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viernes, 29 de septiembre de 2017

No todos los postres son dulces

   El tercer soufflé de María también se había desinflado. Lo sacó del horno y lo tiró directamente al lavaplatos. Se quitó el delantal y fue director a la sala de la casa. Se sentó allí, mirando por la ventana, en silencio. Ya muchas veces había fracasado en sus intentos de hacer un postre para la feria que tendría lugar el fin de semana en la escuela de sus hijos, pero las cosas simplemente no estaban quedando como ella quería. El soufflé era lo que mejor le quedaba y ahora ya no estaba a su alcance.

 Era temprano todavía y sabía que estaría sola por mucho rato más. Sus hijos estaban en la escuela y su esposo estaba en la oficina, o al menos eso suponía ella. Desde la vez que le había confesado una infidelidad, María había dejado de confiar en él. La verdad de las cosas era que ya no lo quería tanto como antes. Todavía había amor pero no sabía si era lo suficiente para que siguieran viviendo juntos. A veces quería mandarlo todo al carajo pero sus hijos le recordaban que debía esperar, pensarlo mejor.

 Se levantó del sillón y se dirigió al equipo de sonido que estaba medio escondido en una repisa que ya nadie volteaba a mirar. Prendió el aparato y sintonizó una emisora con música moderna, joven, que le diera la emoción que ya no sentía en su vida. Cuando encontró lo que buscaba, subió el volumen y se fue bailando lentamente hasta la cocina. Era una repostera famosa, una chef establecida y nada en esa cocina la podía vencer. La música sería su gasolina en esta ocasión.

 El soufflé era probablemente una mala idea, demasiado para una simple feria de colegio. Además debía hacer muchos de lo mismo. Recordó entonces sus comienzos y empezó a sacar de todos lados los ingredientes necesarios. La cocina se convirtió en un sitio lleno de cosas por todos lados, de manchas y sonidos metálicos por todas partes. Esta receta seguro sería su éxito de la semana. Y lo necesitaba, porque el estar tan lejos de su trabajo la estaba matando lentamente.

 Le echaba la culpa a ello de lo que había pasado con su marido pero, muy adentro de si misma, sabía que la única culpable de todo lo que le pasaba era ella misma. Era ella quién había gritado a sus jóvenes pupilos a en la cocina, la que había perdido la noción de la realidad y había quemado la mano de uno de esos alumnos. La que había armado un desastre en esa gran cocina, delante de mucha gente, la que había salido del hotel esposada por la policía. Su cara se había visto en todos los noticieros, en los periódicos. Se había vuelto una paria en algunos minutos.

 La corte le había ordenado alejarse de las cocinas por un buen tiempo, además de tener que pagar un monto importante al alumno lastimado y al hotel, que también había pedido una tajada por haber sido el escenario de su desequilibrio mental. Su marido le había contado lo que había hecho hasta hacía poco, como para hacerla sentir peor de lo que ya estaba. Pero María sabía bien que él la engañaba desde antes y era muy posible que muchas más mujeres hubiesen hecho parte de sus harén.

 Mientras preparaba la mezcla para los pastelillos de terciopelo rojo, María miraba fijamente el color de la sangre y recordaba los pequeños detalles que hacía mucho le habían indicado que su matrimonio no era lo que ella pensaba. Manchas en las camisas, olores extraños y un comportamiento extraño de su marido, un hombre que había conocido hacía ya quince años en un hotel, de vacaciones. De pronto se habían casado demasiado deprisa pero ella nunca lo había sentido así.

 La masa estuvo lista pronto. Sacó varias bandejas adecuadas para los pastelillos y puso el mayor esmero posible para que la cantidad en cada uno de los cuencos de la bandeja fuera la ideal para que los pastelillos quedaran perfectos. Por mucho tiempo los había hecho para los huéspedes del hotel pero esta era la primera vez que los hacía en casa. De hecho, casi nunca cocinaba para su familia. Eso era algo de lo que se había encargado Ofelia, la empleada que habían tenido por años.

 Pero cuando María fue condenada a alejarse de su trabajo, Ofelia los dejó de la nada. Ni siquiera habían tenido tiempo de contemplar despedirla, pues no era un misterio que el dinero iba a ser escaso por la falta de uno de los grandes ingresos de la familia. Al fin y al cabo, ella había ganado mucho más que su esposo por años y el golpe iba a ser fuerte. Pero Ofelia nunca les dio la oportunidad de decir nada. Un día dijo que se iba y al otro día algunas personas le ayudaron a sacar todo lo que tenía en casa.

 Un día despertaron sin ayuda, con menos dinero y más problemas de los que tenían conocimiento. Parecía que todo había cambiado drásticamente por lo que había hecho en el hotel pero la verdad era mucho más cruda que eso: las cosas siempre habían estado mal pero nadie había tenido el tiempo para quedarse a mirar de verdad. Era terrible decirlo, pero ni siquiera los niños eran conscientes de que la familia ideal no vivía en aquella casa. Puso los pastelillos al horno y se sirvió algo de vino, que le era útil para no pensar tanto y seguir disfrutando de la música.

 El mismo día del evento en la escuela arregló los pastelillos con los mismos elementos que utilizaba en su trabajo como repostera. Lo había hecho todo con el máximo detalle, cada uno siendo completamente único, algo pequeño para que cada una de las personas que comprara uno de ellos se sintiera especial. Era literalmente lo menos que podía hacer. No sabía que más inventar para evitar ser el objetivo de las miradas que se sabía que le iban a propinar, como golpes, puñaladas.

 Al llegar a la evento con sus hijos, los dejó ir a jugar con sus compañeros. Ella puso los pastelillos en una gran mesa y acordó con una mujer, seguramente una profesora en el colegio, el monto a cobrar por cada uno de ellos. Ella no recibiría nada del dinero pero le parecía lo correcto interactuar con las personas que estaban allí. Así sabrían que era una persona normal y no una asesina o algo por el estilo. Sabía lo que la gente pensaba y estaba claro que debía hacer lo mejor para sus hijos.

 Se paseó por los otros puestos, mirando lo que otras madres y algunos padres habían hecho. Ver dos hombres partir en porciones casi iguales un pastel de chocolate, le hice recordar a su marido, que había llegado la noche anterior muy tarde del trabajo y se había ido temprano alegando que debía reunirse con una importante empresa de petróleos y la cita simplemente no se podía cambiar de hora ni de día. Había dicho que se reuniría con ellos en el colegio, lo que a María poco le importó.

 Viendo a los niños a su alrededor y a los padres contentos, socializando con otros como si de verdad les gustara estar allí, era algo que hacía pensar a María que probablemente ninguno de los dos habían hecho un buen trabajo criando a los niños. Ahora que estaba en casa, estaba segura que Ofelia había hecho buena parte del trabajo. Ella era una mujer con un instinto maternal claro y había pasado con ellos un buen tiempo, muchas vivencias que un padre y una madre deberían compartir con sus hijos.

 Al llegar a la mesa de los postres de frutas, María se dio cuenta de que lo que había hecho en la cocina del hotel había sido una crisis interna creada por la culpa que claramente tenía ella en todo lo malo que había sucedido a su alrededor, con su familia.


 No conocía a sus hijos ni a su esposo. No tenía amigos y ya nadie le hablaba por más de un minuto, temiendo que les quemara las manos también a ellos. Una lágrima resbaló por su cara. Solo se la limpió cuando su hija pequeña regresó para pedirle dinero para un postre. Otra lágrima reemplazó a la primera.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Un último día

   Varias luces se fueron encendiendo, poco a poco. La habitación de tamaño medio se vio completamente iluminada, así como cada uno de los objetos que había a los costados, emplazados con cuidado en cajones forrados con terciopelo y telas suaves en las que pudieran descansar por siempre, de ser necesario. El hombre joven dio unos pasos al frente y su cara se iluminó de repente. En el umbral de la puerta estaba todo oscuro, pero adentro era un mundo completo de luz y color.

 Estaba bien vestido, con una corbatín negro que combinaba con su traje de alta costura. Su cara estaba inusualmente bien cuidada, el vello facial bien afeitado y delineado y todo lo demás en orden, como si se hubiese preparado para semejante lugar por mucho tiempo. Caminó lentamente, calculando su respiración, mirando a un lado y otros los objetos que resaltaban por todas partes, como pequeños tesoros. Él sabía que eso eran, al menos para su dueño, quién estaba en el salón principal de la casa, varios metros por debajo.

 Llegó al final de la habitación y allí se quedó mirando una pequeña caja con fondo rojo. Era la única adornada así. Adentro había un reloj de oro, con un pulso trabajado con esmero. Alrededor del cuerpo del reloj había pequeñas piedras preciosas y las manecillas brillaban intensamente, pues no estaban hechas de otra cosa sino de platino. Era un objeto completamente hermoso. Era difícil de creer que algo así estuviese escondido en un cuarto, en una casa casi abandonada.

 Sabía que su anfitrión no la usaba como casa principal sino como su casa de verano, a la que venía unas semanas cada año y a veces ni eso. Era un hombre tan rico que tenía posesiones y propiedades por todo el mundo y esa gran casa era solo una de varias. Sin embargo, había sido elegida esa vez por el lugar donde se encontraba, muy cerca a la desembocadura de un gran río que serviría en el futuro como troncal de transportes para hidrocarburos y otros productos de muy buena venta en el comercio mundial.

 Hoy en día el río era más bien estrecho y poco profundo, al menos para la visión que tenían los empresarios. Sería completamente convertido al excavar su cauce, haciéndolo más ancho y más profundo. La casa desaparecería pues estaba demasiado cerca del agua para sobrevivir. La fiesta era para celebrar la firma del contrato de obras y también una despedida merecida para una casa en la que habían pasado pocas cosas, ninguna de mucha importancia. Había sido una mansión señorial alguna vez pero de eso ya no quedaba nada, ni siquiera con los arreglos para la fiesta.

 El joven de traje negro y corbatín tomó el reloj y se lo metió en un bolsillo. Sabía que adentro de la habitación no había alarmas ni cámaras, eso solo estaba afuera. El dueño pensaba que nadie sabía de esa bóveda y ese error había sido aprovechado por el hombre que ahora salía con paso firme y cerraba la puerta de seguridad detrás de sí. Sacó su celular de otro bolsillo y lo golpeó algunas veces. La puerta detrás de él hizo un sonido seco, como de barrotes moviéndose de golpe.

 Al bajar, vio que todos estaban bebiendo y hablando de tonterías, seguramente de negocios. Nadie se había dado cuenta de su desaparición. Se mezcló entre las mujeres bien vestidas y los hombres algo tomados. Llamó la atención de un mesero y le pidió una copa de vino. Fue luego a una gran mesa donde habían canapés y pequeños frutos de la región. Mientras comía y bebía observaba a los demás. Le producía rabia estar allí pero también algo de felicidad por haber robado el reloj.

 El anfitrión de la fiesta salió de la nada. Se subió a una pequeña tarima y desde allí agradeció a los constructores de la obra su colaboración y amistad. Mientras había estado arriba, se había firmado el contrato. Seguramente había habido chistes tontos y demás gestos que se hacen siempre en esas ceremonias carentes de sentido para muchas de las personas que lo único que hacer es vivir su día a día, sin pensar en los millones de dólares que circulan a su alrededor y nunca ven.

 Brindaron todos por el anfitrión. Él sonrió, se bajó de la tarima y empezó a saludar a uno y otro, a cuchichear y a pretender que estaba encantado con la compañía de cada una de esas personas. Su lenguaje corporal era claro como el agua pero también era obvio que ninguno de los invitados se daban cuenta de ello o tal vez no querían darse cuenta. Ninguno de ellos pensaba nada bueno del otro, pues todos eran rivales en los negocios y solo estaban allí para obtener información. Cualquier cosa era buena.

 El anfitrión miró hacia el hombre de corbatín. La sonrisa que esbozó entonces era completamente autentica, no había nada de falsedad en ella. Sí hubo en cambio mentira en la del hombre joven, que sonrió y saludó al anfitrión. Este le pidió que se acerca y él lo hizo, a pesar de tener planeada con anterioridad una salida rápida después del pequeño discurso que había acabado de tener lugar. Los invitados le abrieron paso hasta que estuvo cerca de la tarima, desde donde lo miraban varios ojos llenos de envidia, sorpresa y duda. No entendían que hacía allí el hijo de aquel magnate.

 El hombre se los presentó a todos como su hijo mayor, el que heredaría todo lo que ellos sabían que él tenía. Les dijo, a modo de broma, que los negocios futuros tendrían que ser hechos con él y con nadie más. Lo apretó por los hombros con sus grandes y arrugadas manos. El hijo se sintió pequeño, como si de repente se hubiese convertido en un niño pequeño, incapaz de tomar sus propias decisiones en la vida. Y eso era lo que lo había llevado a aceptar hacer parte de esa patética ceremonia.

 Cuando su padre lo soltó, el hombre de corbatín saludó a algunas otras personas, al mismo tiempo que apretaba en su bolsillo el reloj de oro y demás piezas valiosas. Trató de esbozar su mejor sonrisa, de dar la mano como le había enseñado varias veces su padre. Los miró a los ojos, en parte para intimidarlos pero también para tratar de ver sus intenciones. Para él todos eran ratas que querían meterse al barco más lleno de dinero y de objetos preciosos. Estaban en el lugar correcto.

 Cuando por fin se liberó de las aves rapaces, desapareció entre los meseros. Se metió a la cocina y por ese lado se escabulló al garaje. Había choferes fumando y contándose historias eróticas los unos a los otros. No se dieron cuenta cuando él se subió a uno del os vehículos, el que le había regalado su padre para su cumpleaños más reciente, y pasó casi volando por al lado de todos ellos, levantando una nube de tierra que se les metió por entre la nariz y los ojos, dejándolos casi ciegos.

 Aceleró aún más al llegar a la autopista que lo llevaría al aeropuerto, donde el avión privado de su padre lo llevaría a una gran ciudad no muy lejana. Allí lo esperaría la persona que más quería, la única en la que confiaba. Lo esperaría con una maleta con ropa y algunas otras cosas, de esas que todo el mundo necesita cuando viaja. Y en esa misma maleta iría el reloj de oro que estaba en su bolsillo, que sería la piedra angular en su próxima vida, ojalá diferente a la que llevaba viviendo por más de treinta años.

 Su padre se daría cuenta mucho tiempo después que el reloj no estaba. Se daría cuenta tarde del verdadero potencial de su hijo, completamente desperdiciado en un mundo decadente, tan lleno de trampas y mentiras que ya era casi imposible saliendo a flote.


 El coche se detuvo frente a la terminal. Lo dejó allí, sin vigilancia. Dejó las llaves en el aparato y tan solo caminó adonde lo esperaba su próximo transporte. No podía esperar al día siguiente. Mientras despegaba, sentía que una parte de su vida quedaba atrás, tal como lo había querido por tanto tiempo.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Mi sangre

   La sangre empezó a caer como si hubiera tenido un grifo en la cara. Había pasado de la nada. Momentos antes, solo había estado pensando en mi vida, en cosas varias como uno hace seguido en los buses. El chorro de liquido en mi mano y mi entrepierna me alertó de que algo pasaba. Si mi sangre hubiese sido más sutil, creo que no me hubiese dado cuenta hasta más tarde. El caso es que todavía estaba a unos diez minutos de mi casa, caminando. Esperé como pude, tapándome la nariz, cubriéndome con una hoja de mi curriculum.

 Mi hoja de vida, de trabajo o como se le quiera llamar era lo único que tenía a mano y, para ser sincero conmigo mismo, nunca había sido más que un montón de garabatos escritos en un papel duro y sin gracia. La hoja se consumió rápidamente, como si mi sangre fuese el fuego de una hoguera que carcome todo lo que se encuentra a su paso. Mis pies se movían, la sangre en mis piernas y manos chorreaba al suelo y la gente ya empezaba a mirarme más de lo que resulta cómodo.

 Apenas vi mi parada, timbré unas cinco veces y me bajé golpeándome el hombre contra la puerta del bus. Alguien dijo algo detrás de mí pero no le puse cuidado porque seguro era algo que no me interesaba oír. Con la mochila casi vacía en mi espalda y el papel sangriento en mi cara, caminé los pocos metros que me separaban de mi casa. Tenía que cruzar un parque para llegar, el mismo parque donde no hacía mucho habíamos jugado con una mascota que ahora ya era parte de la Tierra.

 No sé si fue pensar en esa bella criatura o si fue causa del chorro de sangre que salía por mi nariz. El caso es que di un traspiés bastante brusco y caí de frente. No me golpee la nariz pero el papel untado de rojo salió volando. La agitación hizo que sangrara más y fue entonces cuando de verdad me sentí mal. La fuerza de mis brazos no estaba ya y empecé a ver todo como si hubiese un vidrio sucio frente a mi cara. Lo último que vi fue una sombra que me asustó, luego ruidos ininteligibles y luego nada.

 Tuve un sueño muy raro, en el que estaba sentado sobre una silla en la mitad de un campo enorme, muy verde. El cielo estaba casi completamente despejado, con solo apenas algunas nubes blancas y gorditas surcando el espacio sobre mi cabeza. Miraba a un lado y al otro del campo verde y no había nada ni nadie más aparte de la silla y de mi. Quise ponerme de pie pero no podía. Ni siquiera lograba moverme. Era como si mi cuerpo no quisiera hacer lo que el cerebro le decía. Me sentí atrapado. Quise gritar pero tampoco pude. No había sonido.

 Cuando desperté, la cabeza me daba miles de vueltas. El mareo fue tal que, aunque no veía nada, mi instinto me dijo que girara la cabeza a la derecha para vomitar. Al parecer hice lo correcto, pues una sombra pasó corriendo por el lado, como si fuese a buscar a otra persona. Sabía que debía estar en mi casa o en algún lugar por el estilo. No tuve mucho tiempo para adivinarlo pues me desmayé a los pocos segundos. Mi fuerza estaba ausente, completamente drenada.

 Abrí lo ojos de nuevo mucho después. Era de noche, eso sí que lo podía percibir. Mi vista estaba un poco mejor pero todo seguía pareciendo una de las peores pesadillas de mi vida. Los sonidos se aclaraban poco a poco, a veces escuchándose más fuertes y a veces más suaves. Agradecí que alguien, tal vez una enfermera, había cerrado la puerta. No quería saber mucho de lo que pasaba afuera de esa habitación. Ya había adivinado que era un hospital y no mi casa.

 Oí pasos y fingí dormir. La puerta se abrió y se cerró y una forma humana se acercó a mi. No sabía como era su rostro pero sabía que lo tenía muy cerca al mío. Estuvo haciendo algo allí, luego me tomó la muñeca izquierda, se quedó quieto y luego se fue. Por el tamaño de los dedos pude deducir que era un hombre y era muy probable que fuese mi doctor. Tuve ganas de abrir los ojos y la boca y preguntarle que era lo que estaba pasando pero supe que no tendría la capacidad de hacer ninguna de esas cosas.

 Resolví dormir de nuevo y eso me sirvió un poco, a pesar de que la pesadilla de la silla volvió a mi mente. Lo único diferente era que esta vez todo ocurría de noche y era mucho más terrorífico que antes. Podía sentir muchas presencias a mi alrededor, murmullos y sombras que se movían de un lado y del otro. De nuevo, no me podía mover de la silla y sí que quería hacerlo, quería salir corriendo de allí y refugiarme en algún lugar familiar. Pero dentro de mí sabía que eso no era posible.

 Cuando me desperté de la pesadilla, el doctor estaba al lado mío. Creo que se asustó porque se retiró de golpe y su bolígrafo cayó al suelo. No supe que hacer en el momento, empezando porque mi sentido del oído había vuelto por completo y el de la vista estaba en camino de estar como antes. El hombre me revisó en silencio y no dijo nada durante todo el rato. Yo quise decirle algo pero no pude. No solo porque las palabras no estaban a la mano, sino porque mi garganta se sentía como llena de pelusa, como si muchos gatos la hubiera utilizado como resbaladilla.

 Estuve en el hospital una semana y luego otra más. Casi un mes completo allí cuando, por fin, me dieron de alta. Tuve que ir a un consultorio para que me dijeran los resultados de todos los exámenes que me habían estado haciendo. Mis padres estaban allí porque alguien tenía que pagar la cuenta del hospital. De resto, se suponía que yo era un adulto responsable de si mismo. Me dio rabia estar allí en ese momento, sintiéndome aún pero de lo que ya me había sentido.

 En resumen, el médico declaró que tenía un problema serio de la sangre y que no tenían claro que era lo que sucedía. Al parecer no era cáncer ni ninguna enfermedad de transmisión sexual. Casi me rio cuando mencionó ese detalle pues hacía casi un año que yo no había tocado otro cuerpo humano. Dijo muchas cosas que no entendí y otro montó que la verdad no quise escuchar. Los médicos hablan demasiado a veces y se les olvida que atienden seres humanos.

 Salimos de allí después de pagar y volvimos a casa. Mis padres me miraban como si tuviera la peste o algo peor. Como si les fuese a saltar al cuello en cualquier momento. Yo no hice nada más sino ir a mi habitación y encerrarme allí. Se suponía que tenía que seguir una dieta estricta y ciertas reglas en mi vida, como no agitarme ni nada parecido. Se me habían prohibido las actividades extenuantes, así que por fin era útil ser un desempleado más de un país en el olvido.

 Estuve varios días en mi habitación, viendo películas y comiendo y no haciendo nada. Se suponía que también tenía que ejercitarme pero simplemente no lo hice. Mi cuerpo dolía demasiado por todo lo que me habían hecho y simplemente no tenía el humor de ponerme a torturar mi cuerpo. Era algo muy idiota pensar que alguien en mi estado se iba a poner a esforzarse tanto de la noche a la mañana y sin más, sin una charla de verdad, sin consejos ni confidencias y nada que me hiciera sentir seguro.

 Pasadas dos semanas, mi nariz empezó a sangrar de nuevo, mientras estaba en el portátil. La sangre empezó a meterse por entre las teclas, manchando mis dedos y dañando internamente el aparato. Y yo solo miraba absorto el liquido medio espeso.


 Quise saber cuanto era necesario para empezar a marearme de nuevo. Quería ver cuanto faltaba para sentirme tan mal como antes. Fue entonces que me di cuenta: yo mismo me había hecho sangrar. No sabía como pero sí sabía porqué. No dije nada, ni llamé a nadie mientras mi cama se iba manchando por mi fuego interno.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Sombras del pasado

   Mi cuerpo goteaba sobre el la alfombra de la casa. Me paré al lado del marco de la puerta, tratando de aguzar el oído. De pronto podría oír alguna voz o alguna otra cosa que no fuera el timbre que había creído percibir debajo de la ducha. No había una toalla limpia y no sabía donde había más. Como la casa estaba sola, no me importó salir de la ducha así no más, desnudo, a ver que era lo que pasaba afuera. Estuvo allí de pie por segundos, pero los sentí como si fueran varias horas.

 El sonido del timbre debía haber sido imaginario porque no hubo más ruidos extraños. Lo único que me sacó de mi ensimismamiento fue el viento, que sacudió con violencia un árbol en el exterior e hizo que varias de las hojas más débiles cayeran como granizo contra la casa y el césped de afuera. Estaba en una casa alejada de la ciudad, de cualquier pueblo. Se podía decir que era una granja pero no tenía ese aspecto. No había granero ni nada por el estilo. Debía de haber pertenecido a alguien con dinero.

 Me metí a la ducha de nuevo, tratando de quitar de mi cuerpo la gruesa capa de sudor, grasa y mugre que tenía de haber caminado por tanto tiempo. Mi ropa sucia estaba en un balde con jabón en la cocina. Y no había mirado aún si la gente que había vivido allí había dejado ropa, menos aún si algún hombre había pertenecido a esa familia. Y si eso era un hecho, podía ser que fuese un hombre más alto o más gordo o con un estilo muy diferente al mío. Aunque eso la verdad ya no me importaba.

 Estuve bajo el agua por varios minutos más, hasta que el agua caliente se acabó y se tornó tan fría como el viento nocturno que había sentido por varios meses, en el exterior. Había caminado por las carreteras, pasando por zonas desoladas por la peste que nos había golpeado, había visto pueblos destruidos o simplemente vacíos. Incluso tenía en la mente la imagen de varios cadáveres pudriéndose frente a mis ojos. Era difícil dejar de pensar en ello. Era entonces que me ponía a hacer algo con las manos.

 Puede que en mi pasado no fuese la persona más manual del mundo, pero ahora nadie me reconocería puesto que cortar leña o cazar animales pequeños y apenas cocinarlos sobre alguna lata retorcida, se había convertido en algo normal en mi día a día. Encontrar esa casita color crema en la mitas de un campo amarillento había sido casi como encontrar el paraíso. Debo reconocer que cuando la vi, pensé que había muerto. No me puse triste cuando lo pensé, más bien al contrario. Pero ningún sentimiento duró mucho, pues mis piernas siguieron caminando y entré.

 Salí de la ducha casi completamente seco. Había encontrado una pequeña toalla para manos en el cabinete del baño. No había nada más, solo unas medicinas ya muy pasadas y una cucaracha que había muerto de algo, tal vez de aburrimiento. Apenas terminé con la toalla, la lancé sobre la baranda del segundo piso y la vi caer pesadamente al primer piso. Algo en esa imagen me hizo temblar. Por primera vez pensé en la familia que tal vez vivió en la casa, de verdad creí verlos.

 Me pareció escuchar la risa de adolescentes traviesos y de algún niño pequeño quejándose por el hambre que tenía o el pañal lleno de la comida del día. También imaginé la sonrisa de la madre ante los suyos y las lágrimas que tal vez había dejado en el baño en incontables ocasiones. Pensé en mi madre y por primera vez en mucho tiempo me vi a mi mismo llorar, sin razón aparente. Ya había llorado a los míos pero no los pensaba demasiado porque dolía mucho más de lo que quería aceptar.

 Estuve allí un buen rato, en el segundo piso, mirando las habitaciones ya con el papel tapiz cayendo y los muebles pudriéndose por la humedad que había entrado por las ventanas rotas. Sin embargo, era fácil imaginar una buena vida en ese lugar. Se notaba que la persona que la había pensado, fuese un arquitecto o un dueño, lo había hecho con amor y pasión. Era muy extraño ver algo así en ese mundo desolado y sin vida al que ya me había acostumbrado, un mundo gris y marrón.

 Bajé a la cocina casi corriendo, casi feliz de golpe. Recordé mi niñez, cuando una escalera parecida en casa de mi abuela había sido el escenario perfecto para muchos de mis juegos. Allí había imaginado carreras de caballos y de carros, había jugado a la familia con mis primos y a correr por la casa y el patio como locos. Era esa época en la que los niños deben ser niños y no tienen que pensar en nada más sino en ser felices. La vida real está fuera de su alcance y por eso los envidiamos.

 Llegué a la cocina con una sonrisa, que se desvaneció rápidamente. Miré el balde lleno de agua sucia, ya mi ropa había dejado salir un poco de su mugre. Miré el lavaplatos y allí vertí el contenido del balde. Gasté lo poco que todavía había del jabón para lavar la ropa y me pasé un buen rato fregando y refregando. Mis medias llenas de barro, mis calzoncillos amarillos, mis jeans cubiertos de colores que ni recordaba, mi camiseta con colores ya desvanecidos y mi gruesa chaqueta que ahora pesaba el triple. Las botas las cepillé y al final me dolieron los huesos y los músculos de tanto esfuerzo.

Saqué el agua sucia, la reemplacé con agua fría limpia y dejé eso ahí pues estaba cansado y no quería hacer nada. Hacía mucho que no dejaba de hacer, de moverme, de preocuparme, de caminar, de procurar sobrevivir. Por primera vez en mucho tiempo podía relajarme, así fuese por unos momentos. Fui caminando a la sala de estar y me sorprendió que allí los muebles se habían mantenido mucho mejor. Me senté sobre un gran sofá y me alegré al sentir su suave textura en mi cuerpo.

Me acosté para sentirlo todo mejor. El sueño se apoderó de mi en segundos. Tuve un sueño, después de mucho tiempo, en el que mi madre y mi padre me sonreían y podía recordarlas las caras de mis hermanos. Solo recordaba como lucían de mayores, sobre todo como se veían la última vez que los vi, pero su aspecto juvenil parecía algo nuevo para mí. Los abracé y les dije que los amaba pero a ellos no pareció importarles mucho. Estaban en un mundo al que yo nunca iría.

 Cuando desperté, me di cuenta de que había llorado de nuevo. Me limpié la cara y, afortunadamente, no tuve más tiempo para ponerme a pensar en cosas del pasado. Mi estomago gruñó de tal manera que me pasé un brazo por encima, inconscientemente temiendo que alguien escuchara semejantes sonido. En la casa era seguro que no había nada pero era mejor mirar, por si acaso. Ya era de noche y no era buena idea salir a casar así como estaba, en un lugar aún extraño para mí.

Como lo esperaba, no había nada en la nevera. O mejor dicho, lo que había eran solo restos que olían a los mil demonios. Había una cosa verde que parecía haber sido queso y algunos líquidos que habían mutado de manera horrible. Cerré de golpe la puerta blanco y eché un ojo en cada estante de la enorme cocina. Casi me ahogo con mi propia saliva, que cada vez era más a razón del hambre que tenía, cuando encontré un paquete plástico cerrado de algo que no había visto en mucho tiempo.

 Eran pastelitos, de esos que vienen de a uno por paquete y están rellenos de vainilla o chocolate. La bolsa en la que venían estaba muy bien cerrada y cada uno parecía haber soportado el paso del tiempo sin contratiempos. Hambriento, tomé uno, lo abrí y me comí la mitad de una tarascada.


 De nuevo, me sentí un niño pequeño robando los caramelos y pasteles dulces a mi madre, cuando no se daba cuenta. No nos era permitido, era algo prohibido comer dulce antes de la cena. Y sin embargo allí estaba yo, un hombre adulto desnudo, llenándose la boca de pastelitos de crema.