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miércoles, 18 de octubre de 2017

A plena vista

   Nunca antes había sucedido algo parecido. La policía entró de golpe, sin aviso, con Carol la recepcionista corriendo detrás, avisándoles que en la sala de juntos estaban todos los altos mandos de la empresa y que no se les podía molestar. Daba gracia verla correr pues casi nunca se levantaba de su puesto en la recepción, ni siquiera para almorzar. Pero, como podía, corría detrás de los oficiales, tratando de disuadirlos de irrumpir en la reunión. Mientras tanto, todos los demás observábamos.

 Solo una persona no se levantó. Me di cuenta porque su cubículo estaba junto al mía. Era Eva, una joven muy hermosa, con el cabello más rubio que jamás había visto. Una vez, cuando había algo más de confianza, le pregunté si el color era real o si se lo pintaba. Ella soltó una carcajada y simplemente no respondió, diciendo que las mujeres se guardaban esa clase de secretos a la tumba. Yo me reí también y el día siguió como si nada. Esa era ella antes, muy alegre, siempre con algún chiste en la boca.

 Era muy divertido almorzar con ella porque siempre tenía las más locas historias de su familia o de ella misma. Todo el mundo se le quedaba mirando mientras contaba el relato del día. Tenía ese magnetismo especial que tienen los cuenteros en los parques, era imposible dejar de mirarla incluso para seguir comiendo. Eva era una mujer increíble y en poco tiempo llegó a ser la más querida de la empresa. Tanto así, que su cumpleaños fue todo un evento que nadie se quiso perder.

 Sin embargo, de un tiempo para acá, Eva parecía haber cambiado de repente. Empezó a faltar al trabajo sin avisar y cuando venía parecía que no hubiese dormido. Nunca había sido una fanática del maquillaje ni nada parecido pero siempre había sido evidente que se cuidaba. A las demás chicas les gustaba escuchar sus cremas y lociones recomendadas, así como los tutoriales que más le gustaba copiar de las redes sociales. Por eso era tan notorio el cambio físico que había sufrido.

 Yo alguna vez le pregunté si estaba bien pero ella no me respondió con palabra sino solo asintiendo, como si hablar doliera o le costara mucho más de lo normal. Me sentí muy mal por ella pero era evidente que no quería contar mucho de lo que le ocurría y por eso no insistí. Eso sí, siempre la saludaba cuando llegaba y contemplaba su reacción. A veces volvía a ser la misma de antes pero esa Eva casi ya no se veía, era como un recuerdo que se negaba a morir a favor de una sombra del mismo ser humano. Era demasiado triste verla así.

Carol no pudo evitar que la policía irrumpiera en la sala de juntas. Todos vimos como el grupo de unos cinco agente entraban. Luego se escuchaban voces agitadas y después de un rato salieron dos oficiales sosteniendo al jefe de nuestra división. El señor Samuels había sido quien nos había contratado a todos nosotros, era quién nos dirigiría y daba la última palabra sobre todo el trabajo que hacíamos en la empresa. Muchos incluso admiraban su personalidad.

 Yo interactuaba poco con él ya que mi trabajo era algo que no requería tanta aprobación. Solo supervisaba lo que yo pasaba a otros y alguien más corregía si había que hacerlo, pero yo no iba a reuniones con Samuels ni nada por el estilo. La única vez que de verdad hablé con él fue en mi entrevista de trabajo, hacía dos o tres años ya. Había sido amable pero algo frío. Noté que sabía bien de lo que hablaba pero no parecía estar muy interesado en las preguntas que me hacía, más bien era una rutina.

 En cambio, otros decían que les parecía incluso un hombre con un muy buen sentido del humor y muy amable también. Personalmente, nunca lo noté pero supongo que cada uno tiene su manera de conocer a los demás y tal vez él no era la clase de persona en la que yo me fijo. Jamás le puse demasiada atención. Y ahora, sin embargo, veía como trataba de soltarse de los esposas que tenía en las manos y como los policías lo llevaban por los hombros, tratando de que no se moviera demasiado.

 Lo extraño, pensé, era que el hombre no decía nada. Solo parecía querer soltarse, con ningún resultado, pero nunca pidió ayuda ni dijo nada para influenciar nuestra manera de verlo. Lo sacaron así y pronto desapareció en el ascensor. Carol lloraba sin sentido, era una mujer muy sensible. El resto de oficiales todavía estaba en la sala de juntas, hablando con los demás jefes de división e incluso con el dueño de la empresa que había venido, algo francamente inaudito.

 Cuando por fin dejaron de hablar allí adentro, todos en el piso volvimos al trabajo pues no queríamos una reprimenda. Sin embargo, el mismo dueño de la empresa salió primero de la sala de juntas y pidió que todos nos pusiéramos de pie. Lo primero que dijo fue que le hubiese gustado tener a los demás grupos allí pero que de todas maneras todo se sabría pronto así que no había razón para esperar a armar un grupo más grande. Voltee a mirar a Eva, quién seguía trabajando con audífonos tapando sus orejas. No parecía importarle lo que sucedía.

 El dueño de la empresa anunció que el señor Samuels había sido arrestado por varias infracciones al código de conducta de la empresa. Eso confundió a algunos e hizo que Carol dejara de llorar, pues ella también trató de procesar que significaban esas palabras. El dueño se dio cuenta de que había hecho una pésima elección de palabras, buscando obviamente suavizar el golpe. Pero ya era muy tarde para eso. Entones pidió silencio y dijo que era un caso de acoso sexual.

 Carol dejó de limpiarse los ojos y la cara. Se puso muy seria, como si le hubieran acabado de contar que había habido un accidente. El resto de la gente quedó igual, con la boca abierta y la mente funcionando tan rápido como fuese posible. ¿Quién sería la victima? ¿Que era exactamente lo que había hecho Samuels? ¿Cuando lo había hecho para que nadie se diera cuenta? Las preguntas zumbaban alrededor de las mentes de todos los presentes pero fueron acalladas por más palabras.

 Esta vez fue uno de los oficiales quién hablo. Se notaba que era el que tenía más rango, pues era algo mayor que los otros. Solo dijo que se habían presentado denuncias contra el señor Samuels y que había evidencia que apoyaba esa versión de los hechos. Por eso habían decidido arrestarlo. Como es normal, habría un juicio y era posible que algunos de ellos fueran llamados para testificar a propósito de lo ocurrido. El policía agradeció el tiempo y se retiró, hablando con el jefe de la empresa.

 La sala de juntas quedó vacía, Carol caminó a su puesto en la recepción con una cara de asombro y miedo en la cara y yo caí sobre mi silla, mareado por lo que había oído. ¿Como era posible que algo así hubiese pasado en el mismo lugar al que íbamos todos los días, en el que todos compartíamos espacios y era casi imposible quedarse solo? Y entonces me di cuenta y me paré de golpe. Miré por encima de la división pero ella ya no estaba ahí. Ni su bolso ni nada más.

 Eva se había ido en algún momento, tal vez mientras el policía hablaba. Seguramente no había querido seguir escuchando sobre lo que ya sabía muy bien. Quién sabe si seguiría trabajando con nosotros o no. No la culparía si se fuera.


 No pude trabajar el resto de la tarde. Solo pensaba y pensaba y creo que muchos otros en la oficina estaban igual que yo. El silencio casi se podía tocar. Horas más tarde, en casa, me pregunté si hubiese podido hacer algo para ayudar. Seguramente la respuesta era afirmativa.

lunes, 9 de octubre de 2017

Miradas y susurros

   El lunes en la mañana, como todas las otras mañanas, Juan llegó a la pastelería y fue el primero en abrir la puerta. Era siempre el primero en llegar y el último en salir. Así había sido desde que su tía Magnolia le había conseguido el trabajo de cajero con una de sus amigas, quién era la dueña del negocio. A ella casi nunca la veía, solo a Paloma, quién era la hija de la propietaria. Era solo unos años mayor que él pero parecía como si hubiese vivido tres vidas más, una joven muy vieja.

 Prendió las luces y puso el seguro a la puerta. Primero tenía prender los hornos y luego limpiar y ordenar todo el lugar. No era un sitio demasiado grande pero era bastante trabajo para una sola persona. Él mismo había insistido en que podía hacerlo todo por sí mismo, sin ayuda de nadie. Paloma le había tomado la palabra, pues eso significaba ahorrarse un sueldo, así le pagaran un poco más a Juan. Apenas se agachó para limpiar los pisos, tuvo un espasmo en la abdomen que lo dejó quieto un momento.

 Después fue un dolor bajo el cinturón, que le recordó que no debía estar haciendo semejantes esfuerzos. Pero la verdad era que necesitaba el dinero. Así que intentó hacer todo lo que pudiese antes de que llegaran los demás. Tenía una hora entera antes de que los pasteleros llegaran. Para entonces ya debía estar en la caja, atendiendo a los primeros clientes que llegaban a pedir algo para comer como desayuno. Venían personas de todo tipo, pero más que todo oficinistas apurados.

 Los dolores de cuerpo le impidieron alcanzar la velocidad acostumbrada. Para cuando llegaron los otros trabajadores, todavía no había limpiado las mesas ni debajo de los muebles de la cocina. No se iban a dar cuenta y podía hacerlo al día siguiente en vez de causarse un daño mayor. Barrió y limpió mesas hasta que llegó el primer cliente. Eso le recordó que tenía que guardar todo lo de limpieza y correr a ponerse el delantal. La primera oficinista del día tenía cara de pocos amigos.

 Los demás no fueron muy diferentes. Tenía que ser hábil para ir tomando el pedido y al mismo tiempo ponerlo todo en bolsitas o en platos. Además debía de servir las bebidas y justo entonces se dio cuenta de que la cantidad de leche era mucho menor de la apropiada. En un momento marcó a la tienda más cercana y pidió la leche vegetal de siempre. Salía más caro así pero lo pagaría de su sueldo, no había nada que hacer. Se lo haría saber a Paloma, esperando que ojalá le repusiera el dinero. No era algo muy probable pero podía pasar si la cogía de buen humor.

 Cuando llegó la leche, dejó de atender una fila de cinco personas para poder recibir el pedido. Fue cuando se le cayeron los billetes al suelo y se puso de pie que se dio cuenta de que todas las personas lo miraban de una forma un poco extraña. Como si esperaran que pasara algo fuera de lo normal. Él se irguió y pagó al señor de la tienda, quien también lo miraba con curiosidad. Sabía porqué lo hacían pero hubiese deseado que las cosas no fueran de esa manera, que la ciudad no fuese tan pequeña.

 Trató de ignorar las miradas y los susurros, los ojos que lo juzgaban por todas partes. Solo quería trabajar y seguir su vida de largo, como siempre. Pero estaba claro que las personas en general no querían que las cosas fuesen de esa manera. Fue incomodo pasar toda la mañana evitando mirar a la cara a las personas. Por eso, cuando Paloma llegó, ella lo regañó de manera que todo el local quedó en silencio y la atención que había sobre él se triplicó en cuestión de segundos.

 De la nada, surgieron dos gruesas lágrimas de sus ojos. Rodaron por sus mejillas quemadas por el frío de la mañana y cayeron sobre su oscuro delantal. No estaba llorando como tal. Era más como si las lágrimas hubiesen salido de la nada de su cuerpo, por voluntad propia. No se limpió sino que le respondió a Paloma con una disculpa y le dijo lo de la leche. Los clientes seguían mirando, como esperando la respuesta de la hija de la dueña. Como ella no hizo referencia a las lágrimas, cada uno siguió en lo suyo.

 Juan solo se limpió la cara cuando tuvo un momento para almorzar. Traía un pequeño contenedor con un almuerzo preparado por su madre. Ella lo había hecho tal cual estaba todo en la guía del hospital. Tenía que seguir una dieta bastante estricta y ella quiso asegurarse que su hijo no tuviese un problema de alimentación después de lo que había ocurrido. El doctor había sido muy claro al hablar de la importancia de la comida que debía consumir y ella lo había tomado muy en serio.

 El joven comió su almuerzo en un momento. Se lavó la cara y las manos después y entonces siguió atendiendo como si nada hubiese pasado. Lo bueno de las tardes era que Paloma siempre se quedaba un buen rato para ayudar a atender a la gente. Ella se encargaba de las bebidas y de que todo estuviese bien en las mesas. Pero se iba temprano y había algunos días en los que ni siquiera iba a trabajar. Suponía Juan que era una ventaja de ser la hija de su madre pero lo más seguro es que fuese cosa de los estudios que cursaba. Juan no sabía de qué eran.

 En un momento de la tarde Paloma se le acercó y le habló en voz baja. Se acercaba para disculparse con él y para decirle que el dinero de la leche le sería reembolsado al día siguiente. Él iba a interrumpirla para decirle que no había sido nada lo de más temprano, pero ella lo interrumpió primero para decirle que sentía mucho todo lo que había pasado y que su madre se sentía algo responsable al respecto, aunque era algo que claramente no había podido ser imaginado por nadie. 

 Él se quedó sin palabras. Justo entonces entró un grupo de mujeres mayores, lo que distrajo a Paloma y se la quitó de encima al pobre de Juan, que no quería hablar de lo ocurrido con nadie. Era suficiente con que lo recordara cada cierto tiempo como una horrible pesadilla. Y además estaban las pesadillas de verdad que tenía todas las noches. La verdad era que ya casi no dormía pero se lo ocultaba a sus padres para que no se preocuparan. Era mejor fingir que todo estaba bien. Al menos eso pensaba.

 Ocupo su mente con cuentas y con los clientes todo el resto de la tarde. Ya casi anochecía cuando, por la ventana del negocio, creyó ver a la persona, al hombre que lo había atacado hacía algunas semanas. Su cuerpo automáticamente se echó para atrás, dándose un golpe sordo contra la pared. Fue extraño, pero ese comportamiento no lo notó nadie. Lo que sí notaron fue el grito que llenó el pequeño local y el cuerpo que caía al suelo, sin conocimiento. Sangraba de la nariz, lo que asustó a muchos.

 Cuando despertó, un paramédico lo estaba revisando con una linterna. Él, sin preocupación de ser grosero, lo empujó con la mano y como pudo se puso de pie. Los clientes estaban todavía allí, mirando el espectáculo. Paloma lucía muy preocupada, igual que los otros empleados. Juan les dijo que estaba bien, que se debía a una baja de azúcar. Les dijo que era normal y que no se preocuparan. Hizo como si no pasara y caminó a la caja. Paloma le habló en voz baja, diciéndole que podía irse si no se sentía bien.

 Juan se negó con la cabeza y le habló de otras cosas, de pedidos de zanahorias y del queso crema que debía consumir pues la fecha de expiración estaba cerca. El día de trabajo siguió como si nada, después de la salida de los paramédicos y de los curiosos que solo se habían quedado para ver.


 Los susurros comenzaron de nuevo y él trató de no escuchar a pesar de saber muy bien que ya todos sabían lo que le había ocurrido. Su cara había estado en todos los canales de televisión, en periódicos. Era famoso por ser una víctima de algo horrible. Y detestaba con todo su ser esa maldita situación.

viernes, 29 de septiembre de 2017

No todos los postres son dulces

   El tercer soufflé de María también se había desinflado. Lo sacó del horno y lo tiró directamente al lavaplatos. Se quitó el delantal y fue director a la sala de la casa. Se sentó allí, mirando por la ventana, en silencio. Ya muchas veces había fracasado en sus intentos de hacer un postre para la feria que tendría lugar el fin de semana en la escuela de sus hijos, pero las cosas simplemente no estaban quedando como ella quería. El soufflé era lo que mejor le quedaba y ahora ya no estaba a su alcance.

 Era temprano todavía y sabía que estaría sola por mucho rato más. Sus hijos estaban en la escuela y su esposo estaba en la oficina, o al menos eso suponía ella. Desde la vez que le había confesado una infidelidad, María había dejado de confiar en él. La verdad de las cosas era que ya no lo quería tanto como antes. Todavía había amor pero no sabía si era lo suficiente para que siguieran viviendo juntos. A veces quería mandarlo todo al carajo pero sus hijos le recordaban que debía esperar, pensarlo mejor.

 Se levantó del sillón y se dirigió al equipo de sonido que estaba medio escondido en una repisa que ya nadie volteaba a mirar. Prendió el aparato y sintonizó una emisora con música moderna, joven, que le diera la emoción que ya no sentía en su vida. Cuando encontró lo que buscaba, subió el volumen y se fue bailando lentamente hasta la cocina. Era una repostera famosa, una chef establecida y nada en esa cocina la podía vencer. La música sería su gasolina en esta ocasión.

 El soufflé era probablemente una mala idea, demasiado para una simple feria de colegio. Además debía hacer muchos de lo mismo. Recordó entonces sus comienzos y empezó a sacar de todos lados los ingredientes necesarios. La cocina se convirtió en un sitio lleno de cosas por todos lados, de manchas y sonidos metálicos por todas partes. Esta receta seguro sería su éxito de la semana. Y lo necesitaba, porque el estar tan lejos de su trabajo la estaba matando lentamente.

 Le echaba la culpa a ello de lo que había pasado con su marido pero, muy adentro de si misma, sabía que la única culpable de todo lo que le pasaba era ella misma. Era ella quién había gritado a sus jóvenes pupilos a en la cocina, la que había perdido la noción de la realidad y había quemado la mano de uno de esos alumnos. La que había armado un desastre en esa gran cocina, delante de mucha gente, la que había salido del hotel esposada por la policía. Su cara se había visto en todos los noticieros, en los periódicos. Se había vuelto una paria en algunos minutos.

 La corte le había ordenado alejarse de las cocinas por un buen tiempo, además de tener que pagar un monto importante al alumno lastimado y al hotel, que también había pedido una tajada por haber sido el escenario de su desequilibrio mental. Su marido le había contado lo que había hecho hasta hacía poco, como para hacerla sentir peor de lo que ya estaba. Pero María sabía bien que él la engañaba desde antes y era muy posible que muchas más mujeres hubiesen hecho parte de sus harén.

 Mientras preparaba la mezcla para los pastelillos de terciopelo rojo, María miraba fijamente el color de la sangre y recordaba los pequeños detalles que hacía mucho le habían indicado que su matrimonio no era lo que ella pensaba. Manchas en las camisas, olores extraños y un comportamiento extraño de su marido, un hombre que había conocido hacía ya quince años en un hotel, de vacaciones. De pronto se habían casado demasiado deprisa pero ella nunca lo había sentido así.

 La masa estuvo lista pronto. Sacó varias bandejas adecuadas para los pastelillos y puso el mayor esmero posible para que la cantidad en cada uno de los cuencos de la bandeja fuera la ideal para que los pastelillos quedaran perfectos. Por mucho tiempo los había hecho para los huéspedes del hotel pero esta era la primera vez que los hacía en casa. De hecho, casi nunca cocinaba para su familia. Eso era algo de lo que se había encargado Ofelia, la empleada que habían tenido por años.

 Pero cuando María fue condenada a alejarse de su trabajo, Ofelia los dejó de la nada. Ni siquiera habían tenido tiempo de contemplar despedirla, pues no era un misterio que el dinero iba a ser escaso por la falta de uno de los grandes ingresos de la familia. Al fin y al cabo, ella había ganado mucho más que su esposo por años y el golpe iba a ser fuerte. Pero Ofelia nunca les dio la oportunidad de decir nada. Un día dijo que se iba y al otro día algunas personas le ayudaron a sacar todo lo que tenía en casa.

 Un día despertaron sin ayuda, con menos dinero y más problemas de los que tenían conocimiento. Parecía que todo había cambiado drásticamente por lo que había hecho en el hotel pero la verdad era mucho más cruda que eso: las cosas siempre habían estado mal pero nadie había tenido el tiempo para quedarse a mirar de verdad. Era terrible decirlo, pero ni siquiera los niños eran conscientes de que la familia ideal no vivía en aquella casa. Puso los pastelillos al horno y se sirvió algo de vino, que le era útil para no pensar tanto y seguir disfrutando de la música.

 El mismo día del evento en la escuela arregló los pastelillos con los mismos elementos que utilizaba en su trabajo como repostera. Lo había hecho todo con el máximo detalle, cada uno siendo completamente único, algo pequeño para que cada una de las personas que comprara uno de ellos se sintiera especial. Era literalmente lo menos que podía hacer. No sabía que más inventar para evitar ser el objetivo de las miradas que se sabía que le iban a propinar, como golpes, puñaladas.

 Al llegar a la evento con sus hijos, los dejó ir a jugar con sus compañeros. Ella puso los pastelillos en una gran mesa y acordó con una mujer, seguramente una profesora en el colegio, el monto a cobrar por cada uno de ellos. Ella no recibiría nada del dinero pero le parecía lo correcto interactuar con las personas que estaban allí. Así sabrían que era una persona normal y no una asesina o algo por el estilo. Sabía lo que la gente pensaba y estaba claro que debía hacer lo mejor para sus hijos.

 Se paseó por los otros puestos, mirando lo que otras madres y algunos padres habían hecho. Ver dos hombres partir en porciones casi iguales un pastel de chocolate, le hice recordar a su marido, que había llegado la noche anterior muy tarde del trabajo y se había ido temprano alegando que debía reunirse con una importante empresa de petróleos y la cita simplemente no se podía cambiar de hora ni de día. Había dicho que se reuniría con ellos en el colegio, lo que a María poco le importó.

 Viendo a los niños a su alrededor y a los padres contentos, socializando con otros como si de verdad les gustara estar allí, era algo que hacía pensar a María que probablemente ninguno de los dos habían hecho un buen trabajo criando a los niños. Ahora que estaba en casa, estaba segura que Ofelia había hecho buena parte del trabajo. Ella era una mujer con un instinto maternal claro y había pasado con ellos un buen tiempo, muchas vivencias que un padre y una madre deberían compartir con sus hijos.

 Al llegar a la mesa de los postres de frutas, María se dio cuenta de que lo que había hecho en la cocina del hotel había sido una crisis interna creada por la culpa que claramente tenía ella en todo lo malo que había sucedido a su alrededor, con su familia.


 No conocía a sus hijos ni a su esposo. No tenía amigos y ya nadie le hablaba por más de un minuto, temiendo que les quemara las manos también a ellos. Una lágrima resbaló por su cara. Solo se la limpió cuando su hija pequeña regresó para pedirle dinero para un postre. Otra lágrima reemplazó a la primera.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Un último día

   Varias luces se fueron encendiendo, poco a poco. La habitación de tamaño medio se vio completamente iluminada, así como cada uno de los objetos que había a los costados, emplazados con cuidado en cajones forrados con terciopelo y telas suaves en las que pudieran descansar por siempre, de ser necesario. El hombre joven dio unos pasos al frente y su cara se iluminó de repente. En el umbral de la puerta estaba todo oscuro, pero adentro era un mundo completo de luz y color.

 Estaba bien vestido, con una corbatín negro que combinaba con su traje de alta costura. Su cara estaba inusualmente bien cuidada, el vello facial bien afeitado y delineado y todo lo demás en orden, como si se hubiese preparado para semejante lugar por mucho tiempo. Caminó lentamente, calculando su respiración, mirando a un lado y otros los objetos que resaltaban por todas partes, como pequeños tesoros. Él sabía que eso eran, al menos para su dueño, quién estaba en el salón principal de la casa, varios metros por debajo.

 Llegó al final de la habitación y allí se quedó mirando una pequeña caja con fondo rojo. Era la única adornada así. Adentro había un reloj de oro, con un pulso trabajado con esmero. Alrededor del cuerpo del reloj había pequeñas piedras preciosas y las manecillas brillaban intensamente, pues no estaban hechas de otra cosa sino de platino. Era un objeto completamente hermoso. Era difícil de creer que algo así estuviese escondido en un cuarto, en una casa casi abandonada.

 Sabía que su anfitrión no la usaba como casa principal sino como su casa de verano, a la que venía unas semanas cada año y a veces ni eso. Era un hombre tan rico que tenía posesiones y propiedades por todo el mundo y esa gran casa era solo una de varias. Sin embargo, había sido elegida esa vez por el lugar donde se encontraba, muy cerca a la desembocadura de un gran río que serviría en el futuro como troncal de transportes para hidrocarburos y otros productos de muy buena venta en el comercio mundial.

 Hoy en día el río era más bien estrecho y poco profundo, al menos para la visión que tenían los empresarios. Sería completamente convertido al excavar su cauce, haciéndolo más ancho y más profundo. La casa desaparecería pues estaba demasiado cerca del agua para sobrevivir. La fiesta era para celebrar la firma del contrato de obras y también una despedida merecida para una casa en la que habían pasado pocas cosas, ninguna de mucha importancia. Había sido una mansión señorial alguna vez pero de eso ya no quedaba nada, ni siquiera con los arreglos para la fiesta.

 El joven de traje negro y corbatín tomó el reloj y se lo metió en un bolsillo. Sabía que adentro de la habitación no había alarmas ni cámaras, eso solo estaba afuera. El dueño pensaba que nadie sabía de esa bóveda y ese error había sido aprovechado por el hombre que ahora salía con paso firme y cerraba la puerta de seguridad detrás de sí. Sacó su celular de otro bolsillo y lo golpeó algunas veces. La puerta detrás de él hizo un sonido seco, como de barrotes moviéndose de golpe.

 Al bajar, vio que todos estaban bebiendo y hablando de tonterías, seguramente de negocios. Nadie se había dado cuenta de su desaparición. Se mezcló entre las mujeres bien vestidas y los hombres algo tomados. Llamó la atención de un mesero y le pidió una copa de vino. Fue luego a una gran mesa donde habían canapés y pequeños frutos de la región. Mientras comía y bebía observaba a los demás. Le producía rabia estar allí pero también algo de felicidad por haber robado el reloj.

 El anfitrión de la fiesta salió de la nada. Se subió a una pequeña tarima y desde allí agradeció a los constructores de la obra su colaboración y amistad. Mientras había estado arriba, se había firmado el contrato. Seguramente había habido chistes tontos y demás gestos que se hacen siempre en esas ceremonias carentes de sentido para muchas de las personas que lo único que hacer es vivir su día a día, sin pensar en los millones de dólares que circulan a su alrededor y nunca ven.

 Brindaron todos por el anfitrión. Él sonrió, se bajó de la tarima y empezó a saludar a uno y otro, a cuchichear y a pretender que estaba encantado con la compañía de cada una de esas personas. Su lenguaje corporal era claro como el agua pero también era obvio que ninguno de los invitados se daban cuenta de ello o tal vez no querían darse cuenta. Ninguno de ellos pensaba nada bueno del otro, pues todos eran rivales en los negocios y solo estaban allí para obtener información. Cualquier cosa era buena.

 El anfitrión miró hacia el hombre de corbatín. La sonrisa que esbozó entonces era completamente autentica, no había nada de falsedad en ella. Sí hubo en cambio mentira en la del hombre joven, que sonrió y saludó al anfitrión. Este le pidió que se acerca y él lo hizo, a pesar de tener planeada con anterioridad una salida rápida después del pequeño discurso que había acabado de tener lugar. Los invitados le abrieron paso hasta que estuvo cerca de la tarima, desde donde lo miraban varios ojos llenos de envidia, sorpresa y duda. No entendían que hacía allí el hijo de aquel magnate.

 El hombre se los presentó a todos como su hijo mayor, el que heredaría todo lo que ellos sabían que él tenía. Les dijo, a modo de broma, que los negocios futuros tendrían que ser hechos con él y con nadie más. Lo apretó por los hombros con sus grandes y arrugadas manos. El hijo se sintió pequeño, como si de repente se hubiese convertido en un niño pequeño, incapaz de tomar sus propias decisiones en la vida. Y eso era lo que lo había llevado a aceptar hacer parte de esa patética ceremonia.

 Cuando su padre lo soltó, el hombre de corbatín saludó a algunas otras personas, al mismo tiempo que apretaba en su bolsillo el reloj de oro y demás piezas valiosas. Trató de esbozar su mejor sonrisa, de dar la mano como le había enseñado varias veces su padre. Los miró a los ojos, en parte para intimidarlos pero también para tratar de ver sus intenciones. Para él todos eran ratas que querían meterse al barco más lleno de dinero y de objetos preciosos. Estaban en el lugar correcto.

 Cuando por fin se liberó de las aves rapaces, desapareció entre los meseros. Se metió a la cocina y por ese lado se escabulló al garaje. Había choferes fumando y contándose historias eróticas los unos a los otros. No se dieron cuenta cuando él se subió a uno del os vehículos, el que le había regalado su padre para su cumpleaños más reciente, y pasó casi volando por al lado de todos ellos, levantando una nube de tierra que se les metió por entre la nariz y los ojos, dejándolos casi ciegos.

 Aceleró aún más al llegar a la autopista que lo llevaría al aeropuerto, donde el avión privado de su padre lo llevaría a una gran ciudad no muy lejana. Allí lo esperaría la persona que más quería, la única en la que confiaba. Lo esperaría con una maleta con ropa y algunas otras cosas, de esas que todo el mundo necesita cuando viaja. Y en esa misma maleta iría el reloj de oro que estaba en su bolsillo, que sería la piedra angular en su próxima vida, ojalá diferente a la que llevaba viviendo por más de treinta años.

 Su padre se daría cuenta mucho tiempo después que el reloj no estaba. Se daría cuenta tarde del verdadero potencial de su hijo, completamente desperdiciado en un mundo decadente, tan lleno de trampas y mentiras que ya era casi imposible saliendo a flote.


 El coche se detuvo frente a la terminal. Lo dejó allí, sin vigilancia. Dejó las llaves en el aparato y tan solo caminó adonde lo esperaba su próximo transporte. No podía esperar al día siguiente. Mientras despegaba, sentía que una parte de su vida quedaba atrás, tal como lo había querido por tanto tiempo.