Mostrando las entradas con la etiqueta placer. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta placer. Mostrar todas las entradas

viernes, 13 de mayo de 2016

La mansión hotel

   Parecía que el cielo se hubiese roto o algo por el estilo. La lluvia caía pesadamente por todos lados, inundando poco a poco el terreno alrededor de la mansión. La gotas eran gruesas y el sonido de la lluvia contra el ablandado suelo de tierra era bastante fuerte. No se podía oír nada más con ese clima más que el agua castigando la tierra. Claro, a menos que estuviera bien protegido de la lluvia, digamos, dentro de algún lugar a salvo.

 Como Vero, que veía la tormenta desde su habitación en el segundo piso de la mansión. La lluvia cambiaba de dirección cada cierto tiempo, por lo que a veces sonaba más fuerte que otras. Unas veces golpeaba el vidrio de la ventana con fuerza y otras veces parecía alejarse y casi se podía ver hacia fuera. Vero, como fuera que se oyera la lluvia, había decidido sentarse al lado de la ventana y ver como caía el agua pues no había para ella más opciones de diversión.

 En la mansión, no había mucho que hacer y mucho menos cuando no se podía salir. Sin embargo, en la habitación de al lado de Vero había una pareja de recién casados que no parecían preocuparse por el clima que hacía afuera. Les parecía que le daba un toque perfecto a su momento de pasión juntos. No llevaban ni una semana casados y parecía que no tenían mucho más en común que esa conexión sexual que parecía no tener final. Pero no les importaba, seguían sin persona en nada ni en nadie más.

 En otra de las habitaciones de la mansión, había un hombre llorando en el piso. La lluvia sí caía con fuerza contra su ventana y por eso sus quejidos no se podían escuchar con claridad. La causa de su llanto era bastante fácil de ver. En el suelo, no muy lejos de él, estaba el cuerpo de un hombre algo mayor. Tenía lo que parecía un cuchillo de cocina clavado en el pecho, justo en el lugar donde está el corazón. El hombre lloraba desconsoladamente y parecía no preocuparse por mover el cuerpo a ningún lado.

 Algunas habitaciones más allá, hacia el ala oeste del edificio, estaba la suite más amplia de todas. Allí se celebraba una pequeña reunión. La habitación tenía espacio para un piano y muchas sillas y todas estaban ocupadas. Los huéspedes de la habitación eran un hombre y una mujer de unos cincuenta años, que habían contratado al pianista para que tocara varias piezas a un grupo de sus amigos.

 Lo que los amigos no sabían, era que todo era una trampa para convencerlos de donar plata a una organización que ellos se habían inventado. Decían que era para salvar algo, algún animal salvaje o lo que fuese y así recogerían bastante dinero con el que luego se perderían y nadie nunca los volvería a ver. Era una pareja con experiencia pues llevaban haciendo eso mismo por veinte años.

 En otra de las habitaciones del ala oeste, justo la que quedaba del lado de la escalera principal, había solo una chica con su madre. Habían venido de lejos y ahora las frenaba la lluvia. Habían concertado una cita con un joven con el que querían casar a la chica. Era de buena familia y parecía tener algo de dinero así que habían hecho lo imposible por viajar y concertar una cita lo más pronto posible. Al chico lo habían conseguido en un anuncio del periódico y esperaban verlo pronto para asegurarse de que todo lo que había dicho era verdad.

 La hija, por su parte, tenía otros planes. Había querido salir de casa para lograr escaparse con su novio cuando su madre no los estuviese viendo. Él estaba en un hotel mucho más humilde en el pueblo cercano y la esperaba en la noche. Todavía faltaban varias horas pero lo que haría ella sería escapar de las garras opresoras de su madre para irse en una aventura de por vida con uno de sus amores de la infancia. La joven era de verdad muy joven e ingenua.

 La mansión había sido convertida en hotel hacía tan solo cinco años. Antes había sido la casa señorial de algún duque de renombre pero el duque había sido también un alcohólico de primera línea. El dueño actual del hotel lo había hecho apostar la mansión y, con una facilidad impresionante, ganó el edificio en apenas unos minutos. Por supuesto, el duque quiso repetir el juego o anular la partida alegando que era ilegal pero no hubo nada que valiera.

 El pobre conde se vino a menos. Vivió una corta temporada en el pueblo y luego tuvo que irse de viaje a la capital para recibir ayuda de su familia. Lo último que se sabía era que probablemente embarcaría hacia América a probar suerte, pues en la capital no había nadie que pudiese o quisiese ayudarlo a recuperar el resplandor del pasado.

 La oficina del dueño actual de la mansión estaba ubicada debajo de la escalera principal del hotel, en el primer piso. La habitación era, de hecho, bastante amplia y tenía una ventana grande que daba al bosquecillo detrás de la mansión. Siempre le había gustado la vista pero ahora, con tanta lluvia, se daba cuenta que podría ser mucho más ambiciosos con su proyecto del hotel, podría ofrecer mucho más.

 Con la lluvia como consejera, escribió varias de sus ideas en un cuaderno. Pensaba en un jardín bajo techo o incluso en un estanque para que los clientes pudiesen tomar el sol. No era algo muy popular pero creía que el clima de la región podría merecerlo. No el actual por supuesto, que parecía no tener fin.

 La habitación más grande de la mansión estaba también en el primer piso y había sido construida para los banquetes y los bailes. Era un espacio amplio y exquisitamente decorado. El dueño no había cambiado nada del decorado antiguo pues la habitación era perfecta así como estaba. Había cuadrado clásicos por toda la pared, un tapiz oriental enorme que iba de un lado al otro de la habitación y el techo estaba decorado con varias lámparas de varios tonos colores. Era muy hermoso.

 El uso diario del salón era como comedor. Había varias mesas redondas por todos lados y la gente se sentaba allí a comer lo que quisieran. La cocina quedaba justo al lado y tenía una de las mejores cocineras del mundo. Como era una mujer, el dueño trataba de aconsejarle que no hablara con los huéspedes ni nada parecido. A muchos ver una mujer encargándose de semejante empresa los hubiera sacado corriendo. Pero era fantástica y por eso estaba allí.

 Hacía lo que el cliente quisiera, lo que fuera. Había carne de venado, faisán, cerdo salvaje, ancas de rana y muchas otras delicias. Para el desayuno traían las frutas más frescas del mercado y, en ocasión, había incluso frutas tropicales que normalmente no se podían encontrar en la región. La piña, por ejemplo, era una de las grandes favoritas de los huéspedes y siempre se procuraba que hubiese un poco en el desayuno.

 En una de las mesas, ubicada hacia el ventanal, había una pareja que peleaba acaloradamente. Nadie les ponía mucha atención porque el sonido de la lluvia los tapaba y, además, el salón no estaba lleno por ser algo tarde. La gente venía a tomar el té y a distraerse, a falta de poder salir a dar una vuelta por los jardines. La pareja movía bastante los brazos y la mujer parecía amenazar al hombre con uno de sus índices. Parecía que se iba a irse en un momento pero no lo hizo.

 En otra mesa, una gran mujer disfrutaba de su té con algunas galletas. Miraba todo con una sonrisa y la verdad era que su rostro era muy hermoso. La mujer no era de la región. Había oído del hotel hacía mucho y siempre había querido venir pero solo pudo hacerlo cuando su padre murió. Era un viejo chocho que nunca la dejaba salir y la trataba como un esclava en su propia casa.

 Pero el viejo había muerto hacía poco más de un mes y ella se había sorprendido al saber la fortuna que le había ocultado toda su vida. No solo era mezquino sino que era un mentiroso de primera. Ella decidió que se daría algunos gustos en la vida y luego pondría un negocio y saldría adelante. Era una mujer fuerte y perseverante. Estaría bien.

 Afuera el sol empezaba a brillar un poco pero la lluvia no parecía querer detenerse pronto. Sin embargo, era el lugar apropiado para dos hombres que se besaban apasionadamente entre los arbustos. No se veían desde antes de una guerra lejana a la que uno de ellos había ido a perder el tiempo. Pero ahora volvía y podían, al menos por un instante, estar juntos de nuevo.


 La mansión era el lugar predilecto de la región. Era fácil ver porqué.

lunes, 25 de abril de 2016

El hogar

   Martha tenía una voz muy suave y siempre una sonrisa en su rostro. La conocía muy bien, desde que había podido obtener los puntos suficientes para obtener la tarjeta diamante. Luis no entendía porqué le llamaban así, seguro para que se oyera mejor o diera un cierto prestigio al portador. La tarjeta como tal era negra y con solo un toque en una consola al lado de la puerta, los paneles de vidrio se apartaban para dejarlo entrar al que consideraba uno de sus hogares.

 Esta vez acababa de llegar exhausto de un viaje de más de diez horas y sabía muy bien lo que necesita. Se dirigió directamente a la zona de baño y entró a recinto muy parecido al de los gimnasios que solía visitar en los hoteles en los que se quedaba. Todo era de madera y de metal. Daba una sensación del lujo solo estar de pie en ese pequeño salón. Había una banca en el centro y a los lados varios lavamanos. Luis siguió a un cuarto contiguo donde se quitó la ropa, se envolvió con una toalla que le habían ofrecido a la entrada y guardó todo en un casillero que se cerraba también con su tarjeta. La llevó en la mano hasta la ducha y al dejó en un recipiente especial.

 Se tomó varios minutos duchándose, sintiendo el agua rodar por su cuerpo y usando varios de los productos que había dentro. Casi ninguno parecía haber sido usado. Al salir, olía a una mezcla entre sándalo, sandía y algún tipo de madera. Se secó frente a un espejo, aprovechando que nadie podía verlo pues una puerta bloqueaba la mirada de cualquier intruso.

 Se miró el cuerpo desnudo y descubrió que, a pesar de haber comido bastante en los últimos días a razón de sus varias citas de negocios, no había subido casi nada de peso y los resultados que había conseguido haciendo ejercicio diario seguían allí. Ver como se empezaban a perfilar los músculos abdominales le sacó una sonrisa que le duró todo el día.

Después de cambiarse, se dirigió a la zona de comidas donde lo trataron como a un rey. En este espacio también estaba solo, así que el mesero aprovechó para hacerle recomendaciones y darle degustaciones de algunos platillos que tenían preparados como entradas para los miembros diamante, como Luis.

 Había muchos mariscos y pescado y verduras al vapor y hechas de muchas otras maneras. Todo sabía delicioso. Y después de comer un estofado sabroso, el mesero le dio a probar pedacitos de todos los postres. Satisfecho, le agradeció al mesero y al mismo chef por la atención y les aseguró que en ningún lado había comido tan bien como en el aeropuerto. El chef le dijo que su esposa se enojaría al oír eso pero Luis no contestó nada. O mejor, fingió no haber oído nada.

 Antes de ese comentario, había pensado en descansar un rato en una de las camas que ofrecían en el segundo nivel. Pero al pensar en los postres y toda la comida, no tuvo más remedio en su mente que ir directo al espacio para ejercicio, donde estuvo casi todo el tiempo hasta que su vuelo de conexión empezó el abordaje. Apenas tuvo tiempo de una ducha rápida y de una última sonrisa de Martha.

 En el avión, descansó casi todo el tiempo y solo comió las opciones más ligeras como ensaladas y pescado. Rehusó los postres y subió el tono de la voz cuando la auxiliar de vuelo le guiñó el ojo, y le insistió para que probara unas trufas que eran de las mejores en el mundo. La mujer se ofendió mucho y no volvió a atenderlo por el resto del vuelo.

 Al cabo de seis horas, Luis por fin llegó a su destino y su humor estaba peor que nunca. Se enojó con el personal de la aerolínea porque sus maletas no salieron primero y luego con el conductor del taxi que debía llevarlo a casa porque no tenía agua mineral dentro del vehículo. No habló en todo el recorrido. Luis no quería darse cuenta que volver a casa le ponía de ese animo.

Todavía estaba enojado cuando se bajó del taxi. No recibió el cambio ni dejó que lo ayudara el hombre con la maleta. Tan solo caminó apesadumbrado hasta la puerta de su casa y timbró. No tenía las llaves porque no le gusta cargar ese recordatorio para todos lados. El primer sonido que escuchó el de unos pasos y luego los ladridos del perro. Oía ruido, cada vez más ruido, pero nadie venía a abrir. Timbró una y dos veces más hasta que la rabia le hizo casi pegarse al timbre.

 Cuando se abrió la puerta estaba allí su esposa. Le sonría a pesar del escandalo que había armado con el timbre. Le dio un beso en la mejilla, que él hubiese querido evitar, y parecía más concentrada en alejar al perro de la puerta que en su esposo. El solo dijo las palabras mágicas: “Estoy muy cansado” y subió a su cuarto a descansar. Subió ágilmente la maleta por las escaleras, pero antes de llegar al umbral de la puerta de su habitación, se le cruzó un niño de unos doce años.

 Empezó a hablar muy deprisa, una palabra tras otra y otra y otra. Luis siguió caminando a su cuarto y el niño lo siguió, totalmente ignorando el hecho evidente: a su padre no le interesaba en lo más mínimo todo eso que estaba diciendo. Es más: su padre no sabía ni de lo que le estaba hablando. Solo busco el rincón de siempre detrás de la puerta del clóset para dejar la maleta y sacó su cepillo de dientes. Mientras se limpiaba la boca su hijo seguía hablando y él solo asentía. Nunca le había gustado ese niño.

 Al rato el niño se retiró. La esposa de Luis lo había llamado. Luis se acostó a dormir y casi no descansó. Su cama era dura y su mujer había cambiado las sabanas. Las que había eran correosas, de mala calidad. Su sueño fue malo pues se despertó varias veces por el ruido y por las pesadillas que volvían cada vez que estaba en esa casa.

 El día siguiente, su día libre, lo utilizó para comprar algo de ropa. Su mujer se encargaba de tener siempre en casa todo lo demás que pudiese necesitar, como crema de afeitar y esas cosas que no podían faltar nunca en su maleta. Trató de evitar pasar un rato de calidad con sus familia pero en la noche tuvo que soportar una película que no entendió y más conversaciones cruzadas de su hijo y esposa y luego de su suegra y suegro que los sorprendieron con una visita.

 El día después de ese era domingo. Aprovecharon el clima para comer fuera de la casa. Se encontraron a varios amigos en el lugar y tuvieron que hablar con ellos y contar varias anécdotas pasadas. A Luis todo eso simplemente no le iba, para nada. A él no le interesaba si uno se había caído y tenía muletas o si a la otra se le habían muerto sus padres. A él eso le daba lo mismo. Solo quería estar en paz y algún lugar donde no hubiese tanto ruido y cosas sin sentido.

 Por eso al día siguiente, a primera hora, ya tenía lista su maleta con la ropa nueva, zapatos nuevos y algunos indispensables reemplazados.  No se despidió de su esposa pues ella dormía y simplemente no pensó en hacerlo. Sin embargo, su hijo estaba en la planta baja desayunando frente al televisor. Tenía un bol lleno de cereal con leche y miraba dibujos animados.

La imagen le dio curiosidad a Luis. No entendía muy bien como lo sabía, pero tenía la sensación de que eso no podía ser normal. Al fin y al cabo eran las cinco de la mañana de un lunes. Su servicio al aeropuerto estaba por llegar. Miró el reloj un par de veces hasta que se animó a acercarse a la sala de estar y ponerse de pie junto al sofá. Estuvo allí unos minutos hasta que su celular vibró y tuvo que irse.

 Nunca supo si su hijo se había dado cuenta de que él había estado allí, observándolo. Se lo preguntó de camino al aeropuerto pero el pensamiento desapareció de su mente apenas llegó a la fila de clase ejecutiva  y lo recibieron como si fuera miembro de la realeza. En el vuelo estuvo contento, riendo con las auxiliares y compartiendo con ellas sus opiniones del menú que habían servido el Año Nuevo pasado.


 Cuando aterrizó, volvió al salón VIP. Allí sacó su tarjeta diamante y le sonrió, como siempre, a la adorable Martha. Estaba de nuevo en casa.

viernes, 26 de febrero de 2016

Adicción

   Nunca hubo una razón en especial pero siempre terminaba pasando lo mismo, tanto así que tuvimos que ir a una profesional para saber si todo marchaba bien. Era preocupante que siempre cayéramos en el mismo vicio, casi a las mismas horas todos los días pero siempre de modos diferentes. La verdad no era algo que buscáramos, ninguno por su lado ni ambos por un acuerdo mutuo. No había nada de eso. Lo explicábamos así: como empezamos de manera clandestina, pues siempre teníamos un cierto miedo, un apuro particular y por eso la costumbre nunca se nos quitó. Alguna gente lo sabe y no le importa, algunos otros lo saben y nos miran como bichos raros. Y otros más no lo saben ni lo van a saber nunca porqué son cosas privadas al fin y al cabo.

 El caso es que, como le confesamos a la psicóloga, creemos ser adictos al sexo. Así de simple y claro. No, no estamos orgullosos de serlo. Sería lo mismo que estar orgullosos de ser diabéticos o de que nos gustara los espagueti a la boloñesa. Pero la verdad es que tampoco nos sentíamos mal por ello y la doctora nos dijo que posiblemente no hubiese nada malo con nosotros. Nos miramos a los ojos y no sabíamos si soltar una carcajada o echarnos a llorar. Bueno, al fin y al cabo ella ni nos conocía, ni sabía como éramos cada uno por su lado y en pareja.

 Le contamos cómo empezó todo. Trabajábamos juntos, en la misma oficina. Eso se acabó hace unos meses pues nos dimos cuenta que la gente empezaba a hablar y que el clima social se iba a poner muy pesado por lo que habíamos hecho. De nuevo, no era algo que nos enorgulleciera pero habíamos empezado como una pareja clandestina. Al comienzo nos caíamos mutuamente mal. Hasta nos echábamos miradas de odio cada cierto tiempo y evitábamos la presencia del otro. Pero un buen día al ascensor del edificio se le ocurrió averiarse y nos quedamos solos. Ambos pensamos que nos iban a lanzar a la garganta del otro y sí fue así pero no exactamente. Cuando salimos de ese ascensor nuestra visión del otro era completamente distinta.

 La psicóloga parecía estar a punto de reír pero retrajo su sonrisa cuando le explicamos que cada uno estaba en una relación por su parte y que empezamos a vernos a espaldas de personas que queríamos pero ya no amábamos como antes. Su expresión se endureció y, como una profesora de jardín de infantes, nos preguntó porqué lo habíamos hecho. Le dijimos que no había sido planeado pero que tampoco lo habíamos podido evitar. Las cosas eran como eran y no pudimos quitarnos las manos de encima del otro. Simplemente había un magnetismo, una fuerza más allá de nuestras capacidades que nos acercaba y nos hacía sucumbir a nuestros más bajos instintos. De nuevo, hay que decir que no estábamos orgullosos pero definitivamente estábamos felices.

 Entonces la doctora preguntó por cuanto tiempo habíamos mantenido nuestra relación en secreto. De nuevo nos miramos, pero esta vez fue con vergüenza, bajando la cabeza pero tomándonos las manos y apretando para darnos fuerzas mutuamente. Respondimos que fue todo un año, un año que, a decir verdad, fue fantástico. No solo nos enamoramos perdidamente sino que lo hacíamos en todas partes, incluso en la misma oficina. No podíamos decir que habíamos sido como conejos, eso sería incluso grotesco. Pero es justo decir que habíamos intentado quitarles el trono en el reino de los animales en celo.

 Nuestras parejas se enteraron casi al mismo tiempo y cuando eso sucedió no hubo tanto trauma y tanto drama como podía haber habido. Tampoco fue que todo fuera color de rosa pero hablando las cosas se solucionan y eso hicimos. Hablamos y ellos se dieron cuenta que las relaciones estaban ya muertas o por lo menos agonizando. Se habían acostumbrado tanto al rigor de la rutina que ya nada era emocionante y por eso nuestros escapes al deposito de materiales de la oficina eran como inyección de adrenalina que entraba directamente a la sangre y al cerebro con la fuerza de un ejercito.

 Sí hubo peleas, argumentos y discusiones. Pero no pasó de ser una semana pesada, de esas en que no se duerme ni se vive como una persona normal. Y suena mal pero nos teníamos el uno al otro. No dormíamos pero lo hacíamos en la misma cama, no cerrábamos los ojos pero nos hablábamos al oído y nos dábamos animo. Sí, también tuvimos mucho sexo y posiblemente fue muy bueno pero la conexión que establecimos fue tan importante que el sexo se convirtió entonces en solo una parte del todo, de toda esa gran estructura que llamamos amor.

 La mujer, sin explicación alguna, se secó una lágrima con un pañuelo. Al parecer la habíamos emocionado y ni nos habíamos dado cuenta. Pero volvimos al tema central de la visita: nuestra vida sexual. Empezó a ser aún más emocionante y mejor después de nuestras respectivas separaciones y de ahí en adelante fue sorpresa tras sorpresa y la verdad es que teníamos pocos limites, mejor dicho, teníamos aquellos limites que toda persona sensata y responsable tiene pero el resto de barreras las quemábamos todas juntos. Había fines de semana que no salíamos de casa porque como ya no trabajábamos juntos pues no había sexo en la oficina y lo compensábamos con maratones increíbles en una cama que era básicamente solo el colchón pues estábamos conscientes del ruido que hacíamos.

 La doctora tosió, interrumpiendo nuestro discurso, que parecía también tener una energía en constante aumento. Se disculpó y fingió que no había sido a propósito sino solo algo del momento. Continuamos.

 Compramos cuanto juguete se nos ocurrió, vimos algunas películas aunque la verdad teníamos más que suficiente con el otro en la cama. Bajamos aplicaciones en el teléfono que nos aconsejaban intentar posiciones nuevas y solo no deteníamos en un momento de la noche para comer algo, recargar baterías y, si acaso, estar un tiempo separados el uno del otro, así fuera por algunos metros. El descanso podía ser de hasta dos horas, pues era lo necesario para pedir un domicilio, esperar a que llegara (aunque a veces utilizábamos ese tiempo), recibirlo y comer.

 La doctora interrumpió de nuevo pero esta vez con una pregunta. Quiso saber si hablábamos mientras comíamos o si solo comíamos y ya. Le respondimos, un poco extrañados, que siempre hablábamos. Incluso durante el sexo no todo eran gemidos y gritos y palabras obscenas. Algunas veces estábamos con la situación tan controlada que podíamos compartir ideas, anécdotas del día que habíamos tenido o noticias que habíamos escuchado en alguna parte. Lo mismo hacíamos cuando comíamos, incluso nos tocábamos las manos y nos mirábamos a los ojos. Eso mismo hicimos en la oficina de la doctora, solo que también hubo una sonrisa y un brillo especial en nuestros ojos.

 Ella entonces preguntó que nos gustaba más del sexo? Las palabras que salieron de nuestras bocas se atropellaron unas a las otras pues respondimos al mismo tiempo. Con diferentes palabras, habíamos dicho exactamente lo mismo. Esta vez nos quedamos mirándonos las caras, un poco asustados pero más que todo apenados. Lo que habíamos dicho era simplemente que lo mejor de tener sexo era complacer al otro. La doctora pidió que elaboráramos sobre eso. Cada uno dio sus razones pero en concreto se trataba de que nos gustaba ver al otro feliz, ver al otro sentir placer y hacerlo sentir mucho más que bien. Eso era lo que preferíamos. No tanto hacerlo en un sitio o en otro o con mucha o poca frecuencia.

 Ella dio dos palmas solas y nos miró, feliz. Tenía una sonrisa tan grande en la cara que daba un poco de miedo y tuvimos que tener valor y preguntarle porque estaba feliz. Nos tomó de las manos y no explicó que la gente que solo busca tener sexo, quienes de verdad están obsesionados con ello, normalmente no sienten lo que sentimos nosotros. Buscan el placer efímero en el acto pero no complacer a nadie y es muy frecuente que no amen a la persona con la que comparten esos momentos. La doctora se puse de pie y nosotros también. Nos abrazó, cada uno por su lado, y dijo que no había nada que temer. Éramos una pareja envidiable, en sus palabras, y la única recomendación que nos hacía era tratar de hacer otras actividades que también tuvieran el mismo fin, el placer, para variar las cosas y no aburrirse.


 Eso fue lo que hicimos. Empezamos a jugar tenis, cosa difícil pues uno de nosotros no era muy deportista que digamos, y también nos propusimos hacer pequeños viajes cada cierto tiempo para compartir otro tipo de vida y no solo la de nuestros hogar. Pero lo cierto es que nos amábamos y que cuando nos mirábamos de una manera especial y nuestras manos, piernas o dedos se encontraban, teníamos el mejor sexo de nuestras vidas y de la vida de muchos otros. “Hacíamos el amor”, dicen que es mejor decir. Pero creemos que el sexo es también una hermosa palabra.

martes, 26 de enero de 2016

Una vez

   Pude sentir que me miraba directamente a los ojos en la oscuridad de la habitación. Pero por primera vez, no sentí que fuese una mirada inquisitiva o una mirada que tratara de sacar provecho de algo. Tampoco buscaba juzgar y tampoco quería solo estar ahí, de observador pasivo. Era una mirada suave, que se reforzaba con su suave tacto sobre mi cuerpo. Estábamos de lado y solo nos mirábamos. No me sentía incomodo como en muchas otras ocasiones, no tenía ganas de reírme o de salir corriendo, solo estaba allí disfrutaba de ese momento tan particular pero tan único.

 Entonces nos volvimos a besar y fue como si todo comenzara de nuevo, de alguna manera, pues pude sentir esa pasión en su manera de besar y en como su mano me cogía con fuerza, como si tuviera miedo de que fuera a desaparecer en cualquier momento. Y la verdad es que no lo pudo juzgar por ese miedo porque las posibilidades de que lo hicieran siempre habían sido altas y, siendo sincero conmigo mismo, todavía existían. Sin embargo, sus besos bajaban esas defensas que por años habían sido pulidas y habían hecho tan bien su trabajo.

 No volvimos a lo mismo porque estábamos cansados. Esa primera vez había sido muy intensa y, hay que decirlo, muy satisfactoria. Llevábamos ya horas en esa habitación de hotel y teníamos medio día más del día siguiente antes de tener que volver a nuestros respectivos hogares. Era extraño, porque veníamos de la misma ciudad pero no compartiríamos vuelo de vuelta. Nos separaríamos en el aeropuerto como en las películas de antes.

  Pero yo no pensaba en eso mientras estaba en la cama con él, mientras sentía ese olor que años antes ya conocía. Debo decir que lo más placentero para mi era simplemente abrazarlo, sentir todo su cuerpo contra el mío, su respiración y los latidos de su corazón. Eso me daba una dimensión entera de alguien más, algo que no había sentido en mucho tiempo y que me cambiaba por completo el panorama de la vida que tenía metido en la cabeza. Solo hundí la cabeza en él y me empecé a quedar dormido, casi al instante.

 En ese momento, sin embargo, recuerdo que él dijo algunas palabras. Era lo primero que decía desde que habíamos estado en el restaurante del hotel, comiendo y bebiendo. Lamento mucho en este momento no saber que fue lo que dijo. No sé ni una sola de las palabras y sé que me perdí de algo especial, no creo que hubiese dicho algo fuera de tono, algo fuera de ese momento que yo sabía era muy especial para mí y también para él. Solo recuerdo sentir el calor de su cuerpo y sentirme casi mecido por el placer y un poco por el alcohol que habíamos consumido, que no había sido mucho sino la cantidad justa.

 Nos habíamos movido al pasar la noche. Yo estaba ahora boca abajo y él se había recostado parcialmente sobre mi. Y la verdad era que me sentía muy cómodo con eso. Sentía sus pies enredados con los míos, sus piernas que era un poco más largas que las mías, por lo que él estaba casi en posición fetal y yo estaba completamente estirado. Una de sus manos estaba sobre mi cuerpo y tuve mil pensamientos al mismo tiempo, desde la ternura hasta la vergüenza. Todo eso me pasó por la cabeza en un momento pero no me moví ni hice nada para dejar de sentirlo.

 Fue cuando sonó el teléfono de la habitación que fingí despertarme justo entonces, cuando llevaba ya varios minutos de pensar y pensar. Descolgué el aparato y era la mujer del hotel preguntando si también deseaba servicio a la habitación esa mañana. Yo no sabía de que hablaba entonces le dije que sí. No era mi habitación y por lo visto ella no sabía bien quién se quedaba allí porque mi voz no era como la de él. No se parecían en nada. Él decía que uno siempre oye las voces de los demás mejor pero de todas maneras yo sabía que la suya me gustaba más que la mía.

 Como lo vi despierto le conté de la llamada y él sonrió. Nos besamos de nuevo y esta vez se sintió diferente pero no menos cómodo. Sentí algo extraño, como si lleváramos años en esa habitación y esa no fuera nuestra primer noche juntos sino solo una de toda una vida. Fue perfecto hasta que tocaron a la puerta y tuve que esconderme en el baño pues la política del hotel era estricta. Él solo se puso mis bóxer y abrió a la joven que traía el desayuno. Él le agradeció y ella se fue en menos de un minuto.

 Entonces él me miró, yo apoyado contra el marco de la puerta del baño, y me dijo que me veía como una estatua griega. Yo no reí. Solo esbocé una sonrisa, me sonrojó y me acerqué a la cama. Esos comentarios no eran algo a lo que yo estuviera acostumbrado y fue la primera vez que me sentí incómodo con él. No me gustaban esos halagos salidos de la nada, llevaba una vida en la que nunca me había creído ninguno y para mi significaban solo las ganas de sacar algo de mí. Y eso no me gustaba para nada.

 Empezamos a comer y pronto olvidé sus palabras. Compartimos los huevos revueltos, el jugo de naranja recién exprimido, el jamón ahumado y el tocino. Había también quesos y pan con pequeñas mermeladas y mantequillas. No me había dado cuenta del hambre que da tener relaciones sexuales. Es algo muy cómico cuando uno lo piensa. Creo que comí más que él y estuve a punto de avergonzarme otra vez cuando él me abrazó y me dijo que era suave y que quería ducharse conmigo, lo que hicimos durante varios minutos.

 Nos cambiamos y, como era domingo, ya no había conferencia a la cual asistir ni ninguna responsabilidad con nuestros trabajos. Solo estábamos nosotros entonces decidimos ir juntos al zoológico de la ciudad. En parte, él ,e había dicho que había visto muchas fotografías del lugar y que le gustaban los zoológicos a pesar de saber que los animales eran mucho más felices en libertad. Era una contradicción que tenía dentro de sí, pues odiaba el maltrato y la tristeza. Terminó diciéndome que si hubiese elegido otro camino en la vida seguramente habría hecho algo con animales, como ser veterinario o algo por el estilo.

 En esa caminata al zoológico aprendí mucho de él pues se puso a hablar y entonces sentí que éramos viejos amigos, cuando nunca lo habíamos sido. Sentí que nos teníamos una confianza enorme, que nos estábamos confesando de alguna manera, así fuese él el único que en verdad lo hiciese. Era todo muy extraño, pues a él lo recordaba de una forma tan diferente a como lo veía ahora que se sentía extraño estar allí, como si nada del pasado jamás hubiese pasado, como si la noche anterior sus cuerpos no hubiesen estado en éxtasis al mismo tiempo.

 Después de pagar las entradas, pasaron por la zona de los pájaros a los cuales les tomaron varias fotografías. Después de ellos estaban los reptiles y anfibios y se notaba que a él no le gustaban nada las serpientes mientras que a mi siempre me habían parecido tan interesantes. Estos roles se cambiaron en la casa de los insectos, donde yo caminé lejos de las vitrinas y él me iba describiendo las criaturas. Hubo risas y silencios todo el tiempo, y creo que nos tomamos de la mano una que otra vez. Pero no me fijé.

 En los pingüinos nos quedamos varios minutos, creándoles historias y viéndolos ir y venir con ese caminar tan particular.  Habían leones y tigres, que nos ignoraron totalmente, también elefantes, hipopótamos y un rinoceronte muy solitario al que planeamos liberar en nuestras mentes. Lo alejé de allí, esta vez muy consciente de haberlo tomado de la mano, llevándolo hacia una banca que estaba al lado de un árbol enorme del que se alimentaban las jirafas que vivían justo en frente.

 Mientras uno de los animales comía, solo lo mirábamos, todavía tomados de las manos. Entonces, de la nada, él me preguntó que pasaría cuando volviéramos. Como si yo tuviese la respuesta. Le dije que había que ser prácticos y afrontar que nuestras responsabilidades, o más bien las suyas, impedían cualquier encuentro futuro. Yo le aclaré que jamás podría ser una persona en las sombras y él me apretó ligeramente la mano, como aceptándolo. Me dijo que quería decirme algo, pero que sentía que me conocía y que de todas maneras ya me lo había dicho la noche anterior. Yo no insistí.

 Esa noche viajamos juntos en taxi al aeropuerto. Ninguno ayudó al otro con el equipaje, que solo era una pieza de mano por cada uno. No nos tomamos de la mano ni nos dimos un beso. No hubo casi nada, solo un café en el que reinaron los silencios y las miradas que trataban de no ser comprometedoras pero fallaban monumentalmente. Al final, cuando yo salía primero y él tenía que esperar un tiempo más a su vuelo, tuvimos que abrazarnos. La verdad es que quise llorar porque todo en mi interior carecía de sentido. No quise que me viera así pero entonces, al separarnos, vi una sola lagrima caer de sus ojos. Nos miramos una última vez y entonces nos separamos.


 Todo sigue igual que en ese momento. Y no sé que hacer.