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jueves, 12 de noviembre de 2015

Asesinato y demás

   El cuerpo de Fernando Trujillo cayó al río como en cámara lenta. El tiro que le propinaron en la cabeza dispersó sus sesos por el agua antes de que su cuerpo cayera allí mismo. No había sido algo calculado por sus asesinos pero había sido el resultado directo de un asesinato algo improvisado, pues Trujillo no debía morir en ese lugar al lado del camino a la playa, sino que debía ser llevado a unos kilómetros de la ciudad para ser asesinado en el cementerio. Ese había sido el plan pero finalmente no hubo manera de ejecutarlo como se había pensado. El jefe de los matones, seguramente apurado por algún hecho importante, cambió todo exigiendo que lo mataran donde sea que estuviera y que, de ser posible, ocultaran el cuerpo para que no lo encontraran.

 Eso no iba a ser posible pues el área del mar en la que había caído no era nada profunda pero la corriente sí era fuerte. Apenas cayó, ellos miraron y luego se fueron. Si tan solo hubiese habido un árbol o una barandilla, el cuerpo hubiese tenido que ser trasladado. Pero no fue así. Durante toda la noche, el mar meció el cuerpo lentamente y lo fue arrastrando hacia el centro de la bahía y hacia abajo. En el proceso, Fernando Trujillo fue perdiendo lo que tenía en sus bolsillos: algo de dinero en monedas, unas llaves y su billetera. También su celular cayó y pronto fue despojado de sus viene materiales por el agua, que lo arrastró a un rincón oscuro del que nunca salió.

 De los objetos que se le fueron cayendo, casi todo quedó en el fondo del mar que en esa parte debía tener solo cuatro metros de profundidad. Después la bahía se volvía inmensamente profunda y tal vez era por eso que se le avisaba a los bañistas que nunca se metieran al agua al final de la tarde, pues podía ser peligroso. El caos fue que, con el tiempo, el cuerpo se deterioró y solo los huesos quedaron en el fondo marino, lentamente cubiertos por musgo y arena. A Trujillo lo recordaban en tierra pero solo su familia y ellos se resignaron pronto. Al fin y al cabo conocían su pasado y sabían que, tarde o temprano, eso vivido vendría a saldar cuentas de una manera o de otra. Su mujer se casó el año siguiente, evento que no sorprendió a nadie.

 Fue un día de sol del verano que siguió, en el que Eva y su padre Julio se encontraron el celular de Fernando en la playa. Estaba medio enterrado en las piedritas antes de entrar al mar y Eva lo había descubierto al ir corriendo a meterse al mar y tropezar con la punta del objeto. Después de llorar unos minutos, y de recibir el amor de su padre por otro par de minutos, la niña de nueve años fue la que sacó el celular de la arena y se alegró de verlo como si fuese un viejo amigo que se aparecía en la arena como por arte de magia. Julio no le dejaba tener de esos aparatos, ella era muy joven. Pero ambos se quedaron mirando el objeto por un rato, como si fuera algo único.

   Luego, Julio miró a su alrededor y buscó al posible dueño del objeto. Pero la verdad era que, en esa parte de la playa, no había nadie. Al fin y al cabo, era la parte donde terminaba la arena y había un camino que venía del pueblo y nadie se hacía allí pues el ruido de la gente en “hora pico” podía ser excesivamente molesto. Con Eva, revisaron el celular: no prendía, tenía algo de agua en el interior y arena por todos lados. Eso sí, tenía una memoria de la que podrían sacar algo. Julio sabía algo de tecnología aunque más sabía su hermano Tulio (sus padres no habían sido gente muy creativa), pues había estudiado ingeniería electrónica en la universidad. Se guardaron el objeto y volvieron a su lugar en la playa con los demás miembros de la familia, sin darse cuenta que a pocos centímetros del celular, el mar enterraba una tarjeta con el nombre de Fernando.

 Ya en casa, Eva tomó el celular y empezar a jugar con él, imaginando que disparaba aves contra cerdos o que ella controlaba una nave espacial a toda velocidad o que tocaba frutas cuadradas. Todo eso lo había visto alguna vez pero solo cuando mamá dejaba que jugara con ella. Julio y su esposa eran chapados a la antigua en ese aspecto y muchas veces se preguntaban si era lo correcto. Pero cuanto más se lo preguntaban, menos hacían algo a propósito. El celular del muerto se lo dejaron a Eva, mientras Tulio venía o ellos iban a donde él. La segunda opción era la más probable pues él casi nunca salía de casa.

 Al cabo de dos semanas fueron todos a visitarlo pero, intrigado por la historia del celular, decidió revisarlo momentos después de Julio haber concluido la historia. Según él, el aparato como tal no podía ser salvado. Pero la información que había dentro seguramente sí. Usó varias de los aparatos que guardaba por todos lados y les dijo que tomaría un tiempo, pues el agua salada a veces hacía que todo fuese algo lento, además que el aparato parecía estar lleno de información. Mientras esperaban, Tulio ofreció café y galletas. Las aceptaron por cortesía pero, siendo familia, ellos sabían que Tulio siempre ofrecía café con sabor a cigarrillo y las galletas más viejas que tuviera en ese momento en la alacena.

 Cuando ya querían irse, la información no había terminado de salir. Tulio les propuso que fueran a casa y él los visitaría tan pronto todo hubiese terminado. Eva no quería dejar su nuevo juguete pero la convencieron recordándole que debía terminar cierto juego de té en casa. Tulio se puso a trabajar hasta muy tarde y fue en un momento de la madrugada que la descarga terminó y pudo ver que era lo que había en el celular. Al comienzo, se sintió confundido pues las carpetas típicas estaban mezcladas con otras con nombres parecidos pero cuando por fin dio con algo real, se llevó el susto de su vida. Lo primero que vio fue una foto en la asesinaban a alguien.

 La calidad no era la mejor, pero estaba claro lo que sucedía. Así fue que miró las demás fotos y todas tenían como tema, sin lugar a dudas, el crimen. En unas había gente recibiendo dinero, en otras más asesinatos e incluso lo que parecían violaciones. Había archivos de video pero no se atrevió a mirar ninguno. Algunos audios existían pero el sonido era pésimo y apenas se podían distinguir voces distintas de ellos. Tulio lo dejó todo por un momento y fue a la cocina a tomar agua fría. Cuales eran las posibilidades de encontrar un celular en la playa con esa clase de información? De quién sería el móvil y por que había sido abandonado, si es que había sido a propósito? Todo era muy extraño. Tulio decidió llamar a su hermano, así tuviese que despertarlo y decidir que hacían.

 Siendo el bueno de los hermanos, Julio se decidió por ir a la policía. Se encontró con Tulio, muy a las cinco de la mañana, frente a la estación de policía del pueblo, que a esa hora parecía una de esas villas fantasma de las películas. Cuando entraron, solo había un oficial masticando chicle y leyendo una revista de chismes. Le tuvieron que llamar la atención tosiendo para que los mirara. Julio explicó a lo que venían y él solo les pidió que esperaran, indicándoles sin mirarlos unas sillas contra la pared. Esperaron una hora hasta que empezaron a llegar más oficiales. La verdad era que el pueblo no era muy activo y no valía la pena trabajar veinticuatro horas a toda máquina. El hombre que los atendió se fue y tuvieron que exigir hablar con alguien.

 Había una oficina de tecnología y fue allí que por fin pudieron mostrar lo que tenían. Tulio había guardado todo en una memoria portátil. Primero lo vio un policía, después otro, y otro y otro y así hasta que hubieron unos doce en la pequeña oficina y decidieron llevar todo a un laboratorio. A Tulio y a Julio se les impidió el paso y solo les preguntaron donde habían encontrado la información y si era la única copia. Lo primero lo contestó Julio y se lamentó ser sincero pues tuvieron que dar todo, incluso el aparato dañado que él quería de juguete para Eva. Tulio respondió lo segundo, pero mintió. Dijo que solo había una copia pero la verdad es que había guardado la información para él.

 Cuando se fueron, vieron que más oficiales corrían al laboratorio pero ya no le dieron más importancia. Ya en casa, Tulio guardó la información en un lugar que hasta él se le olvidara. La había guardado toda por si acaso, pero lo más probable es que nunca se atreviera a ver todo eso de nuevo. Julio tuvo que comprarle su primera tableta electrónica a Eva, después del berrinche de dos horas por no haberle traído el celular de vuelta. Al final, fue la mejor decisión pues le podía enseñar mucho más de esa manera, con juegos y demás.


 Nadie supo que por esos días los matones volvieron al pueblo pero no para matar sino porque les había gustado el lugar y querían tomarse un tiempo libre del crimen. Eran dos hombres y eran pareja pero su jefe, al que llaman “el idiota ese”, no tenía ni idea. Mientras ellos compartían un beso cerca de la orilla, los huesos de Fernando estaban siendo revolcados en el fondo del mar por una red que buscaba peces. Los pescadores casi se mueren del susto al ver la calavera en la parte más alta del montón de peces.

viernes, 20 de marzo de 2015

Un botánico en Borneo

   Podrá no parecer algo muy apasionante pero el mundo de las plantas es simplemente maravilloso. Hay tantas especies, tan variadas con brillantes colores y extraños comportamientos, que es imposible no enamorarse de alguna de ellas. Eso, al menos, era lo que pensaba Martín Jones, hijo de un renombrado naturalista británico y de una aguerrida luchadora por los derechos de los animales. Naturalmente, al conocerse sus padres, se habían enamorado al instante pero les tomó algún tiempo tener hijos. De hecho, Martín era el único.

 Había terminado hacía poco la carrera de biología y ahora estaba especializándose en botánica en Londres, desde donde había salido de viaje con un grupo de naturalistas de la universidad a la jungla de Borneo. Indonesia es el corazón de aquellos que aman las plantas. Martín quería conocer en persona un aro gigante, a veces llamadas flores cadáver por su asqueroso olor.  Estaba tan entusiasmado que en el avión hacia Jakarta solo leyó y releyó su libro sobre el tema y no dejó de acosar a todos los demás con todos los detalles de cada planta extraña que pensaba documentar. Además, quien sabe, podría descubrir alguna nueva especie.

 Ese era su sueño desde el comienzo. Hacer un aporte a la ciencia que lo pusiera en el mapa de los botánicos más destacados junto a muchos de sus ídolos y, por supuesto, junto a sus padres. Ellos todavía se dedicaban a amar la naturaleza, viajando por todo el mundo dando conferencias, trabajando para la televisión pública e incluso colaborando con documentalistas para diversos proyectos relacionado a la naturaleza. Mientras su hijo llegaba a Banjarmasin, ellos estaban en la tundra canadiense.

 Martín no tenía a nadie más sino a sus padres. De resto, solo tenía una tenía en Estados Unidos y otra en Japón. Su único tío había muerto en un accidente automovilístico y no había tenido hermanos. Tenía primos pero jamás los había visto y sus abuelos, por ambos padres, estaban muertos hacía ya buen tiempo aunque su padre siempre le contaba historias de su abuela paterna, una mujer que tejía su propia ropa, cazaba su comida y había vivido casi toda su vida como una pionera en el desierto de Mojave.

 Más que nada, lo que Martín quería era tener una vida igual que la de sus padres o que las de sus ídolos en el mundo de la ciencia. Todos hablaban de grandes aventuras y descubrimientos, de tantos tipos de vivencias que era difícil no querer lo mismo. Quería ser igual que todos ellos e incluso mejor, dejando una huella imborrable en la botánica. Este era su primer viaje serio, después de varias expediciones por su cuenta con la única compañía de Maxwell, un perro ovejero que había estado con él por muchos años. Pero el animal ya no estaba y debía afrontar este viaje como un profesional.

 Después de un largo y doloroso viaje por carretera, llegaron al borde de la selva donde fueron atendidos con amabilidad por una tribu que tenía su asentamiento a algunos metros de los primeros grandes árboles de la selva impenetrable. Como ya era tarde, Martín solo pudo oler la selva y para él fue suficiente para aguantar hasta el día siguiente. Comió la cena ofrecida por los indígenas y se acostó rápidamente, pensando en levantarse temprano para tener el mejor primer día posible.

 De hecho, fue su compañero quien lo levantó. Al parecer, Martín estaba más cansado de lo que había pensado y se les había hecho algo tarde. Por lo que pudo ver mientras se cambiaba, estaba lloviendo ligeramente pero no había nada de viento.  Cuando estuvieron todos listos, siguieron a uno de los guías locales y empezaron la larga caminata del día. Como habían comenzado tarde, iban a volver pasado el atardecer así que no podían demorarse más de lo necesario. Pasados los primeros minutos, varios de los científicos pudieron ver varias de las criaturas, sobre todo insectos así como árboles inmensos y flores hermosas. Martín apretaba tan fuerte el obturador de su cámara que se arriesgaba a fracturarse un dedo.

 Pero no importaba nada porque estaba en su elemento. O al menos lo estuvo hasta que, por estar tomando fotos al borde de una cañada, resbaló sobre una roca cubierta de musgo y se torció un tobillo. Trató de hacerse el valiente y lo primero que hizo fue revisar la cámara que no tenía ni un solo rasguño. En cambió él tenía la pierna sangrando porque se había cortado con una piedra afilada y, además, no podía caminar. El dolor era demasiado. Se disculpó con sus compañeros pero ellos le dijeron que era algo que solía pasar. El grupo decidió regresar, cuando no pasaba de la una de la tarde.

 Mientras una de las mujeres de la tribu atendía a Martín, los demás se dedicaron a clasificar su trabajo y a planear el día siguiente, que de paso iban a iniciar al as cuatro de la mañana para evitar perder tiempo. El joven botánico les prometió acompañarlos y, en efecto, fue el primero en levantarse al día siguiente. Pero no hubo manera de que los acompañara porque su tobillo se había hinchado y el dolor era peor que el día anterior. El grupo lo dejó con la tribu y Martín se sintió el fracaso más grande del mundo por no poder acompañarlos.

 Les había arruinado el primer día y no quería hacer lo mismo el segundo. Por eso no protestó pero se odió a si mismo por no poder hacer nada. Eran dos semanas en Borneo y cada día era esencial para clasificar y documentar pero como lo iba a hacer si no podía ni caminar. Uno de los hombres indígenas, que hablaba algo de inglés, le explicó que venía un médico en camino para atenderlo. Martín no quería pero sabía que no podía negarse, no estando tan lejos. Sabía que era un esfuerzo para el médico ir hasta allí y no quería hacer que alguien más perdiese su tiempo por su culpa.

 El médico llegó justo después del almuerzo. Lo revisó brevemente, le puso una inyección y le pidió dos días completos de descanso. Martín le dijo que necesitaba salir de expedición al día siguiente pero el médico le dijo que eso solo empeoraría su tobillo. Tenía que descansar y moverse lo menos posible. Cuando el grupo llegó pasada la tarde, todos muy contentos, Martín no quiso hablar con ninguno de ellos. Ronald trató de hablar con él pero el joven botánico se hizo el dormido. No quería ver en sus caras la alegría del día, no cuando los envidiaba tanto.

 Al día siguiente, el grupo se fue de nuevo. Martín solo se dio cuenta horas después, cuando se despertó. Decidió bañarse, cosa que no había hecho desde el día que había salido de casa. La mujer indígena que lo había ayudado antes le hacía señas para que no se moviera mucho pero el solo le sonreía y hacia señas de que todo iba a estar bien. La mujer le prestó una sillita de plástico y le mostró un sitio, detrás de las casas, donde podía bañarse con tres baldes llenos de agua que le trajo sin mayor dificultad. Él se lo agradeció y esperó a que estuviera lejos para quitarse la ropa.

 Siempre teniendo cuidado de su pie, se sentó sobre la sillita de plástico y se echó encima el primer baldado de agua. Estaba fría pero apenas para el calor que hacía tan temprano en cercanías de la selva. Mientras sacaba del pantalón un jabón pequeño que había traído de casa, notó los sonidos que salían de los altos árboles cercanos. Casi se cae de la sillita cuando, mientras se echaba jabón por las piernas, un animalito pequeño, parecido a un mono, salió de entre los árboles. Parecía buscar algo por el suelo. Martín se echó agua con cuidado para no asustarlo pero la criatura se volvió hacia él y lo miró un buen rato hasta que se cansó y se fue.

 Martín sonrió ante el particular evento. Se puso de pie como pudo, utilizó el jabón en sus partes intimas y en el resto del cuerpo y, cuando se dispuso a vaciar el último balde sobre su cabeza, vio que el animalito había vuelto con otros dos. Todos lo miraron a él y luego se dedicaron a husmear el suelo. Martín recordó algo y despacio se agachó a buscar en su bermuda a ver si lo que quería estaba allí. En efecto, había guardado una de sus cámaras desechables en uno de los muchos bolsillos. La sacó con cuidado y se sentó en la sillita de plástico.

 Los animalitos ni se inmutaron de los movimientos que hacía Martín y solo se dedicaron a buscar por el suelo. Uno de ellos por fin encontró una semilla y se la comió. Parecieron acelerar el paso a raíz de esto. Menos mal, la cámara no tenía flash. El acercamiento que se podía hacer no era el mejor pero los animalitos se veían. Martín les tomó varias fotos hasta que los animales lo notaron y uno de ellos se le acercó. Le tomó fotos estando a apenas dos metros. De repente, voltearon a mirar a la selva como si hubieran escuchado algo, que Martín no había oído. Al rato, penetraron la selva y no volvieron más.


 Martín estaba muy contento y solo se puso su bermuda para volver adonde la mujer y devolverle los baldes y la sillita. Quiso preguntarle si conocía a los animalitos pero ella no hablaba su idioma. Les contó a sus compañeros cuando volvieron, como una anécdota interesante y cómica pero ninguno de ellos río, de hecho un par lo miraron sombríamente. Al parecer, esos dos habían venido buscando a dichos animalitos, antes avistados pero nunca documentados con propiedad. Resultaba que Martín había hecho un descubrimiento científico y ni se había dado cuenta. Y por mucho tiempo, sus colegas se burlaron porque lo había hecho desnudo y mojado.

martes, 2 de diciembre de 2014

Fado de Lisboa

Era como estar en un sueño. Casi no había ruido, el clima era tibio y solo había un par de nubes paseándose por el cielo. Era el día perfecto para caminar, tomar fotos y conocer mejor la ciudad. Y eso era precisamente lo que Gabriela estaba haciendo.

Lisboa había sido una opción de última hora para sus vacaciones de semana santa. Había muchas opciones pero algunas más costosas que otras y al final de cuentas Lisboa era un destino no tan lejano y relativamente barato. Se estaba quedando en un pequeño hotel cerca del centro con todas las comodidades. Ella esperaba llegar a un lugar oscuro y feo pero resultó siendo un hotel con todo lo necesario y, lo mejor, limpio.

Era su primer día en la ciudad así que se había puesto sus zapatos más cómodos y ropa ligera. Hacía varias horas que caminaba y ya había tomado varias fotos y, ahora que estaba en un mirador, sentía un gran dolor de pies. Buscó entonces un restaurante y se sentó en la terraza, para así seguir viendo a la gente pasar y la calle antigua en la que estaba.

Para comer, pidió algo típico del país: la entrada fue un rico caldo verde, que aunque caliente, ayudaba a calmar el hambre que ahora sentía. Su estomago había empezado a hacer ruidos hace poco y el caldo ayudaba a calmarlo.

Entonces escucho música y miró adonde estaban tocando pero no lograba ubicarlos. El mesero le puso el siguiente plato, pastel de bacalao con ensalada y se dio cuenta de que ella escuchaba con atención la melancólica música que se escuchaba a lo lejos.

Con una mano, y al parecer dándose cuenta de que Gabriela no sabía portugués, le señaló una ventana en un edificio diagonal al restaurante. Desde allí podía ver solo a una mujer que estaba sentada y cantaba apasionadamente.

Gabriela le agradeció al señor y comenzó a comer lentamente, a la vez que escuchaba el canto del grupo musical que estaba en ese apartamento, seguramente ensayando. La verdad era que no necesitaban hacerlo ya que, para ella, se oían excelente. La música era melancólica pero apasionada y sensible al mismo tiempo.

Mientras comía el delicioso bacalao, trató de entender las palabras y, por lo que entendía, la canción iba sobre la ciudad, sus esquinas y rincones y sus historia rica en leyendas y mitos espectaculares. Parecía una postal perfecta escuchar la música, comer la comida y estar sentada allí.

Gabriela se había sentido sola desde hacía mucho tiempo. Hace unos meses había terminado una relación de un año y, sin su familia, había sido difícil seguir adelante normalmente. A veces se encontraba a si misma llorando desconsolada sin razón aparente. Ella lo explicaba diciéndose a si misma que no había hecho bien el proceso de dejar ir a la persona. A decir verdad ella solo había estado enamorada unos meses pero una infidelidad siempre duele aunque no lo culpaba por eso sino por la mentira.

En todo caso era algo del pasado y ahora debía enfrentarse a estar sin compañía permanente. No era buena haciendo amigos así que no tenía muchas personas con quienes pasar el rato. La mayoría vivían ocupados, incluso ya estaban casadas y con hijos, y ella comprendía que eso no dejaba mucho margen para salir con las amigas.

Este viaje era también uno más de sus intentos de adquirir otros intereses fuera del trabajo. Y de hecho también pensaba estudiar o de alguna forma cambiar su vida porque su trabajo la aburría de sobre manera y pensaba que esa no era forma de vivir, así la mayoría de gente viviera así.

Al terminar el bacalao, también terminó la banda su ensayo. El mesero vino con un pastel de Belém y la cuenta. Ella le agradeció y comió medio pastel de una vez porque ya era tarde y quería visitar al menos dos lugares más antes de volver al hotel.

En ese momento salieron del edificio los miembros de la banda. Algunos tomaron hacia el lado opuesto de la calle mientras la cantante y otros dos hombres caminaban hacia el restaurante. Gabriela los miró y la joven cantante le sonrió. Esto la animó a hablar.

 - Me gustó mucho su música.

No tenía ni idea si ellos habían entendido, porque por un momento solo la miraron, así como hizo una pareja que comía a un par de mesas de ella. Se sonrojó, sonrió a forma de saludo y le dio otro mordisco al pastel.

La cantante entonces habló con sus compañeros, quienes se fueron. Ella se acercó a Gabriela y habló en español, bastante acentuado:

 - Puedo? - dijo, señalando una silla.

Gabriela asintió y, lo primero que dijo, fue que le había encantado la última canción que habían practicado. No entendía toda la letra pero creía que sin duda era una muy buena melodía y transmitía muchos sentimientos.

La joven cantante, llamada Raquel, le contó que esa era su canción favorita y por eso la cantaba siempre al final. Le parecía que decía todo lo que había que decir de la ciudad. Ella había viajado por el mundo estudiando y cantando pero siempre volvía a su ciudad porque creía que había algo atractivo y escondido allí, muy especial.

Gabriela le confío que solo había estado allí un día pero que ya sentía lo que Raquel mencionaba. Entonces la joven cantante la invitó a su hogar para que conociese a su familia y prometió hacer de guía el resto de días.

Las dos se hicieron amigas con rapidez y Raquel resultó esencial para que Gabriela tomara una decisión que cambiaría toda su vida: sin pensarlo mucho, regresó a su hogar tras una semana de vacaciones, renunció a su empleo, tomó todas sus posesiones (que no eran muchas) y se mudó a Lisboa. Allí empezó a estudiar cocina, algo que siempre le había gustado pero no había tenido la valentía de asumir. Y Teresa fue su ayuda durante todo el proceso.

Meses después, relajándose en una playa, pensó en como habían sucedido las cosas. Todo había sido muy apresurado pero era evidente que había sido para lo mejor. Por primera vez en mucho tiempo era feliz, se sentía completa. Y eso era más importante que nada.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Modelo a seguir

Era increíble que tuviera miles y miles de fotos guardadas en su computador. Estaba seguro que había limpiado su disco duro recientemente pero aparentemente ese no era el caso. Había fotografías de hacía pocos días, muchas desenfocadas, o mal tomadas o con errores tontos.

Carpetas y carpetas marcadas solo con la fecha y se supone que tenía que encontrar una sola, la que la modelo quería para presentarla ante un agencia. La mujer era insoportable pero le había hecho tantos favores a Luis, que hubiera sido una vergüenza no ayudarle.

El fotógrafo de unos 35 años buscó y buscó. No fue fácil porque ese mismo día había visto por lo menos a seis modelos, así que había seis carpetas, cada una llena de fotos. Y tenía que revisarlas todas porque cabía la posibilidad de que la foto deseada estuviera mal ubicada.

Al abrir la cuarta carpeta, después de revisar sin éxito otras tres, se pegó un autentico susto. Eran las fotos de un joven modelo que, según Luis recordaba, estaba empezando en el mundo de las pasarelas y publicidades y quería fotos donde se pudiera notar su rango.

El joven era bastante guapo y era un modelo nato, no había nada que se le pudiese criticar. A excepción de lo que encontró Luis en la carpeta: varias fotos del modelo desnudo, en posiciones bastante sugerentes y provocadoras.

Luis no podía negar que se veía igual de bien sin ropa que con ella, pero se preguntaba en que momento habían sido tomadas las fotos. Obviamente no había sido él y se supone que su asistente revisaba las tomas cuando las pasaba al disco duro.

Tomó su celular y llamó a Vanessa, su asistente. La joven parecía estar en un lugar con mucha ruido ya que Luis tuvo que retirar el celular de su oído. Como pudo, le preguntó sobre si recordaba al modelo y si había visto las fotos de ese día.

La memoria de Luis era un desastre: resulta que ese día ella había tenido que irse temprano, así que él mismo había pasado las fotos. Ella preguntó el porque de la llamada pero Luis prefirió no elaborar mucho sobre el tema y colgó pronto.

Recostándose en su silla, Luis se esforzó por recordar. No, no se acordaba de haber pasado él mismo las fotos. Seguramente lo hizo automáticamente y ni se fijó. De lo que sí se acordó fue de que había tenido que salir por unos minutos del estudio y había dejado solo al joven, por unos diez minutos máximo. Al parecer el chico había tomado ese momento para tomarse las fotos.

No eran más de 10 fotografías y, por los datos de fecha y hora, habían sido tomadas en un corto lapso de tiempo.

En todo caso, Luis no se explicaba porque el modelo había decidido tomarse esas fotos y dejarlas allí guardadas. Era obvio que quería que alguien las viera. Vanessa no había estado ese día, entonces no eran para sus ojos. Eran para los de Luis, obvio.

Había otra cosa, algo más extraño que las fotos, si es que puede decirse. Luis recordaba, y viendo las fotos también, que cuando el chico había entrado se le había hecho conocido. Esto era extraño porque él no recordaba conocer a un joven como ese. Era la primera vez que lo veía, y no había manera de haberlo visto antes en algún evento ya que el mismo joven había dejado claro que no había participado en desfiles ni ninguno de los eventos a los que Luis iba como invitado.

De pronto se dio cuenta de algo: en una de las fotos, el joven sostenía un papel. Por la luz lo escrito era apenas visible pero, con su habilidad con varios programas, Luis pudo mejorar la imagen al punto de hacer más visibles los números que estaban escritos en el papel. Era un número de celular.

Sin dudarlo, Luis marcó el número y esperó. Los nervios eran bastantes, y él no entendía porque.

 - Aló? - dijo él cuando contestaron.

La voz del otro lado rió.

 - Pensé que nunca me ibas a llamar.
 - Apenas hoy supe tu numero. Porque me lo dejaste?

El joven dudó en hablar por un segundo pero entonces preguntó:

 - No te acuerdas de mí?

Luis, por raro que parezca, sentía algo extraño y no le gustaba.

 - No.
 - Llámame cuando lo recuerdes.

Y el joven colgó. Y esa acción hizo que Luis recordara: la voz, la cara familiar, las fotos. Todo cuadraba.

El recuerdo que vino a su mente era de un día de lluvia, durante sus años de trabajo en empresas. De eso hacía casi siete años. Ese día estaba en cama pero no solo sino con un joven que había conocido en un concierto. Tenía apenas 18 años y soñaba con ser un gran cineasta.

Luis recordó que hablaron de la fotografía. Discutieron porque el chico pensaba que los modelos eran una herramienta para manipular a la gente y Luis decía que no había nada más hermoso que un modelo masculino.

Se vieron por varios meses, durante los cuales discutieron bastante sobre sus diferentes visiones de la moda y de la belleza. Hasta que un día el chico desapareció. Luis entonces tendría una relación de varios años con una fotógrafa y no se acordaría más del joven.

Lo llamó después de tomar un café. Pero el chico ya no contestó. Luis intentó al menos una vez cada día por varios días pero nunca pasó nada.

Solo un día, meses después, Luis recibió por correo una revista que no había pedido. Era un catalogo de ropa de lujo y el modelo era el chico de las fotos. Aquel que él había rechazado, que solo había sido un compañero sexual para él, no más que alguien con quien tomar, fumar y, más que todo, solo tener sexo.