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lunes, 30 de marzo de 2015

El hombre de las ballenas

   La verdad era que el tipo este tenía cara de loco. No solo era el hecho de que estuviera montado en una ballena, cosa rara desde el comienzo, sino que vestía un atado de hojas como pantalón corto y un sombrero de paja con un hueco en la punta, en la cabeza. Tenía pulseras en ambas manos, tantas que parecían formar una sola banda de colores alrededor de cada muñeca y otras cuantas en los tobillos.

 El animal se nos acercó suavemente, lo suficiente para el hombre se subiera al barco. El animal pareció sumergirse y luego retirarse un poco. Por lo visto no le gustaba la idea de estar debajo de un barco, así como a nosotros no nos hacía gracia tener un animal de varios metros de largo debajo nuestro. El hombre no parecía interesado en nosotros sino en el barco y estuvo mirando un poco por todos lados, entrando a la cabina de mando, después paseándose por toda la cubierta y finalmente revisando por la borda, como si viera a través del agua. En todo el rato que estuvo con nosotros, no dijo ni una sola palabra. Al final de su visita, hizo un ruido extraño para acercar a la bestia, se subió e hizo el ruido otra vez.

 Otro animal subió a la superficie cerca de al barco. El hombre se lanzó al agua y entonces los dos animales nadaron bajo el barco y lo cargaron en sus lomos. Nosotros, caímos al piso como tontos. Rápidamente nos cogimos con fuerza a la baranda del barco y así estuvimos, esforzándonos por no caer, durante aproximadamente una hora. Después de ese tiempo llegamos a un banco de arena. Las ballenas dejaron el barco lo más cerca de la playa y luego se fueron, sin más. Nosotros las vimos alejarse, a la vez que saltábamos al agua poco profunda. Cuando las dejamos de ver, celebramos. Unos rieron, otros gritaron y el capitán se puso a llorar. Eran muchas las emociones.

 Al fin y al cabo no era todos los días que algo así sucedía. Nuestro barco se había quedado varado luego de una tormenta y no sabíamos ni siquiera donde estábamos. Los aparatos estaban dañados y habíamos tenido que racionar lo más posible hasta que el hombre de las ballenas había llegado. Ciertamente no habíamos hecho nada para llamar su atención pero sin embargo allí habían llegado y ahora nos habían traído a ese banco de arena. Por lo que se veía alrededor, había más bancos y atolones cerca. Era probable que todo formara parte de un archipiélago más grande, tal vez poblado. Y si había gente, podríamos comunicarnos con la compañía pesquera para la que trabajábamos. Ellos enviarían ayuda y estaríamos en casa pronto.

 Lo más urgente era o arreglar el barco para navegar o tratar de hacer uso de los botes salvavidas. Podríamos hacer una vela uniendo tres de los botes naranjas y así navegar de isla en isla hasta que encontráramos alguien que pudiera comunicarnos con tierra firme. Sin embargo, ese día que llegamos solo comimos y recogimos algunos cocos de las pocas palmeras que había. Decidimos nadar a un atolón algo más grande que estaba cerca y dejar el barco en el banco de arena. En el atolón había más palmeras y pudimos cazar algunos cangrejos, con gran dificultad. Nuestra medico nos aseguró que no había problema en comerlos crudos, aunque hubiera sido mejor tener fuego. Nuestro capitán, ya recuperado, intentó encender uno con hojas de palmera y palitos pero fracasó estupendamente.

 Dormimos a la intemperie, cubriéndonos con algunas cobijas que pudimos sacar del barco en los botes salvavidas, junto con comida y cosas que pudiéramos utilizar para hacer la vela. Al otro día ese fue nuestro trabajo y nos sorprendimos al ver que el hombre de las ballenas estaba en el atolón. Desde primera hora de la mañana, lo vimos sentado con las piernas cruzadas, mirando al horizonte, por donde salía el sol. El hombre parecía ignorar nuestra presencia. O tal vez estaba meditando o algo por el estilo. La verdad nunca lo supimos. Un par de nosotros nos acercamos y le hablamos. Le preguntamos su nombre, de donde venía y que estaba haciendo allí. Pero ni se inmutó. Se rascó la barba un par de veces, pero eso fue todo.

 Con algunas cobijas ligeras, telas y ropa usada, pudimos hacer una colcha de retazos bastante grande, de unos tres metros en cada uno de sus lados. Cosimos todo con el kit que tenía la doctora para coser heridas y cortamos los sobrante con sus tijeras de cirugía. La vela quedó bastante bien o al menos eso parecía. Lo siguiente era conseguir un palo o algo donde izarla. Ese fue un problema porque no había nada parecido en el atolón. Con los binoculares revisamos las demás islas cercanas pero no había nada que pudiese servir en ninguna de ellas. Los troncos de las palmas eran muy grandes y gruesos y las grandes hojas no servían para ello. Ese día nos dimos por vencidos y decidimos dejar para el día siguiente la resolución del problema.

 Era temprano todavía cuando terminamos y el hombre de las ballenas no se había movido un centímetro. Mientras comíamos peces que algunos habían pescado mientras los demás cosíamos la vela, algunos juraron que el hombre se les había quedado mirando en ciertos momentos, pero había vuelto a mirar al horizonte con rapidez. A la vez que dejábamos las espinas de lado, discutimos la probabilidad de que el hombre de las ballenas hubiera sido un naufrago de algún navío perdido en aguas cercanas. De pronto había sobrevivido gracias a los enormes animales y por eso había decidido vivir con ellas. De hecho, ahora que lo pensaban, no era posible que él estuviera todo el tiempo con los cetáceos. Las ballenas podían sumergirse bastante pero él seguramente no y no por tanto tiempo. Tenía que tener una casa o un lugar donde al menos pudiese dormir.

 La noche llegó de prisa y todos quedamos dormidos con prontitud. El trabajo del día y el sol nos había extenuado. Al otro día, agradecimos los galones de agua fresca que habíamos podido sacar del barco. Había que racionarla con exageración pero era lo más sensato, ya que no teníamos la más mínima idea de cuanto tiempo más permaneceríamos en la isla. Decidimos separarnos en dos grupos para explorar las islas cercanas. Cada grupo tomaría un bote salvavidas y usaría como remo una hoja de palma. Como éramos once personas, lo más sensato fue que cada grupo fuese de cinco personas y uno de nosotros se quedara en la isla, cuidando la vela que habíamos hecho y el bote salvavidas que quedaba.

 Cuando zarpamos, cada uno para una dirección diferente, nos dimos cuenta que el hombre de las ballenas ya no estaba en su puesto del día anterior. De hecho, parecía haber desaparecido en la mitad de la noche. No pensamos más en él y seguimos nuestros camino. El grupo que revisó las islas hacia lo que parecía el oeste no encontró nada en todo el día. Revisaron cada islote pero no había sino lo mismo que en el que nos estábamos quedando. Lo malo fue que encontraron también otras criaturas: eran tiburones, expertos en buscar alimento en aguas poco profundas.

 Los del grupo del este también encontramos tiburones pero también los restos de un naufragio que parecía tener unos cincuenta años. Parecía un barco pequeño de guerra, todavía con armas en la cubierta y, para nuestro pesar, un esqueleto que todavía yacía en el lugar que había muerto. Era horrible ver como alguien había muerto allí. Nadie dijo nada, pero las esperanzas de salir del archipiélago bajaron sustancialmente ese día. Volvimos al atardecer, al mismo tiempo que nuestros compañeros. No tuvimos tiempo de saludarnos porque al ver nuestro islote, vimos que nuestro centinela saltaba y nos apuraba.

Cuando llegamos, nos abrazó a todos. Saltaba de felicidad y nos mostró una enorme barra delgada de metal que había sobre el arena. Nuestro hombre nos contó que una de las ballenas había vuelto con el hombre en su lomo que traía ese palo ligero de metal. Solo lo entregó, hizo una venia y se fue sobre el enorme animal. Era la pieza que nos faltaba para poder izar la vela y al otro día eso fue precisamente lo que hicimos. Cuando estuvo todo listo, hicimos una comida especial de cangrejo y pescado, en la que agradecimos la ayuda del mar y la tierra, así como de nuestro misterioso amigo.

 Zarpamos justo después y, al final del día, nos alejamos del pequeño archipiélago de islotes. Navegamos toda la noche hasta el dia ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽. Navegamos toda la noche hasta el distuvo todo listo, hicimos una comida especial de cangrejo y pescado, en la que agía siguiente. Fue a primera hora de la mañana que nos dimos cuenta que había dos islas enormes, una hacia el noreste y otra al sureste. Nos dirigimos a la segunda porque pudimos ver sobre ella brillos extraños. En efecto, como lo imaginamos, esos brillos eran de algunas casitas. Había gente y nos recibieron como si fuéramos amigos, hermanos. Nos dieron de comer y nos indicaron que había un bote que salía cada día hacía la isla más grande de la esa pequeña nación insular. Allí había un aeropuerto pequeño que los conectaba al mundo. Nos prestaron su radio y contactamos con la empresa que mandó un avión privado a recogernos.


 Cuando cenamos con los locales esa noche, les contamos del hombre de las ballenas. Nos pareció extraño que se quedaran mirando y luego, sin más, se rieran. Decían que era una leyenda del mar que tenía siglos de existencia y que muchos náufragos juraban haber conocido al mismo hombre pero miles de veces habían ido en su búsqueda y jamás lo habían encontrado. Lo más raro fue cuando les comentamos donde habíamos estado durante los últimos días. Según ellos, esos islotes simplemente no existían y así lo pudimos comprobar cuando llegamos a casa. Sea como fuere, estábamos vivos gracias a ese hombre, sus ballenas y su tierra inexistente.

sábado, 28 de febrero de 2015

Historia de un mundo pequeño

   Esta es la historia de un hombrecito pequeño en un mundo gigante. No, no es una metáfora, es simplemente la realidad de la situación. Medía, a lo mucho, unos tres centímetros de altura y vivía entre las paredes o de un edificio de apartamentos. Antes, en la época que vivía con sus padres, vivía en una linda casita en un parque pero ese parque ya no existía y cada persona pequeña había tenido que hacer lo necesario para sobrevivir.

 Su nombre era Drax y ese había sido un nombre elegido por sus padres al vero escrito en una de las muchas botellas que los humanos tiraban en el parque. Drax vivía entre las paredes con su esposa Dasani. No tenían hijos y pensar en ello los ponía tristes. Pero los dos formaban un equipo formidable: tomando comida de los humanos, yendo y viniendo, mejorando su hogar y explorando nuevas posibilidades en el mundo.

 Era peligrosa la vida para unos seres tan pequeños. Podían ser pisados por cualquiera o destruidos por las mil y un máquinas que los seres humanos inventaban para hacer todo por ellos. Un día casi mueren molidos por una podadora pero un perro, esas criaturas peludas y babosas, los salvó justo a tiempo. Normalmente no interactuaban mucho con animales tan grandes pero en esa ocasión le agradecieron al cachorro con una galleta del supermercado.

 Ese era el lugar preferido de Dasani: había de todo para coger y llevar a casa y hacer nuevos tipos de alimentos para su esposo. Esa era otra de sus pasiones, sobre todo cuando no estaba explorando con su marido por el mundo. Si algo hacían bien los seres humanos, era cocinar, o eso pensaba ella. Eran creativos y a veces los olores penetraban tanto en el muro que vivían que era imposible no percibirlos. Y eso que los humanos con los que convivían no eran especialmente hábiles o no lo parecían al menos.

 La pareja no era nada de envidiar: un hombre y una mujer que parecían estar amargados todos los días de su existencia. Iban y venían todos los días pero no pareciera que hiciesen nada fuera de casa porque no traían nada ni comentaban nada nuevo. Drax y Dasani los “acompañaban” de vez en cuando, sobre todo para ver las noticias del mundo humano y una que otra película en la televisión.. Lastimosamente, la gente pequeña no había inventado esos mismos mecanismos para su tamaño por lo que era más sencillo así.

 Al menos una noche por semana, la pareja de seres pequeños se sentaban en la oscuridad de la cocina, adyacente a la sala de estar, y desde allí veían lo que los humanos estuvieran viendo en la televisión. Era entretenido estar sobre la caja de galletas, abrazados, viendo alguna película romántica. Comían algo de queso o algo dulce mientras pasaban las imágenes y luego se iban a dormir. Era para ellos la cita perfecta.

 Lo malo era cuando aparecían los humanos menores, o niños. Tenían dos y eran de los más fastidiosos que hubiesen visto nunca. En la calle, en el mundo exterior, habían visto otros. Incluso habían interactuado con bebés, que no podían decir nada e su existencia, por lo que siempre era entretenido. Además, a Dasani le encantaban los bebés y suponía que un bebé de su tamaño sería aún más hermoso.

Y lo habían intentado. Por mucho tiempo pero nada pasaba. Dasani terminó por creer que algo estaba mal con su cuerpo y simplemente dejaron de pensar en ello. Ayudaba el hecho de que los dos se amaran tanto y que el tener hijos no fuese un requisito fundamental para ser felices o para considerarse una familia. Igual, de vez en cuando, hablaban del tema, como si fuera algo muy lejano, una simple fantasía que supieran que jamás iba a ser realidad.

 Los niños humanos, los de la familia del apartamento cuyo muro habitaban, eran detestables. Eran lo que llaman adolescentes y eran sucios, mal hablados y sorprendentemente tercos. De vez en cuando alguno de los dos iba a las habitaciones de los niños humanos, a tomar prestada una media vieja para usar para fabricar diferentes cosas con su tela o para tomar cosas que solo estaban allí. Era una pesadilla por el desorden, el ruido, los olores,… Y ni la niña se diferenciaba del niño. Eran los dos igual de repulsivos para ellos.

 Ahora bien, hay algo que no se ha contado de esta historia: Drax y Dasani, desde la separación con sus respectivas familias, jamás habían vuelto a ver a ningún otro ser pequeño. Ni uno; ni en los muros, ni en el exterior, ni en los varios lugares que visitaban ocasionalmente para proporcionarse alimento, herramientas y demás. Simplemente no había ninguno o eso era lo que parecía. Era cierto, eso sí, que el mundo parecía crecer sin límites y tal vez por eso no encontraban a nadie. Pero después de tantos años, pensaban que era muy posible que fueran los últimos de sus especie, al menos por esos lados del mundo.

 Por eso exploraban cuanto podían, con cuidado y sin dejarse ver de los seres humanos. Formaban un equipo formidable encontrando nuevos lugares de donde podían proporcionarse comida y demás pero también encontrando aquellos lugares que los humanos no veían pero que seres como ellos podían considerar habitables.

 No fue una sino varias veces las que se salvaron por nada de ser asesinados, sea por animales salvajes o por estructuras viejas o simplemente porque por todos lados había seres humanos y eso siempre iba a ser un problema para gente tan pequeña.

 En un solo año, revisaron todos los muros del edificio de diez pisos en el que convivían con seres humanos. Su muro en especial, solo colindaba con una de las viviendas pero seguido pasaban por otros, fuera para explorar y salir del edificio y jamás habían visto nada más allá de las variadas subespecies de seres humanos que podía haber: gordos, flacos, feos, guapos, de varios tonos de piel, jóvenes, viejos, … Eran tan variados como ellos, o bueno, eso suponían porque ya habían empezado a olvidar como se veían los demás.

 Revisaron todo el edificio y no encontraron ni el más mínimo rastro de la existencia de nadie más en todo el lugar. Era cierto que su especie era muy buena en eso, en no dejar rastros de su particular vida pero incluso los más organizados olvidaban algún articulo o dejaban algún tipo de rastro que para un humano no sería importante pero para ellos sería más que evidente. Pero nunca encontraron nada y, como con lo del bebé, simplemente dejaron de buscar aunque la esperanza de ver más gente como ellos jamás moriría.

 Todo estuvo en calma, como siempre, hasta el día que robaron una cantidad especialmente grande de chocolate negro, cuyo sabor era para ellos lo mejor de este mundo. Casi nunca podían robarlo porque venía en cajas cerradas y hasta los humanos más tontos se darían cuenta con facilidad que algo extraño pasaba con ello. Pero ese día alguno humano tonto dejó caer una caja que se abrió al estrellarse al cielo, volando chocolate por todos lados. Un pedazo grande cayó cerca de donde ellos pasaban y, sin dudarlo, lo tomaron.

 Tenían que cruzar campo abierto para volver a su muro pero cuando lo hicieron se dieron cuenta que, cerca, había alguien que no lo estaba pasando muy bien que digamos. Se oían como gritos, pero no tan fuertes, como si la persona que gritaba ya no tuviera fuerzas para hacerlo. Aunque era un riesgo grande, Drax y Dasani corrieron hacia la voz porque hacía mucho no escuchaban nada así. Y no se trataba de un humano.

 Era un ser pequeño como ellos, una mujer joven. Y en su espalda llevaba un bulto que identificaron rápidamente como un bebe. Estaba siendo atacada por tres gusanos tijera, unas criaturas repulsivas que vivían entre el pasto. Afortunadamente, la pareja ya los conocía bien y sabían que hacer cuando los encontraban. Mientras Dasani protegía a la mujer, Drax atacaba a los bichos con piedras y bombas de olor. Después de un rato, los bichos se retiraron y los cuatro pequeños seres pudieron escapar.

 Ya en el muro, dieron de comer a la mujer y a su bebé, quien les contó su historia: su marido había desaparecido en su viaje en busca de un hogar y ella había quedado sola con el niño. Siguió los caminos humanos hasta ese parque y la habían atacado los bichos.


 Drax y Dasani le ofrecieron refugio y le prometieron encontrar a su marido. La mujer les agradeció pero le pareció extraño que, todo el tiempo, la pareja sonriera. De pronto no sabía que ellos eran la prueba de que ya no estaban solos y eso los hizo hasta llorar de la alegría.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Despertar

Despertó. Y lo primero que hizo fue vomitar. Un poco cayó en su pecho pero casi todo fue a dar al piso. Estuvo varios minutos así, como si hubiera bebido por horas y horas. No tenía cabeza para nada más sino para el dolor físico que estaba sintiendo en ese momento.

Pero cuando terminó de expulsar todo lo que pudo, se dio cuenta de varias cosas. Lo primero era que no tenía nada de ropa puesta, estaba completamente desnudo. Pero no sentía frío.
Lo siguiente fue ver que el lugar donde estaba no era un sitio que él recordara. Parecía un cuarto de sótano, con las ventana pequeñas casi en el techo y las paredes sin pintar. No había nada más sino la cama donde había estado durmiendo. De resto era un espacio desolado, estéril, excepto por el clima.

Era extraño pero él creía recordar que había hecho frío hace poco, pero no sabía cuando. Sus recuerdos se sentían como una masa amorfa que no podía entender. Trataba pero solo hacía que el dolor en su frente fuera cada vez peor.

Decidió sentarse en la cama y respirar, controlar cada inhalación y exhalación como si no hubiera nada más importante que eso. Lo hizo por un tiempo hasta que el dolor desapareció casi por completo. Entonces se fijó en las ventanas, que estaban abiertas y se puso de pie. No era un hombre alto así que no podía ver hacia afuera pero se apoyó en la pared para escuchar. En silencio, se dio cuenta de que no había nadie afuera y que estaba en un lugar remoto.

Mira hacia la puerta y el dolor volvió, aunque suave, como alertando un peligro. Él ignoró el dolor y abrió la puerta. No pensó que se abriera tan fácil y que viera lo vio.

Era una escalera pero no daba a un piso superior sino a una puerta casi paralela al piso. Subió los escalones y forzó la perilla pero esa puerta no abrió fácil como la otra. Tuvo que empujar varias veces con la poca fuerza que tenía hasta que la madera cedió y pudo salir al exterior.

No, no era una casa donde había estado durmiendo. Era un búnker o algo parecido. Y, tal como había pensado, estaba lejos de todo. Era un bosque, no muy denso, pero con árboles altos y muy verdes. El silencio era inquietante.

Volvió al búnker y reviso por todos lados, buscando algo que le pudiera ayudar pero no había nada salvo el colchón de la cama. Salió de nuevo y empezó a caminar, primero lentamente y luego con más ganas. A ratos sentía ganas de vomitar pero las contenía.

Caminó así como estaba por media hora hasta que, para su sorpresa, llega a una cerca. Era más alta que él y no quería lastimarse tontamente, así que siguió la cerca y, mientras tanto, vio lo que había más allá del bosque: una avenida, bastante amplia. Y al otro lado, más árboles. No lo entendió por completo hasta que llegó a un arco metálico en la cerca que dejaba entrar y salir del bosque. Pero no era un bosque...

Al lado de esa salida había un cartel que daba la bienvenida al Parque de los Robles. El bunker estaba entonces en una zona urbana, no tan alejado como el había pensado.

Dio sus primeros pasos sobre el pavimento, siguiendo las líneas dibujadas, y notó por fin los rayos de luz directamente sobre su piel. Era reconfortantes, casi como electricidad recargando todos sus órganos, su cuerpo completo. Se sintió mejor, sin tanta prevención hacia ese mundo del que no tenía ni idea.

De pronto, vinieron recuerdos a su mente, que lo hicieron detenerse y sostener su cabeza:lo primero que hizo fue reír. Había recordado una serie de televisión en la que pasaba lo mismo. Instintivamente miró hacia atrás y sonrió de nuevo al ver que no había zombies cerca. No, esto era algo distinto. Entonces, caminó.

Lo hizo por una hora, casi dos, hasta que llegó al centro de la ciudad o al menos eso parecía: había edificios antiguos al lado de torres de oficinas con ventanas de vidrio. No parecían afectados de ninguna manera. Se dio cuenta que había tiendas en muchos de los edificios y entró a varias pero no había nada útil, nada que fuera absolutamente necesario. Pero que lo era?

Después avistó una mega tienda de aparatos electrónicos. Pero antes de pasar, el dolor de cabeza volvió y amenazó con romper su cabeza. Se sentía horrible, así que salió al sol, que rápidamente lo sanó como una madre preocupada. Algo estaba mal. Pero no sabía que era. Su mente todavía era errática, como un aparato dañado.

Fue allí, sentado en el suelo, cuando una criatura se acercó. Primero de manera tímida, pero luego abiertamente curiosa. Era un pájaro, del tamaño de una cabeza humana y, tal vez, igual de curioso. Se acercó con cuidado y luego se detuvo, mirando detenidamente al hombre que tenía frente a él. Era como si nunca hubiera visto algo igual.

Él miró al animal. Vio como se movía y entonces se dio cuenta. Al instante, se puso de pie y empezó a correr pero el animal voló hábilmente y le cortó el paso. De la nada, empezaron a aparecer varias aves que lo perseguían y no dejaban que caminara más. No parecía querer lastimarlo pero lo miraban como alguien que quisiese intimidarlo.

 - Que quieren? Que me hicieron?

Se dejó caer de rodillas y las aves lo rodearon. El hombre empezó a llorar sin control. Se tapó la cara y se tumbó totalmente en el piso, encogiendo en posición fetal, llorando, confundido.

Un sonido extraño interrumpió su situación y él no tuvo más remedió que ver que sucedía. Un ave más grande que las demás había llegado y las demás cantaban, haciendo un sonido horrible, como el de un violín mal ajustado. El ave grande se acercó al rostro del hombre y lo miró, como si fuera otro ser humano. Entonces el ave abrió las alas y el hombre vio que no era un ave.

Sus alas abiertas formaban una pantalla en la que se podía ver una imagen poco nítida, un símbolo. De pronto, sobre el pecho del animal, aparecía la imagen de una mujer que empezó a hablar.

 - Señor Torres. Nos alegra verlo.

Él miró a la mujer, todavía asustado, y no respondió a su frase.

 - Veo que está confundido, tal vez incluso sufra de amnesia. Eso no importa ahora. Es necesario que  me escuche.

Según la mujer, él había sido voluntario en un experimento. La idea era crear un soldado, un ser humano capaz de soportar cualquier tipo de ataque, de veneno, incapaz de morir. Según la mujer, lo habían conseguido.

 - El aire a su alrededor. No lo nota?

Él inhaló con fuerza, más por la impresión que por lo dicho. Y no sintió nada.

 - La ciudad fue atacada con químicos. El aire es mortal pero usted sigue vivo, incluso mejora con el  paso del tiempo.

El hombre, como pudo, se puso de pie. El ave dirigió sus alas abiertas a su cara. La mujer lo miró sonriendo.

 - Es usted un éxito.
 - No.

La mujer fruncía el ceño.

 - Porque dice eso? Lo es.
 - Quién soy? Que es este lugar? Que me hicieron?

Las lágrimas salían sin control. La mujer parecía pensar y luego, parecía ver a alguien más cerca a ella.

 - Señor Torres, usted está en la Tierra.
 - Y usted? Donde está?

La mujer dudó en hablar pero finalmente lo hizo, sin mirar directamente a su interlocutor.

 - En la Luna, con el resto de la población que queda.

Él respiró con dificultad, mirando de un lado a otro, buscando algo que le dijera que todo era una sueño.

 - Ha estado en hibernación por diez años, señor Torres. Cuando el momento sea correcto,  enviaremos por usted.

Las alas del animal dejaron de brillar y el pájaro las cerró, para luego irse volando, igual que las demás criaturas. Solo una de ellas, la primera en llegar, se quedó con él hombre que ahora gritaba y quería dejar de existir ya que era él no era nada ni nadie. Él, su vida y todo lo demás habían dejado de existir.

lunes, 27 de octubre de 2014

Teko y el bosque

Era curioso por naturaleza. Así había nacido, uno entre diez hermanos y hermanas, y sus padres no lo querían menos por ello. Teko amaba explorar el bosque y, sobre todo, le gustaba observar a los humanos.

Siendo una comadreja, esto era aún más extraño. Teko muchas veces, mientras buscaba alimento con sus hermanos, pensaba en el mundo más allá del bosque. Conocían muy bien todos sus caminos, los árboles e incluso la inclinación de la montaña, pero no más allá de eso. Sus límites eran los caminos de los hombres, que pocas veces cruzaban.

Los padres de Teko habían construido una madriguera en lo más profundo del bosque para ocultarla de sus enemigos. Paradójicamente, muchas veces cazaban otros animales. Nada grande como los felinos que a veces merodeaban ni las grandes aves que los miraban con ganas sino roedores pequeños y demás animales de bosque.

Pero como se dijo antes, Teko era curioso, incluso se podía decir que aventurero. Muchas veces se alejaba más de la cuenta para buscar comida y cuando no buscaban ni se acicalaban, Teko recorría el bosque, subiéndose a los árboles más altos e incluso haciendo algunos amigos.

Los conejos y roedores les tenían miedo a su familia por obvias razones, por lo que el mejor amigo de Teko, fuera de su familia, era un topo negro que vivía bastante cerca. El topo era una conocedor del mundo, había ido a lugares que Teko jamás había imaginado.

Aunque su visión no era la mejor, el topo le había contado que más abajo, en bosques más densos y calurosos, había conocido criaturas más grandes y feroces. Tanto que se había devuelto a su hogar rápidamente. A diferencia de Teko, el topo no gustaba de las aventuras pero por su costumbre de excavar y excavar, muchas veces terminaba en ellas sin proponérselo.

Teko le preguntaba frecuentemente sobre los humanos y el topo le decía que no valía la pena esforzarse con ellos. No eran seres muy inteligentes aunque sí recursivos. El topo le decía que por todas partes había cosas hechas por ellos. Con frecuencia el se estrellaba bajo tierra con túneles duros, lo que lastimaba su nariz. Estaba seguro de que ellos eran responsables.

Un día Teko y su familia salieron a cazar, como siempre lo hacían, pero algo fue diferente y no para bien: un incendio tenía lugar en el bosque y toda criatura huía atemorizada de las llamas. La familia corrió, pasando su madriguera, colina abajo, hasta que dejaron de sentir el calor de las llamas. Todavía se sentía el olor a humo pero creían que podría haberse detenido allí.

Los más fuertes fueron por comida y los demás por una fuente de agua. Se encontraron tras varias horas y las noticias seguían siendo malas: el alimento había huido aún más abajo y los riachuelos que conocían ya no estaban, solo piedras y musgo. Sin más remedio, chuparon del musgo la poca agua que todavía tenían y siguieran colina abajo.

La situación se prolongó por días hasta que, después de regresar de patrullar, el padre les contó que las llamas habían desaparecido pero que el bosque había sido casi completamente destruido. Tanto así que su madriguera, antes en el medio del bosque, ahora estaba en el borde del mismo.

La familia tuvo que discutir que hacer: la primera opción era quedarse en la franja de bosque que quedaba y hacer una nueva madriguera. La otra era cruzar los caminos humanos en busca de otro bosque. Y además estaba el problema del agua que parecía haber desaparecido.

En un momento libre Teko buscó a su amigo el topo pero no lo encontró. Recordaba que él le había contado alguna vez de un gran charco de agua cerca del bosque y era necesario encontrarlo. Tal vez allí era el mejor lugar para hacer la nueva madriguera.

Pero el topo no llegó y tuvieron que decidir: lo mejor era arriesgarse. Era tremendamente peligro pero no había más que hacer. Así que todos juntos, los doce, esperaron a la noche y cruzaron los caminos humanos. Afortunadamente no se cruzaron con ninguno pero escucharon ruido extraños durante la travesía que parecía durar años.

Al día siguiente tuvieron que resguardarse en una granja humana y tuvieron que huir cuando uno de ellos trató de matarlos. Padre mordió al atacante, posibilitando que huyera la familia. Él fue herido en una pata pero por lo demás estaba bien.

Esa noche durmieron en un conjunto de árboles, donde crecía pasto alto. Teko vigiló el sueño de los demás y mientras lo hacía vio un pájaro negro revoloteando cerca, donde crecían plantas de humanos. Teko se le acercó y el pájaro casi lo ataca pero la comadreja le explicó la situación. El pájaro sentía mucho que ellos no tuvieran comida ni agua. Decía que robaba gusanos de las granjas para llevárselos a su familia, en un árbol cercano. Se hicieron amigos y conversaron hasta que Teko, cansado, se despidió para dormir un poco.

El día siguiente fue igual o peor. Casi los pisa una máquina humana, una niña los vio y gritó y el sol parecía tener más fuerza que nunca. Teko sabía que iban colina abajo y se preguntaba cuan lejos estarían de su antiguo hogar.

Llegaron por fin a una zona de pastos altos, con pequeños canales de agua. En el momento estaban inundados y la familia aprovechó para bañarse y saciar su sed. Además un par de ellos capturaron tres ratones, que fueron la comida del día.

Teko no podía dejar de pensar que había algo raro acerca del sitio. Mientras su familia terminaba de comer, él exploró en las cercanía y se dio cuenta que los pastos estaban en fila, como los canales. Y que sí había humanos pero no entraban en el lugar. Más raro aún, descubrió que el agua venía de muy cerca y fue allí cuando vio a su amigo el topo.

Estaba con la señora topo y parecían perdidos. Se alegraron de ver a Teko y le explicaron que habían huido del incendio hacia el gran charco pero que ese ya no estaba. Ahora había un hilo de agua que apenas ayudaba a todas las criaturas que habían venido hacía él.

En ese momento llegó el pájaro negro de la noche anterior y agregó algo importante a la conversación: él conocía el gran charco pero decía que había uno nuevo, hecho por los humanos.

Y fue así como los topos, el pájaro y la familia de Teko viajaron un día más hacia el nuevo charco. Era un lugar enorme y fue el topo el único que lo reconoció. Dijo que ese lugar era una montaña alta antes, con varias criaturas peligrosas viviendo en el valle. Era un sitio de calor y un poco menos cubierto de árboles.

La familia se decidió por asentarse allí y hacer una nueva madriguera. Mientras lo hacían, Teko exploró las cercanías con el topo y su nuevo amigo pájaro. Descubrieron que a un lado del gran charco había una pared pero no de tierra sino de algo más fuerte. Y esa pared parecía sostener el agua allí. Y parados sobre la pared vieron a lo lejos un sitio familiar: el gran charco anterior, ya seco y varios hombres con máquinas tumbando los árboles.

Desde ese día la familia se mudó más hacia adentro de el nuevo bosque y aprendió que los humanos jamás podrían ser considerados criaturas del bosque como ellos.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Reino Malva

Erase una vez una tierra hermosa, llena de colinas suaves y redondas, lagos color de miel y bosque enteros hechos de una espuma verde comestible.

En ese lugar vivían miles de criaturas, a las que un humano fácilmente podría confundir con malvaviscos: eran generalmente cortos de piernas y de brazos, con ojos y bocas perfectamente redondos y por narices tenían un punto de color negro.

Pero ahí terminaban las similitudes. Los súbditos del reino podían ser delgados o rechonchos con narices grandes o pequeñas e incluso su piel era de variados colores. Por regla general, los azules eran de la familia real, los rojos eran soldados o artesanos, los amarillos campesinos y cuando nacían eran todos blancos, con la piel más suave que existiese en estas y otras tierras.

Su mundo era relativamente pequeño pero los malvas, como se autodenominaban, no eran muy asiduos a explorar más allá de los lindes del reino y muy pocos conocían que había más allá del mar de miel que tenían por un lado y las montañas de azúcar en el otro. El reino constaba de cinco aldeas, distribuidas no muy lejos una de la otra, entre el mar y las montañas.

El rey Malva XVI era bueno y justo. Lo que más le gustaba era divertir a su gente y compartir con el pueblo. En otros reinos los castillos eran exclusivos de la familia real pero aquí, era un lugar para todos, lleno de bibliotecas, museos, talleres creativos y demás.

Todo esto era para alguna manera compensar la ausencia de la reina. Hacía años la joven mujer se había acercado demasiado al mar de miel y nunca se le había vuelto a ver. El rey cuidaba solo a sus dos hijos: un principe y una princesa, todavía jóvenes pero ya en entrenamiento para cuando alguno de los dos ascendiera al trono.

En este caso era la princesa, dos años mayor que su hermano, quien se convertiría en reina. Pero por decreto real, solo podría hacerlo de estar casada en el momento de la ascensión. De otra manera, el principe debería de guardar por el reino y sus habitantes.

Un día, en principio poco especial, el principe asistió a sus usuales clases de historia y literatura pero, al ver que tenía la tarde libre, se dispuso a pasear por el reino.
Aunque nunca le había dicho a su padre, le gustaba ir al acantilado donde su madre había caído al mar. Aunque no la había conocido bien, siempre le había hecho una falta tremenda y contemplar el calmo mar de miel traía cierta paz de espíritu.

Excepto que ese día, a la hora de el principe llegar a la zona, se desató una tormenta y el agua empezó a caer a raudales. El mar de miel seguía calmo, por su espesura, pero ya parecía crecer y encresparse.

El joven se ajustó la capa y regresó al camino que llevaba al castillo. Pero no pudo caminar sino un par de minutos hasta que vio algo en el cielo: una sombra enorme, que parecía dirigirse al castillo, Paralizado por el miedo, el principe fue testigo de como una criatura enorme, que nosotros podríamos relacionar a una hormiga, se posaba con fuerza sobre una de las torres y empezaba a devorar los cimientos.

Vale la pena decir que todos los edificios del reino eran hechos de rocas negras extraídas de canteras en las montañas de azúcar. Y como los malvas eran vegetarianos, comiendo solo frutas y verduras, no sabían que esas rocas eran en realidad chocolate amargo de excelente calidad.

Pero de alguna manera, esa criatura lo sabía. Cuando por fin respondieron las piernas del principe, dos criaturas más habían llegado al castillo. La puerta principal estaba cerrada y el joven tuvo que presenciar desde la plaza del pueblo como los soldados empezaban a lanzar miel hirviendo con enormes mangueras.

Al comienzo esto parecía alegrar a las criaturas, que bajaron de las torres y se posaron cerca a los soldados. En ese momento, parecía que las estuvieran alimentando ya que las criaturas ponían sus bocas ante los chorros de miel.

Pero cuando se cansaron, los soldados rociaron el resto de los cuerpos, los cuales se endurecieron al punto de volverse algo parecido al ámbar de nuestro mundo.

Cuando por fin la tormenta amainó y las criaturas estaban petrificadas en miel, el principe pudo encontrarse con su padre y su hermana.

De uno de los pueblos cercanos al mar llegó un enviado militar que decía que las criaturas habían venido del otro lado del mar. Esto los asustó a todos: nadie nunca había explorado lo que había más allá del mar de miel pero, parecía, que era un peligro bastante grande para todos.

Las criaturas fueron entonces cubiertas con más miel y guardadas en un sótano frío, para evitar que se liberasen. El rey además ordenó la construcción de varias torres de guardia cerca al mar, por los acantilados y playas del reino. No querían más sorpresas.

El tiempo pasó. La princesa se casó con un destacado soldado y fueron rey y reina cuando el rey Malva XVI había decidido retirarse para disfrutar de los nietos y de su reino en su vejez. El principe, por su parte, se dedicó a explorar el reino y juntar todo el conocimiento que había y el que faltaba por registrar.

Fue el primero en subir a la montaña más alta de la cordillera de azúcar y lo que vio le impactó: un campo verde y amarillo, casi interminable, se extendía detrás de las montañas. En partes parecía que el pasto crecía más alto, en otros más bajo. Pero no había nadie allí. Solo un viento constante y suave.

La reina decretó que el sótano de los bichos se usaría para investigaciones sobre las criaturas. Cuando los científicos empezaron a explorar, encontraron algo que nadie nunca hubiese esperado.

Se llamó al principe, al viejo rey y a la reina, y se les reveló que en una de las patas de una de las criaturas había un rollo de papel. Lo que había escrito los tomó por sorpresa y, a raíz de ello, su mundo cambió irremediablemente. Se puso el rollo en exhibición en un museo y pronto, por primera vez, se realizó la construcción de una nave con la que se pudiese navegar el mar de miel.

El día en que zarparon por fin, el principe quien era la cabeza de la expedición, fue una última vez al museo para leer la nota que habían encontrado casi un año antes:

NECESITO AYUDA.
SOY PRISIONERA DEL SER QUE CONTROLA A ESTAS CRIATURAS.
TRATARÉ DE DETENERLOS LO QUE PUEDA. 
TIENEN QUE ESTAR LISTOS.
LOS AMO A TODOS.

Y la firma no era de nadie más sino de la madre del principe.