Mostrando las entradas con la etiqueta mujer. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta mujer. Mostrar todas las entradas

miércoles, 13 de julio de 2016

Azul

   El último toque de la pintura siempre era el más difícil. O eso creía Teresa, que llevaba muchos años levantándose muy temprano para pintar, una y otra vez, diferentes paisajes de la pequeña y hermosa isla en la que vivía. Para ella, como para muchos de sus visitantes, el sitio era un pedacito del paraíso en la tierra. Tenía el tamaño perfecto, ni muy grande ni muy pequeña. Había playas de arena blanca del costado del mar y playas de arena negra del lado de la laguna. La isla tenía forma de luna crecimiento y eso también era algo que Teresa incluía en su trabajo con frecuencia.

 La mayoría de trabajos que hacía, en formatos pequeños, eran para vender en el mercadito de la isla todos los fines de semana. Desde que se acordaba, tenía un lugar entre el vendedor de objetos de bronce y el que vendía esponjas de mar recién pescadas. Como en todo negocio, había días buenos y días malos. Como podía estar vendiendo dos cuadros cada hora, había días en los que no vendía nada.

 Eso sí, los turistas siempre se detenían a ver las imágenes. Como en todas partes, les gustaba las imágenes realistas que Teresa había ilustrado en sus cuadros. Todo parecía tan real, tan autentico, que era difícil para los visitantes no pararse a mirar lo que su puesto tenía para ofrecer. A veces trababa conversación con algunos de ellos. Había algunos que le preguntaban sobre el tiempo que llevaba pintando y cosas así y había otros que trataban de probarla preguntando cosas de arte universal.

 Ella estaba acostumbrada a que la gente fuera un poco cretina. Ya tenía experiencia con todo tipo de clientes y por eso, lo que primero tomaba en cuenta, era que debía escuchar y no decir mucho hasta que la persona lo quisiera. Si empezaba a elaborar demasiado, empezaban esas discusiones que a nadie le interesaban y que podían durar fácilmente más de una hora y eso le hacía perder mucho tiempo para ganar dinero con otros clientes. Debía ser más materialista.

 La parte que menos le gustaba a Teresa de su trabajo era que cada cierto tiempo debía viajar en ferri a la ciudad, donde compraba todos los utensilios que necesitaba para pintar sus cuadros. A veces les mentía a los clientes diciendo que los colores eran pigmentos naturales recuperado en diferentes puntos de la isla pero eso era algo que había inventado para parecer más interesante.

 La verdad era que compraba sus pinturas a un hombre bastante viejo en una pequeña tienda del centro de la gran ciudad. Tenía que bajar del barco y tomar un autobús que se demoraba lo que permitiese el horrible tráfico de la ciudad. A veces podía pasarse el día entero comprando sus suplementos de pintura.

 Su peor momento fue cuando el viejo le dijo que no le había llegado el color azul. Teresa casi se ahoga con solo escucharlo decir esas palabras pues el color azul era el más importante en sus cuadros. Con él pintaba el cielo, el mar y las hermosas casitas de la isla que era, casi todas, de techo azul y paredes blancas. Hizo que el hombre buscara por todos lados, por cada caja y rincón de su tienda hasta que se dio cuenta que en verdad no había pintura azul.

 Ese día caminó por todo el centro, buscando más tiendas de arte en las que pudiese encontrar su pintura azul. Pero en todos lados estaba agotada o ni siquiera vendían del tipo de pintura que ella usaba. Se le hizo tarde yendo de un lado para otro, por lo que tuvo que quedarse en la ciudad, cosa que siempre le había dado físico asco. Por suerte tenía dinero y pudo quedarse en un hotel regular pero aguantable. Casi no pudo dormir, pensando en el color azul.

 Al otro día siguió buscando. Incluso tuvo que ir a tiendas donde vendían productos de menor calidad y usar cualquier azul que tuviesen disponible. Pero el problema persistía pues no había ningún tipo de color azul en toda la ciudad. Ni cian, ni azul eléctrico, ni azul rey, ni celeste, ni oscuro, ni claro, ni nada que le pudiese servir para sus cuadros. Al final, tuvo que volver a la isla sin el color azul, preocupada por su destino.

 Si no podía pintar correctamente, seguramente los turistas ya no comprarían sus obras. Su trabajado perdería la credibilidad que siempre la había caracterizado. El azul era esencial a la isla y la isla era la fuente de vida para Teresa. Sin una manera de representar correctamente el mundo que tenía adelante, no había como seguir viviendo de ello. Ella no tenía más ingresos y ya era muy mayor para ponerse a aprender otra cosas para ganarse la vida, si es que tenía éxito.

 Al siguiente fin de semana, vendió la mitad de los cuadros que tenía guardados en su casa. Era como si el destino la odiara, o eso pensó ella antes de darse cuenta que esa situación era una bendición del cielo. Todo porque un gigantesco crucero estaba en la región y la gente podía elegir que isla visitar. Por sus playas, la isla en forma de luna era la preferida de muchos para pasar un buen día.

 Después de esos días de buenas ventas, le quedaron solo dos cuadros con color azul. Uno era pequeñito, como para poner en la cocina o algo por el estilo. Otro era grande, uno de los más grandes que jamás hubiese pintado. Ese lienzo no lo había podido vender nunca y parecía que jamás lo haría  pues no era apto para las manos llenas de quienes venían a comprar.

 El lunes siguiente, Teresa se levantó temprano, alistó todas sus pinturas y miró el primer lienzo que tenía enfrente. Tenía por lo menos veinte ya listos, que había hecho con algo de rabia el viernes anterior y le habían quedado sorprendentemente bien hechos. La mujer miraba el blanco de la tela y parecía sumergirse en ella, buscando una manera de superar su problema. Pero resultaba imposible pues su marca, su sello personal, era ese estilo realista en el que las imágenes que pintaba eran casi fotografías del mundo real.

 Eso ya no podría ser. Sin el color azul, era imposible. El domingo, después del mercado, recorrió la isla hasta anochecer buscando algún pigmento natural azul pero no encontró nada por el estilo. Ni flores ni animales ni nada que le sirviera para crear el maldito color que era la base de toda su obra. Era uno de los pilares en los que había basado su vida y hasta ahora se estaba dando cuenta.

 Frustrada y llena de rabia, decidió empezar a pintar utilizando ese sentimiento. No iban a ser cuadros para vender sino para desahogarse. Tenía mucha tela y madera para más lienzos, ya habría tiempo para volver a la realidad. En ese momento necesitaba volver a sus raíces y utilizar la pintura como un medio de liberación, para volver a sentirse esa joven mujer que había decidido que ese era el camino que quería recorrer. Pintó por varios horas y no se detuvo hasta que la luna verdadera salió, siempre brillante.

 Cuando se fue a la cama, todavía manchada de pintura de casi todos los colores excepto el azul, se sintió mejor que antes pero igual preocupada por lo que iba ser de ella. Pensó en dejar su puesto en el mercado, cederlo a alguien más. Consideró empezar a cocinar para ganar dinero de otra manera, o tal vez haciendo retratos a mano en las playas o algo por el estilo. El carboncillo solo podía ser una gran herramienta de vida.

 Pero no hubo necesidad. El resto de la semana siguiente pintando del alma. Había decidido que no le importaba nada, ni su futro ni como comería en los días a venir. Había ahorrado y ya vería que hacer. Al puesto del mercado asistió el fin de semana siguiente con sus dos últimos cuadros azules sobre la mesa y, en una caja, trajo su nueva obra porque no sabía que hacer con todo eso.

 La respuesta le llegó con el gritito de una mujer que le exigió ver esos cuadros. Le confesó a Teresa que la mezcla de colores le había atraído de golpe y necesitaba ver de que se trataba. No eran paisajes sino golpes de color que parecían controlados pero también salvajes y ordinarios. Había algo hermoso en todo el caos.


 La mujer compró dos lienzos grandes. Su marido compró otro más y así vinieron unos y otros y Teresa quedó solo con el lienzo grande y azul que nunca había podido vender. La isla le había proporcionado con que vivir pero la vida le había dado las herramientas para seguir luchando y entender que no hay un solo camino para llegar a un mismo sitio.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Volar

   K recordaba la primera vez que otra persona lo vio volar. Esa persona había sido su madre y afortunadamente él no había volado muy lejos antes de que se diera cuenta lo que estaba haciendo. En ese entonces casi no tenía poder alguno sobre sus capacidades. Era un niño asustado que había acabado de descubrir que no era como todos los demás. Su madre casi muere de un ataque al corazón y K tuvo que convencerla de que todo estaba bien y que no había nada que temer.

 Pero ser una madre era eso precisamente: preocuparse y pensar siempre en lo mejor para su hijo. Desde ese día temió por él, en todas las situaciones que pudiesen presentarse. Pensaba que si alguien se daba cuenta de lo que era, lo iban a rechazar y hasta le podrían hacer daño. K no creía que eso fuese posible, pues además de volar, era extraordinariamente fuerte. Podía tomar una roca y destrozarla solo con una mano, apretando como si fuese una naranja o algo por el estilo.

 Con el tiempo, K aprendió a controlar sus poderes y tuvo a su madre para ayudarlo todo el tiempo. Ella le recordaba que esas habilidades que tenía eran un físico milagro y que jamás debería usarlos para motivos personales. No podía usar esa injusta ventaja en el colegio o para conseguir algo que quería. Sin embargo K, aunque la escuchaba, era un chico joven que estaba ansioso por probar sus limites y ver hasta donde podía llegar.

 Para cuando terminó el colegio, K ya controlaba el vuelo y solo necesita correr unos cuantos metros para elevarse. Lo hacía siempre en las noches para que nadie lo viera. Se había comprado una máscara de esas que resistían gases peligroso y se la ponía siempre que quisiera volar alto. Pero después de muchos intentos, se dio cuenta que la mascara no era necesaria. Podía volar sin ella con toda confianza y nada podía pasarle o eso parecía.

 En secreto, visitó varios lugares del mundo. Después de que su madre se acostaba, volaba por el mundo, conociendo otras personas o simplemente caminando por las calles de ciudades mucho más entretenidas que la suya. Cuando llevaba dinero, compraba algo de comida local o se mezclaba con la multitud en alguna cafetería o, si podía entrar, en un bar. Le gustaba sentir que nadie lo veía y que podía pasarse la vida así, conociendo el mundo.

 Sin embargo, todo cambió para K cuando su madre murió, poco después de su ceremonia de graduación. Había alcanzado a salir en fotos y ofrecerle su apoyo total para seguir estudiando lo que quisiera. Su madre no tenía mucho dinero y se había sacrificado desde hacía mucho trabajando en una fábrica de calzado para ganar el dinero suficiente. Tenía ahorrado para un viaje que quería hacer con su hijo y otro poco para su educación. Pero no sabía del cáncer que tenía y que terminó con su vida.

 K lloró por varios días y no salió de su casa por tantos otros, solo hasta el día de la cremación del cuerpo de su madre. Ese día sintió que sus poderes no eran nada, sentía que todo eso que se suponía lo hacían especial eran solo parte de una maldición. Sin querer, rompió una pared de mármol al empujarla con rabia con una mano en la capilla donde hicieron la cremación. Afortunadamente nadie notó el muro hundido hasta después de terminada la ceremonia, cuando él tomó la urna con las cenizas de su madre y se fue directo a casa. Allí se quedó encerrado por varios días.

 Amigos y familiares venían a cada rato a sacarlo de su miseria pero él se la pasaba en el cuarto de su madre, llorando, y contemplando la urna. Fue en uno de esos momentos en los que recordó el deseo de su madre y, una noche de lluvia, se elevó por los aires y voló miles de kilómetros hasta una isla que parecía salida del sueño de alguien. Estaba rodeada de agua perfectamente clara y palmera que se torcían ligeramente hacia el agua. La arena era blanca y el cielo estaba despejado.

 Viendo que no hubiera nadie cerca, K abrió la urna y dejó el suave viento de la Polinesia se llevara las cenizas de su madre hacia el mar y de pronto a alguna de las otras islas cercanas. K vio como la nube de cenizas se fue alejando y fue solo cuando la perdió de vista que decidió dejarse caer en la arena y llorar de nuevo. Las lágrimas resbalan por su cara rápidamente y parecía que hubiese perdido todo control sobre lo que sentía. Incluso estaba un poco ahogado.

 Entonces sintió una mano en el hombre y brincó del susto. Varias lagrimas saltaron también y cayeron sobre la arena. Quién lo había tocado era una chica, tal vez un poco mayor que él. Por su aspecto físico, parecía ser de la isla, no una turista, sino una polinesia real. K no se limpió las lágrimas. Solo dejó de mirar a la chica y volvió el rostro hacia el mar, continuando su llanto en silencio.

 La chica se sentó a su lado y no dijo nada. Tocaba la arena y arrancaba como montoncito y luego los iba esparciendo suavemente pero no hacía nada más ni hablaba del todo. Cada cierto tiempo miraba a K. Parecía que le daba lástima su estado pero también parecía darse cuenta que había algo que no cuadraba. De hecho era bastante obvio ya que la ropa que K tenía puesta nada tenía que ver con el clima en el que estaban.

 El sol empezó a brillar más aún y fue entonces que K se dio cuenta del calor que hacía y que, además de llorar, empezaba a sudar bastante. La chica le tocó el hombro otra vez y le hizo señal de beber. Él, sin entender bien, asintió. Ella se puso de pie y volvió solo minutos después.

  Traía en sus manos un coco y un palo que clavó hábilmente en la arena. K la miró con interés, limpiándose la cara y quitándose la chaqueta, mientras ella partía el coco en el palo que había clavado y, con cuidado, le pasaba un pedazo que contenía bastante agua. Él tomó un poco y luego se lo bebió todo. Al fin y al cabo estaba deshidratado, no se había preocupado por su salud en mucho tiempo. El sol sacándole los últimos rastros de agua de su cuerpo y por eso empezaba a sentirse raro.

 La chica la llamó la atención y señaló su cuerpo, moviendo sus dedos de arriba abajo. Ella tenía puesto un bikini de color amarillo con dibujos. Después señaló a K y dijo una palabra que él no entendió. Ella sonrió e hizo la mímica de quitarse la ropa. Él sonrió también y entendió lo que ella decía. Y tenía razón, él se había vestido sin pensarlo y le sobraban varias piezas de ropa. Entonces se pudo de pie y se quitó todo menos los pantalones cortos que usaba de ropa interior.

 Ella le hizo la señal de pulgares arriba y le ofreció un pedazo de coco. K hizo un montoncito con la ropa y le recibió un pedazo de coco a la joven. Comieron con silencio y entonces K pensó en lo mucho que su madre hubiese disfrutado el lugar y el coco y el mar y todo lo que había allí. Deseó que hubiese vivido para que lo visitasen juntos pero eso no iba a pasar. Las lágrimas volvieron.

 La chica parecía dispuesta a impedirlo porque, de nuevo, le tocó el hombro y le pidió a K que lo acompañara. Él se limpió los ojos y la frente y, sin decir ni una palaba, se puso de pie y dejó su ropa atrás. Caminaron hacia dentro de la isla por unos minutos, empujando ramas y teniendo cuidado de no resbalar en alguna raíz, hasta que llegaron a un enorme claro. K no pudo dejar de quedar con la boca abierta.

 Era una laguna pequeña, tan transparente como el mar, en la que no se movía nada y parecía estar allí, congelada en el tiempo. Los árboles se inclinaban sobre ella y el viento acariciaba la superficie. La chica se metió de un chapuzón y él entró despacio, disfrutando la temperatura del agua. Después de un rato, jugaron a salpicarse de agua y bucear por todos lados.

 El atardecer llegó pronto y volvieron a la playa. La chica la dio la mano y le preguntó algo en su idioma pero él no entendió. Ella sonrió y le dijo solo una cosas más: “Gaby”. Era su nombre. Se dio la vuelta y se despidió mientras se alejaba por la playa. K le sonrió de vuelta y cuando dejó de verla, se dejó caer en la arena, a lado de sus cosas. Entonces dio un golpe con fuerza al suelo e hizo un hueco enorme, en el que tiró toda la ropa. Cubrió el hoyo rápidamente y, en un segundo, tomó vuelo.


 Sintiendo el aire por todo su cuerpo, se elevó hacia el atardecer y voló toda la noche por varias regiones del mundo hasta que decidiera volver a casa. Allí se sentó en la sala, donde había pasado tantas horas con su madre. Se acostó en el sofá y se quedó dormido rápidamente. Estaba exhausto y necesitaría toda la energía posible para tomar los siguiente pasos en su vida.

martes, 19 de abril de 2016

Cinta de vídeo

   Mariana se tapó la boca y empezó a sacar varias cosas de las muchas cajas que tenía alrededor. Hacía años nadie revisaba el ático y ya estaba lleno de basura, así que alguien debía subir a mirar que había que fuese útil para tirar el resto y hacer espacio para la sala de juegos que querían habilitar para sus hijos. El esposo de Mariana no subió porque era alérgico al polvo y los niños estaban en casa de un amigo jugando, así que solo Mariana podía completar la misión.

 A pesar de no ser alérgica, empezó a toser apenas llegó al ático. Abrió rápidamente una ventana y mucho del polvo acumulado se fue volando hacia fuera. La verdad era que ese cuarto no lo usaban mucho y solo guardaban cosas cada cierto tiempo. La idea era hacer de él un espacio útil y ordenar lo que tuviera alguna función todavía para quien necesitara usarlo.

 La primera caja que miró Mariana estaba llena de juguetes de bebé. Había de los que hacían ruidos o de los que tenían muchos colores. También varios peluches que sus hijos casi habían destruido e incluso los móviles que habían durado tan poco encima de la cuna. Apenas pudieron ponerse de pie, sus hijos los arrancaron de donde estaban, dejando ver que no les gustaban las cosas que flotaran por encima de sus cabezas. Guardó un par de juguetes a un lado y decidió regalar el resto. Alguien seguramente le encontraría un uso.

 La siguiente caja era de recuerdos de toda la familia. Estuvo horas mirando fotos viejas y descubrió también la vieja cámara de video que habían usado para sus viajes cuando apenas estaba embarazada la primera vez. De eso hacía casi diez años. Por algún milagro, la cámara todavía tenía batería suficiente, así que se puso a ver algunos fragmentos y entonces se puso a llorar como una tonta pues se sentía vieja pero a la vez más sabia, mejor consigo misma.

 Todo esto desapareció de su mente cuando la imagen en la pequeña pantalla de la cámara cambio de unas hermosas cataratas a un cuarto oscuro. No distinguía nada pero escuchaba un sonido muy por lo bajo. Era como un susurro a pesar de sonar como estática. Subió el volumen al máximo y casi tira la videocámara al suelo cuando un voz sonó como un trueno en el ático. Bajó el volumen como pudo y miró la pantalla.

 La voz era de la persona detrás de la cámara y asumió que había usado un trípode porque la imagen no temblaba ni se movía de ninguna manera, como lo hubiese hecho si la cámara hubiese estado al hombre del personaje. Le hablaba de algo, unos números, a alguien que tenía enfrente pero no se veía quién era. El cuarto en el que estaban tenía las luces apagadas y era difícil saber si era de día o de noche.

 La fecha de la cinta decía que el video había sido tomado antes de las vacaciones a las cataratas. Es decir, Mariana y su familia habían grabado sobre esas imágenes oscuras y la profunda voz detrás de cámara. El fragmento se cortó después de unos segundos. Retrocedió la cinta y revisó lo que había visto y escuchó con atención las palabras del hombre pero no tenían sentido alguno. Era español pero lo que decía no tenía ningún sentido. Mariana vio que el fragmento duraba unos treinta segundos nada más, los últimos treinta segundos de la cinta.

 ¿Pero de dónde habían sacado esa cinta? ¿Porque tenía eso ya grabado y que habían borrado ellos con las imágenes de su viaje? Decidió guardarse la cinta de video en el bolsillo y bajar de inmediato a la sala en el primer piso para preguntarle a su marido si sabía algo al respecto. Pero cuando llegó abajo no había nadie. Ni en la sala, ni en el comedor, ni en la cocina. Subió a las habitaciones y tampoco encontró a nadie. Tomó su celular y le marcó a su esposo pero iba directo a correo de voz.

 Era muy extraño pero decidió no ponerle misterio a todo lo que pasara. Seguro la ausencia de su esposo y la cinta tenían explicaciones razonables y las encontraría tarde o temprano. Subió de nuevo al ático y se dedicó a hacer lo que se había propuesto. Para la noche, ya tenía todo arreglado. Cuando bajó las cajas con lo que iba a regalar y a tirar a la basura, se dio cuenta de que sus hijos ya deberían haber llegado.

 Tomó el teléfono y marcó a la casa del amigo donde estaban y preguntó por ellos pero la madre de los niños dudó un momento antes de decirle que su esposo los había recogido hacía varias horas. No le dijo nada más pero pensó que Mariana no era una buena madre si no sabía dónde estaban sus hijos. Y la verdad fue que, al colgar, Mariana misma pensó lo mismo. ¿Qué pasaba con su esposo?

 Marcó a sus suegros para saber si estaban allí y luego a sus padres pero su familia no estaba en ninguno de esos lugares. De pronto habían decidido tener unas horas de calidad con solo su padre pero, ¿por qué no le habían avisado? Siempre lo hacían y ella siempre pedía que la mantuvieran informada para saber dónde estaban y si estaban bien. Se sentó en el sofá de la sala, mordiéndose las uñas y pensando en qué hacer.

 Entonces se fijó que tenía todavía la cinta de video con ella y decidió hacer algo mientras su marido aparecía. Se fue al centro comercial y en una tienda de fotografía y demás pidió que le convirtieran lo que había en la cinta a un formato digital para poderlo ver en el computador y editarlo y ponerlo en un DVD. El proceso no demoró mucho y estuvo de vuelta en casa pronto.

 Volvió hacia las ocho de la noche y  todavía no había ni rastros de sus hijos o su esposo. Se estaba preocupando pero pensaba que era mejor no pensar nada y esperar. Confiaba en su marido y sabía que él nunca haría nada que representara un peligro para ningún miembro de su familia. Así que Mariana se fue a su alcoba y abrió su portátil. Puso la USB en la que le habían puesto el video de sus vacaciones y empezó a mirar la escena misteriosa en cuestión.

 Subió todo el brillo y un poco el volumen pero no notaba nada además de la voz que no tenía sentido. Decidió anotar las palabras que decían en un papel y ver si tenían algún sentido si se reordenaban o algo así, pero no consiguió nada con ello. Incluso bajó un programa para editar videos en el que trató de revelar lo que había en la oscuridad y lo máximo que pudo hacer fue revelar la presencia de una silla y alguien sentado en ella. Solo se veía una pierna y dos patas de la silla, pero estaba claro que había sido como una interrogación o algo así.

 Entonces oyó el sonido de un motor y correo directamente al primer piso. En efecto, era su esposo con los niños. El más pequeño venía dormido en sus brazos y el otro parecía tener mucho sueño también. Subieron todos sin decir palabra a la habitación de los niños. Cuando estuvieron acostados, Mariana le reclamó a su esposo por la escapada que se habían pegado. Le confesó que la había asustado haciendo eso.

 Su esposo le dijo que se había dado cuenta que no pasaba mucho tiempo con los niños entonces por eso había decidido recogerlos antes él mismo y llevarlos a un parque de diversiones a compartir un rato agradable con ellos. Eso enterneció el corazón de Mariana, que se dio cuenta de todavía había campo para la sorpresa en su matrimonio. Se dieron un beso y decidieron acostarse, pues todos estaban cansado..

 Antes de apagar la luz, el marido preguntó a Mariana si había terminado con el ático y ella le dijo que sí, que solo faltaba donar unas cosas que había separado. Por alguna razón, decidió dejar fuera todo lo ocurrido con la cinta de video y su pequeño viaje al centro comercial. Quería mantener eso como una pequeña aventura en solitario. Casi no tenía secretos y ese podría ser un buen comienzo.

 Al rato de cepillarse los dientes, apagaron las luces y cerraron los ojos. O más bien, lo intentaron. Porque aunque estaban cansados, ninguno de los dos podía dormir con tantas cosas en la mente para pensar. Miraban el techo o la ventana y las luces que venían de fuera para pasar el tiempo. Mariana fue la primera en caer dormida.


 Y le costó. Su esposo había visto el recibo de la tienda de fotografía en el cesto de basura del baño. Con agilidad y habilidad, ahorcó a su esposa en menos de un minuto. Ya tenía práctica. En la oscuridad se alistó para ocultar el cuerpo y para despertar a los niños que fingían dormir en el cuarto de al lado. Los de verdad estaban tan muertos como su madre. Y eso pasaba por ver cosas que nadie tenía que ver, así no entendieran nada.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Lluvia de meteoritos

    Laura llevaba el mantel y los cubiertos en una mano y Miguel el cesto de la comida. Subieron una pequeña colina del parque y se sentaron en la parte más alta para tener una mejor vista de la situación. Era raro estar en el parque tan tarde en la noche pero no estaban solos: por aquí y por allá había más gente, parejas y familia que se habían reunido a ver el mismo espectáculo de la naturaleza. Al fin y al cabo, una lluvia de meteoritos no era muy común en la región y a la gente le encantaba tener alguna razón para armar un plan con amigos o con quien fuera.

 Laura y Miguel se habían conocido hacía relativamente poco, en un fiesta, a través de amigos mutuos. Al comienzo las cosas habían sido un poco frías. Luego se habían visto más, en otras fiestas y ocasiones, y habían empezado a hablar más. Esta era la primera vez que se veían a solas, sin la compañía de ninguno de sus amigos y se notaba en el aire un nerviosismo que mantenía la tensión al máximo.

 Por eso sería que en el camino del carro a la colina del parque, no hablaron una sola palabra. Laura extendió el mantel en el suelo y se sentó en una esquina y Miguel en la otra, con el cesto entre los dos. Contemplaron el parque en silencio y era evidente que los dos querían decir algo pero no había manera de decir nada. Era como si fuera la primera vez que salieran con alguien y eso no era verdad. Cada uno tenía su experiencia pero por alguna razón se estaban comportando como tontos.

 Unas risas cercanas, de un grupo de chicos adolescentes, los hicieron salir de su ensimismamiento. Miguel abrió el cesto y le ofreció a Laura algo de beber. Solo habían traído bebidas no alcohólicas porque estaba prohibido tomar cervezas y demás en el parque pero Miguel le mostró a Laura que no había podido resistir y había traído un par. Esa fue la manera perfecta para poder empezar a hablar.

-       No debiste. ¿Que tal si viene la policía?
-       Confío en que tengan mejores cosas que hacer.

 Rieron y a partir de ese momento la conversación fue fluyendo poco a poco. Como no se habían visto nunca a solas, decidieron hacer como si no se conocieran. Se preguntaron, con más detalles, que hacían en la vida, como eran sus familias y que les gustaba o no en la vida. Como eran preguntas amplias, estuvieron bastante tiempo respondiendo, uno interrumpiendo al otro y comiendo algunos de los sándwiches que habían hecho para la ocasión. Incluso hubo tiempo de compartir una cerveza.

 Alguien gritó, a lo lejos, que la lluvia empezaría en solo diez minutos. Laura y Miguel se alegraron. Jamás habían visto nada parecido y les urgía saber cómo era eso. A Laura todo el tema le parecía muy romántico, como algo salido de una de esas películas en las que uno sabe que las cosas, por mucho que terminen mal, de hecho terminan bien pues hay una enseñanza o algo así.

 Para  Miguel, el interés venía de otro lado. A él le encantaba todo lo que tuviese que ver con el espacio y la ciencia. Al fin y al cabo había estudiado física en la universidad. Laura ni siquiera fingió tener interés cuando Miguel se puso a relatarle cómo era que sucedían esas lluvias de meteoritos y cuantos asteroides enormes pasaban de un lado a otro, cerca de la Tierra. No eran cosas por las que ella se interesara. Era la primera vez que se notaba que algo no funcionaba entre los dos.

 Se podría decir que Miguel era muy cerebral y Laura no tanto pero no era exactamente eso. No tenía que ver nada con el intelecto sino con la manera de ver la vida y los puros intereses. Miguel, en todo caso, se dio cuenta y terminó de golpe su relato y por un momento solo observaron el cielo como si estuviesen esperando a que llegara la lluvia de meteoritos para poder irse cada uno a su casa.

 La verdad era que, a pesar de haber hablado tanto, no habían hablado de lo que habían venido a decirse. Cada uno de ellos quería comunicar algo al otro y por eso habían acordado la salida. Es increíble pero ninguno de ellos tuvo la iniciativa real de salir a ver la lluvia de meteoritos. Fue más bien un acuerdo en un momento puntual para verse y hablar. No se podía decir que algo acordado de manera tan fría pudiese ser una cita y mucho menos romántica.

-       Debimos traer binoculares.

 Lo dijo Miguel, señalando a una familia que incluso tenía un telescopio. La más pequeña de entre ellos, una niña de unos ocho años, miraba por el aparato y se quejaba de que no veía nada de estrellas. Eso reinició, a marcha forzada, la conversación entre Laura y Miguel. Comentaron la última fiesta en la que habían estado y, como es común, hablaron mal de un par de personas que les caían mal. Eso siempre ayudaba a crear una conexión entre las personas. No era lo óptimo pero peor es nada.

 Entonces, la misma persona que había gritado antes gritó de nuevo. La lluvia de meteoritos había empezado y todo el mundo quedó en completo silencio.

 Era hermoso ver como parecía que estrellas de verdad se desparramaran encima del mundo, bañando toda la Tierra como polvo de hadas o algo parecido. Era algo extrañamente mágico pero también muy real y por eso todavía más fantástico y fascinante. No hubo persona en el parque que no inclina la cabeza o se echara de espalda en el pasto para contemplar la escena de la mejor manera posible. Eso fue lo que hicieron Laura y Miguel sobre la suave colina en la que estaban. Se acostaron lentamente y observaron el espectáculo.

 Obviamente, fue el momento elegido por todas las parejas en el parque para irse tomando de la mano, juguetear con los dedos un rato y de pronto, si estaban muy atrevidos, robarle un beso a la persona con la que habían venido. Había incluso algunos que se emocionaban más de la cuenta y la policía seguro los pillaría más tarde. Pero el común denominador era ver gente tomándose de las manos, besándose con suavidad y luego tomándose fotos así, como para cerrar el circulo de ideas románticas.

 Pero entre Laura y Miguel no pasó absolutamente nada. Ella mantuvo sus dos manos sobre el vientre, dedos entrelazados. Él puso una mano detrás de la cabeza y con la otra arrancaba un poquito de pasto y lo deshacía lentamente. Se notaba que no había el mínimo interés en cogerle la mano a nadie. Ni siquiera se sentía ya la tensión inicial. No había nada entre los dos.

 Fue entonces que, de golpe y sin acabarse el espectáculo todavía, Laura se sentó y se sacudió el pasto del pelo.

-       ¿Porqué viniste?

 Miguel sabía bien qué era lo que estaba preguntando y no iba a ser tan tonto de hacerse el idiota, así que respondió con toda sinceridad: quería que fuesen amigos para así poder acercarse a uno de los amigos de Laura, que le gustaba bastante. Pero como era una persona muy privada y, aparentemente, fría, había optado por conocer primero a alguien que lo conociese bien para saber si valía la pena acercarse.

 Laura soltó una carcajada. Le contó a Miguel que a ella le gustaba ese amigo de él con el que había bailado la primera vez que se habían conocido. Pero qué le parecía un poco distraído y por eso también había pensado en hacer la conexión por uno de sus amigos. Rieron un rato por la coincidencia y ni cuenta se dieron que las estrellas habían dejado de caer y que incluso algunas personas ya se iban.

 El camino de vuelta al coche fue diametralmente distinto: hablaron bastante de los chicos que les gustaban y se contaron pequeñas anécdotas graciosas y no tan graciosas. La conversación se extendió durante todo el recorrido hasta la casa de Laura y allí hablaron más rato. Al fin y al cabo iba a ser de día dentro de poco así que decidieron conversar hasta el amanecer, compartiendo la comida que no habían terminado del cesto y café caliente.


 Se hicieron amigos, sin haber sido esa la intención, y se ayudaron mutuamente con sus respectivos prospectos amorosos. Pero su éxito o fracaso con ellos es cosa de otra historia.