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martes, 2 de febrero de 2016

El restaurante

   Todo el mundo corría de un lado para otro, pero nadie más que Don Luis. Después de todo era su proyecto y debía estar pendiente de cada pequeño aspecto de todo el proceso. Verificaba que las verduras estuvieran en buen estado y que la cantidad fuera suficiente, lo mismo con los cortes de carne y las hamburguesas. No podía permitirse carne echada a perder en su primer día. El pollo venía de una granja especializada en pollo orgánico y eso era más por el precio que le habían ofrecido que por nada más. La pasta venía en cajas enormes y la cava se fue llenando poco a poco.

 El proyecto no había sido algo de la noche a la mañana, más bien lo contrario. Don Luis se había tomado por lo menos veinte años para pensarlo todo hasta el último detalle. Esto había sido desde mucho antes de jubilarse de su trabajo en la oficina postal central en la que había trabajado toda su vida. Sin embargo, el correo y todo lo que tenía que ver con ello, nunca le había fascinado de una manera especial. Era algo que había decidido hacer porque pagaba bien y cuando era joven le urgía el dinero pues ya tenía esposa y una hija.

 Pero durante mucho tiempo su primer amor fue, sin duda, la comida. Le encantaba ahorrar un poco y así poder pagarse una cena elegante con su esposa en los mejores restaurantes de la ciudad, así fuese una vez al mes o cada dos meses. Había veces que pasaba más tiempo entre una cena y otra pero valía la pena pues Luis estaba fascinado con todo. En casa se encargaba muchas veces de hacer de comer y con el tiempo fue mejorando bastante, recibiendo halagos de sus hijos y su esposa.

 Ella no siempre pensó que su esposo tuviese talento para la cocina pero vio su entusiasmo por aprender y lo apoyó cuando quiso tomar clases nocturnas. Era difícil porque casi no se le vio en casa por esa época y su humor no era el mejor. Al fin y al cabo no estaba durmiendo, pero al cabo de un año o poco más, se terminó el estudio y volvió a ser el hombre que todos adoraban. Y ahí empezaron sus planes: quería tener su propio restaurante donde serviría varios platos clásicos pero también creaciones originales que podría intentar con los comensales.

 No se había jubilado aún y Luis ya tenía hojas y hojas de anotaciones sobre recetas e ingredientes bien particulares que iba a necesitar. Creía que, como le habían enseñado, debía siempre utilizar los mejores ingredientes. Tanta era su pasión por el tema que varios fines de semana llevaba a su familia al campo, a visitar cultivos de diferentes productos para aprender más sobre ellos y así saber decidir, en un futuro, cual era el mejor producto para sus recetas. Lo mismo con las salsas, que intentaba con su familia, y demás aspectos de lo que sería su restaurante.

 Su familia siempre lo apoyó. Su esposa no encontraba su pasión molesta, incluso cuando una vez los despertó a todos a las cuatro de la mañana de un domingo para ir a visitar un cultivo de champiñones. Eso lo único que le probaba era que el hombre con el que se había casado tenía pasión y eso era algo apasionante de ver, sobre todo después de tantos años de pasividad y de verlo triste en el trabajo con el correo. Cuando esa pasión surgió, lo mejor era alimentarla y admirarlo por ello, jamás castigarlo ni reprimir eso tan bonito que nacía dentro de él.

 Para sus hijos fue algo más difícil pues los niños y los jóvenes son siempre más susceptibles a los cambios y no entienden siempre las motivaciones que hay detrás de muchas cosas. El día de los champiñones solo la más pequeña estaba feliz de poder recoger algunos por la plantación. Su hermana mayor y su hermano miraban el celular y tenían cara de pocos amigos, sintiéndose humillados sin razón aparente por las ganas de su padre de querer progresar. Él nunca los reprendió por ello. Después entenderían, cuando sintieran ellos mismos pasión por algo.

 Lo que sí gustaba a todos, incluida la madre de Luis, era sus recetas. A veces los intentos no salían tan bien pero otras veces era una delicia lo que salía y todos lo disfrutaban igual. Él se esmeraba por leer y aprender más de varios tipos de productos y no solo usar lo que tenía a la mano sino también aquello que podía ser más exótico o raro. Tener que conseguir esas salsas o frutos no siempre era fácil pero lo intentaba cuanto podía porque si no intentaba hacer lo que tenía en mente, nunca sabría si valía la pena su creación.

 Con su esposa, un año antes de jubilarse, entró a una clase de vinos. Era algo que siempre había evitado porque la verdad no era un gran bebedor pero sabía que en los grandes restaurantes el maridaje era algo esencial y si él quería tener uno de los mejores lugares adonde ir a comer pues tenía que saber sobre ello. Para sus sorpresa, fue su mujer la que aprendió todo y entendió todo con claridad y sin una duda. Probaba los vinos como una profesional y al final de la clase fue nombrada como el profesor como una de las mejores alumnas que había tenido en mucho tiempo.

 Luis le pidió oficialmente que fuera la encargada de los vinos y ella, sin dudarlo, aceptó. Faltando ya tan poco para la jubilación, el momento en que sería libre de las cadenas que lo habían tenido amarrado por tanto tiempo, Luis se había puesto a planearlo todo con varios meses de antelación. Había buscado los mejores locales para el restaurante en una ubicación de calidad y había negociado máquinas y proveedores. Solo necesitaba tener el tiempo para sortearlo todo y estaría en camino a cumplir su sueño.

  Celebró una fiesta modesta en casa por su jubilación. Invitó a todos sus amigos, gente del trabajo y familia. Fue algo casual, pues la fiesta que hubiesen querido tener era imposible porque todo el dinero ya había sido gastado en el restaurante. Ahora que sus hijos estaban algo mayores, estaban preocupados por el dinero pero sus padres los calmaban con afirmaciones que no sabían si fueran ciertas. Porque en las noches se preguntaban lo mismo. Se preguntaban que pasaría si el restaurante no funcionaba. Y el miedo se asentó en un rincón de sus mentes.

 Pero pasaron los días y todo fue pasando acorde a lo planeado. Primero le entregaron el local a Don Luis, después fueron llegando las máquinas y los muebles y por último los productos. Con antelación, había contratado a varias personas para trabajar en la cocina y como meseros. La idea era que todos siguieran sus ordenes al pie de la letra, tanto así que los convocó al menos dos veces antes de la apertura para ensayarlo todo. Los meseros debían ser amables y rápido y los cocineros debían saber seguir la receta al pie de la letra, sin ponerse muy creativos. Eso sí, Don Luis le dejó a su chef introducir una creación personal en la carta.

 La crisis llegó cuando algunos productos parecían no poder estar para el día de la inauguración, que estaba siendo publicitada por todos lados incluyendo diarios y alguna revista. El dineral que eso costaba asustó en comienzo a la esposa de Luis pero él dijo que, si no lo hacían, simplemente no vendría nadie. Su hijo que estudiaba en la universidad diseño gráfico hizo una página web del restaurante y creó redes sociales para mantener a la gente interesada.

 El mismo Don Luis tuvo que ir con cada uno de los proveedores y revisar contratos y demás para ver si los terminaba pues no era posible que faltando una semana todavía faltaran tantas cosas. Lo último que llegó al local, la noche anterior, fueron los pimientos rojos. Estaba toda su familia allí, ayudando a acomodar todas las cajas y limpiando cada rincón para que estuviera impecable. Se adornaron las paredes con objetos personales y se alistaron las cartas. No había más que hacer.

 Lo último que hizo Don Luis fue reunir a la familia en la cocina y oler esos deliciosos pimentones. Cada uno se pasó el mismo pimentón y lo olió inhalando fuerte y sintiendo el aroma en cada lugar del cuerpo. Cuando la verdura volvió a su lugar en el refrigerador, Don Luis les agradeció a todos por su paciencia y comprensión y les prometió que ese sería el comienzo de una nueva época para todos ellos con familia. Les dijo que sin duda esa sería una nueva etapa llena de nuevas experiencias y alegrías para compartir entre todos, como familia.


 Esa noche, Don Luis casi no durmió. Pensó en cada uno de los productos que descansaban en las neveras, pensó en el vino ordenado por su mujer, pensó en las cartas con letras color púrpura sobre el mostrador y hasta pensó en el ventilador que sacaría todo el calor y el olor de la carne hacia el exterior. Y luego, justo antes de por fin quedarse dormido, recordó como su madre le solía cocinar pequeñas creaciones propias que él adoraba cuando era pequeño y no había mucho dinero. Recordó su felicidad y espero que ese mismo sentimiento lo acompañase por muchos años más.

martes, 8 de septiembre de 2015

Breve vuelta a clases

   Cuando me desperté, sentía que no había dormido absolutamente nada. Apenas pude ponerme de pie, fui al baño y me miré la cara por varios minutos, casi quedándome dormido de pie otro rato. Pero me eché algo de agua en la cara y suspiré, resignado. Abrí la llave de la ducha y esperé a que se calentara el agua. Una vez adentro me puse a pensar, en nada en particular pero los cinco minutos que tenía para bañarme se pasaron volando por esta distracción. Me puse ropa bastante rápido por el frío que hacía tan temprano y entonces fui a la cocina a ver que había para desayunar. Me serví algo de cereal con yogur, pues la leche siempre me había caído mal y comí en silencio, como si esa fuese mi última comida en este mundo. Después de terminar fui al baño de nuevo y me cepillé los dientes.

 Una vez más, antes de salir, me miré en el espejo y agradecí estar algo dormido porque o sino todavía estaría tremendamente nervioso. Pero cuando salí a la calle con mi mochila en la espalda, el frío ayudó a despertarme por completo. Caminé hacia la parada de mi autobús y tuve que esperar unos diez minutos para que pasara. Tenía el tiempo justo para llegar pero igual recuerdo haber pensado que el servicio de buses era pésimo. Menos mal el vehículo no estaba lleno y la gente no empezó a bajarse hasta que yo tuve que hacerlo. Me bajé justo en frente del lugar, aunque tuve que darle la vuelta a la manzana para entrar por la puerta principal. En ese momento sí que atacaron los nervios, haciéndome sentir un vacío raro en el estomago.

 Cuando llegué a la portería, saqué de mi mochila la identificación que me habían entregado la semana anterior. El celador me saludó como si trabajara en el lugar desde hace quince años, con varios saludos y ya casi en el punto de la exageración. Cuando entré al recinto, el frío parecía no quererse retirar de encima mío. Sentía la columna vertebral como si fuese de hielo o de algún metal, incapaz de tomar calor. Caminé dos pasos y entonces frené en seco. Agradecí que nadie estuviera allí porque parecía un tonto, con una pierna en el aire y con cara de loco. Pero me había detenido así porque no sabía si debía presentarme primero en la dirección o si debía seguir derecho al salón de clases o que era lo que debía ser.

 Menos mal, justo en ese momento, la profesora que había conocido la semana pasada me saludó y me invitó a seguirla al salón de profesores. El lugar tenía un olor increíblemente fuerte, una mezcla entre café y cigarrillo Era un poco difícil de asimilar pero entonces la mujer se fue hasta un gran panel de caucho que había en una pared. Allí estaban todos los horarios de profesores. Era la manera más sencilla de encontrar mi salón y así de no perderme la primera clase que debía impartir. Porque debí empezar por ese lado: yo regresaba a mi colegio, en el que había estudiado hacía años, para enseñar. Y la primera clase empezaba en algunos minutos así que la profesora me explicó como llegaba y partí al trote.

 El edificio era enorme pero ciertamente no había tenido necesidad de correr para llegar a tiempo. Los niños normalmente se quedaban abajo haciendo filas por cada clase y era su profesor principal el que los subía a sus salones. Era algo así como una tradición. Mientras yo ponía mi mochila sobre el enorme escritorio de madera, recordaba las varias veces que yo había hecho esa fila allí abajo. Siempre había hecho frío, como hoy, pero también siempre había estado nervioso pues era uno de esos momentos en los que uno no sabía si había quedado en el mismo salón de la gente que le caía bien o si había quedado aislado de sus amigos. Era un poco tortura tener que leer las listas y darse cuenta si el año empezaba bien o empezaba mal. Respiré y espere que este empezara bien.

 La primera que entró fue una maestra de cierta edad, seguida de un grupo de casi treinta niños y niñas. Ya eran grandes, pues rondaban los dieciséis años de edad, al fin y al cabo yo les daba clase solo a los mayores. Había sido algo así como una de mis condiciones para trabajar allí. Cuando estuvieron todos sentados, la maestra se despidió de ellos y me lanzó una mirada que no supe interpretar en el momento: era de advertencia o era de desinterés? En todo caso allí estaban y era hora de comenzar mi primera clase de literatura, que yo había diseñado para ser más interesante que cualquier otra clase que esos niños hubieran recibido.

 La clase empezó con una simple pregunta: “Leyeron un libro durante las vacaciones?”. Las personas que alzaron la mano fueron una diez. Hubiera querido preguntar porque los demás no lo habían hecho pero no creí que juzgarlos fuese una buena manera de empezar. Así que pregunté que habían leído. La mayoría respondió con título de obras populares, algunas más cercanas a mi conocimiento que otras. Solo un niño, visiblemente dedicado al estudio, respondió que había leído tres libros, dos de los cuales habían sido en otros idiomas y eran obras de hacía casi doscientos años. Sin reprimirme, lo felicité por su dedicación y entonces les expliqué las bondades de leer y de tener una imaginación activa.

 Mientras hablaba, pues ya me sabía de memoria lo que estaba diciendo, observé a los niños  y me di cuenta de las varias personalidades que había en el lugar: había unos que me miraban con pereza, como poniendo atención pero a medias. Otros que anotaban hasta las pausas que hacía y otros más que no ocultaban su sueño. De hecho, uno que estaba atrás estaba claramente dormido. Así que, como quién no quiere la cosa, tiré una regla metálica que había traído a propósito y el alumno se despertó de golpe. Les dije que conmigo iban a leer pero también a entrenar su imaginación. Así que les pedí sacar una hoja y escribir un cuento de una página. Les di media hora, lo que quedaba de clase, para hacerlo.

 Yo quería dos bloques seguidos pero no hubo manera de lograrlo. Como era nuevo, solo tenía tres grupos así que era muy fácil de manejar pero los horarios de otros profesores simplemente no habían cuadrado con lo que yo quería hacer. Al final de la media hora fueron entregando sus cuentos y el último en hacerlo fue el chico dormido de la fila de atrás. No le dije nada, pero era obvio que iba a quedarse dormido en su próxima clase. Ese día no tenía que dar más clase así que regresé a casa y leí los cuentos. Me puso algo triste la falta de creatividad de algunos que, o no parecían tener el don de contar una historia o simplemente habían plagiado lo que se les había ocurrido de alguna película o videojuego. Menos mal yo era joven, así los sorprendería con mis anotaciones.

 El martes tuve bloque con mi segundo grupo, el miércoles con el tercero y el jueves la segunda parte del grupo del lunes. Era un horario  fácil de manejar y me quedaban libres las mañanas de los domingos para corregir exámenes y trabajos. A medida que el año escolar avanzaba, traté de darle a los niños algo de interés por la creación de una obra y no solo por el análisis de una. Les dije que, aunque el interés de la clase era que pudieran entender la literatura, la mejor manera de hacerlo era que ellos se convirtieran en escritores. Algunos fueron adquiriendo entusiasmo y se les notaba por su interés. A otros parecía darles lo mismo entrenar su imaginación.

 Había un caso especial, el de una niña muy brillante, que simplemente yo no entendía. Se leía los libros asignados con una rapidez impresionante, los analizaba de manera brillante e incluso hacía propuestas sobre significados y enlaces en las obras. Pero cuando entregaba trabajos de imaginación, eran simplemente pésimos. No había nada de creatividad, nada de lanzarse a buscar ideas nuevas o de hacer algo nuevo con lo viejo. Cansaba leer lo que ella escribía pues era obvio que había sido igual de tedioso para ella escribirlo. Se notaba que lo que había hecho, lo había escrito con el aburrimiento más grande de la vida y sin interés. Todos los demás profesores adoraban su genio pero para mi eso no era suficiente.

 Para el trabajo de fin de primer trimestre, les pedí que me entregaran un relato de cuatro páginas en el que el personaje principal fueran ellos mismos. Era una ejercicio muy buen de auto-reconocimiento y serviría para entrenar su capacidad de creación. Con el dolor de ver lo buena que era en todo lo demás, tuve que reprobarla por su historia en la que no había nada de ella, no había interés ni pasión ni nada. Ella se quejó, argumentando que el texto era del largo adecuado y que su personaje era ella pero yo le dije que el relato no iba a ningún lado, que ella no parecía interesada en su propia historia y que había mucho más en este trabajo que el conocimiento de que escribir y que no. Había que sentirlo y ella lamentablemente no lo hacía.


 Los profesores e incluso la directora del colegio, criticaron fuertemente mi calificación de la joven. Decían que a alumnos tan distinguidos, que hacían que las notas generales subieran en áreas científicas como las matemáticas y otras ciencias, debían de tener un cierto permiso para pasar una que otra materia que, la mayoría pensaba, no era tan importante con las demás. Eso me pareció un insulto y le dije a la directora que me parecía el colmo que enseñaran relleno, pues al parecer eso pensaban que eran sus clases así como las de arte, música e idiomas. La mujer quedó de piedra cuando le hablé de frente, diciéndole que una niña genio no es genio si solo maneja números pero no maneja su imaginación. Sobra decir que no terminé mi periodo en el colegio. Ya habría otro lugar donde no hubiera prioridades educativas, fueran por un alumno o por una asignatura.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Un estúpido accidente

  Para Mateo lo peor que le podía haber pasado era fracturarse el tobillo. Había sido un tropezón tan ridículo que le daba rabia pensar que por semejante accidente tan estúpido se fuese a perder tantos juegos importantes. Había entrenado todos los días, casi sin descanso. Llegaba a casa rendido y no le dirigía la palabra a su novio, que no le gustaba que se esforzara tanto pero había aprendido a no decirle nada para que no reaccionara de mala manera. Mateo era jugador de fútbol y lo había sido desde que tenía unos cinco años. Su padre lo llevaba a entrenamientos y cuando no había lo llevaba al parque a jugar por horas con una pelota. El padre había tenido el sueño de ser futbolista pero un accidente se lo había impedido.

 Y ahora Mateo también había tenido un accidente pero menos grave. El doctor del equipo le había asegurado que volvería a jugar después de algo de terapia intensiva pero eso no aminoraba la frustración del hombre de 29 años que deseaba con toda su alma jugar y llevar a su equipo a la victoria. El accidente había sido uno relacionado a otro deporte: la equitación. Una amiga de él y de su novio los había invitado a su casa de campo y habían montado a caballo. Fue solo bajando del animal que Mateo dio un mal paso y se fracturó su pierna. Fue de esos accidentes idiotas que nadie entiende pero son casi graves y muy trascendentales. Ahora Mateo tenía que quedarse en casa un mes entero, perdiéndose el las eliminatorias para el campeonato en las que tanto deseaba participar.

 Su novio trabajaba todo el día en una compañía de química por lo que no podía cuidarlo como quisiera. Algunos días salía temprano y estaba con él pero no  era lo mismo. Sin embargo, el primer fin de semana después del accidente fue uno de los mejores de la vida de ambos. Esto porque su relación se había ido estancando poco a poco y ya ni se veían después de trabajar, tan solo para dormir y llegaban tan cansados que no había energía ni para sexo, ni para conversaciones ni para nada. Se habían ido alejando lentamente y con el accidente se dieron cuenta de cuan extraños se sentían el uno frente al otro. Pero la realidad era que se amaban como siempre solo que habían olvidado expresarlo.

 Ese fin de semana el novio de Mateo, cuyo nombre era Fer, decidió hacer una cena para los dos. La cocinó el mismo y le propuso a Mateo que se arreglaran, como jugando a la cita a ciegas. Cuando Mateo vio a Fer y viceversa, fue como si se volvieran a ver después de años de separación. Se volvieron a enamorar, si es que se puede decir algo así. La cena estuvo deliciosa y conversaron de sus vidas y rieron de cosas que hacía tiempo no recordaban. Compartieron sus opiniones y tuvieron el mejor sexo de sus vidas, eso a pesar del yeso de Mateo. Al otro día fue igual y se dieron cuenta de lo que cada uno se había perdido al irse alejando por culpa del trabajo y las obligaciones.

 La semana siguiente, Fer trató de venir temprano del trabajo pero tuvieron que pedirle a la hermana de Mateo que viniese a quedarse con su hermano en las tardes, mientras se mejoraba y para que no estuviera solo. El inconveniente era que ella tenía un niño pequeño y a Mateo nunca le habían gustado los niños.  A Fer sí pero no era una necesidad ni nada para él así que nunca habían tenido que hablar de adoptar en un futuro ni nada parecido. Y era que también el hijo de la hermana de Fer no era la mejor referencia en cuanto a niños. De hecho Mateo creía que esa criatura podía ser calificada por cualquiera como un demonio, que iba de aquí para allá sin ningún orden ni contemplación, tumbando cosas y dañando otras.

 Tuvo que soportar esos días con el niño, que no hacía sino preguntarle sobre su pierna y si dolía. Mateo siempre respondía que sí y trataba de alejarse lo que más pudiera con sus muletas pero era inútil tratar de hacerlo. En la primera semana, el demonio aquel lo pateó al menos dos veces por día y lo hizo caer una vez. Cuando la hermana de Mateo vino a recogerlo lo regañó a él y le dije que tenía que aprender a caminar a menos que quisiera romperse las piernas todos los días. Estaba comprobado que el niño era el mismo diablo, convertido en una criatura pequeña y rastrera. Le sonría a Mateo de manera pícara y siempre estaba al acecho, como si fuese un pequeño león o algo por el estilo.

 La manera que tenía Mateo de alejarse de todo era encerrándose en su cuarto. Allí podía ver todos los partidos de fútbol que quisiese y también leer libros que nunca había terminado. Durante un tiempo, Mateo había soñado con escribir una novela de fantasía, como aquellas que había leído en su niñez, ahora las releía para descubrir de nuevo eso que había sentido cuando era pequeño. Tanta era su adoración por aquellos temas, que cada de podía le pedía a Fer que le leyera y él solo lo abrazaba y escuchaba cada palabra. Nunca escribió nada y sus ganas se desvanecieron cuando el fútbol se convirtió en una opción viable para vivir pero de todas maneras extrañaba la fantasía y por eso volvía a ella con el accidente.

 Pero incluso hacer algo tan simple como leer podía constituir un reto. El niño demonio hacía de las suyas por todos lados y Mateo había tenido que decirle a su hermana que lo controlara o simplemente no podían volver de visita. El ultimátum no le sintió bien a la pobre mujer que casi nunca veía a su hermano y quería compensar este hecho con ayuda en casa y compañía pero por fin se daba cuenta del verdadero problema: Mateo no soportaba los niños. Lo que hizo entonces fue hablar con su hermano y decirle que quería estar allí para él pero tenía que traer al niño también pues no tenía a nadie que lo cuidara. Estaba en la misma posición con él que con Mateo.

 Por los días siguiente, el niño calmó sus acciones. Ya no pintaba las paredes y no lo acosaba en su camino al baño o a comer algo. Casi todo el tiempo se la pasaba dibujando y fue entonces que Mateo se dio cuenta que jamás lo había visto como a un niño de ﷽﷽﷽﷽mo a un nices que Mateo se dis y no lo acosaba en su camino al baño o a comer algo. Casi todo el tiempo se la pasaba dño de  verdad. Decir algo así sonaba horrible pero era porque para Mateo, su sobrino siempre había sido más una molestia que cualquier otra cosa. Fue un día que lo vio dibujando, concentrado y en paz, en el que se dio cuenta que los niños podían no ser tan malos. Pero eso no fue lo que más le interesó sino lo que estaba dibujando el niño como tal. Eran princesas y dragones y castillos y cosas por el estilo. Los dibujos le gustaron al tío Mateo y, como quien no quiere la cosa, empezó a preguntar por ellos y el niño le explicó cada uno.

 Al día siguiente, Mateo se sentó en el sofá, donde el niño dibujaba, y empezó a leer de uno de sus libros favoritos. El año inmediatamente quedó prendado de la historia y, cuando Mateo quiso ir al baño, le rogó que siguiera sin interrupciones pues la historia se ponía cada vez más interesante. Así siguieron por los días siguiente, en los que Mateo le leyó varias historias a su sobrino, para alegría de su hermana que nunca antes había visto que el niño y su hermano se llevaran bien.  Era bonito verlos juntos en el sofá, al niño con la boca abierta mientras oía las palabras de Mateo y este último concentrado en cada palabra, casi como si estuviese actuando cada escena.

 Esto lo pudo ver Fer un viernes que pudo venir temprano del trabajo. Él y la hermana de Mateo los miraron desde la cocina y sonrieron al ver lo mucho que había cambiado el accidente a un hombre que nunca antes había querido compartir nada de sus gustos personales y mucho menos con un niño. Ese día, mientras Mateo y el niño leían, Fer y la hermana hicieron la comida. Fue uno de los mejores días pues por primera vez se sentía como si fuesen una familia verdaderamente unida. No había discusiones, solo conversación y alegría y nada más. Cuando se fueron a acostar ese día, Mateo le confesó a Fer que nunca antes se había sentido tan cercano a miembros de su familia. Había decidido que quería ver a su padre.

 Lo que pasaba con ellos era que el padre estaba orgulloso de Mateo pero nunca había aceptado por completo que a él, a su hijo lleno de testosterona, le gustaran los hombres y especialmente uno que no tenía nada que ver con el deporte. Siempre había sido algo difícil, sobre todo en las festividades de fin de año, cuando la familia siempre había acostumbrado reunirse para festejar. Decidieron ir todos: el niño, Mateo, su hermana y Fer. Los padres de Mateo vivían en una casa de campo muy alejada, pequeña y llena de animales. Fue un poco difícil cuando llegaron, pues no habían avisado pero la madre se encargó de que el padre no fuese un muro de concreto. Y por lo que parecía, los años lo habían ablandado.


 Días después, Mateo estaba jugando su primer partido y con su energía y decisión, el equipo ganó fácilmente. La celebración en el estadio fue monumental y lo primero que hizo el jugador fue besar a su novio, alzar en brazos a su sobrino y abrazar a su hermana, en ese orden. Su visión de la vida había cambiado a partir de lo que él siempre había sido, y todo por un estúpido accidente.

miércoles, 29 de abril de 2015

Por amor al arte

   Todos los alumnos usaban sus carboncillos con habilidad y rapidez. Miraban por un lado del caballete por unos segundos y luego volvían a su dibujo, ya retocando los últimos detalles. Eran unos quince alumnos, entre chicos y chicas, todos distribuidos en un gran círculo alrededor de un cubo blanco. Encima de esa estructura estaba un joven de pie, mayor que los alumnos pero igual joven, totalmente desnudo. Imitaba la pose del gran David de Miguel Ángel. Era increíble ver la similitud en los cuerpos, incluso en el cabello, y la habilidad casi anormal de quedarse quieto por tanto tiempo.

 La profesora de la clase daba vueltas por todo el salón, mientras los alumnos tenían solo cinco minutos para terminar. Algunos estaban visiblemente atrasados, dibujando con tal rapidez que parecía estar a punto de rasgar el gran bloc de hojas en el que pintaban. De hecho, un par miraban con desespero a un lado y otro, viendo como sus hojas estaban en efecto rasgadas y como las hojas inferiores se veían igual. Otros, pocos, veían con suficiencia a su alrededor ya dando retoques casi innecesarios a sus dibujos. Habían trabajado duro y lo tenían todo a punto.

 El modelo los veía de reojo pero casi todo el tiempo miró hacia una ventana, por donde pasaban las palomas que se posaban todas las tardes en la plazoleta exterior de la facultad de artes. Él recordaba con cariño su tiempo en la universidad pero no había estudiado nada relacionado con el arte, aunque había querido. Su padre era un abogado conocido y respetado en el país y le había insistido, desde pequeño, en que debía compartir su mismo destino y así seguir un cierto legado familiar.

 Él no quería nada que ver con eso pero igual hizo la carrera de cuatro años y encontró trabajo en una firma de abogados, recomendado por su padre. Pero hacía tan solo unos meses había vivido una experiencia cercana a la muerte y había decidido cambiar varias cosas en su vida. El coche en el que viajaba por carretera, de vuelta de una conferencia relacionada al trabajo, dio un giro inesperado al evitar un camión que venía directo hacia ellos. El automóvil dio varias vueltas y cayó en una zanja. Eso fue suficiente para él. El día siguiente, apenas al salir del hospital, renunció a su trabajo y le terminó de pagar a su padre lo que había gastado en su carrera.

 Sutilmente movió la cabeza. Se le habían humedecido los ojos pero respiró y trató de no desfallecer en los últimos minutos. No era la primera vez que posaba desnudo en los últimos meses. Se lo había sugerido una amiga y él se había lanzado a ello por cambiar de cosas por hacer. Ya había conseguido otro trabajo más estable y todo era para estudiar lo que él quería pero este trabajo del desnudo lo hacía sentirse libre, lo hacía sentirse honesto y vivo.

 Uno del os alumnos, un joven llamado Aníbal, estaba terminando con soltura su dibujo. La verdad era que hacía varios minutos que había terminado y solo se había dedicado a tratar de mejorar un poco el dibujo, haciéndolo más realista y único. Desde pequeño había tenido cierta facilidad para el dibujo y estudiar bellas artes había sido lo natural para él. Sus padres lo habían apoyado con varios cursos y viajes para aprender más del arte, siendo ellos mismos artistas: uno un escritor renombrado y la madre curadora de una de los museos más grandes del país.

 Su dibujo no era el mejor que había hecho. Para él este curso era la base que ya había visto hacía años, así que no se había esforzado demasiado pero sí lo había hecho lo suficientemente bien para resaltar. Algo que le gustaba, desde siempre, era ser aquel del que hablaran más. Le gustaba ser el ejemplo de los demás y que lo pusieran en un pedestal. Su aire de suficiencia era perceptible a todos los demás y solo aquellos que querían estar cerca de alguien con conexiones le hablaban, el resto se mantenía al margen.

 Esto era diferente a Adela, una de las chicas que estaban ocultando las rasgaduras en su papel con más carboncillo. Sudaba bastante a pesar de que la habitación estaba bien ventilada y miraba a sus vecinos inmediatos para ver que tal iban. La verdad era que ella de dibujo no sabía nada. Le gustaba mucho el arte pero más apreciarlo y hablar sobre él. De resto, no sabía mucho ejecutar nada. El dibujo era para ella algo nuevo y todas sus nuevas clases prácticas eran casi para ella una tortura.

 Siempre había sido torpe con los dedos, incluso para cortar una figura de un papel. Hacía bonitas carteleras porque tenía un muy buen sentido de la estética pero de resto no tenía ni idea de cómo hacer nada con ningún tipo de medio. La escultura le parecía especialmente difícil, ya que visualizar se le hacía casi imposible cuando no se tenían muchas bases. Su primera entrega en esa clase había sido una figura un tanto amorfa que el profesor había tomado como una obra futurista, algo que ella había reforzado diciendo todo lo que sabía respecto a ese movimiento.

 Adela estaba sentada justo al lado de Aníbal y trataba de no mirar su dibujo pero era casi imposible, al ver lo idéntico que era al modelo frente a ellos. La pobre chica miraba su dibujo, rudimentario y básico y lo comparaba al realista modelo de su compañero. Miraba también al modelo como suplicando algo pero no tenía ni idea de porque lo hacía. De pronto era porque siempre había habido alguien a su lado ayudándola pero en la carrera estaba sola. Ninguno de sus amigos había estudiado lo mismo y tenía que confesar que se sentía a veces arrepentida de su decisión, pero lo olvidaba pronto al recordar su pasión por el arte.

 Del otro lado del salón estaba Guillermo. Su dibujo era lo mejor que podía hacer para lo que conocía y se sentía muy contento de estar en su primera clase con un modelo en vivo. Le gustaba ver como la luz que entraba por las ventanas superiores, tocaba el cuerpo del modelo y lo convertía en algo más que una persona. Eso era para él el arte: algo que transformaba a los simples seres humanos en algo mucho más allá de lo que siempre vemos, de lo que conocemos y sentimos.

 Guille recordaba su primera visita a un museo y como se había sentido fascinado por los colores y las formas. Nunca había salido del país a conocer obras de arte famosas mundialmente pero había leído de varios artistas, de sus vidas, de sus obras y le encantaba. Veía todo tipo de películas, iba ocasionalmente al teatro y trataba de colaborar a amigos y conocidos en todo lo relacionado con el desarrollo artístico. La verdad era que le encantada todo lo que tenía que ver con lo social y para él el arte conectaba todos los seres humanos, sin importar el dinero o la edad o nada.

 La profesora miraba su reloj y veía como se gastaban los últimos segundos. En ese momento, decidió darles un par de minuto más. Era una tontería, pero era su costumbre con los alumnos primerizos. La vida normalmente no les daba una oportunidad y ella quería darles al menos un poco de esperanza, que tanto faltaba en el mundo del arte moderno. Nadie les iba a dar una oportunidad real con momentos tan duros y difíciles que iban a tener en su futuro. Ella no veía porque complicarles la vida tan rápidamente, para que hacerlo si eso solo los afectaba más allá de las clases y su gusto por el arte.

 Los minutos extra pasaron rápidamente y con tranquilidad la profesora les pidió que dejaran sus dibujos en los caballetes y salieran a almorzar. Lo cierto era que casi todos estaban hambrientos y eso había ayudado también a su preocupación y a que no pudiesen concentrarse por completo.

 Mientras salían, el modelo bajó de su pedestal y saludó a algunos que se despedían con una sonrisa, incluido Guille que lo miraba más que los demás. El modelo no se fijó mucho y se dirigió a su mochila que estaba a un lado del escritorio de la profesora. Se puso una bermuda y una camiseta con habilidad y cuando se dispuso a ponerse los zapatos, se dio cuenta que la profesora miraba con atención los dibujos. No los recogía para verlos después sino que se paseaba como quién iba a un museo.

 Apenas el modelo se puso los zapatos y una chaqueta, se puso la mochila al hombro y se acercó a la mujer. Ella le agradeció su ayuda y le dijo que tenía su paga pero que quería que la acompañara a dar una vuelta por el salón. La pareja observó por varios minutos, escuchando los sonidos del exterior, cada uno del os dibujos. Al modelo le sorprendió ver las diferentes maneras en las que cada alumno lo habían visto. Había estado siempre en la misma pose pero lo había percibido de muchas maneras. Algunos habían hecho un retrato tipo “cómic”, otros habían sido mas ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽b retrato tipo "ras. Algunos habs del exterior, cada uno del os dibujos. Al modelo le sorprendi habilidad y cuando se ás clásicos y otros más habían agregado cosas que ni siquiera estaban allí.

 Al final del recorrido, la mujer le sonrió y se dirigió a su escritorio. De un cajón sacó un sobre y se lo dio al modelo que lo guardó en su mochila. La mujer le preguntó porque había decidido modelar en los cursos de arte. Él la miró y le dijo con una sonrisa.


-       - Por amor al arte.