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lunes, 4 de abril de 2016

Sarmacia

   Violeta había aprendido a usar las herramientas desde que era muy pequeña. Su madre, Celeste, les había enseñado a todas sus hojas algún oficio para que no dejaran decaer su hogar ni dependieran nunca de nadie más para su subsistencia. Alejadas de las rutas comerciales principales, las chicas nunca eran visitadas por ninguna nave, ni siquiera las que se perdían ocasionalmente. Hacía mucho tiempo, Celeste se había asegurado de blindar a sus hijas contra cualquier eventualidad. Creía que lo mejor para ellas era no estar en el paso de la civilización y simplemente vivir aparte.

 Eso no significaba que fueran atrasadas o que no supieran nada del mundo. Una vez por mes, una de ellas tomaba un módulo de aterrizaje e iba al planeta más cercano a comprar y vender algunas cosas. Vendían con frecuencia su talento para arreglar objetos, pues todas eran sensibles a los complejos mecanismos de la tecnología. A cambio, esperaban comida y repuestos.

 Solo las mayores estaban autorizadas para dejar la nave e ir al mercado. Las demás debían quedarse en la nave haciendo sus tareas, buscando así un equilibrio perfecto entre todas. Las más pequeñas residían todas en un cuarto enorme y eran cuidadas por el robot enfermera NR03, programado hace mucho tiempo para cuidar bebés y niños pero también para manejar laboratorios de genética. Había uno de ellos a bordo de la estación y gracias a él, la colonia seguía viva.

 El día que todo cambió para las chicas vino cuando tres de las mayores partieron para el planeta a comerciar sus talentos. No regresarían pronto pues eran muchos los repuestos que necesitaban y normalmente podía demorarse bastante tiempo el conseguir todo lo que necesitaban. Entonces el robot NR03 y algunas de las chicas eran las encargadas de cuidar a las demás.

 Una alerta amarilla se encendió en la estación espacial, despertándolas a todas y obligándolas a mirar por sus ventanillas. La mayoría no vio nada e inmediato. Las alertas de ese tipo casi nunca se escuchaban y todas sabían que debían ser muy cuidadosas a la hora de manejar una crisis de esa manera. Por fin, una de las chicas con mejor vista detectó el causante de la alarma: un objeto había entrado en su zona. Era pequeño y parecía estar echando humo. En la computadora pudieron enterarse de que el objeto había sido lanzado desde otro lugar, probablemente lejano.

 En esos casos, las reglas las obligaban a no hacer nada a menos que entraran en colisión con el objeto y este pequeño en llamas no era nada de qué preocuparse. Las que no podían dormir se quedaron a mirarlo y fueron las que alertaron a las demás que la pequeña nave quería acoplarse.

 Una de las mayores, Amarela, decidió bloquear el acoplamiento con pequeña nave que tenía forma de cápsula. Pero quien quiera que estuviera allí dentro, sabía cómo manejar una nave espacial y tenía más talento que ellas a la hora de desbloquear comandos. Amarela hizo lo mejor que pudo pero la nave finalmente se acopló y tuvieron que ir a la bahía de acoplamiento con armas y rodear el acceso. Celeste, desde su habitación, les encomendaba la protección del hogar.

 Se armaron de valor y de pistolas laser. Cuando la puerta se abrió, algo salió pero tan pronto lo hizo se cayó al piso, inconsciente. Por un momento, pensaron que se trataba de una de ellas, tal vez era una de las chicas que se habían ido al planeta a comerciar. Apuradas, decidieron recoger el cuerpo entre muchas y llevarlo hasta la enfermería donde NR03 y Carmín, la mejor de entre ellas en el arte de la medicina, podrían hacer algo para salvarle.

 Fue entonces que se dieron cuenta, al quitarle la ropa, quemada en algunas partes, que no era una de ellas. Es más, era el cuerpo de un hombre. Cuando Carmín lo dijo en voz alta, la palabra se extendió por toda la estación como pólvora y en segundos todas las habitantes, de las más pequeñas hasta Celeste, miraban por una vidrio grueso la intervención que hacían del cuerpo extranjero. Todas soltaron un gemido de asombro cuando NR03 le retiró los pantalones al hombre. Definitivamente eran diferentes.

 Carmín concluyó que había sido victima de algún ataque pues tenía bastantes moretones, huesos rotos y la piel quemada en algunos puntos. Además de eso, parecía no haber estado en un lugar muy higiénico pues su vello facial estaba por todas partes y era grasoso y parecía no haberse dado un baño en bastante tiempo.

 Dos voluntarias ayudaron a Carmín y a la robot a lavar el cuerpo del hombre para evitar contaminar la nave espacial que se conservaba sin contaminantes desde siempre. Era una de las reglas. Lo limpiaron bien, por todas partes y luego lo ducharon con una mezcla de químicos muy especial que buscaba eliminar cualquier infección superficial o matar microbios que pudieran quedar después del lavado normal.

 Lo pusieron en una habitación aparte y la aislaron para que solo las personas autorizadas pudiesen acercarse al hombre. No se despertaba por ningún medio y Celeste incluso auguró que moriría en poco tiempo. Los hombres eran seres débiles, exclamó, y por eso no vivía ni uno solo de ellos con ellas. No podían parecérseles de ninguna manera. Y fue lo único que dijo al respecto. Era evidente que ella sí había visto hombres antes, no como las demás.

 Todo el resto de la tripulación hablaba del hombre, de lo poco que había visto de su cuerpo y de las posibilidades de su supervivencia. Algunas decían que con tanta suciedad encima, era difícil que sobreviviera. Otras decían que habían notado músculos desarrollados en él, por lo que algo de fuerza debía de tener. De pronto estaban siendo injustas con él.

 Lo que todas se preguntaban, casi sin excepción, era porqué nunca habían visto un hombre. Carmín, quién lo cuidaba todos los días, se lo preguntaba mientras los miraba a los ojos cerrados y se daba cuenta que no eran tan diferentes el uno del otro.

 Habían hecho diferentes pruebas con él y habían concluido que se iba a recuperar de sus heridas. Sin embargo, seguían sin saber quién era o de donde había venido. Por precaución, sus brazos estaban amarrados a la cama donde respiraba suavemente. El día que se despertó, solo el robot NR03 estaba presente. El hombre le preguntó donde estaba y porqué la unidad enfermera parecía ser ligeramente anticuada.

 NR03 le respondió que no era anticuada y que era grosero referirse a ella de esa manera. El hombre se sorprendió al escuchar a un robot responderle de esa manera. Nunca decían más que frases lógicas, jamás respondían como seres humanos. Preguntó de nuevo donde estaba y la enfermera le comunicó que estaban en la estación espacial Sarmacia. El hombre jamás había escuchado de tal lugar. Preguntó porque estaba amarrado y le respondió que por su propio bien.

 El hombre empezó a pelear con las ataduras y se soltó con facilidad. Entonces NR03 sonó la alarma y en segundos tres de las más aptas guerreras de la estación se presentaron allí con solo sus manos y piernas en posición de ataque. El hombre pensó que bromeaban y se acercó a ellas sin cuidado alguno. El resultado fue resultar de nuevo en la cama, con otra costilla rota, el brazo en cabestrillo y el pie herido.

 Fue solo cuando llegaron, por fin, las mayores del mercado que se dieron cuenta que habían ignorado un detalle esencial acerca del hombre que tenían en frente: su nave. Dos mujeres entraron en ella con trajes espaciales y la revisaron de un lado a otro. Al comienzo no encontraron nada obvio pero entonces una de ellas encontró una marca en una de las paredes de la nave. Era el logo de una compañía o algo parecido.

 Celeste, viendo a sus hijas por un monitor, sabía bien qué era ese logo. Era la marca del lugar más vil y traicionero de la galaxia y una noticia desafortunada para todas ellas.


 Era la marca del planeta prisión Arkham, conocido en todos lados por ser un lugar oscuro y asqueroso en el que lo único que crecía era la locura y la venganza. El hombre debía ser uno de sus habitantes por lo que lo único que podían hacer con él era ejecutarlo. Pero ya era tarde. El hombre había destruido con una herramienta quirúrgica al robot NR03. Y ahora estaba suelto por la estación espacial. Nadie sabía si era asesino, violador o un simple ladrón. Pero no había que saberlo. Solo había que terminar con él antes de aprender más acerca de él.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Impulsos de madrugada

   Podría argumentar que no iba tan seguido a semejantes sitios pero no creo que tenga necesidad de decir nada sobre mis costumbres puesto que estas no son objeto de interés. El interés recae en una pareja, dos hombres a los que llamaré Klaus y Otto. Esos nombres se los di yo por una simple conclusión un tanto facilista: eran alemanes, o al menos eso fue lo que yo creí. Puede que hayan sido de otro lado y puede que ni siquiera fueran pareja de nada. De pronto eran solo amigos que compartían semejantes experiencias, como he visto que muchos otros lo hacen.

 El caso es que ese día, o más bien esa noche, nos encontrábamos todos en ese sitio oscuro y un tanto húmedo en el que hombres como nosotros a veces nos vemos las caras e incluso ni nos las vemos, porque no vamos a reconocernos sino a perdernos y a darle rienda suelta a sentimientos y pensamientos que nos dominan a veces más de lo que nos gustaría. Yo, víctima de aquel impulso del que los hombres solemos ser víctimas, llegué al lugar pasada la medianoche. Al comienzo no los vi pero luego no pude dejar de verlos.

 Otto era especialmente difícil de no ver y todo porque era el hombre más alto del lugar. Había otros altos y más grandes que él pero su delgadez, el modo en que caminaba como colgado de alguna parte y su altura coronada por una cabellera rubia, era difícil de no ver. Tengo que confesar que me le quedé mirando mucho tiempo y tal vez se dio cuenta de lo que hice después y simplemente no dijo nada. Pero lo dudo porque toda la noche lo único que vi fue su manera de estar amarrado como por una cadena a Klaus.

 Él tenía un cuerpo increíble e iba más que borracho. No sé a que hora podía haber bebido tanto pero no me sorprendía porque turistas como ellos siempre tienen dinero de sobra para los placeres de la vida, siempre poco para comida o alojamiento. El caso es que, con el pasar del tiempo, me di cuenta que eran inseparables. Pero no era una de esas parejas tiernas y amorosas que suelen haber por ahí. Se notaba que algo andaba mal pues Otto se negaba a ir con Klaus a ciertas partes y luego Otto parecía castigar a su pareja quedándose más tiempo, como diciéndole: “No es esto lo que querías?”.

 Este juego extraño entre los dos fue el que me hizo interesarme mucho en ellos. En Otto que siempre llevaba una vaso con licor en la mano pero no parecía estar borracho y Klaus que iba sin saber de donde era vecino y jamás parecía parar en la barra del bar. Fue ese comportamiento de ir y venir, de pruebas de resistencia hechas en un lugar que ciertamente no se prestaba para ese tipo de cosas, lo que me llevó a que, cuando fue hora de salir, los siguiera de lejos.

 Para mi fue imposible evitarlo. Salí yo primero y apenas lo hice fumé el primer cigarrillo del nuevo día aunque aún era de noche. Sentía frío pero el cigarrillo me calentaba la cara y poco a poco el resto del cuerpo. Pensaba en cuantas veces había decidido ya dejar ese vicio tan feo para siempre cuando del local salieron, dando tumbos y con dificultad, Otto y Klaus. Se despidieron en la puerta de otros amigos que yo ni me había molestado en mirar en toda la noche y solo los miré con interés, como si fuesen criaturas en una jaula de las que hubiese que aprender todo lo posible.

 Algo hablaron en su idioma, que creo era alemán. Y entonces empezaron a caminar, lenta y torpemente. Cuando no iban muy lejos fue que me decidí: tenía que seguirlos. No solo porque tenía la urgencia de saber donde se quedaban, si iban a seguir la noche o si en verdad eran pareja como claramente parecían. Tenía tantas preguntas y tan pocas respuestas que mis pies empezaron a moverse antes que mi cerebro hubiese dado el sí definitivo. Los seguí a cierta distancia, tratando de ignorar el frío. Era una suerte que yo no hubiese bebido casi, pues así podía estar más pendiente de todo.

 Bajamos la colina del barrio donde estaba el lugar del que habíamos salido y entonces dimos con una gran avenida. Allí había varias opciones, más aún en semejante ciudad tan noctambula, así que esperé. Para mi sorpresa, los dos extranjeros cruzaron la calle, ignorando olímpicamente las luces del semáforo y penetraron el barrio del otro lado. Esto me alcanzó a emocionar pues yo no vivía muy lejos de allí, una de las razones por las que había salido tan tarde.

 Caminamos un par de calles, en las que ellos jamás se giraron ni parecieron tener interés en nada más que en decirse cosas en su idioma, a veces susurradas y otras veces a grito entero. Pasamos la calle en la que yo vivía y seguimos de largo a otro barrio, este de calles más estrechas y que muchos decían era peligroso de noche. Yo me cerré mejor la chaqueta y me puse el gorro para que fuese menos reconocible. Por lo visto sentí por un momento que era una estrella famosa o algo por el estilo. Aunque también fue por el frío y para huir si había que hacerlo.

 Ellos seguían hablando y de pronto empezaron a pelear. Sus voces se alzaron más y más y yo tuve que meterme en la entrada de una tienda cerrada para ocultarme y que se dieran cuenta que tenían público. Por lo visto se dijeron cosas hirientes porque pude ver lágrimas en los ojos de Otto y Klaus con ojos brillantes, de rabia. Pero después, casi de inmediato, empezaron a besarse y pensé que iba a presenciar una escena para adultos en la mitad de una calle y con ese frío tan horrible. Pero no, solo se besaron con pasión y se cogieron de la mano.

 No los tuve que seguir mucho más. Resultaba que, borrachos como estaban, preferían cruzar este barrio para llegar al sector turístico que estaba del otro lado. Hacer toda la vuelta menos peligrosa requería de más concentración y tiempo y ellos no parecían tener ninguna. Cuando llegamos a una bonita avenida que de día los turistas llenaban hasta sus rincones más escondidos, ellos empezaron a caminar más rápidamente. Al cabo de unos cinco minutos entraron a un hotel grande, de esos que son antiguos y muy elegantes. Yo no entré, claro está, pero vi que los saludaba el chico de la recepción y que, antes de subir en el ascensor, Klaus le ponía una mano en el culo a Otto.

 Fue una decepción que la historia terminase allí. Yo buscaba algo más interesante, algo que llenara mi mente de imaginación y de posibilidades. Este final no correspondía a los personajes y por eso me quedé allí mirando al hotel como un tonto, hasta que un ruido me sacó de mi mente y el dio otro final a la historia.

 En la calle se podían escuchar los gemidos, de Otto sin duda. Me dio risa y a la vez tuve el impulso de entrar al hotel y al menos verlo por dentro. Quería, por alguna razón, hacerles saber que había estado allí y que los había seguido. Para que quedarme yo con ese secreto, con toda la diversión? No, no estábamos en una historia de espías en los años cincuenta ni en una de esas series con demasiadas chicas rubias norteamericanas. Esto era la realidad y en la realidad se puede hacer lo que uno quiera. Así que me puse en marcha.

 Cuando llegué a la recepción me di cuenta que no sabía que era lo que iba a decir , que me iba a inventar para poder llegar hasta la habitación que ni sabía cual era. Mis impulsos, de nuevo, me habían traicionado. Pero mis pies no se detuvieron. Cuando estuve frente al joven recepcionista abrí la boca y, como un pez, la cerré y la abrí y no dije nada. Él, sin embargo, me sonrió y me dijo que me esperaban ya y que subiera a la quinta planta, habitación 504. Yo asentí robóticamente y traté de sonreír pero solo logré una mueca fea.

 Subí, nervioso, y no sé porqué me dirigí a la 504 sin ponerme a pensar que podría esperarme allí ni con quien me habrían confundido. El hotel tenía una decoración que buscaba llamar la atención de su público exclusivo y eso me puso más nervioso mientras me dirigía a la habitación asignada. Cuando estuve frente a la puerta no se oía nada. Después una voz lejana y un rumor como de pasos arrastrándose. De pronto, la puerta se abrió de golpe, sin yo tener que ponerle una mano encima.

 El que me sonreía allí de pie, desnudo, era Otto. Y estaba sonriente y feliz. Vi a Klaus detrás, bailando o algo por el estilo. Otto me dijo, en un español machado y extraño, que llevaban esperándome un buen rato. Me hizo seguir tomándome la mano y cerrando la puerta suavemente.

Tengo que decirles, queridos amigos, que no olvido nada de esa noche o mejor, de ese día. Pues fue el inicio de una cadena de eventos que me llevarían a escribir este texto desde un sitio en el que jamás pensé encontrarme. Pero así son las cosas.

domingo, 25 de octubre de 2015

El hombre desnudo

   A Jonathan Frey siempre le preguntaban porqué se había ido a vivir tan lejos. Su respuesta era que esa distancia le ayudaba a separarse de los demás y así purgarse de culpas y odios que todavía tenía adentro. Además, siendo un escritor con un agente lo suficientemente bueno, podía vivir en el fin del mundo si quisiera y de todas maneras le iría igual que si viviese en la ciudad. Volvía su ciudad natal cada cierto tiempo, para arreglar cosas del trabajo sobre todo relacionadas con la promoción de su último libro. Pero la verdad es que odiaba estar allí de nuevo. El ruido de los carros era lo peor para su cerebro, lo mismo que las personas y su cacareo constante que no iba a ningún lado. Siempre se quedaba máximo una semana y si no estaba todo terminado en ese lapso de tiempo, pues se dejaba para después o simplemente no se hacía.

 Después de uno de sus viajes, volvió a su pequeña cabaña en el bosque en su camioneta vieja y confiable. Le encantaba ese vehículo así no lo usara demasiado: sus manchas de óxido y sus llantas llenas de barro le recordaban amablemente lo bueno que era estar de vuelta en casa. Había traído provisiones para no volver a la civilización en un buen tiempo. En casa lo esperaba Alicia, su perra huskie que un granjero le cuidaba todos los días. Esta vez le había dejado demasiada comida pero Alicia, afortunadamente, era educada y solo comía lo suficiente para un día y no más. Jonathan la acarició y le besó la cabeza, luego dejando la caja de cosas que había comprado sobre un mesa de madera basta que le servía de comedor.

 Era temprano, así que decidió tomar la caña de pescar y salir con Alicia a buscar comida para la cena. Se le antojaba una de esas deliciosas truchas naturales con especias de verdad y limón. Nada de esos disque pescados que vendían en la ciudad que no sabían a nada y costaban demasiado dinero para la porción tan lamentable que servían. El río estaba bastante cerca pero separado de la casa por un pequeño bosque que protegía de las inundaciones ocasionales, sobre todo en invierno. El ambiente olía bastante a plantas y tierra. Había llovido hace poco y el entorno se había alterado de la manera más agradable posible. Para Jonathan, fue como si su hogar le diera una calurosa bienvenida.

 Llegó a la orilla del río y se sentó, con Alicia a su lado. De la tierra sacó unas tres lombrices, lo que le tomó pocos minutos pues la lluvia las había hecho salir.  Puso una en el anzuelo y empezó la faena de paciencia que era pescar. A Alicia no le gustaba mucho la idea, pues seguido iba y venía mientras Jonathan no se movía ni un centímetro. Más que estar concentrado, el escritor que no pasaba de los cuarenta años, pensaba sobre su vida y lo que había hecho con ella. Su primer éxito había sido enorme y tan joven que le cambió la vida. Por eso ahora podía darse el lujo de estar pescando y no en cansinas reuniones.

 Nada picaba y se estaba poniendo gris. Jonathan se puso de pie y le dio cinco minutos al río para que le proporcionara comida. Los tres primeros minutos pasaron volando y entonces empezó a caer una llovizna suave. Al cuarto minuto se puso algo más fuerte y para el quinto minuto, el río por fin le dio algo pero no era lo que él quería. La lluvia arreció y por eso no estaba seguro de lo que veía así que esperó hasta que la corriente lo acercara más. Entonces se dio cuenta que no estaba equivocado: lo que venía con la corriente era un hombre. Como pudo, se acercó a la orilla cuidándose de no caer y usó la caña para detener el cuerpo y tener tiempo de tomarlo por un brazo. Haló todo lo que pudo y por fin el cuerpo se dejó arrastrar a la orilla. Al final, solo los pies estaban en el agua.

 El cuerpo estaba completamente desnudo y pálido. Lo más seguro es que estuviese muerto, algún tonto que se había bañado en el río justo antes de la lluvia que venía de las montañas. Cuando el cuerpo tosió, Jonathan se asustó y Alicia empezó a ladrar. Los ladridos hicieron que el hombre se moviese más pero no mucho, al parecer no tenía fuerzas más que para quejarse un poco. El escritor lo haló un poco más pero no podía hacer lo mismo hasta la casa, por cerca que estuviese. Le ordenó a Alicia quedarse allí y cuidar al cuerpo, aunque solo fue un par de minutos, que usó para traer un cartón grande que tenía hace rato guardo. Como pudo, puso el cuerpo sobre el cartón y empezó a halar.

 Que bueno por los fabricantes del cartón, pues este resistía al agua y al peso del hombre inconsciente. Con agua de Alicia, Jonathan haló el cuerpo hasta la casa, donde lo metieron apresuradamente pues la lluvia era ahora de tormenta. Cuando por fin cerró la puerta, el escritor se dio cuenta que estaba empapado. Se quitó la chaqueta primero, viendo el cuerpo en el suelo. Se acercó al hombre y le dio la vuelta, revelando su rostro que estaba lívido, como si hubiese visto mil espíritus en el río. Preparó agua caliente y tomó una botella de licor que tenía para sus noches solitarias. Hizo oler al desnudo, quién se despertó un poco, pero no lo suficiente como para levantarse.

 Lo hizo de nuevo y esta vez el hombre abrió los ojos y, con manos torpes, le tocó la cara. Jonathan aprovechó para hacer que se pusiera de pie y llevarlo torpemente hacia su cama, donde el hombre cayó como un saco de papas. Allí se quedó dormido de nuevo y Jonathan se sentó a su lado, poniéndole compresas calientes para que el cuerpo no se congelara. Alicia estuvo mirando toda la noche pero incluso ella sucumbió al cansancio y se quedó dormida después de varias horas. El escritor, en cambio, se quedó despierto toda la noche, todavía mojado pero ciertamente interesado en lo sucedido.

 A la mañana siguiente, Jonathan se hizo un café negro fuerte para alejar de si mismo las ganas de dormir. La lluvia se había detenido, así que aprovechó para volver al río e intentar pescar de nuevo. Afortunadamente, la lluvia había llevado grandes cantidades de peces río abajo y fue fácil conseguir cinco de buen tamaño, que echó en un balde. De vuelta en casa, los abrió y les sacó las tripas, para luego sazonarlos de la manera que más le gustaba. Lo hizo con todos. El almuerzo iba a ser glorioso. De desayuno solo comió un pan con mantequilla, que compartió con Alicia. Estando allí en el suelo con ella, el sueño le ganó por fin y quedó dormido con la cabeza en la perra. No soñó nada, solo durmió como un bebé pues desde hacía mucho estaba demasiado cansado.

 Cuando despertó, se llevó un susto al ver un hombre delante suyo completamente desnudo. El susto no era tanto por lo desnudo como por la blancura del individuo, que parecía un fantasma que lo había venido a buscar, quién sabe porqué. Pero rápidamente recordó todo y se puso de pie torpemente. Le preguntó al hombre desnudo su nombre y le dijo donde estaba, para que no se preocupara por eso. Le pidió también que volviera a la cama y descansara pues contactaría pronto a la policía para avisarles de su presencia. A esta declaración el hombre se negó con la cabeza y las manos. Jonathan se le quedó mirando y se dio cuenta de que su hombre desnudo era completamente mudo.

 Él no sabía lenguaje de señas y no se atrevía a intentarlo pues no era idea insultar a nadie. Le insistió entonces que se sentara y que lo dejara a él hacer de comer. En poco tiempo, Jonathan cocinó en horno de leña las cinco truchas. Las acompañó solo de un jugo de moras que hacía con frecuencia con frutos que crecían cerca de la casa. Dos truchas para cada humano y una para Alicia que gustaba de lamerlas. El hombre desnudo estaba hambriento, pues destrozó los peces rápidamente. El alió le chorreaba por la barbilla pero eso a él obviamente no le importaba. Jonathan lo miró todo el rato con detenimiento pero no lograba saber que pasaba con él. Sería un fugitivo tal vez? Un asesino suelto?

 No tenía la pinta de asesino. De hecho no tenía pinta, por lo que Jonathan, después de limpiar todo, buscó una libreta y allí le escribió al hombre una serie de preguntas y se las pasó. Le dio también un bolígrafo y le pidió que respondiera a todas, pues no podía seguir ayudándolo si no le decía quién era y porque había resultado en un río. El hombre solo cogió la libreta y el bolígrafo pero no escribió nada. Solo empezó a llorar. Jonathan se le acercó para consolarlo y entonces el hombre lo tomó, impidiendo que se moviera y le dio un beso forzado. Cuando lo soltó, Jonathan se sentía asustado y confundido.


 No se dirigieron una mirada más hasta la noche, cuando el escritor le pasó algo de ropa para que se vistiera. Luego, le advirtió que iba a dar aviso a la policía pues no podía dejar todo como estaba. Le decía con antelación pues pensaba que lo mejor era darle la oportunidad de escapar, si eso era lo que deseaba. El hombre se negó con la cabeza y se quedó allí, poniéndose la ropa. El guardabosques llegó al día siguiente y se llevó al hombre del río. Volvió en la tarde, cuando lo había dejado en la comisaría más cercana. Le contó a Jonathan que el tipo había presenciado el asesinato de alguien cercano y se había echado al agua fingiendo estar muerto. Jonathan solo asintió y volvió a su vida de cabaña con Alicia aunque cuando iba al río, veía el cuerpo venir hacia él una vez más.

jueves, 21 de mayo de 2015

Información

   Los disparos venían de todos lados. Perla tenía a cada lado un hombre con una pistola, que hacían lo mejor que podían para defenderla de quienes habían prometido venir para llevarla. Pero no era algo fácil: quienes disparaban eran visiblemente más y mejores. Además, cuanto tiempo podían estar detrás del muro de un antejardín, antes de que ellos vinieran e hicieran lo que habían deseado desde hacía tanto tiempo. Lo único que ella podía pensar era que todo el asunto era tremendamente ridículo. Las balas iban y venían y se escuchaban vidrios rompiéndose y gritos en la lejanía. Pero ella solo pensaba en una cosa: sus archivos.

 Perla no era un mujer estúpida ni dependiente. Desde que había tenido uso de razón, y posiblemente por haber sido hija única, había tenido un sentido de independencia bastante destacable: jugaba sola creando historias complejas, en el colegio era la mejor en todas sus clases y no se limitaba ni acomplejaba por ello y en la universidad fue capaz de completar su carrera en tiempo record, usando cada pequeño espacio de tiempo que tuviese libre. Ya en el mundo laboral, había probado su dedicación e inteligencia al entrar, en su primer intento, a las fuerzas de seguridad del país, más concretamente a la agencia de inteligencia.

 Era por eso que le estaba disparando. Y cuando cayó el primero de sus hombres, supo que había hecho lo correcto al no tener nunca nada que la pudiera relacionar con su trabajo ni con nadie que tuviese que ver con los cientos de temas sensibles que trataba todos los días. De pronto por su personalidad o tal vez por su insistencia, Perla había alcanzado las esferas más altas en la agencia. Era una de las manos derechas, porque eran varias, del director y tenía acceso total a gran cantidad de los archivos antiguos de las bases de datos, acceso limitado a solo unos pocos agentes de la agencia como tal.

 El segundo hombre cayó, con una bala en la cabeza y entonces Perla supo que ya todo era inevitable. Por alguna razón, ni la agencia ni nadie había enviado refuerzos: tal vez querían que el secuestro ocurriera o tal vez no había mucha inteligencia en la agencia de inteligencia. En todo caso, había sido entrenada para este tipo de eventualidades y sabía muy bien lo que tenía que hacer. Lo primero fue tomar el arma de uno de los hombres que estaban con ella y fingir que quería luchar por si sola. Disparó unas cuantas veces, dándole a uno de los otros en el hombro, antes de que se le acabaran las balas y dos hombres enormes viniesen a buscarla.

 La arrastraron a una camioneta que arrancó al instante y le taparon la cabeza con una bolsa parecida a las que usan para guardar arroz y demás granos. Los hombres no decían ni una sola palabra pero Perla sentía que algunos movía el cuerpo, los brazos más exactamente. Se estaban comunicando no verbalmente para que ella no pudiese identificar nada en su conversación o en su voz que le dijera adonde la iban a llevar. Todo eso era inútil porque ella ya sabía muy bien quienes eran y lo dijo en voz alta para que la oyeran. Por un rato dejaron de hacer movimientos pero luego lo retomaron. Perla se recostó en la silla y trató de descansar, sabía que las horas siguientes serías difíciles.

 Por alguna razón se había quedado dormida y se despertó ya sin la bolsa en la cabeza, esposada a un tubo de plomo que iba del techo al piso de lo que parecía un galpón de ganadería. Había mucha luz en el sitio y le dolió mover la piernas. Por como estaba esposada no podía ponerse de pie, lo que era realmente molesto. Solo podía estar agachada o sentando y de ninguna manera podía ver nada más que le dijera adonde estaba. Como se había dormido, era posible que estuviese mucho más lejos de lo que suponía pero era imposible saberlo con certeza.

 Estuvo amarrada allí por varias horas hasta que una mujer vestida para las labores del campo vino y le dejó una bandeja de comida. Era joven y bonita pero parecía avergonzada y, tan pronto tuvo la bandeja en el piso, se dio la vuelta para retirarse. Perla, como pudo, le pidió que hablara con ella y le dijera que iba a pasar. La muchacha se detuvo, como a pensar lo que había oído pero ni se volteó ni dijo nada. Salió del lugar y lo único que tuvo Perla para hacer fue comer lo poco que le habían traído. Era un vaso de agua, un plato de postre con lentejas y una tajada de pan.

 Después de haber comido, Perla miró a un lado y a otro, tratando de ver y sentir lo que más pudiera de ese sitio: aparte de ella y del tubo de plomo, no había nada para destacar en todo el sitio. Podía haber sido usado para vender reses o para criar gallinas. No había ningún olor particular y la verdad era que Perla ya estaba demasiado cansada como para ponerse de detective. De pronto la comida tenía algo, porque empezó a sentirle pesada y con mucho sueño. Por fin cayó de lado, profundamente dormida y tuvo un pesadilla horrible, en la que un grupo de hombres se le acercaba estando en una cama.

 Cuando despertó, ya no estaba en el galpn.﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ estando en una cama.
y tuvo un pesadilla horrible, en la que un grupo de hombres se le acercaba estando en una cama.
ón. Estaba afuera, sobre el pasto. Era una colina hermosa y un árbol solitario le brindaba su sombra. Ya no estaba amarrada pero tenía en la muñeca la marca de las esposas que la habían tenido amarrada. Se sentía todavía algo débil y tratar de ponerse de pie fue imposible. Ni con la ayuda del tronco del árbol pudo hacer que sus piernas funcionaran con normalidad. Cuando cayó al suelo una segunda vez fue que se dio cuenta que no estaba sola.

 De nuevo, era la joven campesina de antes. O al menos creía que era campesina. Porque aunque estaba viendo a la misma mujer de antes, esta vez estaba vestida diferente y su cara no parecía tener ni la amabilidad ni la timidez que había notado en el galpón. Está mujer estaba vestida de botas de montar y miraba el horizonte como si quisiera matarlo. Perla apenas pudo recostarse en el tronco y preguntar, con las pocas fuerzas que tenía: “Quién es usted?”. La mujer no se dio la vuelta pero si dio un respingo, indicando que no se había dado cuenta de que Perla estaba despierta. Echó una mirada hacia atrás pero luego siguió en la misma postura que antes.

 Perla exhaló. Su cuerpo estaba adormecido, como lento en todo aspecto, y no podía hacer nada para no sentirse así. La mujer de las botas entonces le preguntó a Perla si sabía que estaba haciendo allí. Ella exhaló de nuevo y le dijo que no. La mujer rió y eso hizo que Perla se sintiera aún más incomoda. No era una risa malévola ni nada por el estilo pero no parecía ni el sitio ni el momento para reírse. La mujer le dijo que sabía muy bien que ella no guardaba nada demasiado cerca por miedo a que se perdiera. Perla la corrigió, diciendo que no guardaba información cerca porque la seguridad así lo requería. El miedo no tenía nada que ver.

 Después de respirar profundo un par de veces, Perla pudo abrir los ojos con normalidad y sentirse un poco mejor aunque sin la posibilidad de levantarse. Le preguntó a la mujer porque la habían secuestrado si sabían que ella no tenía nada consigo ni en su hogar. La mujer no respondió de inmediato. Cerca, pasó un campesino con una vaca y pareció no ver a Perla o ignorar el hecho de que estaba tirada al lado de un árbol. Era posible que pareciera que estaba allí por su propia voluntad pero la falta de curiosidad, que ella tenía de sobra, le parecía imperdonable.

 La mujer de las botas le dijo que la información que ella tenía en su cabeza era más valiosa que la que estaba en papel y en datos. Sabía que Perla había participado de varias misiones contra mafias varias y que no toda la información era codificada. Sabía que mucha de ella estaba memorizada, por miedo a que cayera en la manos incorrectas. Por primera vez se dio la vuelta y le reveló a Perla que la idea era interrogarla para que confesara, luego la torturarían para lo mismo y, si eso tampoco funcionaba, estaban dispuestos a tomar medidas aún más drásticas.

 Perla respiró tranquilamente, controlando su cuerpo ante las amenazas. Le dijo a la mujer que no tendría nunca el tiempo suficiente para hacer todo eso sin que nadie viniera a rescatarla. La mujer rió de nuevo, esta vez más fuerte, tanto que parecía no poder parar. Cuando lo hizo miró a Perla con lástima y le dijo que era más inocente e ingenua de lo que pensaba. No había manera de que nadie la rescatara ya que estaban mucho más lejos de lo que pensaba. De nuevo, otro campesino y esta vez Perla pudo verlo más detenidamente. Casi pierde las pocas energías que tenía cuando vio la cara del hombre, que era sin duda asiático, chino por sus rasgos generales.

 La mujer le dijo que, además, Perla todavía seguía trabajando en su oficina salvo que desde casa por un terrible resfriado. Y la agencia era tal como otros trabajos, desinteresados en sus empleados, incluso para verificar una posible enfermedad. No se darían cuenta hasta dentro de dos semanas y con una actriz profesional eso podía extenderse. Así que tenían más tiempo que el necesario para hacer lo que quisieran.


 Entonces la mujer le extendió la mano a Perla y la ayudó a ponerse de pie y a caminar un poco, hasta que pudieron ver más allá, terrazas de arroz y montañas onduladas. La mujer entonces la tomó de la mano y le pidió, con amabilidad, que le dijera todo lo que ella necesitaba saber. El toque final, una sonrisa.