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lunes, 13 de junio de 2016

Como un vampiro

      Mi casa parece la casa de un vampiro. No porque esté ubicada en una colina lejana con rayos y centellas detrás o porque tenga muchos pasillos secretos y un sótano lleno de ataúdes. Lo digo por los espejos: no hay ni uno solo. Al comienzo, cuando volví, se me hacía raro ir a cepillarme los dientes al baño y no tener donde mirarme. Lo mismo con el espejo que solo había sobre el mueble de la sala, que siempre había hecho parecer que mi pequeño apartamento era mucho más grande de lo que era.

 También habían sido retirados los espejos más pequeños, casi todos en mi habitación y en el baño. Lo único que daba un reflejo era, a veces, los vidrios de las ventanas y los charcos de agua que se hacían en el baño cuando usaba la ducha. No podía culpar a mi familia por haber tomado semejantes decisiones. Al fin y al cabo, tenía dos marcas bastante notables en las muñecas que me recordaban porqué no podía mirarme al espejo nunca y también porqué todavía no estaba listo para volver a hacerlo.

 Hacía casi un año había vuelto a casa, después de vivir un año en una institución alejada de la sociedad. Estaba en el campo, donde había animales para acariciar y gente amable que hacía preguntas con mucho cuidado. Allí me curé de mis heridas y fui, poco a poco, recuperándome de todas ellas, las físicas y las mentales. Creo que el proceso fue muy rápido y todavía me da algo de miedo que todo haya sido tan apresurado. ¿Que tal si no funcionó?

 Supongo que tendré que esperar a ver para saberlo. Es un problema con el que tendré que vivir, lo mismo que con las cicatrices en mis muñecas y con el hecho de no tener espejos. A todo se acostumbra uno. Lo mismo sucedió con mi trabajo que, obviamente, no había esperado por mi mientras estaba encerrado. Tuve que empezar a buscar algo que hacer y lo encontré teniendo dos trabajos en casa. Tuvieron que ser dos para poder pagar las facturas y demás.

 El primer trabajo es muy simple. Soy vendedor por teléfono de productos lácteos para una gran empresa. Desde temprano en la mañana hasta la hora del almuerzo, me la pasa llamando a oficinas y a diferentes tipos de personas, preguntándoles por sus pedidos de yogures, quesos, leche y demás productos. Algunas veces son colegios y otras veces supermercados. Es muy aburrido pero pagan a tiempo.

 Sin embargo, pagan mal y por eso necesito el otro trabajo que hago en las tardes, hasta las ocho de la noche. Soy asistente técnico para una compañía que provee servicios de internet y de telefonía. La verdad es que mi horario no es estable y puede terminarse antes o muchos después, eso depende de cuando llegue alguien a cortar mi tiempo con los clientes. Es casi al azar.

 Los días son pesados pero, gracias a que sé negociar y utilizar mis incapacidades, no trabajo los fines de semana. Esos dos días los tengo solo para mí. Los sábados normalmente son los días más activos, en los que recibo la visita o visito yo mismo a mis padres. Siempre tienen mucho que decir y mucho que hacer. Sea como sea, siempre que me veo con ellos hay comida por montones, sea que la hacen o sea que pedimos a domicilio. Siempre me dicen que me veo flaco y triste pero creo que eso es algo que ya no se puede arreglar y trato de bromear al respecto.

 A veces las bromas salen muy mal y hago llorar a mamá o enojar a papá. Todavía es difícil hablar del tema, de mi tiempo lejos de todos y de porqué no hay espejos en la casa. Es algo delicado y, la verdad, tratamos de que no sea necesario hablar del tema. Porque no lo es. Nadie necesita escuchar esa historia por enésima vez, nadie necesita revivirlo todo de nuevo, ni ellos ni yo, así que simplemente no lo discutimos.

 Los sábados también suelen ser para salir a dar una vuelta. Normalmente voy con ellos, casi nunca solo. Me acompañan a comprar ropa, a comer algo, a ver gente por aquí y por allá. A pesar de que gano mi dinero, todavía necesito el apoyo económico de mis padres. Sin él no tendría que vestir ni tampoco electricidad para cocinar o para tener la luz prendida toda la noche como me pasa seguido.

 Tengo que confesar que no son pocas las veces que me siento mal por ello. No creo que mis padres tengan la responsabilidad de cuidarme a esta edad todavía pero lo hacen sin decir nada más. Al comienzo, cuando apenas había vuelto del “lugar”, me tuve que quedar con ellos y fue tras mucho insistir que me dejaron volver al apartamento que alguna vez había comprado con dinero ganado en mi trabajo anterior.

 Cuando los convencí que podía vivir solo, decidieron que lo mejor era traerme bolsas llenas de cosas. Me compraban ropa y la traían directo de la tienda o venían con bolsas y bolsas del supermercado. Pasaron un par de meses, en los que venían varios días en la semana, antes que escucharan y entendieran que yo no necesitaba actos de caridad de nadie. No quería que me regalaran las cosas como si no tuviese pies o manos.

 Lo mejor que pudieron hacer fue llevarme a los lugares y limitar sus compras. Tampoco quería que se gastaran el poco dinero que tenían en mi. Pero querían ayudar con tanto ahínco que los dejé que me hicieran un pequeño mercado cada mes y que me compraran una prenda de vestir cuando yo se le los pidiera. Era lo máximo que podía normalizarse nuestra relación después de lo ocurrido.

 Fue en uno de esas salidas a comprar ropa en las que me volví a mirar en un espejo. Normalmente me compraba todo acorde a las tallas y si había que hacer arreglos pues mamá haría su mejor esfuerzo. Pero para comprar pantalones era mejor probármelos, porque cada marca era distinta, todas las tallas, así fuesen del mismo número, no eran iguales en un almacén que en otro. Entonces me decidí por dos modelos en una gran tienda e hice la fila para entrar a los probadores. Yo empecé a sudar allí, pues me molestaban tales aglomeraciones.

 Desafortunadamente para mí, la fila se movió con rapidez. Me tocó en el último probador en un pasillo estrecho y apenas entré, caí en cuenta del espejo. Al comienzo, lo ignoré completamente. Hice el ejercicio de darle la espalda y quitarme los pantalones que tenía puestos así. Me temblaba todo y me demoré más de lo normal quitándome la ropa. Casi tropiezo al quitarme los pantalones de los tobillos y fue entonces, casi en el suelo, que mis ojos se tropezaron con mi reflejo.

 Todo volvió a ser como ese día, hacía casi dos años. Lo recordé todo de golpe, cada detalle de esa escena en la que había cogido a puños el espejo del baño hasta destrozarlo. Mis puños sangraban pero no había terminado. Tomé uno de los trazos más grandes y, sin dudas, me corté las muñecas como pude. Por suerte, era sábado y no demoraron en encontrarme unos amigos que venían a tomar algo todos los fines de semana.

 Me puse de pie en el vestidor a pesar de estar mareado. Creí que iba a vomitar pero me contuve. Miré los pantalones que esperaban a ser probados pero me di cuenta entonces que me sentía muy débil. Todo me daba vueltas y mis brazos se sentían como hechos de papel. No era momento de probarme ropa ni nada de esas tonterías. Como pude me puse mis pantalones de nuevo y salí corriendo de allí. Les dije a mis padres que compraran los de mi talla.

 Cuando volví a casa, fui directamente a la cama. Me quité la ropa y me acosté boca abajo. Tenía ganas de llorar pero no lo hice, no había lágrimas en mis ojos. Sin embargo no podía dejar de pensar en como se sentía el vidrio sobre mi piel y mis manos destrozadas por el vidrio del baño. Instintivamente, me miré las muñecas y los nudillos. Cualquiera vería con facilidad lo que había dejado ese episodio de mi vida en mi cuerpo.


 Como era común, no pude dormir en toda la noche. Me la pasé pensando, en la oscuridad, en los sentimientos que me habían hecho destrozar ese espejo. Recuerdo bien que lo destrocé simplemente porque me vi en el él y no soportaba verme. Aún hoy, eso no ha cambiado. Agradezco a mi familia que haya convertido mi casa en la de un vampiro.

martes, 15 de marzo de 2016

Bajos instintos victorianos

   Lord Amersham era el hombre más distinguido de toda la región. Era un héroe de guerra condecorado y eso que no era uno de eso viejos que se preciaban de sus hazañas en los bailes y reuniones de sociedad. No, Lord Amersham no llegaba todavía a los cuarenta y era el objeto de deseo de cada una de las mujeres de Milshire. Claro está que nadie diría esto nunca pues el deseo no era algo de lo que se hablara en voz alta. Pero así era.

 En el último baile, organizado por la familia Winstone en honor a la presentación en sociedad de su hija Celia, Lord Amersham había fascinado a todo el mundo con sus dotes de bailarín. Sus giros en el baile grupal eran casi pecaminosos. Las mujeres se emocionaban con sus cintura y, mejor dicho, con su trasero que venía siempre forrado de esos pantalones clásicos de la época en que vivían.

 Mister Farsy casi se atraganta con su copa de vino cuando vio al Lord bailar con tal agilidad. Y es que, incluso a él, le causó una sensación muy extraña. Cada contoneo de Amersham le valía un movimiento en las regiones del sur de su cuerpo y pronto tuvo que encontrar dónde sentarse. Agradeció la siempre aburrida conversación de Lady Ashmore, una viejita que lo único que sabía contar era su aburrida vida en Londres, cuando iba y visitaba a su nieta Cordelia. La pobre había sido famosa en la región por ser una chica fea que, por alguna razón, había encontrado fortuna al casarse con un barón que la puso a vivir como una reina.

 Mientras Lady Ashmore contaba todo del más reciente viaje a Ceilán de su nieta, el pobre Farsy experimentaba un montón de sentimientos y sensaciones que no eran propios de la Inglaterra victoriana. Ya que estamos, tampoco de la eduardiana ni de la isabelina. De ninguna Inglaterra conocida o por conocer, ni de Thatcher, Brown, Cameron, ni de nadie. Pero esos no contaban pues nadie los conocía y era mejor dejarlo así.

 Luisa llegó al poco rato. Había estado haciendo lo que mejor sabía hacer: informarse de todo el cotilleo de cada esquina del país. Era la distraída esposa de Farsy y una mujer tan insulsa como guapa. El condado entero había quedado fascina cuando se habían casado pues los dos eras dos criaturas hermosas y  la boda fue como de ensueño, con flores por todas partes y una perfección que rayaba en lo fastidioso.

 Pero la verdad era que no había nada que envidiar. Se habían casado porque sus familias lo habían arreglado todo. No podían ser más disparejos: ella ni se enteraba de nada más que el chisme. Ni siquiera sabía como era que se tenía a los hijos y eso que su madre lo había explicado con detalle. Y él… Bueno, Farsy se sentía tan abochornado en el baile que tuvo que pedirle a Luisa que se fueran. Argumentaba una calentura.

 Al otro día, ya con sus emociones bajo control, la pareja recibió la visita del padre y la madre de Luisa. Él era uno de esos viejos para los que nada nunca es suficiente. Cada vez que venía bombardeaba al pobre Farsy de preguntas que él ni sabía que significaban. Era frustrante que solo fuese un comerciante ahora y que a nadie le importase mucho su breve historia como soldado. De hecho, a nadie le interesaba porque era un historial casi inexistente. Se había desmayado un par de veces y eso era todo. Pero Farsy era un patriota y para él cualquier paseo por el ejercito tenía su peso.

 La madre de Luisa era igual que ella: una máquina de chismes ambulante. Si no los sabía, se los inventaba. A Farsy no le caían bien. De hecho, ni a sus padres. Y sin embargo todos convinieron en el matrimonio de los hijos por razones meramente estéticas. Farsy, modestia aparte, era un hombre alto y bien parecido, con cabello rizado y dorado, como el de los ángeles. Y Luisa era delgada y con los ojos grandes y verdes, labios algo gruesos y caderas anchas.

 Pero cada uno prácticamente no había visto nada del otro. La noche de bodas, en la que se supone que todo el mundo tiene relaciones sexuales, ellos se quedaron hablando. Fue el día que Farsy supo que su esposa sabía todo de todo el mundo y él lo agradeció pues no estaba listo. Estaba muy nervioso, como siempre, y temía que no pudiese funcionar con su esposa. Ella ni se dio cuenta.

 Fue cuando la madre de Luisa y ella se pusieron a hablar de Lord Amersham, que el pobre Farsy sintió de nuevo esos bajos instintos que lo habían acosado en la fiesta. El padre de Luisa lo miró como a una criatura enferma y le preguntó que le pasaba. Farsy argumentó que era un dolor de estomago, por la comida de la fiesta.  El hombre no contestó nada pero lo bueno fue que no siguió hablando de “lo que hacían los hombres” y así pudo escuchar Farsy que había rumores de boda. Sí, Lord Amersham parecía que por fin había sido atrapado por las redes femeninas de la más joven de las chicas Beckett.

 Las chicas Beckett eran prácticamente famosas. Eran ocho chicas, cada una más hermosa que la anterior. La más joven debía tener unos catorce años. ¿Y era ella la elegida para casarse con Amersham? Farsy pensó que eso no tenía sentido y lo argumentó de viva voz, diciendo que un hombre como Amersham, héroe de guerra y tan bien parecido, debía de tener una mujer a su altura y no una chiquilla que no le llega ni a los talones.

Aunque se le quedaron viendo, la poco rato celebraron su intervención y le dieron la razón. Amersham era un orgullo local y nadie quería verlo mal casado con cualquier niña que le pusieran delante. La madre de Luisa aclaró que era solo un rumor así que habría que ver que pasaba con eso. El pequeño encuentro terminó bien y por primera vez Farsy recibió una cariñosa sonrisa de su esposa, quién nunca lo había visto tan interesado como ella por los asuntos sociales.

 De nuevo hubo fiesta el fin de semana siguiente. Esta la organizaban las mismísimas Becket, pues una de ellas se iba a Londres a vivir con su esposo. Hay que decir que en la región todo se celebraba pues era todo tan aburrido que no había otra manera de sobrevivir al tedio de vivir sin una pizca de tecnología. Y como los viajes no eran para todo el mundo y siempre eran largos y aburridos, no era algo que se pudiese contar, como lo hacía Lady Ashmore.

 Cuando llegaron en su carruaje, los recibió en la puerta la hija Becket, su esposo y, allí de pie, inmaculado con su pecho bien inflado y su cuerpo apretado, Lord Amersham. Era como una visión y fue en ese momento, y no antes, que Farsy se dio cuenta que había algo malo con él. No hacía sino mirarlo y no pudo evitar bajar la cabeza y detallar cada pliegue de pantalones de Amersham: desde los pies hasta el pecho enorme que parecía querer salir de la camisa que tenía puesta.

 Pasaron al jardín y allí los Beckett habían preparado la fiesta más bella en mucho tiempo. Aprovecharon el amable clima de los primeros días de verano para hacer algo en el jardín, cubriendo solo la parte de la comida con un toldo hecho de una tela enorme. El resto eran mesas grandes, de esas que se veían en las cocinas. Algunos invitados no estaban muy contentos pero otros se alegraron del cambio y empezaron a comer y beber de inmediato.

 Todo el mundo fue y, ya entrada la tarde, todo el mundo estaba feliz y bailando y aplaudiendo. Era el evento del año y eso que solo se trataba de una chica mimada yendo a Londres a ver su esposo trabajar mientras ella seguro se encontraba un amante, más fácil de tener allí que en el campo. Era lo que siempre pasaba.

 Después de uno de los bailes, Farsy tuvo urgencia de orinar pues había tomado mucha champaña. Fue al interior de la casa pero no había nadie que le indicara donde estaba el baño. Y como estaba que se hacía pues decidió, salir, dar un pequeño rodeo a la casa y orinar por allí cobijado por la oscuridad. Rompió el silencio su torrente de liquido pero entonces quedó paralizado cuando escuchó una voz a su espalda. De nuevo, los bajos instintos se descontrolaron y, esta vez, con justa razón.

 Nadie nunca supo porqué Farsy se había demorado tanto en el baño, los criticones culpaban a la champaña de mala calidad. Tampoco supieron la razón por la que Amersham había entrado a la casa aunque se asumía que la joven Beckett tenía algo que ver. Y todos estaban de acuerdo a que al amor no se le ponen barreras, si los padres lo consienten.

 El caso es que nadie supo que Farsy y Amersham vivieron su propia pequeña aventura apasionada en los arbustos de los Beckett, de los que recogían frutas a veces y donde jugaban los niños. Nadie había escuchado los gemidos de Darcy y las palabras fuera de época de Amersham.


 Pero así fue. Y entonces la historia, que desde el comienzo había sido poco parecida, cambió del todo hacia algo que nadie después entendería bien pero con la que todo el mundo estaba cómodo. Al fin y al cabo, eran solo dos tipos teniendo relaciones en medio de los arbustos.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Cosas que hacer

   Apenas giré la llave, el agua me cayó de lleno en la cara. Di un salto hacia atrás, casi golpeando la puerta corrediza de la ducha, porque el agua había salido muy fría y después se calentó tanto que me quemó un poco la piel. Cuando por fin encontré la temperatura correcta, me di cuenta que mi piel estaba algo roja por los fogonazos de agua caliente.

Me mojé el caballo lentamente y cuando me sentí húmedo por completo tomé el jabón y empecé a pasarlo por todo mi cuerpo. Mientras lo hacía, me despertaba cada vez más y me daba cuenta de que mi día no iba a ser uno de esos que me gustaban, en los que me duchaba tarde porque dormía hasta la una de la tarde y después pedía algo a domicilio para comérmelo en la cama. Esos días eran los mejores pues no necesitaban de nada especial para ser los mejores.

 Pero ese día no sería así. Eran las nueve de la mañana, para mi supremamente temprano, y tenía que salir en media hora a la presentación teatral de una amiga. Se había dedicado al teatro para niños y por primera vez la habían contratado para una temporada completa así que quería que sus mejores amigos estuvieran allí para apoyarla.

 Me cambié lo más rápido que pude y me odié a mi mismo y al mundo entero por tener que usar una camisa y un corbatín. Me miré en el espejo del baño y pensé que parecía un imbécil. La ropa formal no estaba hecha para mi. Me veía disfrazado y sabía que cualquiera que me mirara detectaría enseguida que yo jamás usaba ni corbatas, ni zapatos negros duros, ni corbatines tontos ni camisas bien planchadas.

 Salí a la hora que había pensado pero el bus se demoró más de la cuenta y cuando llegué ya había empezado la obra. Menos mal se trataba de Caperucita Roja y Cenicienta, y no de alguna obra de un francés de hacía dos siglos. Mi lugar estaba en uno de los palcos, abajo se veía un mar de niños que estaban atontados mirando la obra. Era entendible pues había también títeres y muchos colores, así que si yo tuviera seis o siete años también hubiera puesto mucha atención.

 Cuando se terminó la primera obra hubo un intermedio. Aproveché para buscar a mi amiga en los camerinos pero el guardia más delgado que había visto jamás me cerró el paso y me trató que si fuera indigno de entrar en los aposentos de los actores. Le expliqué que era amigo de tal actriz y que solo quería saludarla y entonces me empezó a dar un discurso sobre la seguridad y no sé que más. Así que me rendí. Compré un chocolate con maní y regresé a mi asiento para ver la siguiente obra.

 Cuando terminó, llamé a mi amiga y le dije que la esperaría afuera. No esperaba que tuviese mucho tiempo para mi, pues era su día de estreno, pero me sorprendió verla minutos después todavía vestida de una de las feas hermanastras. Fuimos a una cafetería cercana a tomar y comer algo y ella me preguntó por mis padres y por Jorge. Yo solo suspiré y le dije que a todos los visitaría ese día, después de hacer un par de cosas más. Ella me tomó una mano y sonrió y no dijo más.

 Nos abrazamos al despedirnos y prometimos vernos pronto. Apenas me alejé, corrí hasta una parada de bus cercana y menos mal pasó uno en poco tiempo. Tenía el tiempo justo para llegar al centro de la ciudad donde tendría mi examen de inglés. No duraba mucho, solo un par de horas. Era ese que tienes que hacer para estudiar y trabajar en país de habla anglosajona. El cosa es que lo hice bastante rápido y estaba seguro de que había ido estupendamente.

 Salí antes para poder tomar un autobús más y así llegar a casa de mi hermana con quién iría más tarde a visitar a mis padres. Con ella almorcé y me reí durante toda la visita. Mi hermana era un personaje completo y casi todo lo que decía era sencillamente comiquísimo. Incluso sus manierismos eran los de un personaje de dibujos animados.

 Había cocinado lasaña y no me quejé al notar que la pasta estaba algo cruda pero la salsa con carne molida lo compensaba. Allí pude relajarme un rato, hasta que fueron las tres de la tarde y salimos camino a la casita que nuestros padres habían comprado años atrás en una carretera que llevaba a lujosos campos de golf y varios escenarios naturales hermosos.

 Cuando llegamos, mi madre estaba sola. Mejor dicho, estaba con Herman, un perro que tenía apariencia de lobo y que siempre parecía vigilante aunque la verdad era que no ladraba mucho y mucho menos perseguía a nadie. Herman amaba recostarse junto a mi madre mientras ella veía esas series de televisión en las que se resuelven asesinatos. Seguramente las había visto todas pero aún así seguía pendiente de ellas como si la formula fuese a cambiar.

 Mi padre estaba jugando golf pero no se demoraría mucho. Hablamos con mi madre un buen rato, después de que nos ofreciera café y galletas, unas que le habían regalado hace poco pero que no había abierto pues a ella las galletas le daban un poco lo mismo. Me preguntó de mi examen de inglés y también de Jorge, de nuevo. Le dije que todo estaba bien y que no se preocupara. Miré el reloj y me di cuenta que casi eran las cinco. A las siete debía estar de vuelta en mi casa o sino tendría problemas.

 Me olvide de ellos cuando mi padre entró en la casa con su vestimenta digna de los años cincuenta y su bolsa de palos. Lo saludamos de beso, como a él le gustaba, y tomó su café mientras nos preguntaba un poco lo mismo que habíamos hablado con mi madre. Mi hermana hizo más llevadera la conversación al contarles acerca de su nuevo trabajo y del hombre con el que estaba saliendo. Al fin y al cabo era algo digno de contar pues se había divorciado hacía poco y esa separación había significado su salida definitiva del trabajo que tenía antes.

 Apuré el café y a mi hermana cuando fueron las seis. Nos despedimos de abrazo y prometí volver pronto. Lo decía en serie aunque sabía que luchar contra mi pereza iba a ser difícil. Pero necesitaba conectarme más con ellos, con todos, para poder salir adelante. No solo debía caer sino también aprender a levantarme, y que mejor que teniendo la ayuda de las personas que llevaba conociendo más tiempo en este mundo.

 Volvimos en media hora. Mi hermana me dejó frente a mi edificio. Le prometí también otro almuerzo pronto e incluso ir a ver la película de ciencia ficción que todo el mundo estaba comentando pero que yo no había podido ver. Ella ya la había visto con amigas pero me aseguró que era tan buena que no le molestaría repetir.

 Subí con prisa a mi apartamento. Tuve ganas de quitarme toda esa ropa ridícula pero el tiempo pasó rápidamente con solo ir a orinar. A las siete en punto timbró el celador y le dije que dejara pasar al chico que venía a visitarme. Cuando abrí la puerta, lo reconocí al instante y le pagué por su mercancía. Se fue sin decir nada, dejándome una pequeña bolsita, como si lo que me hubiese traído fuesen dulces o medicamentos para el reumatismo.

 Abrí y vi que todo estaba en orden. Dejé la bolsa en el sofá y salí de nuevo. Tenía tiempo de ir caminando a la funeraria donde velaban a un compañero de la universidad con el que había congeniado bastante pero no éramos amigos como tal. Yo detestaba ir a todo lo relacionado con la muerte pero me sentí obligado cuando la novia del susodicho me envió un mensaje solo a mi para decirme lo mucho que él siempre me había apreciado.

 Yo de eso no sabía nada. Jamás habíamos compartido tanto como para tener algo parecido al cariño entre los dos. A lo mucho había respeto pero no mucho más. Me quedé el tiempo que soporté y al final me quedé para rezar, aunque de eso yo no sabía nada ni me gustaba. Cuando terminaron, me despedí de la novia y me fui.

 Otro autobús, este recorrido era más largo. Al cabo de cuarenta y cinco minutos estuve en un gran hospital, con sus luces mortecinas y olor a remedio. Mi nombre estaba en la lista de visitantes que dejaban pasar hasta las diez y media de la noche y, afortunadamente, tenía una hora completa para ello.

 Seguí hasta una habitación al fondo de un pasillo estrecho. Antes de entrar suspiré y me sentí morir. Adentro había solo una cama y en ella yacía Jorge. No se veía bien. Tenía un tapabocas para respirar bien y estaba blanco como la leche y más delgado de lo que jamás lo había visto. Al verme sonrió débilmente y se quitó la mascara. Yo me acerqué y le di un beso en la frente.

 Me dijo que me veía muy bien así y yo solo sonreí, porque sabía que él sabía como yo me sentía vestido así. Le comenté que había comprado la marihuana que le había prometido y que la fumaríamos juntos apenas se mejorara, pues decían que el cáncer le huía. El asintió pero se veía tan débil que yo pensé que ese sueño no se realizaría.


 Le toqué la cara, que todavía era suave como la recordaba y entonces lo besé y traté de darle algo de la poca vida que tenía yo dentro. Quería que todo fuese como antes pero el sabor metálico en sus labios me recordaba que eso no podía ser.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Insectos

   Desde pequeña, siendo nada más un bebé, Sofía ya demostraba su fascinación por el mundo de los insectos. Se sentaba horas en el piso jugando, donde la dejaba su madre mientras hacía sus quehaceres, y allí observaba a las variadas criaturas que cruzaban el suelo del patio de un lado a otro. Las primeros que observó fueron las hormigas, que le parecían puntos móviles. Luego fueron los escarabajos, mucho más grandes y vistosos y luego muchos otros como las cochinillas y las mariquitas. Incluso los que volaban sin previo aviso le fascinaban.

Cuando ya pudo caminar bien y sostener objetos, se dedicó a cazar insectos y a guardar a varios de ellos por algunas horas en tarros de vidrio. Solo los atrapaba un rato puesto que le parecía cruel dejarlos encerrados allí. Además, todavía no aprendía que comía cada insecto así que no sabría como tenerlos de mascotas.

 Las mariposas fueron su obsesión durante ese tiempo y no hacía sino dibujarlas. Cada vez que sus padres le pedían un dibujo o lo hacía su maestra en la escuela, ella dibujaba una mariposa. Eso sí, siempre era de colores diferentes y eran dibujos algo más detallados de los que haría normalmente un niño de esa edad. Sus padres la alentaban yendo al zoológico y al museo de ciencias donde podía aprender más sobre lo que le gustaba. Así, en cierto modo, empezó la carrera de Sofía como entomóloga.

 Sofía, con el tiempo, estudió biología y luego se especializó en la rama de los insectos, para lo que tuvo que irse a vivir a otro país, lejos de su familia. Los extrañaba mucho y hablaba con ellos seguido pero se olvidaba de su tristeza cuando iba a clase y aprendía sobre varios tipos de insectos que se habían descubierto recientemente. En clase, analizaban los hallazgos de varias expediciones, algunas sucedidas hacía tres siglos y otros hace tres meses. Era muy emocionante analizarlo todo y estudiar comportamientos en los insectos. Pero Sofía quería hacer ella misma los descubrimientos, en vez de analizar los de los otros.

Eventualmente terminó sus estudios y se inscribió en el programa de pasantes para una de las universidades que hacía más expediciones como en las que ella estaba interesada. Su objetivo era estar allí algún día, viajando a alguna selva pérdida al otro lado del mundo y descubriendo por cuenta propia varias nuevas especies para la ciencia. En secreto, incluso tenía el anhelo de que uno descubrimientos llevase su nombre. Le daba vergüenza incluso pensarlo pues se les había enseñado que la ciencia no podía basarse en la vanidad.

 Sofía solo quería hacer lo mejor para todos y trabajar para mejorar la comprensión del mundo acerca de los insectos.

 Fue elegida como pasante y lo celebró con una visita de sus padres, que la invitaron a cenar al mejor restaurante que encontraron. Además le reglaron libros sobre insectos, más que todo libros de hermosas fotografías tomadas a lo largo de varias expediciones alrededor del mundo. Sus padres sabían bien que ella ya se había leído cada uno de los libros científicos acerca de su tema favorito. Por eso le regalaron tres libros que eran más arte que nada más. Lo que más le gustaba de los libros era que los animales se veían vivos, se veían como eran de verdad y eso le encantaba.

 Cada noche después de volver de su trabajo como pasante, el cual era pago pero con un salario que todavía merecía la ayuda económica de sus padres, Sofía analizaba una de las fotos de uno de los libros durante una hora, anotando en una libreta todo lo que podía recordar sobre ese insecto. Era su manera de probarse a si misma que sí estaba hecha para el trabajo y que tendría mucho que mostrar cuando llegara la oportunidad.

 Lamentablemente, la oportunidad parecía no querer llegar. La primera expedición que organizaron se oía emocionante, era a la salva de la isla de Borneo en el sudeste asiático. Pero la universidad decidió no enviar a ningún pasante y solo autorizó que fueran algunos de los profesores que siempre iban. Al parecer era por un tema de seguridad. Sofía se sintió algo decepcionada, pero siguió su trabajo como si nada.

 Se dedicaba a estudiar especies nativas de la ciudad a ver como había evolucionado y mutado en los últimos cien años. La universidad llevaba un estudio acerca de cómo se amoldaban los insectos a las grandes ciudades, especialmente criaturas que no hubiesen sido ya muy estudiadas. Era interesante, pero Sofía solo pensaba en el día en el que pudiese tomar fotos como las que veía todas las noches en libros, al menos observar insectos que se viesen aún más reales que los de las fotografías.

 La segunda expedición fue hacia las Filipinas y el grupo que enviaron fue más bien grande. Sofía estaba tan emocionada, y tan segura de si misma, que no dudó que la elegirían para el viaje pues su dedicación al trabajo era ejemplar y sus informes siempre estaban más que completos, siendo los mejores que ningún pasante había nunca escrito.

 Sin embargo, no la eligieron y esa vez Sofía estaba tan histérica, que presentó una queja formal ante el comité que hacía las elecciones de pasantes. Básicamente, eran los científicos que iban a liderar la expedición y Sofía tuvo que enfrentarse a ellos para argumentar su posición y tratar de que pudieran cambiar de opinión. Pero era hombres mayores, muy obstinados, y le dijeron que su trabajo académico era demasiado bueno pero que podría no ser lo mismo una vez que estuviera en el campo y tuviese que hace mucho más que solo ponerse a escribir informes. Le dijeron que se necesitaba una vocación especial que no les parecía que ella tuviera.

 Para Sofía, esas palabras fueron como una bofetada. Ese día no volvió al trabajo luego de la audiencia ni tampoco el día siguiente o el resto de la semana. No pensaba volver nunca. Se fue a casa y se echó en la cama y no hizo más que estar allí echada, despierta o durmiendo. Esa semana evitó a sus padres y no quería saber nada de nada. Si la querían echar no podían porque solo era pasante y sus padres podían esperar.

 Decidió vivir un poco y un día se fue a una discoteca y trató de pasarlo bien. Hacía mucho no salía, puesto que sus amigas vivían lejos y durante su especialización no había tenido mucho tiempo para hacer vida social. Tomó bastante licor y bailó sola y acompañada, sin que le importase nada. Al otro día no supo como había llegado a casa, pero estaba bien y tenía todas sus cosas. Durmió bastante ese día y el lunes siguiente volvió al trabajo como si nada.

 La siguiente expedición planeada fue al desierto de Namibia pero Sofía no aplicó para ese viaje ni para el siguiente. Algunos de sus compañeros en los laboratorios se asombraron y le preguntaban si estaba bien y ella les respondía que sí, sin mirarlos a los ojos. Había decidido ser una científica de ciudad y dejarles la selva a otros que, al parecer, tener mejores capacidades para afrontar esas travesías. Ella se quedaría allí, analizando alas de mariposas muertas.

 Fue un día que llegó al trabajo que sintió que había algo extraño. Todo el mundo le sonreía como idiota y la saludaban. Incluso alguien fue más allá y la felicitó dándole la mano y diciéndole varias palabras de admiración. Pero Sofía no entendía nada hasta que llegó a su puesto de siempre en el laboratorio. En el lugar donde en días anteriores habían habido varios especímenes clavados con alfileres, esta vez había un informe de grosor medio, de tapa azul. Cuando llegó a su puesto leyó que ponía “Expedición Tíbet”.

 No había acabado de procesarlo cuando un joven científico entró al laboratorio y la felicitó. El joven no era tan joven pero sí mucho más que sus compañeros en las altas esferas. Había sido él el organizador de la expedición al Tíbet y él había elegido específicamente a Sofía para que fuese la única pasante del viaje. Es más, iban a ser solo cinco en total así que sería un grupo pequeño que debería trabajar duro todos los días para lograr los objetivos propuestos en el informe que Sofía apretaba con sus manos, todavía en shock.

 Meses después, escribía a sus padres desde Lhasa. El hotel era un asco pero no estarían mucho tiempo en la ciudad. Pronto seguirían el complejo trazado de su expedición que los llevaría un poco por todas partes en el Tíbet, desde el altiplano hasta las cumbres del Himalaya. Sofía había tenido poco tiempo para practicar sus habilidades de escalada pero según el profesor Kent, no habría problema.


 Sofía terminó el mensaje con un “te amo” y lo envío aprovechando el internet inalámbrico del lugar. Al rato vino uno de sus compañeros. Saldrían a cenar, para celebrar el inicio de la expedición y luego a dormir, para empezar de verdad con la primera luz del día.