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miércoles, 13 de enero de 2016

Perro del fin del mundo

   El perro dejaba las marcas de sus patas en la playa pero se iban borrando tan pronto pisaba. El arena estaba muy húmeda en esa zona y nada duraba allí, ni siquiera las plantas, que habían decidido retirarse a la zona más alta de la playa. La textura hacía parecer que ya no fuera arena sino que fuese una especie de lodo pegajoso pero el perro casi no lo notaba pues avanzaba a paso lento pero seguro por la franja costera.

 El pobre animal había estado caminando por días y por eso las ganas y la energía para trotar habían dejado su cuerpo hacía mucho. El agua sabía extraño por esas partes así que también estaba algo deshidratado pero de todas maneras seguía caminando, seguro de que sus patas lo llevarían al lugar al que quería ir. Lo que hacía era seguir su instinto y ese campo electromagnético que todos los seres vivos sienten que los atrae a ciertos lugares y que los repele de otros. Él no lo entendía pero de todas maneras hacía lo que tenía que hacer.

 De repente de la arena salió un cangrejo. Era grande y había quedado quieto al ver al perro. Sus pinzas se abrían y cerraban despacio y producía algo de espuma en su boca. Parecía pensar en algo. El perro solo lo miraba. Le hubiese gustado ladrarle o perseguirlo o hacer algo más que no fuese quedársele mirando como un tonto pero sabía que llevaría las perder así pudiera hace cualquier de esas cosas. No estaba en condiciones para pelear con nadie, sobre todo si ese alguien tenía armas incorporadas.

 El cangrejo finalmente se movió a un lado, como si tuviera intenciones de meterse al mar, pero lo que hizo fue dar una vuelta cerrada y caminar en la dirección que el perro estaba siguiendo. Entendiendo que tenía que continuar, el perro siguió al cangrejo por un largo tiempo. Tanto tiempo fue que la noche se acercaba, con la tarde tiñéndose de un rojo absoluto que reinaba el mundo desde hacía un buen tiempo.

 Caminaron más, hasta que el frescor de la noche llegó y todo pareció estar incluso más calmado que antes. Eso sí, las noches no eran como antes cuando los insectos hacían conciertos por aquí y por allá, alegrando cada jardín y cada espacio salvaje con sus canciones. Ya no había muchos insectos y los que quedaban no eran del tipo que cantaban, más bien del tipo que comían carne en descomposición.

 Cuando la luna empezó a iluminar el paisaje costero, el cangrejo por fin se detuvo y el perro se le acercó. La criatura marina no lo atacó, solo se retiro por fin al mar, dejando que las suaves olas lo fueran envolviendo hasta que fuese arrastrado al fondo. Cuando el perro no lo vio más, se dio cuenta de dónde estaba: la desembocadura de un riachuelo, una fuente de agua dulce que no había visto en varios días.

 El perro se acercó con cuidado, bajando una pequeña pendiente que daba al río como tal. Bueno, río no era porque era casi un hilo de agua el que podía llegar hasta el mar, pero era más que suficiente para beber y recuperar fuerzas. El perro bebió y bebió sin cansarse, ingiriendo toda la cantidad de liquido que su cuerpo pudiese aguantar. Cuando por fin se sintió satisfecho, mucho tiempo después de que el cangrejo desapareciera, se echó en la parte superior de la pendiente y durmió a pierna suelta, cansado de un viaje demasiado largo.

 Soñó imágenes borrosas, unas tras otras, pero lo que sí oía con completa definición eran los sonidos y las voces que había en los sueños. Y se despertó de golpe cuando volvió a escuchar la voz de su amo. Apenas abrió los ojos, miró a un lado y otro, como buscándolo. Incluso utilizó su olfato para asegurarse que todo había sido un sueño. Se echó de nuevo sobre la arena, deprimido y adolorido en más de una forma. Extrañaba de sobre manera a su amo, que no veía desde hacía mucho tiempo. Lo más probable es que nunca lo encontrara pero valía la pena buscarlo.

 Se quedó dormido una vez más  Ya no soñó más nada y pudo descansar su cuerpo y su mente para en verdad estar en paz consigo mismo. Era la única manera de continuar su viaje. Al otro día, lo despertó el agua que lo salpicaba en la cara: el riachuelo ahora sí era un río y amenazaba con llevárselo si no se levantaba. Lo bueno, era que por alguna razón se había acostado del lado opuesto al que había llegado. Si no lo hubiera hecho así, seguro hubiera tenido que buscar tierra adentro por algún cruce sobre el agua.

 Se dio cuenta que el río tenía ahora un color marrón desagradable y que ya no parecía muy bueno para beber de él. El agua además arrastraba al mar pedazos de troncos, hojas y otros objetos que parecían hechos por humanos, Se quedó mirando el raro espectáculo hasta que se dio cuenta que el río crecería aún más, a juzgar por el olor del ambiente que denotaba una tormenta acercándose. Como no quería mojarse ni estar allí para más agua marrón, emprendió su camino por la costa de nuevo.

 En efecto, las gotas empezaron a caer suavemente después de algunas horas de viaje. No caían con fuerza sino con insistencia, como anunciando la tormenta que se iba a desprender en cualquier momento. El perro miró a un lado de la playa y vio que la vegetación era allí más salvaje de del otro lado del río. Seguramente lo mejor era cruzar por ese paraje en vez de quedarse en la playa donde no habría donde resguardarse cuando la tormenta decidiese llegar con vientos, lluvia y demás.

 Pisar pasto y musgo era agradable para sus patas, era como flotar. Pero también había lodo y residuos de lo que hacía tiempo había sido la civilización. En efecto, después de caminar un poco más, se cruzó con un pueblo fantasma. La verdad era que no se había cruzado con ninguna población desde que había salido de la suya en busca del mar. Después de todo, recordaba que su amo poseía otra casa cerca de la playa pero no recordaba exactamente en dónde. Por eso ahora recorría la playa, tratando de recordar donde era para así llegar a esa casa y de pronto reunirse con su amo.

 Pero ese pueblo no tenía nada que ver con la casa de playa que buscaba. Era un lugar casi destruido, con pocas estructuras todavía de pie. La severidad de las tormentas recientes se podía ver allí: muros completamente destruidos, vegetación por todos lados y causante de parte de la destrucción y casi nada de vida fuera de las plantas. El perro pudo notar, sin embargo, que había un nido en un rincón de una de las casas pero no había huevos ni ave ni nada. Lo que había era una rata muerta y otra que se la estaba comiendo.

 Si hubiese tenido energía, se hubiese comido a la rata. Pero el perro cada día se sentía peor, el cuerpo le pesaba como si llevara una carga demasiado pesada para su demacrado cuerpo y comer un animal que posiblemente estaba más enfermo que él no le llamaba mucho la atención. Además había recargado algo sus baterías con el agua del riachuelo. De hecho aprovechó estar en eso lugar tan horrible para orinar sobre unas plantas y así ayudar a su crecimiento, si es que eso todavía era posible.

 Cuando pasó el pueblo, llegó a una carretera. El asfalto era de esas cosas que los seres humanos habían inventado que no se borraba con nada y menos aún estando la memoria de su existencia tan fresca. Fue allí, viendo las borradas líneas en el suelo negro y un letrero caído en el suelo que el perro se dio cuenta que estaba cerca de su destino.

 Fue entonces que empezó a correr como loco, sin importarle el dolor y lo mucho que cada paso le cobraba a su cuerpo. El dolor iba en aumento pero a él ya no le importaba nada más porque sabía que ya no había tiempo para nada. Al fin y al cabo su pelaje estaba lleno de parches y no podía comer así quisiera. Así que solo corrió y corrió hasta que de nuevo el mundo se tiñó de rojo con el atardecer.

 Fue entonces que por fin encontró la casa que tanto había buscado. La entrada para él seguía allí y estaba abierta. Era pequeña así que la recorrió en poco tiempo pero fue entonces que se dio cuenta que su amo no estaba allí y que posiblemente su destino ahora fuese el mismo que el de él.


 Lo mejor, pensó, era echarse a descansar en la cama sobre la que se había acostado tantas veces desde que era cachorro. Allí había aprendido varias cosas sobre los seres humanos, sus locuras y genialidades, pero sobre todo sus ganas de querer y de ser lo mejores posible cada día. El perro olfateó por última vez el olor de su amo y cerró los ojos para dormir por siempre.

sábado, 14 de noviembre de 2015

A París

   La fila daba varias vueltas y yo solo miraba a un lado y al otro, pues no tenía idea de donde debía pararme o que era lo que debía de hacer. No había buena señalización en el lugar y me tomó un buen rato darme cuenta que quienes estaban haciendo fila allí querían tomar trenes de larga distancia a diferentes ciudades en Francia y en otros países cercanos. Entonces, como pude, encontré internet gratis para mi teléfono y pude concluir que debía caminar un poco hacia la estación del tren del aeropuerto que me llevaría hasta la terminal T3. Allí, después de enredarme un poco pues no sabía hasta que estación iba, tomé un tren que me llevaría a la ciudad. El vagón en el que entré era viejo y parecía sacado de una película. Incluso había madera adentro. Me acomodé junto a la ventana y el tren arrancó.

 Saliendo del túnel, vi lo primero de París que recuerdo: campos y edificios industriales y luego barrios que parecían haber quedado congelados en el peor momento de la posguerra. Parecía también salidos de películas pero de aquellas que buscan mostrar solo lo malo y no precisamente el lado romántico de la ciudad. De pronto era porque el invierno había empezado hacía poco, pero la verdad no estaba nada impresionado con lo que veía. El tren entró a un túnel de nuevo y eventualmente tuve que hacer cambio en la estación Gare du Nord. La impresión entonces fue decayendo aún más, pues siempre había escuchado de los grandes transportes franceses y era difícil respetarlos con el olor tan fuerte que emanaba de todos lados.

 El siguiente tren fue rápido pero me bajé en la estación equivocada y tuve que esperar largo rato para que pasara un tren en dirección contraria. Entender los códigos de estos trenes me tomó un tiempo y la verdad todavía no sé si los terminé comprendiendo. En todo caso llegué sano y salvo con mi pequeña maleta al hotel que había elegido hacía unos meses. El barrio era uno de clase trabajadora en el norte de París y el hotel no tenía ningún atractivo excepto su precio. Esa tarde decidí no salir sino hasta la tarde pues quería descansar un poco. Dormí largo y tendido y me levanté antes de oscurecer. El barrio ciertamente era poco acogedor pero el metro estaba cerca y en unos minutos me acercó al río Sena.

 El caudal estaba furioso, probablemente había estado lloviendo. El agua rugía al lado de los coches que pasaban rápidamente por un lado y otro. El viento frío me acariciaba la cara y lo único que yo hacía era tomar una y otra foto para registrar mi llegada a una de las ciudades más emblemáticas del mundo. En el colegio, que era francés, había oído todas las historias habidas y por haber y siempre sentí la urgencia de conocer París de una vez y saber si todo lo que se decía era cierto. No sé si era por el vuelo o por haber dormido después de llegar, pero todo parecía como sumergido en una nube. Todo se sentía algo irreal pero a la vez no había duda de que sí estaba allí.

 Caminé hasta la isla de Saint Louis y luego pasé a la isla de la Cité, donde se alza la catedral de Notre Dame. Siempre pensé que sería más grande pero es que por detrás la sensación es diferente. Las mil caras y gárgolas que salen por todos lados son únicas y ver a la gente subir las torres es bastante entretenido. Creo que en ese entonces el sitio estaba de cumpleaños pues había una plataforma enorme frente al edificio desde donde se podían tomar fotos. Tomé varias, también pensando en mi familia, que vería las fotos tan pronto las pudiese enviar. Entré a la catedral e imaginé como sería vivir en esos tiempo y agradecí haber nacido en estos. Cuando salí, una mujer de algún país de los Balcanes me pidió dinero en su idioma, que no sé cual era. Yo le di una moneda de un euro y ella se fue feliz. Después pensé que le había dado demasiado.

 Según recuerdo, ese día no hice mucho más sino caminar por esas emblemáticas calles. Al rato sentí ganas de comer algo y creo que me alimenté, y esto fue durante todo el viaje, de algo comprado en una de esas máquina del metro. Era más barato que uno de esos café que podía lucir muy bonito pero tenía precios diseñados para los turistas. Volví al hotel y allí traté de pensar en mi estrategia para los siguientes días. Había tomado mapas del lobby y tenía mejor idea de cómo llegar más rápido a los sitios. Creo que esa noche hablé con mi familia o al menos les escribí algo y me fui a dormir. Para ser un hotel económico, la cama era estupenda y dormí como un bebé hasta que la alarma que había puesto me despertó al día siguiente. La idea era no perder tiempo.

 Me vestí rápido, desayuné de nuevo en la estación del metro y en minutos salía de la boca del metro ubicado en una pequeña placita a un lado del Museo del Louvre. Estaba lloviznando y, con otros turistas, hubo que moverse rápido para evitar mojarse demasiado. Cruzando la calle y un pasaje peatonal, se llega a la majestuosa pirámide que recuerda tantas películas más. Es una entrada genial a un edificio bastante único, no solo por lo que tiene dentro sino por su forma. Me sorprendí a mi mismo al saber que por mi estatus de estudiante no debía pagar nada. Pasé por los controles y comencé mi aventura por el Louvre que duraría todo ese día. Así es, vi todas las exhibiciones y todas las salas, sin excepción. Lo malo fue que volví a comer hasta las seis de la tarde pero lo bueno era mucho más.

 Ver tanta historia, tantos elementos representativos de la humanidad como la conocemos, ciertamente es algo que llena el alma y da un sentimiento enorme de pertenencia. De pronto por eso es que tanta gente se enamora de París, porque allí hay tanto de todas partes y de lo que todos conocemos, que es difícil no quererla de una manera o de otra. Los días siguientes visité muchos museos más y seguí dándome cuenta que sin lugar a dudas era un sitio único para la humanidad. No he visitado todo el mundo pero creo que es de los pocos lugares en los que uno se siente más ciudadano del mundo que turista.

  Visité el Museo de Orsay, también el del Quai de Branly, el de la Armada (con la tumba de Napoleón) y otros que no recuerdo ahora pero que seguramente me sacaron una o varias sonrisas. Tomé fotos de todo, porque uno nunca sabe cuando volverá y comí mejor algunos días que otros. Una noche, y nunca se me va a olvidar, mi hambre fue bendecida por un pequeño restaurante japonés que servía arroz con curry. La sopa de ramen estaba deliciosa pero el acompañamiento de arroz la hacía verdaderamente única. Estaba todo picante y temí por las consecuencias en mi estómago, pero tenía tanta hambre y estaba tan rico, que no importó. Otro días comprobaría la superioridad de los baguettes franceses y de sus quesos, fuesen comprados en supermercados o en una tienda en el Palacio de Versailles.

 Ah sí… Se me olvidaba contarles mi día en Versailles, un pueblo no muy lejos de París para el que también me levanté temprano. El palacio, sí o sí, es impactante para cualquiera que lo recorra. Ver los objetos y recorrer los mismos cuartos que tanta gente poderosa recorrió siglos atrás, lo hace a uno sentirse especial de una forma extraña. El frío ese día era aún más fuerte que otros días pero igual recorrí alegremente los jardines que son enormes y tienen varias estatuas y formas. Algunos estaban cerrados pero la mayoría se prestaban para la contemplación en silencio y para las fotografías más artísticas. El recorrido hacia los Trianon, el grande y el pequeño, es una caminata de las románticas. Casi pude sentir la mano de alguien que no tenía a mi lado.

 Lloré como un tonto cuando me di cuenta que estaba solo y no tenía a mi familia ni a nadie al lado. Lloré junto a la granja que Maria Antonieta se construyó y me pregunté si ella alguna vez lloró en ese mismo lugar. Ese día fue simplemente mágico. La estación de tren para volver estaba a reventar y no recuerdo que comí ese día. Solo sé que dormí tranquilamente. Otro día visité el Sacré Coeur y una prostituta en la calle Blanche me arrastró a su lugar de trabajo pensando que yo tendría dinero. Fue una escena graciosa que nadie conoce de mi visita a París. Como pude, tuve que decir que no sin recurrir a desilusionar con la frase “Es que las chicas no son lo mío”. Aunque a veces me pregunto que hubiese pasado si lo hubiese dicho.

 En París me quedé tres semanas. De pronto mucho o de pronto muy poco pero todos los días excepto el 1 de enero, salí a caminar. Fuese por las calles de Ivry, por el Sena o por Bercy, fuera para recorrer el infame Bois de Boulogne, el divertido parque de Disney o los lujosos barrios del distrito dieciséis, siempre disfrutaba salir a caminar y simplemente sentir que no era un turista sino que, de alguna manera pertenecía a París y, en secreto, París me pertenecía a mi. En los más alto de la Torre Eiffel, me sentí como en un globo aerostático, sobre las nubes y más allá de todo, sin importar la cantidad de gente que tenía alrededor.


 Fueron un poco más de tres semanas de gastar los zapatos caminando por aquí y por allá, de tratar de descubrir que era lo que tenía esa ciudad para que todo el mundo, sin exageración, se hubiese enamorado de ella. Y la razón, simple y llana, es que tiene una partecita de todos nosotros. Sea cual sea el aspecto que llame de nuestro ser, París lo tiene en algún lado. Si es el hambre por descubrir, el placer, la diversión, el romance, la aventura, el volver a ser niño o simplemente ese gusto por abrir los ojos y asombrarnos con todo. París está ahí y necesita que todos la visitemos al menos una vez para que podamos respirar mejor y recordar que nos enamora de este mundo.

jueves, 29 de octubre de 2015

Observatorio

   Javier y Marina habían sido siempre mejores amigos. Se habían conocido el primer semestre de la carrera y desde ese momento habían estado juntos, aprendiendo y tratando de alcanzar lo mejor en su campo. Habían estudiado física pura en la universidad y habían hecho, juntos, un máster en ciencias espaciales en Estados Unidos. Después, se habían separado un poco pero no demasiado, trabajando un poco por todas partes hasta que a Marina le ofrecieron un puesto en un observatorio y vio que había lugar para una persona más. Propuso a Javier y la entrevista fue tan bien que lo asignaron al mismo departamento que ella. De hecho, los dos tenía que quedarse tres noches a la semana para revisar los datos procesados y revisar los eventos en vivo que pudieran ocurrir.

 El observatorio, ubicado en la parte más alta de una seca y solitaria montaña, era el espacio perfecto para explorar los astros pues no había contaminación de ningún tipo. Incluso a simple vista se podían observar muchas estrellas, por lo que aficionados a veces se instalaban en las cercanías para hacer sus propias observaciones. Marina siempre recordaba a un hombre y su hijo que vivían en un pueblo cercano y con frecuencia venían a indagar sobre hechos que habían observado con su telescopio o que habían leído en internet. Siempre había alguien que les respondía con amabilidad y básicamente les daba una respuesta genérica para que se retiraran ya que en teoría, las personas extrañas al observatorio no podían entrar sin autorización.

 Una de esas noches que tenían que quedarse a hacer observaciones y verificaciones, Javier trajo hamburguesas con papas y refrescos y Marina trajo un litro de helado para compartir entre los dos. Lo metió en una nevera pequeña que había en el salón de empleados y se pusieron a trabajar al ritmo que se esperaba de ellos: ni muy lento, ni muy rápido. Eran las diez de la noche, así que nadie esperaba que ellos procesaran todo de una vez. Igual, había datos que todavía no se podían revisar correctamente ya que seguían siendo recolectados, bien sea por científicos o por sondas espaciales que necesitaban más tiempo para poder enviar a la Tierra sus descubrimientos, fuesen los que fuesen.

 Entre mordiscos a las hamburguesas, chistes y anécdotas de la farándula, Miranda y Javier se pasaban la noche de maravilla. Eran amigos, así que conocían todo del otro por lo que no había momentos incomodos o silencios largos y tediosos. Siempre había alguna risa y si se trataba de trabajo hacían lo mejor para ayudarse mutuamente y solucionar cualquier problema juntos. Esa noche lo hicieron varias veces, rectificando cifras y buscando en el historial del observatorio las observaciones pasadas y complementado datos recién ingresados. Pintaba como una típica noche en el observatorio, en las que nunca pasaba nada.

 De repente una de las luces empezó a brillar, una de esas luces que no parpadeaba nunca. Marina buscó en un manual lo que significaba y descubrió que era la señal de un evento en progreso. Apuntó el telescopio al lugar del evento, captado por otros observatorios y aparatos especiales, tecleando a una velocidad impresionante. Cuando terminó, el gigantesco aparato que estaba sobre ellos empezó a moverse lentamente, sin hacer casi ruido. Terminó su recorrido y entonces empezaron a trabajar a toda máquina para saber que era lo que había hecho parpadear aquella lucecita. Tras varios clics y movimientos bruscos, Javier se dio cuenta de lo que tenían en frente antes de que Marina pudiese certificarlo con los datos: era un asteroide, uno bastante grande.

 No era anormal que eso sucediera pero de todas maneras el shock no era menor. La ciencia estaba limitada por sus avances y no era imposible que un objeto tan grande se les hubiese es escapado a millones de científicos escudriñando el cielo. Además, según las observaciones, el objeto se había “cubierto” de forma que su trayectoria no lo delataba de manera evidente ante la tecnología humana. Con la boca algo abierta, Javier respiró, tecleó algo a velocidad extrema y esperó. Tomó una papa de las que tenía todavía junto a un pedazo de la hamburguesa y vio como la computadora hacía cálculos millones de veces más rápido que él. Marina hacía lo propio, buscando saber la naturaleza del objeto.

 No era sorpresa para nadie que el asteroide estuviese lleno de agua. Eso sí, estaba en forma de vapor y, más que todo, como hielo. Por su trayectoria, lo más probable es que el objeto viniese del cinturón de asteroides pero eso era una conclusión personal y tendría que probarla para ponerla en el informe que debían entregar apenas llegaran los demás en la mañana. Javier seguía esperando y llenaba su boca de papas pero casi ni masticaba, solo miraba la pantalla como si su vida dependiese de ello. Marina sabía lo que hacía y prefería no pensarlo mucho. Era toda una sorpresa que algo así hubiese pasado pues nunca descubrían nada que el publico pudiera ver y menos algo de ese impacto.

 Javier se sobresaltó al oír a lo lejos el timbre del observatorio. El sonido no había sido fuerte pero obviamente estaba tan absorto que cualquier cosa lo hubiese sacado de su trance. Marina se levantó y fue a mirar quién era, sin pensar mucho en lo extraño que era que alguien llamara ala puerta a semejante hora y en este lugar. Cuando abrió, su sorpresa fue reemplazada por fastidio. Y no era que padre e hijo fuesen tan molestos, pero la verdad no tenía ganas de hablar con ellos ahora. Sus nombres eran Tomás (el niño) y Fernando (el padre). Según se apresuraron a decir, habían venido corriendo al descubrir algo grande que querían compartir.

 Marina fue algo cruel pero práctica al decirles sin contemplaciones que sabía del asteroide y que lo estaban revisando en el momento. Padre e hijo, lejos de sentirse decepcionados, casi saltan en donde estaban de la dicha de haber acertado. Le preguntaron a Marina montones de cosas en un lapso tan corto de tiempo que el cerebro de la científica mandó todo directamente al bote de la basura. La verdad no era el momento y, cuando estaba a punto de echarlos de la manera más decente posible,  Javier pegó un gritó tan horrible que a Marina no le importó que la pareja la siguiera hasta su puesto de trabajo. Uno de los refrescos había caído al piso, mojándolo todo y esparciéndose como si fuese algo vivo. Pero Javier solo miraba la pantalla, lívido.

 Marina iba a reprenderlo por lo del refresco pero cuando miró la pantalla se tapó la boca y sus colores también se fueron. El padre le pidió al hijo que buscara algo con que limpiar mientras él ayudaba a los científicos. El niño, feliz de estaba aventura en la noche, corrió hacia el salón de empleados. El hombre trataba de preguntarles que pasaba pero lo único que pudo lograr fue que Javier y Marina despertasen de su trance y se pusieran a trabajar. Tecleaban como locos, escribiendo operaciones complejas, enviando correo electrónicos, haciendo simulaciones y demás. El padre y su hijo limpiaron el refresco y se sentaron en dos sillas rígidas detrás de los científicos, como para darles espacio sin tener que irse.

 Estuvieron calladas casi una hora, apenas susurrando algo o mirando por todos lados. Habían estado allí antes pero solo una vez cuando habían venido a una excursión autorizada. Cuando venían con noticias o algo muy de ellos, solo los dejaban pasar al recibidor y nunca más allá. Padre e hijo estaban felices y eso contrastaba de una manera brutal con los científicos, que no parecían tener tiempo ni para pensar en como se sentían. Finalmente dejaron de teclear y de moverse de un lado para otro. Se sentaron y se miraron el uno al otro, como si haciendo esto se estuviesen confirmado lo que ambos sabían, lo que ambos no podían refutar. De pronto los interrumpió un sonido que todos conocían.

 Era una video llamada y todos escucharon el saludo del profesor Allen, una famoso físico que trabajaba en uno de los mejores observatorios en las islas Canarias. El profesor llamaba para confirmar el descubrimiento de Marina y de Javier. Tomás y Fernando se acercaron un poco, sin saber si Allen los podía ver o no. En su laboratorio, que era más avanzado, había hecho los mismos cálculos y proyecciones y no había duda de que el asteroide viajaba en una ruta casi directa con la Tierra. No podían predecir un desastre pero entraba en las posibilidad con un porcentaje demasiado alto para los gustos de cualquiera. Allen les recomendó llamar a todo el mundo.


 Fernando abrazó a su hijo, quién había dejado a un lado su ánimo. Era obvio que ahora estaba asustado porque cualquiera podía entender las palabras de Allen. Javier y Marina no se molestaron en echarlos, padre e hijo se fueron por su cuenta, dejándolos para elaborar el informe y alertar a todos los observatorios posibles para que cada uno hiciese sus estimaciones. Para las seis de la mañana, su jefe lo sabía todo y los alabó por su labor y por sus esfuerzo y rapidez. Les dijo que fueran a descansar y volvieran en la noche. Los dos amigos compartían un vehículo pero no se dijeron nada en todo el recorrido hasta la casa de Javier. Allí, Marina lo abrazó fuerte pensando inevitablemente en lo que podría pasar. Y Javier le correspondió, suspirando una vez más.