enero de 2017

Aquella vez

   Me enamoré de él el día que empecé a tener los síntomas de la peor gripe que había tenido ese año. De hecho, no había tenido ninguna molestia física por un largo tiempo y lo atribuía todo a la rutina de ejercicio que había comenzado a hacer. Era, al menos al comienzo, pedirle mucho a mi cuerpo pues jamás le había exigido de esa manera. Los resultados fueron tan satisfactorios que por eso pensé que ninguna gripa ni malestar de ese tipo podía aquejarme ya más porque había decidido mover mi trasero del cómodo lugar donde siempre lo había tenido.

 Justo por el tiempo que empecé a ejercitarme, cosa que hacía en privado pues nunca podría hacer algo así en frente de todo el mundo, fue cuando lo conocí a él. Creo que fue en una librería en la que entré solo por curiosidad. Tenían muchos libros que no se encontraban en otros lugares. De historietas cómicas y novelas gráficas a novelas románticas de lo más clásico que uno se pudiera imaginar. Yo iba por las primeras, él por las segundas. No había manera de que nos conociéramos así no más. Pero el destino tiene esas cosas raras que son muy acertadas, sin importar el desenlace.

 Yo había entrado con una bolsa del supermercado. No había comprado muchas cosas pero las suficientes para hacer un hueco en el plástico y caer estrepitosamente al suelo de madera de la silenciosa librería. En ese momento tenía un libro en la mano y en la otra el celular, así que me reacción inmediata fue mirar con pánico para todos lados, a ver si alguien se había dado cuenta de mi accidente. Obviamente todas las miradas estaban sobre mí pero mis ojos se posaron en una persona, la única persona, que parecía moverse mientras todos estábamos como suspendidos en el tiempo.

 Se apresuró a ayudarme con lo que se había caído y lo metió todo en una bolsa de tela que, al parecer, había acabado de comprar. Tenía la bandera gay más grande que hubiese visto, cosa que no es muy mi estilo pero la verdad fue hasta después que me fijé en ese detalle. Mis ojos estuvieron ocupados por mucho tiempo mirándolo a él, su cara y sus ojos y, a decir verdad, su cuerpo. Todo eso pasó en primavera y la ropa de invierno ya no era la norma, así que podía ver mejor sus formas. Para serles sincero quedé completamente fascinada por él casi al instante.

 Me dio la bolsa y me dijo que creía haber recogido todo. Tontamente me di cuenta que yo no había ayudado en nada, solo me había quedado congelado allí como tonto mirándolo y no había hecho nada más. Creo que el cajero se dio cuenta porque me miraba como riéndose, cosa que no me gustó y por eso decidí no comprar nada. Estaba muy apenado.

 Iba de camino a casa y la bolsa de tela era un regalo para su primo que vivía en Alemania. Me contó esto en un momento. Me dijo que me podía acompañar a mi casa, dejar allí mis cosas para poder liberar su bolsa de tela y volver a su propia casa para guardar el regalo. Yo estaba tan sonriente que la verdad solo asentí y me dedicó a escucharlo todo el camino. Era un golpe de mala suerte, eso pensé, que mi casa quedara tan cerca de la librería. Lo invité a seguir y el aceptó, ayudándome a organizar mis compras.

 Cuando terminamos, nos quedamos mirándonos por un momento hasta que le propuse tomar café pero en un lugar en la calle porque yo no compro nunca café. Él soltó una carcajada y dijo que sí. Esa tarde la pasé muy bien, hablamos varias horas hasta que él tuvo que irse. Justo antes de despedirnos, me pidió mi número y prometió escribir o llamar pronto. Francamente no me hice muchas ilusiones: era tan guapo y tan interesante que debía ser algo pasajero en mi vida, estaba seguro.

 Sin embargo, esa misma noche me escribió diciendo que luego recordó como no había comprado nada en la librería y ahora debía volver para averiguar el libro que había estado buscando. Hablamos hasta la una de la madrugada sobre el libro, sobre sus gustos y los míos. Quería seguir pero tenía mucho sueño y tuve que ser el que se despedía esta vez. Esa noche no hubo sueños pero dormí como si me hubiese acostado sobre una nube, la más suave y más grande de ellas.

 Nuestra relación avanzó rápidamente. Tan rápido de hecho que me sorprendí a mi mismo meses después, al notar como él estaba todo el tiempo en mi casa, solo en medias o incluso sin ellas, viendo películas sobre el sofá o besándonos por lo que parecían horas. Ese verano incluso hicimos un pequeño viaje juntos y fue la primera vez que hicimos el amor. Creo que nunca había disfrutado del sexo de esa manera y era porque había un ingrediente extra que nunca antes había estado allí.

 Fue después de nuestra primera Navidad juntos cuando me enfermé. Fue tan repentino que ambos nos asustamos. En un momento estaba bien y al otro me había desmayado en el baño, golpeándome el brazo contra el mostrador donde está el lavamanos. Me obligó a ir al doctor, cosa que me parecía exagerada para lo que era obviamente una gripa. Incluso con la confirmación, se puso muy serio desde el primer momento. Era algo que yo jamás había vivido y por eso no lo entendía bien.

 Prácticamente se mudó a mi casa. La verdad es que, entre mi dolor y malestar, me gustaba ver su ropa allí con la mía. Me encantaba ver como ponía sus zapatos cerca de la puerta y me hacía una sopa que su abuela le había enseñado cuando era un niño pequeño. No tenía muchas ganas de reír ni nada parecido pero la sonrisa que tenía desde que lo había conocido seguía en mi rostros pues para mí él era fascinante. Era como si no fuera de este mundo, tanto así. Era amor.

 Me dio el jarabe y las pastillas a las horas adecuadas y me acompañaba en la cama con una mascarilla sobre su boca. Era yo el que había insistido en ello, aunque él aseguraba que sus defensas eran tan buenas que un gripe de ese estilo no podía entrar en él. Eso me hacía gracia pero igual lo obligué a usar la máscara porque no quería arriesgar nada. Todas las noches me daba un beso con la máscara de por medio y con eso yo era feliz hasta el otro día, cuando inevitablemente despertaba antes que él.

 Me encantaba mirarlo dormido, aprenderme la silueta de su rostro de memoria. No tengo ni tendré la más remota idea de cómo dibujar apropiadamente a un ser humano pero quería tener al menos ese recuerdo, uno bien detallado para que nunca lo olvidara. Sin embargo, sabía que eso ya no podía pasar. Ya estaba en mí y pasara lo que pasara, seguiría allí por mucho tiempo. Cuando se despertaba por fin, me miraba y se reía. No preguntaba nada pero creo que sabía lo que yo hacía.

 La sopa de la abuela funcionó, al igual que sus dedicados cuidados. Aunque me duró una semana el virus, pudimos deshacernos de él juntos. Tal fue mi alegría el día que me sentí verdaderamente mejor, que hicimos el amor de la forma más personal y emocionante en la que jamás lo hubiese hecho. Fue después de esa noche cuando él me dijo que quería vivir conmigo permanentemente. Fue fácil arreglarlo todo, acordar como sería todo con el dinero y esos detalles.


 El día que trajo todo fue el más feliz de mi vida. Lo ayudé a guardarlo todo y luego lo celebramos cenando algo delicioso que casi nunca comíamos. Me di cuenta entonces de que lo amaba, de que él me amaba a mí y de que acababa de empezar un nuevo capítulo en mi vida. No sabía más y no era necesario puesto que todo lo que tenía era suficiente para vivir feliz y eso era lo que siempre había necesitado.

viernes, 21 de octubre de 2016

La muerte de Bigotes

   El viaje desde la veterinaria hasta la casa fue el más deprimente que jamás hubiesen hecho. Ninguno de los pasajeros de la camioneta hablaba, ni siquiera parecía que respiraran. Estaban tan tristes y tan confundidos, que no sabían que hacer o que decir o como actuar. Al fin y al cabo que se les había muerto su querido Bigotes, el gato con el que habían convivido por más de cinco años. No había muerto de vejez sino por una extraña enfermedad que el da a los de su especie. Habían tenido que tomar la decisión de ponerlo a dormir y eso los tenía pensativos a todos.

 En el asiento trasero, iba el pequeño Nico. Había llorado desde por la mañana, cuando encontró a Nico casi sin vida al lado de su plato de comida y agua. Todas las mañanas el niño tenía la costumbre de visitar al gato en su habitación al lado de la cocina. Lo encerraban allí por las noches porque ya había sucedido que se salía a la calle sin previo aviso y se pasaban un buen par de horas buscándolo por todos lados. Así que decidieron cerrar la puerta en la noche y así enseñarle a Bigotes que no podía irse adonde quisiera, cuando quisiera

 Pero eso no había ayudado esta vez. La enfermedad, al parecer, había avanzado lentamente por mucho tiempo y para cuando Nico lo encontró estaba en un estado en el que ya no se podía hacer nada por él. Fue difícil tatar de explicarle a Nico lo que pasaba. Lloraba tanto que no se dejaba explicar lo que sucedía y cuando dejaba de llorar parecía que las palabras no tenían sentido para él. Bigotes era su mejor amigo, dicho por él mismo. La verdad era que el gato y el niño sí tenían una conexión especial, poco común se podría decir.

 Cuando durmieron a Bigotes, Nico empezó a gritar y a patalear tan fuerte que muchas de las mascotas que esperaban ser atendidas tuvieron una pequeña crisis nerviosa por el ruido y el alboroto. El padre de Nico tuvo que sacarlo a la calle y allí calmarlo un poco. Quiso comprarle un helado o caramelos pero el niño se negó, llorando como si tuviera reservas eternas de lágrimas. Cuando volvieron adentro, ya todo estaba hecho y la veterinaria tuvo la buena idea de que el niño pudiese despedirse de su amiguito. Fue un momento muy duro para los padres y el resto de presentes.

 Tuvieron que esperan un rato más pues en el mismo lugar incineraban los cuerpos de las mascotas y daban los restos a la familia para que pudiesen enterrarlas o lanzarlas en algún lugar especial o lo que quisieran hacer. En el viaje de vuelta a casa, la cajita estuvo quieta en el asiento al lado del de Nico, que le echaba miradas a la cajita y parecía estar a punto de llorar de nuevo pero parecía controlarse y no lo hacía. Apenas llegaron a la casa, Nico subió corriendo a su cuarto y se encerró allí sin decir una palabra a sus padres.

 Ellos tomaron la cajita y la pusieron en el cuarto que había ocupado Bigotes. Incluso para ellos había sido una experiencia dura pues en muchos de los recuerdos más alegres de la familia, Bigotes había estado presente. Era la mascota de la familia y tenían miles de fotografías que lo probaban. Nico tenía solo ocho años y para él ese gato había estado allí toda su vida, compartiendo con él y jugando. Debía ser muy duro y los padres trataron de discutir como hacerle entender que era algo normal y que no podía ponerse triste por lo que había ocurrido.

 Al parecer, Bigotes tenía una enfermedad que atacaba a través de la sangre, haciendo que de un momento a otro no pudiese caminar ni hacer ningún movimiento brusco. Era como si el cuerpo se le apagara de un momento a otro. La veterinaria les explicó que era poco común pero que ya lo había visto ocurrir y no había manera de prevenirlo o de hacer nada para remediar la situación. La recomendación de cremarlo también fue de ella pues pensaba que podía ser lo mejor cuando se trataba de enfermedades tan extrañas como esa.

 Esa noche, Nico no quiso bajar a comer. Ni siquiera la promesa de dos bolas de helado con chicles fue suficiente para convencerlo. No quisieron entrar de golpe al cuarto porque querían respetar el duelo de su hijo pero cada cierto rato pasaban frente a la puerta y preguntaban si estaba bien. Él siempre respondía, con la voz desganada y claramente cansado y todavía muy afectado por lo que había pasado. Como era jueves, decidieron no mandarlo a la escuela el viernes y que tuviesen tres días para procesar su dolor por el gato.

 El viernes no salió pero por lo menos dejó que su madre le pusiera en el escritorio un plato con comida. Cuando ella lo buscó más tarde, no había comido casi nada y se la pasaba en el suelo haciendo nada o en la cama acostado sobre su pecho. Les rompía el corazón ver a su hijo así y estuvieron a punto de llamar a un psicólogo infantil pero el papá de Nico dijo que el luto era normal y que Nico debía procesarlo a su manera, sin apurarlo ni nada por el estilo. Debía ser él el que les dijera cuando estuviese listo.

 Para el sábado en la noche, Nico ya salió de su habitación y se quedó con ellos en la sala para ver una película. A propósito, su padre puso una que sabría que le gustaría y el niño se mantuvo entretenido lo que duró la película pero en ningún momento soltó una carcajada ni nada parecido. Pero estaba allí con ellos y eso era un avance. El fin de semana terminó de manera similar aunque cuando lo acostaron el domingo por la noche, Nico preguntó a sus padres que se sentía morir.

 La pregunta los cogió fuera de base. No debía haber sido así pero no sabían muy bien como responder. Tratando de ser cuidadosos, le explicaron al niño que las personas solo morían una vez y que por eso nadie sabía muy bien lo que se sentía. Además, no todos mueren igual entonces por eso era muy difícil responder la pregunta. Entonces, Nico preguntó si a Bigotes le había dolido la inyección de la doctora y ellos se apuraron a decir que no, que seguramente había sentido mucho sueño y que así había ocurrido todo. No preguntó nada más.

 Al otro día ya tenía escuela. Cuando llegó en la tarde parecía más alegre, más energético. Pidió tomar una leche con chocolate y poder ver dibujos animados antes de hacer las tareas. Todo el tiempo que estuvo en la sala se rió de las situaciones que veía y la madre quedó sorprendida. Todo se explicó al otro día, cuando tuvo que ir a la escuela y la profesora le contó que su hijo había preguntado en clase sobre la muerte. Al comienzo había sido difícil responder pues no era una pregunta que hiciese un niño de esa edad en la escuela.

 Pero según la profesora, fueron los compañeros de Nico los que empezaron a responder y a contar sus propias experiencias. La mayoría había tenido mascotas y habían pasado por situaciones parecidas. Los que no tenían mascota, habían tenido familiares que también habían enfermado y muerto y le explicaron a Nico cada una de sus experiencias. La profesora no intervino mucho pero se dio cuenta de que era el mejor espacio para el que niños tan jóvenes hablaran de lo que la muerte era para ellos y como la percibían en sus vidas.

 Cuando sonó la campana del recreo, los niños siguieron hablando del tema y ella tuvo que hacerlos salir para que tomaran aire y comieran algo. Muchos siguieron discutiendo durante el recreo pero cuando volvieron al salón de clase ya todo parecía haber sido hablado porque pudo retomar el tema original de la clase sin ningún problema. El punto era que Nico había superado la situación por el mismo, sin ayuda de nadie y haciendo las preguntas correctas y a las personas correctas. Era eso lo que necesitaba desde el comienzo.


 El fin de semana siguiente fue el entierro de las cenizas de Bigotes en el patio trasero de la casa. Nico no quiso lanzarlas porque quería tenerlo cerca. Sus padres estuvieron de acuerdo. El mismo cavó el huevo, echó las cenizas y tapó con tierra. Cada uno dijo algunas palabras y al final la madre plantó algunas semillas que prometió a Nico crecerían para ser flores hermosas que les recordarían a Bigotes para siempre. El niño sonrió y desde ese día maduró un poco.

martes, 6 de octubre de 2015

Depresión

   Es difícil mantener la compostura cuando sientes que por dentro todo está derrumbándose, cada columna de tu espacio interno parece estar hecha del material más débil en el universo y simplemente crees que ese será, sin duda alguna, tu final en este mundo. Pero la mayoría de las veces, la abrumadora mayoría de las veces, eso no ocurre. No se acaba el mundo, no te acabas tú ni se acaba nada. Si acaso, empiezan muchas cosas y el mundo cambia de muchas maneras. Lo peor del caso, es que los sentimientos que se desarrollan en ese momento solo tiene una duración de algunos minutos, de pronto algunas horas. Al menos eso sucede cuando la cosa no es tan grave y apenas es algo incipiente. Si todo eso pasa a ser algo permanente, algo con lo que hay que vivir, tengo que ser sincero y decir que no entiendo como alguien lo lograría.

 La depresión, y todos los sentimientos que se le unen para que sea lo que es, no es una bestia fácil de controlar. Aparece de un momento a otro y ataca de la forma más baja, de la forma en que tu mismo sabes que va a doler más. Al fin y al cabo, somos nosotros mismos quienes nos atacamos pues no es una enfermedad que venga del exterior de nuestros cuerpos como la gripa o el sarampión. La depresión nace, se incrusta en nuestro interior, y allí vive para siempre hasta que es combatida con eficacia o hasta que consume por completo al ser en el que esté alojada. Las dos son cosas difíciles ya que siempre se vive un poco en el limbo con esta condición, pocas veces es suave o extrema.

 Tomemos un ejemplo. Por ejemplo, ahí está Federico. Es un chico de unos quince años, va a la escuela como la gran mayoría de chicos de su edad y no tiene ninguna particularidad física o intelectual. Su única verdadera particularidad es un gusto por los videojuegos. Cuando era pequeño, como hasta los doce años, los juegos de video eran vistos por él y sus compañeros como lo mejor de lo mejor y se podían pasar horas y horas hablando de ellos y compartiendo información al respecto. Era la época perfecta para él pues los videojuegos le brindaban mundos espectaculares en los que él se sumergía por completo y en los que encontraba cosas que en la vida real jamás hubiera encontrado.

 Sin embargo, los niños crecen. Y habiendo pasado pocos años, las prioridades de sus compañeros cambiaron sustancialmente. El tema principal ahora es el sexo, por muy difícil que sea aceptar esto por parte de sus padres. Ninguno de los chicos ha hecho nada con nadie pero todos han visto pornografía y saben las reglas generales del tema. Pero Federico sigue con los videojuegos ya que, ahora más que nunca, le brindan un espacio de aprendizaje en el que no se siente como un bicho raro. Esto lo convierte en objeto de burla y comienzan entonces los nombres y las acusaciones. Eventualmente, Federico cambia de colegio.

 El cuento parece suave, no tan grave como uno podría pensar que pudiera haber sido. Pero todos sabemos a lo que pueden llegar los jóvenes, o cualquiera de hecho, cuando algo no es como el resto. Porque la verdad es que los seres humanos nos la pasamos hablando de derechos humanos y de respetar los gustos de los demás, pero en la práctica nos da terror cualquier cosa que se salga del contexto normal de nuestras vidas. Es por esto que viajar y vivir en otro país, con una cultura distinta, es muchas veces difícil, al menos al principio. Esas diferencias, que nunca son verdaderamente importantes, nos marcan e incluso cuando las ignoramos siguen estando allí. Y son tan válidas para el que las ve como para el que las sufre.

 La multiculturalidad y la diversidad son ideas muy bonitas pero poco realistas. En niños pequeños funciona, pues estos no están contaminados con nada todavía pero pasemos a la historia de Florencia, una niña de siete años, venida de un país en que la inmigración es muy poca, que de pronto se ve en la mitad del patio de un colegio en uno de los países europeos, la verdad no importa cual. La niña ve otras niñas con velo, niñas negras, niñas chinas, niñas altas, niñas gordas y en fin. Y, en principio, eso no es problema. Pero entonces llega a su casa y escucha los comentarios de sus padres, también nuevos en ese país pero con muchos más prejuicios que ella. Y así entran a su vocabulario y a su mente nuevas palabras que describen a sus compañeras de clase.

 Florencia, ignorante de cómo funciona el mundo, simplemente decide no juntarse con las niñas que son muy diferentes y solo con las que se parecen a ella. Cuando le piden que haga actividades con las demás lo hace pero sin hablarles mucho y prefiriendo ser un poco descortés para que entiendan que ella no quiere ser su amiga. Esta historia puede parecer algo extrema pero la verdad es que sucede todos los días y es sustancialmente peor si se le suben las edades a los involucrados. Todos estamos siendo contaminados, a diario, con información sobre unos y otros. Es cosa nuestra decidir si todo lo que oímos es cierto pero para ello se necesita madurez y conocimiento y no todo el mundo está dispuesto a ambos.

 Esas niñas discriminadas, al comienzo notarán esas pequeñas diferencias y actitudes y con el tiempo también crearán un muro contra los demás, para que esos insultos y acciones no les afecten. Pero nadie se puede esconder para siempre y ahí es cuando la depresión, la misma que le dio al pobre Federico por sentirse solo en su mundo, entra y puede causar mucho más daño que un simple insulto o incluso que una pelea verbal mucho más agresiva. Una vez más, hay que recordar que es algo que está dentro de nosotros y eso es mucho más difícil de combatir que nada.

 Preguntárselo a Carmen, una chica que cayó en la depresión por algo que parece tan simple como perder su trabajo. Toda la vida había soñado con trabajar en una revista y cerca del mundo de la moda y cuando por fin estaba lográndolo, la echan. La explicación fue que su rendimiento no era como el de antes y que además estaban prescindiendo de personal, cosa falsa pues después buscaron a una pasante para hacer lo que ella hacía, es decir que en verdad querían ahorrarse su paga. Esto, en principio, no debería causar ningún tipo de reacción negativa a parte de la rabia y la frustración por perder un trabajo y tener que encontrar otro, que jamás ha sido fácil en ninguna parte y nunca lo será. Los trabajos no abundan en ningún lado y eso fue lo primero que bajó de ánimo a Carmen.

 Pero luego fue su mente la que empezó a concluir cosas que no había porque concluir. Saltó a conclusiones como que en verdad la habían despedido por la calidad de su trabajo y entonces concluyó que no era buena en lo que hacía. Así no más, salto a la concusión de que si la habían echado porque no rendía la verdad era que lo habían hecho porque simplemente no era buena. Entonces comenzó un largo camino, en el que buscó empleo y simplemente no lo conseguía. Trató de encontrar ayuda en sus antiguos profesores y ellos la ignoraron o simplemente nunca supieron que los necesitaba. El caso es que empezó a recorrer una escalera en espiral pero hacia abajo y cada vez que gastaba una posible solución, se hundía más.

 De pronto empezó a llorar en los momentos más extraños y el dolor que sentía cuando se sentía sola y miserable era cada vez peor. Cabe decir que para lograr sus sueño, Carmen había viajado, alejándose de su familia y amigos y ahora todo parecía haber ido por la borda, cada vez más lejos de ella. Tristemente, las cosas nunca mejoraron para Carmen. Un día, en uno de sus peores momentos, sufrió un accidente. Aunque no fue grave, fue la prueba que necesitaba el mundo para internarla en un hogar de reposo. Sus padres y amigos ya estaban con ella pero ya era muy tarde para eso. Carmen estaba pérdida y no abría nada que la devolviera como había sido alguna vez.


 La depresión no es una enfermedad como tal. Es una condición que no es de locos ni de raros, sino de gente que no tiene las fuerzas para seguir, para creer o para permanecer. Hay muchos que no la entienden pues para ellos la vida es sencilla en ese aspecto y solo siguen adelante y no hay ningún problema. Pero para algunos la estructura de todo lo que los rodea es bastante débil y puede ser derrumbada con el golpe más suave. Así que, en vez de juzgar y jugar a que aceptamos a todos, lo mejor sería que nos interesáramos por los demás y dejáramos de fingir para que gustarle a los demás. Los demás no importan cuando estés encerrado en ti mismo y no haya escape de tus propios castigos.moem los necesitaba. El caso es ral pero hacia abajo y cada vez que gastaba una posible solucion que los necesitaba. El caso es

miércoles, 22 de julio de 2015

Paseo del recuerdo

   Por la gripa, no podía salir de mi casa. El frío afuera era terrible y además había comenzado a llover y parecía que no iba a terminar pronto. Si algo detesto, es estar enfermo. Sentirme débil e inofensivo no es algo que me parezca muy atractivo. Algunos dicen que le ven el lado amable a la situación y aprovechan ese tiempo para descansar y hacer otras cosas, más que todo ver televisión y comer comida chatarra. Tengo que confesar que así comencé pero me cansé a las pocas horas. Me habían dado tres días libres por mi enfermedad y todo porque me había desmayado en frente del jefe. Fue un momento muy embarazoso que espero nunca repetir pues me sentía, al despertarme, como un idiota que no aguanta ni un resfriado.

 Inmediatamente me enviaron a la casa y los de los tres días, que para mi fue una exageración, seguramente lo hicieron para evitar que pasara otro suceso similar al desmayo. Según un amiga, si se le quitaba la parte de mi enfermedad, había sido muy gracioso. Dijo que mis ojos se blanquearon antes de caer al piso y que lo hice como las mujeres en esas películas viejas, aquellas en las que esperaban a que el hombre les diera permiso hasta de respirar. Y esa era una de las cosas que no podía hacer bien: respirar. Tenía que hacerlo por la boca o sino me ahogaría en mi propia cama y daría más razones a mi amiga para que muriera de la risa. Estaba en la cama, calientito, pero tremendamente aburrido y sin la menor posibilidad de hacer algo que me levantara el ánimo, que estaba por los suelos.

 Algo que había negado tajantemente era que me enviaran en ambulancia a mi casa o, peor, que me llevaran a un hospital. Detestaba la idea de ser como esas personas que por cada pequeño dolor corren al consultorio de un doctor, como si el dinero creciera en los árboles, junto a seguros médicos completos y las parejas perfectas. No, yo no iba a un hospital a menos que fuese estrictamente necesario y preferiría que así permaneciera. Todos esos procedimiento y jerga hecha expresamente para que el paciente no la entienda, me pone incomodo y me hace sentir más rabia que cualquier otra cosa. Con la poca fuerza pedí que me llevaran a casa y menos mal me hicieron caso.

 Mi amiga había estado conmigo unas horas pero se había ido después de comer algo. Yo había tenido la malísima idea de desmayarme a primera de la mañana entonces uno de los tres días de descanso era el día en el que me había sentido mal. Como dije antes, no me gusta que me hayan dado tanto tiempo pero sí que parece mezquino que cuente el día del suceso como uno de los de descanso… En fin. Después de reír un rato con amiga, ella se fue y yo dormí por un par de horas pero no me fue posible dormir como hubiese querido. Un dolor persistente de cabeza me lo impedía así que decidí quedarme en la cama y no hacer nada de nada.

 Pero me aburrí pronto así que salí de la cama, abrigándome lo mejor posible con unas medias gruesas, un pantalón que no usaba en años y un saco de esos gruesos, térmicos, ideales para los inviernos fuertes. Como no sabía bien que hacer, fui a la cocina primero pero no encontré que hacer así que decidí ver que tenía en la parte superior de mi armario. El polvo que sacudí seguramente no fue lo mejor para mi estado de enfermo y la tos que siguió casi no me la quito. Lo primero que pensé fue “Porqué hay tanto polvo?” pero esa pregunta fue rápidamente reemplazada por “Que tanto es lo que guardo debajo de tanta mugre?”. Y la verdad era que no había nada de valor o interés. Más que todo eran documentos viejos, aunque también algunas revistas de cuando era niño y aparatos que ya no servían para nada.

 Todos funcionaban baterías y yo hacía mucho tiempo que no compraba de esas. Fue una lástima porque sabía que esos juegos eran una distracción excelente. Tal vez le pediría a mi amiga algunas pilas… Dejé uno de los aparatos y un par de juegos a un lado y seguí mirando entre las carpetas. Mucho del papel olía a mojado por lo que asumía que la humedad tampoco me podía estar ayudando mucho. Lo mejor que podía hacer era taparme la cara y seguir hojeando mis calificaciones del colegio, que por alguna razón estaban allí. Sonreí al recordar lo mal estudiante que había sido durante un tiempo. Sabía sumar de milagro y nunca entendí para que era tanto número y tanta formula. Sin embargo, todavía recordaba con claridad quienes estaban a lado y lado en cada clase.

 Mis mejores materias eran inglés, historia y geografía. Era lo que más me gustaba, tal vez porque quería salir corriendo del colegio y estar en cualquier parte del mundo menos aprendiendo formulas matemáticas que nunca iba a utilizar. Y de hecho, nunca las he usado entonces, en mi concepto, le gané ese round al profesor del colegio. Estaban las calificaciones de los últimos cuatro años y también las de la universidad, que eran sin duda mejores y traían recuerdos mucho más gratos. Para mí esa había sido la mejor época de todas, de descubrimientos y verdaderos amigos pero también de definición completa de quién soy y para donde voy. Eso sí, sigue sin saberlo muy bien pero esa época me aclaró la mente e incluso el corazón.

 Porque entre tanto papel con olor ha guardado, había también un par de cartas de amor y algunos recuerdos de mis primeras parejas sentimentales. Eso sí que era un viaje en el tiempo increíble ya que muchos de esos objetos no los recordaba. Había una manilla de color azul, un silbato de juguete, la envoltura de una hamburguesa y otra de un chocolate, algunas fotos de máquinas instantáneas e incluso un pedazo de tela que recordé era de una camiseta que me gustaba de uno de ellos y que su dueño había recortado, de manera un tanto excéntrica, para regalármela. Abrir la llave de los recuerdos me hizo sentir joven pero también algo perdido.

  Perdido porque ya no me parecía ni me sentía igual que ese chico al que le habían dado esos regalos. Al leer las cartas de amor, que eran solo tres, me di cuenta de que todo eso había pasado hacía una vida. Esa inocencia e ingenuidad ya no existían y tampoco ese ser crédulo y complaciente que había disfrutado de semejantes regalos, con un optimismo que el yo actual jamás tendría ni con esfuerzo. La verdad, derramé algunas lágrimas viendo todos esos objetos pues parecían más los de un hijo perdido que los de un yo más joven. Lo guardé todo con cuidado en la cajita en la que los había encontrado y esperé encontrarlos de nuevo en el futuro, momento en el cual esperaba volver a sentir todas esas cosas de nuevo, que me hicieron sentir más joven pero diferente.

 Que más había en el armario? Pues un maletín lleno de mapas y recibos de viajes pasados y otra caja, más grande, con videos y fotografías de viajes con mi familia. Aunque no tenía ni idea de cómo ver esos videos, que estaban en casete para videocámara, sí recordé cada momento por los títulos en el costado de cada cinta. Viajes familiares, hacía varios lustros, a diversos destinos pero siempre con los mismos personajes. En ese momento me puse sentimental de nuevo porque ellos estaban ahora muy lejos pero pensé que no sería mala idea aprovechar mi enfermedad para saludarlos. Lo haría más tarde, cuando tuviese algo en el estomago porque, siendo familia, siempre hay que enfrentarlos con el estomago lleno.

 Por último vi varias cosas solo mías: los dibujos de personajes animados que había dibujado a los doce años, los recuerdos de un viaje a Disney World y algunas fotos en las que besaba a mi primer novio. Había muchas más cosas y me reí solo y volví a llorar viéndolo todo. Fue como haber ido a caminar por una vía que era exclusivamente para mí y por la que hacía mucho tiempo no caminaba. Fue adentrarme en mi mismo y recordar partes de mi que había olvidado por completo y que de pronto ya no eran tan importantes ahora como lo habían sido antes. Porque la verdad es que no creo que alguien deje de ser sino que simplemente cambia acorde a su situación  actual.

 Y como mi situación era de enfermedad, tal vez por eso estaba especialmente susceptible. Decidí guardarlo todo con cuidado, a excepción del juego de video portátil que iba a utilizar sin importar lo que pasara. Recordaba claramente como me había divertido con él cuando niño y quería volver a tener eso, especialmente en un momento tan aburrido con el de estar enfermo. Llamé a mi amiga para decirle lo de las baterías y me contacté con mi familia por el computador. Hablamos bastante y quedé con una sonrisa de oreja a oreja que no se me quitaría con nada en los próximos días. Cuando llegó mi amiga la mañana siguiente le conté todo.

 Ella me dio las baterías y me dijo que lo más importante era descansar para sentirme mejor. Pero en cambio pedí algo delicioso de comer y me puse a jugar el juego que me devolvió antiguas alegrías olvidadas. Me hizo recordar que yo era más que solo uno de mis sentimientos, más que uno de mis pensamientos.


 Habiendo pasado el tiempo, volví al trabajo y todos se extrañaron de mi nueva personalidad, que tal vez no duraría mucho, pero que seguramente todos disfrutarían y nadie más que yo.