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lunes, 11 de julio de 2016

Aquello en el museo

   A esas horas, ya no había nadie en el museo. Las salas que hasta hace algunos minutos habían estado llenas de turistas y entusiastas del arte, ahora estaban en silencio extremo. El equipo de trabajo del museo estaba reunido en las oficinas del primer piso, por lo que el resto del lugar estaba completamente solo. O eso parecía porque en el tercer piso, del lado oriental, una extraña sombra se formaba en frente de uno de los cuadros más representativos del expresionismo. La sombra era como una imagen distorsionada, como si la realidad tuviese una arruga.

 Pasados cinco minutos, la “arruga” en el aire se hizo mucho más notoria, hasta que tomó forma humana y se solidificó allí mismo, delante de incontables obras de arte que tenían un valor incalculable. En las cámaras de seguridad no aparecía nada porque todo había sido pensado con cuidado, incluso la ropa que vestía el hombre, porque parecía hombre, que apareció de la nada en la mitad del corredor.

 La luz artificial que iluminaba el museo en las últimas horas de apertura todavía estaban encendidas y no se apagarían hasta que la reunión en las oficinas terminara. Por lo que el hombre que había aparecido tenía la mejor visión de todos los cuadros. Pero, por alguna razón, no parecía interesado en ninguno de ellos. Casi sin moverse, como si flotara sobre el suelo, se desplazó por la hermosa galería hasta un ventanal enorme lleno de colores y formas. Con cuidado, miró a través del vidrio.

 El “hombre” tenía los ojos rojos, como si estuvieran siendo consumidos por un fuego increíble. El hecho de que no caminara como la gente normal lo hacía todavía más raro y había algo más: no parecía respirar. Es decir, su pecho no bajaba y subía como el del resto de las personas normales. Estaba quieto todo el rato. Ni siquiera parecía ser capaz de hablar pues no movía la boca para nada. Parecía que la tenía sellada, apretada por alguna razón que nadie entendería.

 Estuvo mirando por entre los vidrios de colores un buen rato hasta que, por fin, las luces del museo se apagaron. Justo después se sintió un zumbido en el aire y la criatura, fuese lo que fuese, supo que los protocolos de seguridad estaban en marcha, por lo que debía apurarse. Incluso si las cámaras no lo detectaban y pudiese evitar los puntos de presión y detectores de movimiento, todavía existían los vigilantes de carne y hueso quienes seguramente lo verían sin problema.

 Todo había sido previsto. La criatura, que parecía tanto un ser humano pero era obvio que no lo era, se desplazó como una pieza de ajedrez hasta el otro lado del corredor, quedando en el nodo donde la gente bajaba o seguía subiendo escaleras. Allí, hizo algo impresionante: atravesó el suelo.

 Su cuerpo apareció en el piso de abajo como si nada. Lo volvió a hacer y entonces estuvo en el primer piso, también sumido en la oscuridad. Flotó con agilidad hasta la recepción del edificio, donde la gente compraba sus entradas y recibían información, y se quedó allí mirando el suelo y todo lo que había a su alrededor. Era obvio que veía algo que los seres humanos comunes y corrientes no podían ver, pues parecía absorto, como procesando una cantidad de información increíble.

 Lo que pasaba era que podía ver las huellas, el rastro biológico dejado por los miles de turistas que habían visitado el museo ese día. Y con solo eso, podía ver sus rostros, reconstruir sus cuerpos y saber quienes eran y en que estaban pensando cuando habían entrado al lugar. Era algo que requería mucha concentración y fortaleza, pues recibir tanto información podía hacer colapsar a cualquiera. Pero la criatura aguantó con facilidad y se alejó de allí de golpe, flotando hacia las oficinas.

 Estas estaban ubicadas en un pasillo restringido a un costado de la tienda de recuerdos. La criatura se desplazó más lentamente por allí, pues parecía sentir algo, como si estuviese recibiendo información mientras caminaba. Pasó de largo una, dos y tres puertas hasta que llegó a una escalera y se quedó quieto. Miró el suelo por unos minutos y entonces, de nuevo, se deshizo en el suelo y atravesó dos pisos como si fuera lo más normal del mundo.

 Ya abajo, en el segundo sótano, se desplazó hacia la puerta marcada: LABORATORIO. Al atravesar la puerta, sintió de golpe algo extraño en su espalda y entonces la expresión de su rostro cambió dramáticamente. Ya no era una expresión calmada y en paz sino más bien una mueca horrible de miedo que parecía no poder controlar. Miró a un lado y a otro y de pronto se lanzó sobre una nevera, al mismo tiempo que se abría la puerta y un vigilante entraba con la pistola en alto.

 El hombre gritó: “¿Quien anda ahí?”, pues estaba seguro que había visto algo, que incluso lo había sentido mientras hacia su ronda por el pasillo. Como estaba oscuro no sabía lo que había sido, pero años de experiencia le decían que no era su imaginación y que no había nada sólido por esos lados que se sintiera como lo que había tocado hacía un rato.

 Apuntó su pistola a cada uno de los objetos del laboratorio, pero no había nada fuera de lo normal. Encendió una pequeña linterna y revisó las mesas, los archiveros, las neveras con especímenes en pruebas e incluso el inmaculado suelo blanco. No había nada. De pronto se lo había imaginado todo pero había sido tan real…

 Apenas salió del lugar, la criatura atravesó de nuevo la nevera para posarse en el centro de la habitación. Volvía a tener su expresión de tranquilidad y se quedó allí, probablemente pensando en su siguiente movimiento. Pero no era pensar lo que hacía, era más analizar sus opciones pues había llegado al lugar que había estado buscando. Volteó a mirar la pantalla de una computadora de mesa apagada y de golpe esta se encendió y pareció operar a máxima velocidad.

 Se abrieron archivos de todo tipo de golpe y parecía que la criatura controlaba todo con su mente, abriendo y cerrando archivos fotográficos, lo que parecían ser reportes de campo, descripciones de objetos y cuadras y demás detalles que debían hacer parte del enorme catalogo del museo. Lo revisó todo en unos minutos y, cuando terminó, supo donde estaba lo que buscaba.

 De un salto, atravesó el techo varias veces hasta llegar al segundo piso. Allí flotó a toda velocidad, pasando por el lado de otro agente de seguridad que estuvo seguro de haber visto una sombra pasar frente a él pero como después no vio nada, lo atribuyó a su nueva dieta que no le permitía comer tanto como antes. La criatura llegó a una sala pequeña, donde habían en exhibición varios objetos de una antigua cultura, cosas como platos, vasijas, armas y utensilios de belleza.

 Los miró con sus ojos rojos fascinado. Estaba cerca de lo que buscaba pero era difícil no distraerse con siglos, tal vez milenios de culturas que no conocía y que hacían de su viaje algo mucho más interesante. Fijó su atención en una abertura muy bien disimulada en uno de los muros de la habitación y, una vez más, cruzó la pared hacia el otro lado. Llegó entonces a un cuarto pequeño y frío, una bodega, donde había dos armarios metálicos y tres cajas de seguridad.

 Las miró con atención y eligió la caja de seguridad que estaba más al a izquierda. No necesitaba combinaciones ni nada por el estilo. Con solo pensarlo era suficiente. Metió la mano en la caja y la sacó con lo que había estado buscando por todo ese rato, con aquello que tanto necesitaban él y su gente para poder sobrevivir en su tiempo.

 Era una moneda maya, de un tamaño más grande del de una moneda normal. Tallado encima estaba el famoso calendario que, para la criatura, develaba todos los misterios que necesitaba responder. Era de suma importancia que llevara ese objeto de vuelta pues era, al parecer, el único que podía ayudarlos para evitar una catástrofe de proporciones apocalípticas.


 De repente, se oyó un disparo y la criatura se sintió de pronto débil. Dejó caer la moneda al suelo, la cual se partió en tres pedazos. Su última visión fue la de un hombre aterrorizado, con una pistola en alto, mirándolo como si fuera alguna clase de monstruo.

lunes, 27 de junio de 2016

En el hospital

   La bata blanca que me habían dado al llegar se había doblado de una manera extraña al dormir con ella puesto. Ahora parecía quedarme más corta, por lo que no podía agacharme o cualquiera vería que no llevaba ropa interior. Apenas me desperté, tarde en la noche, me bajé de la cama y planché la bata con las manos, a la vez que escuchaba con atención los sonidos que venían de afuera. No había nadie. No abrí la puerta por miedo a alertar a alguna de las enfermeras, pero me quedó allí al lado planchando mi bata con insistencia, tratando de escuchar pasos o algo.

 Cuando me di cuenta que había pasado un buen rato al lado de la puerta, decidí caminar al otro lado de la habitación, donde había una ventana. Subí las persianas y me di cuenta de lo oscuro que estaba afuera. No había ni una sola luz prendida en el patio al que daba la ventana. El cielo era negro y las únicas luces venían de otras habitaciones en el edificio de en frente. No vi nadie allí, ni sombras ni nada.

 Decidí salir de la habitación pues, al fin y al cabo, no me podían prohibir salir de allí. Lo gracioso, en verdad no lo era demasiado, era que no recordaba muy bien porqué estaba allí. Estaba seguro de haber llegado el día anterior en el automóvil de mi mamá, quién no había parado de hablarme durante todo el camino. Si mal no recuerdo, el cumpleaños de mi abuela se acercaba y algo me decía mamá de lo que tenía planeado y como a la abuela nunca le habían gustado las sorpresas.

 Recuerdo haber llegado con ella y luego haberme despedido con un beso pero la razón de mi visita al hospital me eludía. Lo mejor en ese caso era salir de la habitación y, al menos, buscar a alguien que me pudiese ayudar a recordar. El miedo a no saber porqué estaba allí era mucho más grande que el miedo a que alguna enfermera me reprendiera por salirme de mi habitación tan tarde en la noche. Además, otros pacientes seguro también paseaban cuando no podían dormir.

 Al abrir la puerta me di cuenta que, por lo menos en el pasillo de mi habitación, ese no era el caso. No había absolutamente nadie. Apenas salí tuve que taparme los ojos pues la luz era muy brillante y las paredes tan blancas rebotaban esa luz con el doble de fuerza. Tuve que recostarme contra uno de los muros por un momento para poder reunir fuerzas y ajustarme a la luz.

 Caminando como si lo estuviera haciendo por primera vez, fui caminando apoyándome en la pared hasta una puerta de vidrio que había a un lado del pasillo. Seguramente ahí empezaba el área restringida para los que no eran pacientes y lo más seguro es que allí debía haber, por lo menos, una persona de seguridad para poderle preguntar donde encontrar una enfermera.

 Cuando llegué a la puerta, efectivamente vi una mesa de madera y encima de ella algunos papeles. Al lado había una silla y de ella colgaba una chaqueta azul oscuro. Tenía bordado el apellido “Ruiz” en letras amarillas. No había nada más en el sitio y no vi a nadie más cerca. De hecho, no había ruidos en el sitio excepto por el extraño rumor de las luces y algún otro sonido remoto, como de las tuberías o algo por el estilo. Me senté en la mesita del guardia de seguridad y me tapé la cara con las manos.

 Tal vez estaba soñando todavía o tal vez la gente había desaparecido y estaba yo en uno de esos eventos post-apocalípticos en los que los muertos vivientes reinan el mundo. Pero tampoco había ningún muerto rondando o sino seguramente haría ruido tumbando cosas o que se yo. Entonces me di cuenta que, si el personal del hospital no estaba, tal vez sí habría alguien en alguno de los cuartos. Si había evacuado o algo y me habían dejado tirado, era posible que hubiesen dejado atrás a otros también.

 Apenas lo pensé me bajé de la mesita y empecé a caminar con normalidad, ya me dolían menos los huesos y mis ojos se ajustaban a la luz poco a poco. Caminé a la habitación más cercana y abrí. Nadie. En la siguiente tampoco había nada e igual en las otras hasta llegar a la mía. Seguí caminando, viendo hacia adentro de mi habitación, viendo como las sabanas seguían corridas tal como las había dejado. Lo mismo las persianas de la ventana. Quise volver a acostarme y dormir. Tal vez era una pesadilla de esas vividas y lo mejor era no perderme en ella.

 Pero no me hice caso. Seguí abriendo puertas hasta que, unas quince más allá de mi habitación, hacia el lado opuesto de la puerta de vidrio, encontré a otro ser humano. Bueno, no era uno muy activo pero era un ser humano al fin de cuentas. Era una mujer mayor, con tubos saliéndole de todos lados. Estaba un poco hinchada y su piel parecía hecha de cera. Parecía ya muerta pero los aparatos alrededor aclaraban que eso era solo en apariencia pues estaba viva, por poco.

 Me quedé mirándola un buen rato, como si fuera la primera persona que hubiese visto nunca. Y es que así se sentía. Me senté en una silla al lado de su cama y me puse a pensar en la enfermedad que tendría y como sería su vida. Imaginé como se vería sonriendo y gritando, supuse que tenía familia y pensé en donde estarían ellos ahora.

 De hecho, pensé en mi familia también y porqué no estaban allí conmigo. ¿Donde estaban y porqué me habían dejado solo, como el resto del mundo? Fue entonces que escuché un estruendo en el corredor y casi salté de la silla para ir a ver que era.

 Lo que sea que se había caído, no se había caído en el pasillo. Era en el cuarto contigua a la habitación en la que estaba la mujer. Entonces tuve que dar un vuelta un poco larga para dar con la puerta de esa habitación pues estaba justo al otro lado. Cuando por fin llegué, vi que no era el cuarto de un paciente sino una sala de operaciones, con todas las luces prendidas. Fue entonces que vi algo que me asustó demasiado: había sangre por todas partes, manchada en las paredes y por todo el piso. En el centro del lugar había una cama manchada también y con restos de otras cosas.

 No me puse a mirar eso mucho rato, no quería recordarlo después. Eso sí, el olor era muy fuerte para ignorarlo. El estruendo que había escuchado había venido de una bandeja llena de utensilios para operar. Había escalpelos y tijeras y otro montón de cosas que yo no conocía. Algunos estaban limpios y otros no tanto. Alguien, el o la ensangrentada, seguro había tocado algunos y por eso los había tirado al piso. Se trataba de alguien herido o, por lo menos, muy nervioso.

 Entonces lo escuché. Un quejido que parecía lejano. Al comienzo pensé, de nuevo, que eran las tuberías o alguna cosa por el estilo. Pero al cabo de un rato supe que era la respiración de alguien que se quejaba, gemía en algún lado que no podía estar muy lejos. Miré hacia todas partes y seguí las manchas de sangre. Indicaban que alguien había tocado un armario metálico y luego había abierto una puerta. Y ya no estaba ahí.

Abrí la puerta con cuidado y fue entonces cuando lo vi: era un hombre grande, en todo el sentido de la palabra. Estaba llorando y de su brazo y su pierna salía sangre que manchaba más y más el piso. La puerta daba al lugar donde se limpiaban los doctores pero ahora era un sitio sucio y triste. En la oscuridad, no le vi bien la cara pero supe que me había visto a los ojos y le sostuve la mirada un buen rato.

 Quería que supiera que no tenía miedo, lo cual era una estupidez porque puede que su enfermedad fuese contagiosa. Pero, en ese momento, pensé que lo mejor era congeniar y no alarmarlo demasiado. Vi una caja de guantes plásticos y me los puse. Le extendí una mano y le sonreí. El hizo lo mismo pero solo por un segundo. Luego, sus ojos empezaron a sangrar, como una de esas estatuas milagrosas.

 La puerta del otro lado se abrió de golpe y allí había una mujer con un arma. Me dijo que me apartara y yo lo hice, sin pensarlo. Apenas estuve lejos, la mujer disparó tres veces contra el hombre en el suelo, cuyo cuerpo hizo un sonido sordo al dar contra el piso. Había mucha sangre por todos lados y yo ahora entendía cada vez menos. ¿Que estaba pasando?


 La mujer no me dijo nada. Solo me indicó que la siguiera y yo hice caso. Tal vez la Tierra sí estaba llena de muertos vivientes después de todo.

viernes, 24 de junio de 2016

El domo

   Todos estaban despiertos cuando sucedió. Era muy tarde, o muy temprano, depende de cómo se mire. Pero todos sabían lo que iba a suceder y se habían alistado para ello pues era un momento histórico, un momento clave en sus días que, en algún momento, seguramente querrían recordar y contar a los más jóvenes.

 La gente de las tierras altas salió bien abrigada a la calle o a la mitad del campo. Lo mismo hicieron los de las tierras bajas pero con muchas menos ropa y complicación. Cinco minutos antes, se había cortado la electricidad. La idea era poder ver el suceso así que se había sometido a todos las ciudades y regiones a la oscuridad. Era solo por un momento pero la gente igual estaba preocupada. La oscuridad nunca significaba nada bueno para nadie. Las cosas que pasaban en la oscuridad nunca eran enteramente buenas.

 Pero la gente se sometió porque era lo que querían. No era la idea que la luz de las ciudades, que había aumentado cada vez más en los últimos años, dañara el momento más importante de sus vidas. Por eso las familias se tomaron de la mano y respiraron profundo al salir de casa para encontrar un lugar desde donde pudiesen ver lo que iba a ocurrir.

 Nadie sabía muy bien a qué hora pasaría, así que se habían asegurado de estar pendientes antes. Algunas personas sacaban ollas y hacían fuegos en los parques o los patios de sus casas. Sentían que la espera iba a ser larga pero también que debían celebrar la noche con una bebida caliente o con mucha comida deliciosa. Algunos hicieron café, otros bebidas de frutas e infusiones. Muchos aprovecharon para vender sus productos y así ganar un dinero extra que a nadie le sobraba.

 Al calor del café, esperaron todos por varios minutos. Se desataron conversaciones sobre cómo creía cada uno que sería. Conjeturaron y se imaginaron una y otra vez lo que podría ocurrir pero también rememoraron lo que había pasado en su país desde hacía tanto tiempo. Solo al hablar de ello se daban cuenta que lo que habían vivido no era algo normal o al menos no era algo que nadie debería haber vivido.

 Incluso los corruptos, de mente y alma, calmaron sus ganas de destruir y de destruirse esa noche. También para ellos el cambio iba a ser grande pues el espacio cambiaba para todos, así como la manera de vivir sus vidas y los conceptos que tenían del mundo y de su lugar en él. Fue pasadas las tres de la madrugada cuando por fin se vieron los primeros indicios de lo que tanto habían estado esperando. Cuando se dieron cuenta, quedaron todos en silencio y muy quietos.

 Era extraño no oír más que la respiración pesada de la gente y si acaso las aves y las moscas flotar por ahí, porque los animales sigues sus vidas sin importar lo que caiga. Y lo que caía ese día era el velo que los había separado por tanto tiempo del resto del mundo. Era un estructura, o eso habían dicho hacía mucho, delgada pero de una resistencia enorme. El material con el que se había hecho no era natural sino manufacturado en un laboratorio extranjero.

 Se notó que el domo, si es que así se podía llamar, empezaba a abrirse por poniente. Allí, a lo lejos, se veían las primeras fisuras. Lo extraño era que esas fisuras parecían líneas amarillas o blancas, muy brillantes y cada vez se hacían más notorias. El cielo lentamente pareció quebrarse en esa región y fue entonces que se dieron cuenta que no había nada que temer, que de verdad era algo bueno para todos pues la primera pieza cayó del cielo y se deshizo antes de tocar el piso.

 Lo gracioso fue que los granjeros de esa región, muy poco poblada, no se asustaron cuando el pedazo empezó a caer. Miedo no era algo que sintieran al ver el mundo que habían conocido por tanto tiempo acabar de una manera tan especial. Eso sí, había algunos, pocos, que habían estado alertando a todo el mundo sobre la caída del domo y como eso sería el comienzo del fin para ellos. Asustaban a la gente con historias del exterior y, temerosos, se habían escondido en unas cuevas para no salir nunca.

 La caída del primer pedazos dejó un hueco en el domo y muchos se dieron cuenta de algo: afuera había luz, era de día.  El gobierno había apagado la luz hace tanto que, aunque creían que eran las tres de la madrugada, en verdad era mucho más tarde.  Los pájaros no aprovecharon el hoyo pues el hueco que se había formado era en exceso alto y solo vientos fríos y poco oxígeno reinaban en esa parte del cielo.

 Otro pedazo cayó hacia el norte y en ese momento la gente sí gritó pero el material de nuevo se deshizo sin causar ningún daño. Despacio, como en cámara lenta, otros pedazos fueron cayendo en diferentes regiones. Se oía de ello en la radio y esa era la única manera de saber lo que pasaba lejos. Las familias escuchaban en silencio y el narrador trataba de no hacer aspavientos sino de confirmar con calma y serenidad cada fragmento.

 Pronto no hubo necesidad porque el cielo se fue fragmentando por todos lados. Los pedazos caídos habían afectado la integridad estructural del domo y ahora se estaba rajando por todas partes, listo para caer completamente y terminar una larga historia de odios y miedos y luchas incesantes sin ningún fin en la mira. Era un final, sin duda, un final hacia algo más, un nuevo capítulo limpio.

 El domo era una reliquia del pasado. Nadie vivo recordaba vivir en un mundo sin el domo. Según contaban, se había establecido como una manera de controlar a la población mediante su encierro permanente bajo un estructura masiva que contenía a todo un país en un mismo lugar. Antes, al parecer, habían tenido buenas relaciones con sus vecinos y con el resto del mundo. Pero había dejado de ser así cuando empezaron a pelearse, cuando se formaron pequeñas facciones por todo el territorio, luchando por tierra o por dinero.

 El gobierno de entonces, en colaboración con extranjeros, decidió que era en el mejor interés de la gente la construcción del domo. Se hizo a lo largo de cinco años y la gente no supo que estaba allí hasta que fue anunciado. Era un material muy especial, casi creado especialmente para ese uso. Cambiaba de apariencia a voluntad del que controlara un mando central que era el que decidía a que hora salía el sol o cuando había lluvia o sequía. Todo era manipulado por el gobierno de turno.

 Sí, seguían eligiendo a pesar de todo. Porque adentro del domo entendieron que no había caso en el desorden completo. La gente siguió eligiendo y la vida se hizo cada vez más “normal” para todos. Incluso, hubo un momento en el que algunos negaron la presencia del domo pero eso no tenían sentido alguno pues la gente que vivía en las fronteras, podía tocar el frío material que los separaba del resto del planeta.

 El domo los había protegido pero a la vez los había apartado del mundo y entre ellos mismos. Se habían negado a conversar, a hablar de los problemas que tenían porque ya no había mucho caso en nada cuando todos estaban metidos a la fuerza en el mismo lugar. No es que se acabaran las peleas y la violencia en general, sino que cada vez todo fue más calculado, cada acción debía hacerse con cuidado pues era un ecosistema efectivamente cerrado.

 Pero el domo por fin cayó, casi todas las piezas al mismo tiempo. Hasta la gente que había huido a las cuevas pudo darse cuenta de ello. Todos sintieron el nuevo viento, el sol real y un cambio extraño en el ambiente, como si algún tipo de brisa hubiera entrado y empezara a limpiar suavemente cada uno de los rincones del país, con cuidado de no alborotar nada.

 La gente vio el cielo real y lloró. Se dieron cuenta que el cielo falso, el del domo, jamás había sido tan hermoso. Las aves empezaron a cantar como nunca antes y pronto sintieron los rayos del sol que los acariciaban y los hacían sentirse parte de algo más grande. A partir de ese momento, sus vidas cambiaban. Ese día sería recordado por todos para siempre.

martes, 5 de enero de 2016

Un momento

   Era de noche pero la oscuridad estaba lejos de ser total. Al fin y al cabo era el centro de la ciudad y no dejaba nunca de estar bien iluminado, como si las sombras perdidas en la oscuridad necesitaran algún tipo de competencia. Se podía oír el susurrar del viento frío del invierno, así como el agua goteando por todos lados. La lluvia había caído más temprano y había dejado charcos y humedad por doquier.

 El goteo fue apagado entonces por el rumor de unos pasos lejanos, que se fueron acercando al centro de la ciudad con bastante prisa. El sonido de los tacones sobre las piedras de las calles resonaba bastante por todos lados y era probable que más de una persona, medio dormida o noctambula, hubiese escuchado el ruido que había roto con la paz de la noche.

 La culpable era una mujer que llevaba un pequeño bolso en la mano, con la correa rota. Una de sus medias veladas tenía un par de agujeros y su maquillaje y cabello eran un caos. La mujer corrió varias calles hasta que se detuvo en la plaza principal y se dio cuenta donde estaba. Ella había estado tan distraída corriendo, escapando, que no se había dado ni cuenta hacia donde lo había hecho. Se dejó caer en el andén que enmarcaba la plaza y miro la torre del reloj que coronaba el edificio principal del lugar.

 El edificio estaba bien iluminado con una luz blanca que lo hacia parecer como si fuera más de lo que era. No era la residencia de un dios o de los ángeles, no eran una oficina de caridad o de ayuda a los desposeídos. Era solo un edificio que hoy era un museo pequeño y que otrora había jugado el papel de centro de recepción de esclavos traídos del Nuevo Mundo.

 No llegaban muchos pero los que se traían servían como servidumbre en casas de alta alcurnia o simplemente eran trabajadores en plantaciones nuevas en esa época como de naranjas u otros frutos traídos con ellos en los barcos. Por ese edificio, hoy tan decente y tan celestial, habían pasado personas al borde de la muerte que habían sido consideradas menos que los cultivos que iban a ayudar a crecer y a cuidar.

 La mujer miró por largo rato al edificio y luego a los otros inmuebles que enmarcaban la plaza. Era como si fuese la primera vez que estaba allí. Y casi lo era pues desde que había llegado a ese país, no había tenido mucha oportunidad de pasearse por sus calles o conocer las principales atracciones. Como los esclavos del pasado, ella también había llegado a un edificio, una casa de hecho, en la que la habían recibido y revisado para que desempeñara el trabajo del que hoy había huido.

 El nombre que le habían dado era Kenia, pero ella no venía de allí ni sabía nada de ese país. Sin embargo le habían dicho que siempre dijera ese nombre y no el que tenía de verdad porque con los clientes todo debía ser una fantasía, una charada tras otra, sin parar. Porque la verdad era que a ellos les daba igual si se llamaba Kenia, Jessica o Valeria. Ellos querían su cuerpo y por eso era que pagaban.

 Kenia, o como fuere que se llamase, sabía bien a lo que había venido cuando viajó desde su verdadero país y se instaló en esa bien iluminada y bien planeada ciudad europea.  Lo sabía todo y se había preparado para ello mentalmente aunque eso no quitaba que la primera vez fuese la más incomoda de su vida. Al mismo tiempo, había sido su primera vez con quien fuere y ella trató de no darle importancia pero ese evento siempre lo tiene, se quiera o no.

 Eso sí, después todo fue más fácil o al menos pasable. Había estado dos años trabajando y había visto de todo. Incluso la habían arrestado una vez pero la habían dejado ir gracias al idiota que la había contratado.

 Pero ella no quería quedarse ahí toda la vida. Aunque sabía lo que había venido a hacer, no había planeado hacerlo para siempre. Su plan consistía en trabajar lo suficiente para ganar un buen dinero y luego salirse de ese mundo y encontrar un trabajo decente, estudiar y luego, si fuese posible, tener una buena familia. En el mundo no tenía a nadie y eso había ayudado a su temeraria decisión.

 Se quitó los tacones y las medias y puso los pies con cuidado sobre el suelo empedrado de la plaza. Obviamente el suelo estaba algo sucio pero no le importaba, solo quería sentir algo de frío en sus adoloridos pies y así poder relajarse y quitarse de la cabeza todo lo que tenía para pensar.

 Se dio cuenta que era placentero estar en esa plaza sola, con las luces iluminándolo todo. Era como si la ciudad misma le diera a ella un regalo por su esfuerzo, como si todas las luces estuviesen encendidas solo para ella. Por un momento imaginó que era otra, que bailaba en una gran salón con muchos invitados, como las damas de las películas. Quería un vestido rojo y estar maquillada y peinada para la ocasión. Tener un compañero de baile decente e ideal, diferente a los hombres que conocía.

 Pero entonces la realidad rompió su fantasía y recordó que hombres como ese probablemente ni existían o al menos no en su mundo y era su mundo el que le debía de importar porque no había otro al que pudiese huir ahora mismo. No había nada para ella que no fuera la prostitución y eso lo sabía bien. Tenía deudas y estaba amarrada a lo que hacía y a todo lo que eso conllevaba. Soltarse, ser libre, no iba a ser jamás tan fácil como la gente podía pensarlo.

 Sacó de su bolso algo de papel higiénico y se limpio un pie y luego el otro, después poniéndolos de vuelta a los tacones pero sin medias. Se levantó torpemente sobre el suelo empedrado y empezó a caminar hacia una de las calles que salían de la plaza. Era la opuesta a la que había usado para entrar pero no lo había pensado siquiera. Solo quería seguir caminando para siempre, como si eso pudiese hacerse.

 Lo bueno, pensó, era que no estaba atrapada físicamente como muchas de las chicas que encerraban en casas y las habían trabajar hasta que las pobres eran victimas de algún crimen horrible o simplemente lo hacían hasta que escapaban de alguna manera y nunca más se las veía. Ella estaba segura de que las mataban y simplemente no se encontraban los cadáveres porque a nadie le interesaba buscar prostitutas muertas. Y si se les encontraba, no era algo para mostrar en los noticieros de la noche. País rico o país pobre, las cosas a veces no son tan distintas.

 Salió a una avenida y se dio cuenta que el autobús nocturno debía de estar circulando. Caminó hasta la parada más cercana y verificó si el servicio que pasaba le servía. Como le venía bien, se sentó a esperar. Cuando miró la publicidad que había a un lado de la parada, se dio cuenta lo mal que iba, el maquillaje por todos lados y el bolso roto, sin medias y la blusa con manchas. Sacó otro poco de papel y se quitó el maquillaje lo mejor que pudo, al menos para no parecer una maniática. Lo de la blusa era más difícil.

 Menos mal no era una noche fría porque había dejado su abrigo en donde el cliente y no pensaba nunca más ir adonde ese hombre. No solo uno de esos racistas que a la vez no lo son, sino que olía mal y no porque sudara ni nada parecido sino porque su olor como ser humano era inmundo. Su presencia podía pasar como la de un hombre de negocios respetable pero ella sabía que cualquiera se sorprendería con lo retorcido de su mente.

 Ella solo salió de allí apenas la bestia cayó después de terminar. La pobre mujer se limpió la cara y un poco el cuerpo antes de salir, asqueada de si misma y del hombre y de lo que hacía para poder vivir.

 Cuando el bus llegó por fin, ella pagó su pasaje con las monedas que tenía y entonces se dio cuenta que no había recibido el pago por estar con ese animal. Quiso golpearse a si misma mientras se sentaba en la parte trasera del bus, pero ya era muy tarde para eso. Ahora lo importante era ver que pasaría mañana, como haría para pagar sus cosas, el alquiler y todo lo demás. Además quería evitar el trabajo, al menos por un par de días, y eso también estaría complicado, viendo que daba su teléfono a los clientes que frecuentaba más a menudo.


 En su viaje a casa, que duró casi una hora, se dio cuenta que ese momento sola en la plaza había sido casi un milagro pues había podido soñar despierta y respirar al menos una vez, cosa que jamás había hecho en los dos años que llevaba en la ciudad. Trató de relajarse en el bus también pero no pudo, pues al ver a través del vidrio mojado hacia la oscuridad de la noche, solo podía ver sus errores, uno tras otro, y la promesa de que su vida no iba cambiar de la noche a la mañana.