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jueves, 12 de marzo de 2015

Sentir

   No sientes a veces que es difícil volver? Volver a ese momento exacto en que fuiste interminablemente feliz, en que experimentaste la más grande paz que jamás haya nadie sentido en esta vida? No importa si fue realidad o si fue un sueño o incluso algo entre los dos. No, lo que importa es que estuviste allí, lleno de esperanza o de miedo, de excitación o de asco. Sentiste y no hay nada más hermoso que eso.

 El miedo es un gran aliado, por ejemplo. Nos deja saber que hay peligro y nos mantiene a salvo, a expensas, muchas veces, de nuestra salud e incluso de nuestra reputación. A veces cuando respondemos al miedo se nos tilda de cobardes o miedosos. Y que? Y que si lo somos? Orgullosos deberíamos de estar de ser unos cobardes que responden a la química básica de la naturaleza que, en su gran sabiduría, quiso que tuviéramos formas de escapar y de seguir viviendo. De pronto creyó que valía la pena mantenernos vivos aunque, a diferencia de dios, la naturaleza nos hizo y luego nos dejó en paz, a nuestro suerte, sin mirar atrás.

 De allí, parece ser, que sale la esperanza. Esa amalgama de sentimientos que es la esperanza, que es tonta y pasiva, sentándose a esperar sin hacer nada más. Porque eso es lo que es, solo esperar y creer tontamente en algo que simplemente no va a ocurrir. La esperanza es el miedo, el amor y muchos otros mezclados en uno. La esperanza es algo que, al final, no sirve de nada porque no ayuda en nada. La mejor forma de luchar es con manos y dientes y nuestra mente, que son lo único que tenemos. Esperar a ver no sirve a menos que se trate de un tiempo de reflexión, algo muy distinto.

 La esperanza fue aquella tonta que inventó la religión, que no acaba de ser nada más que ponerse una banda sobre los ojos y confiar en lo que otros dicen o hacen respecto a nuestra existencia como seres humanos. Yo no creo en bandas. Creo en la liberación del espíritu y la esperanza no es liberación sino esclavitud de la mente a ideas que pueden o no ser reales. No, yo prefiero experimentar sentimientos de verdad.

 La felicidad es uno de esos, uno de los mejores y más simples. A diferencia de lo que muchos dicen, la felicidad es bastante fácil de conseguir. Lo difícil es conservarla porque, siendo seres egoístas como lo somos, queremos todo para siempre y a la mano, no nos queremos mover de nuestra comodidad, incluso si eso nos ayudase a vivir de verdad la única vida que tenemos. Pero a veces nos dejamos llevar y, acaso no somos mucho más felices cuando lo hacemos? Así sea por unos segundos, la felicidad puede llegar de acciones tan simples como el ver a otro ser humano. A veces con eso basta.

 Deberíamos aprender a disfrutar esos momentos, en vez de vivir quejándonos respecto a su efímera existencia. Lamentablemente los seres humanos no vivimos los momentos sino que nos desgastamos queriendo preservarlos, como si un sentimiento, un momento en el tiempo incluso, pudiesen ser encerrados en una caja de cristal para poder apreciarlos una y otra vez a lo largo de nuestra vidas. Pero sabemos que eso no es así. Una foto nos recuerda el sentimiento pero nada más. No nos lleva allí y nunca sentimos exactamente lo mismo al ver el recuerdo. Solo podemos estar allí siempre que los sentimientos ocurran, para vivirlos en el momento y dejar de pensar en atrás o adelante.

 El placer es otro de esos sentimientos que yacen muchas veces en el pasado y el futuro. Y de la forma más odiosa ya que, con frecuencia, se trata de comparaciones entre una persona y otra, entre un momento y otro. Comparar es algo detestable ya que estamos poniendo todo lo que vivimos en un mismo nivel y eso es simplemente ridículo. No hay una comida más rica que otra, no hay un viaje más placentero que otro ni hay un mejor beso que otro. Puede que con el tiempo la percepción cambie pero en el momento de lo ocurrido los placeres suelen estar al mismo nivel y satisfacen casi siempre igual.

 Obviamente existen las experiencias horribles e incluso asquerosas, no todo es una cama de rosas en la vida. Pero incluso esas experiencias no pueden clasificarse, porque son únicas a su momentos, a su manera de haber sido sentidas. A veces desechamos muy rápido las experiencias que repudiamos pero también de ellas se aprende ya que definimos quienes somos a partir de lo que nos gusta y lo que no.

 Precisamente por todo esto es que es una idiotez, del tamaño de una casa, el decidir olvidar algo o a alguien a voluntad. No hay nada más odioso e infantil que creer que con olvidar algo se soluciona la vida o el dolor es menos. Todos sabemos que eso no es cierto. Todos sabemos, así no lo hagamos, que lo que de verdad llena de calma nuestra mente es saber. Simplemente eso. Saber que ocurre a nuestro alrededor y tener todos los datos. Al final y al cabo somos seres curiosos, que todo lo que quieren averiguar y saber. Nuestra humanidad está basada en ese afán de saber cada vez más.

 Por eso mismo negarse a la realidad, a los hechos, es una ridiculez. Si sufriste, si te han herido, si hay algo que te atemoriza o que te desafía solamente aprende de ello. Hacer como cualquier científico o investigador es lo mejor y lo natural: aprender porque pasan las cosas y que es lo que pasa en realidad. Así se desprende todo en pedazos más pequeños, más fáciles de absorber por nuestra mente y es así como se encuentra un equilibrio mental más seguro, una paz de espíritu que nada más da sino saber, aprender y enfrentar la realidad.

 La valentía es otro de esos sentimientos. Y para ser tan real, tan físico, a veces parece que se trata algo imaginario o que nunca nos parece lo suficiente. Es efímero en muchas ocasiones y no sale cuando lo buscamos sino cuando mejor le parece. Casi nadie es valiente por decisión consciente sino por un impulso, más allá de su entendimiento, que lo lleva a hacer algo que otros pueden considerar como una acto de bondad arriesgado pero exitoso. Los que fingen ser valientes siempre lo que tienen es miedo de decepcionar y vale la pena decir que la valentía real nunca se relaciona, ni en lo más mínimo, con el miedo.

 En todo esto es cuando entra, con frecuencia, a jugar nuestros instintos más básicos. Se trate de procrear o de defender a nuestra familia, hay ciertas cosas que no decidimos que simplemente entran en juego porque somos seres biológicos, animales inteligente pero animales al fin y al cabo. Esa pasión que no para cuando vemos a alguien que nos gusta, cuando por fin podemos estar a solas con esa persona, ese es un instinto animal puro, un sentimiento ancestral que busca preservar nuestra especie.

 Lo cómico que tiene este sentimiento es que no hay manera real de controlarlo. Es más él que nos controla y se olvida de todo, incluso de las posibilidades reales que hay de procreación, con quien sea que estemos en el momento. Incluso si nuestra mente sabe que somos dos hombres, dos mujeres o que estamos con alguien que no puede procrear, la pasión elimina todas esas reflexiones y no deja más que l puro instinto animal, que reside muy profundo en nuestro subconsciente y que nadie, ni el más inteligente ni el más idiota, pueden controlar.

 La vergüenza puede entrar a jugar muchas veces cuando el placer se va y volvemos a ser nosotros, los que tienen dominio sobre sí mismos. Lo hermoso del placer verdadero, no del falso que muchas personas reclaman tener con cada persona que conocen, es que simplemente pone a un lado todo lo demás que pueda estar ocurriendo, todo lo demás que exista en el mundo incluso las inseguridades más latentes de cada uno.

 A causa de la evolución humana, nos hicieron avergonzarnos de nuestros cuerpos y es algo que hasta ahora estamos tratando de eliminar. Se nos implantó, a la fuerza, un sentimiento de culpa y miedo que terminó llamándose vergüenza. Se parece un poco a la esperanza en cuanto a que no es un sentimiento puro sino una mezcla de muchas cosas. La vergüenza, un poco como la esperanza, tiende a ahogar poco a poco la personalidad de las personas, cohibiendo ciertos comportamientos y amaestrándolos poco a poco, llevándolos a ser criaturas pérdidas.

 De ahí nace la creciente inseguridad que todos sentimos en el mundo de hoy. Y ese, ese un sentimiento oscuro y asesino. La esperanza y la vergüenza son juguetes para niños al lado de la inseguridad, aquella que crea miedos tan profundos que es imposible llegar a la persona detrás de todo los velos oscuros impuestos por un sentimiento que la sociedad, como grupo, impone en todo el mundo. Lo malo es que no todos saben como luchar contra ella. Nadie la elimina por completo pero la controlan o la ignoran. Otros, al contrario, se entregan a ella y dejan de ser. Y no hay nada peor que eso.

 Los sentimientos pueden ser nuestra perdición o nuestra más grande y hermosa realidad. Independientemente de cualquier cosa, hacen parte de quienes somos, nos hacen ser y nos hacen hacer. Gracias a ellos existimos y por ellos podríamos dejar de existir. Sentir es, sin duda, una experiencia demasiado buena para dejarla pasar.

viernes, 31 de octubre de 2014

Magma

 Y estando en París, tan lejos de su hogar, Fernando se dio cuenta de cuanto lo extrañaba, en especial a su madre y su padre e incluso a el torbellino que era su hermano menor.

Claro que no se arrepentía de haber venido a estudiar lo que quería y, además, conocer una de las ciudades más famosas del mundo. Pero igual los extrañaba y hubiera querido estar con ellos en ciertos momentos, como cuando iba a pasear por hermosos jardines o cuando veía cosas en vitrinas que seguro ellos adorarían.

Había llegado a la ciudad al final del verano y ya habían pasado casi cuatro meses desde eso. Navidad estaba a la vuelta de la esquina y el clima era tan frío que ya se le había vuelto una costumbre vestir bufanda, abrigo y guantes. No le gustaba mucho aquello de estar tan abrigado pero era eso o literalmente congelarse en el camino a la universidad.

Le habían dado casi un mes de receso y Fernando pensaba aprovecharlo al máximo. Aunque muchos de sus compañeros habían decidido volver a su país o a sus pueblos y otros más iban de paseo a países cercanos, él había decidido que no conocía bien París todavía y quería aprovechar el receso para ello.

Pero había otra razón. Fernando era homosexual y quería aprovechar su estadía en un país más liberal para conocer gente y tal vez experimentar una que otra cosa. Al fin y al cabo tenía 23 años, la edad ideal para ver lo que la vida puede ofrecer.

Fue así como cada día salía a caminar. Miraba el mapa del metro, elegía una estación en una zona interesante y tomaba el tren hacia ese punto. Después caminaba bastante y por la noche volvía exhausto pero contento a su casa.

En una de sus salidas, caminó por un barrio bastante extraño. Se veían autos estacionados en la calle y muchos edificios pero no había ni un alma por ningún lado. Era un lugar casi desolado y eso que no era ni muy temprano ni muy tarde.

Caminó y caminó hasta entrar a una callejuela para salir a una avenida del otro lado pero allí escuchó una música a lo lejos y la reconoció como música de su país. Se detuvo a escuchar e imaginó que seguramente sería alguien bailando en su cuarto o algo parecido, tal vez con la misma añoranza que a veces invadía a Fernando.

Pero no. Cuando el chico iba por la mitad de la callejuela, se dio cuenta que la música venía de un café tipo "pub". Sobre la puerta ponía "Magma" en letras rojas con borde naranja. Y, algo aburrido del paseo de hoy, Fernando decidió entrar pensando en la música y en que, de paso, podría comer algo.

El lugar estaba un poco más bajo que la calle y no era muy grande. Afortunadamente estaba bien iluminado y no olía a cigarrillo ni nada parecido. La música seguía mientras una joven se le acercaba a Fernando con la carta. Le habló en español al instante y tuvieron una conversación amena, intercambiando puntos de vista y demás. Al final, Fernando escogió algo de comer y ella le dijo que no demoraría.

La verdad fue que sí demoró pero Fernando no tenía nada que hacer así que no le importaba. Sacó su celular para revisar sus cosas pero algo lo distrajo: entraba un grupo de jóvenes y en el grupo había un muchacho bastante guapo. Fernando lo miró por un momento pero dejó de hacerlo cuando por fin llegó su comida.

El grupo se hizo cerca de él: eran dos parejas, una chica sola y dos chicos solos, entre esos el que Fernando había mirado. Miró a los demás y, sobre todo, al chico que hablaba más con el guapo. Era bastante simpatico también pero no tan evidentemente atractivo. El chico que Fernando había visto parecía modelo de perfume.

Fernando siguió comiendo y la chica le ofreció una cerveza de su país, la que él acepto sin dudarlo.

Pasados unos minutos, el sitio estaba casi lleno y el volumen de la música había subido. Fernando terminó de comer y se dedicó a tomar su cerveza mientras veía como una pareja de otra mesa se levantaba para comenzar a bailar. Lo hacían muy bien y todos los aplaudieron y más se unieron a ellos, empezando por las parejas del grupo que Fernando había detallado.

Él había empezado de nuevo a mirar al chico guapo cuando la joven que estaba sola en ese grupo se le había acercado para pedirle que bailaran. Fernando aceptó y bailaron dos canciones completas. El dolor de piernas era bastante ahora y veía que ya era tarde. Le agradeció a la chica por el baile, pagó su comida y salió del lugar. Cuando había llegado a la avenida, se dio cuenta que lo llamaban diciéndole "Bailarín!".

Pero no era el chico guapo, que él por un momento pensó, sino el chico que estaba con él en la mesa. Se le acercó trotando y le entregó la bufanda. La había dejado en su puesto. Fernando le agradeció. El chico entonces le dijo que él era francés pero que algunos de sus amigos eran extranjeros y le gustaba la música aunque estaba cansado por el trabajo.

Fernando, extrañado que alguien se le acercara así no más a hablarle, le dijo que él también estaba cansado y por eso había salido. Decidieron caminar juntos a la estación del metro y hablaron mucho en el camino. Fernando le preguntó incluso por el chico guapo y el otro rió. Dijo que siempre la gente miraba mucho a su amigo pero que él solo estaba interesado en sí mismo. Aunque lo quería mucho porque se conocían de la niñez, sabía que era un poco egocéntrico.

Cuando llegaron a la estación, Fernando le preguntó al chico donde vivía y se dieron cuenta de que no había ni tres calles entre sus hogares. Tomaron entonces el tren y hablaron de sus vidas y sus gustos en el camino. Resultó que el chico era bastante simpático y muy interesante.

Fernando vivía más cerca a la estación por lo que se debía despedir primero pero en vez de eso decidió arriesgarse: invitó al otro chico a tomar una cerveza y seguir hablando.

Ese día Fernando realizó una de las fantasías que quería cumplir en París pero, sin saberlo, había conocido a una persona que le enseñaría mucho en poco tiempo.

Por esto, casi diez años después cuando Fer volvió a la ciudad por placer, buscó el Magma de nuevo e invitó a su esposo a bailar allí y le contó la historia del chico que había conocido hacía tanto tiempo. Y le gustaba recordarlo todo ya que en ese momento descubrió que la vida tenía, algunas veces, buenas sorpresas para todos.