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viernes, 4 de agosto de 2017

Nunca es fácil

   Nunca será fácil despedirse de un ser querido. No importa su edad, su estatus dentro de la familia o incluso si era o no de la misma especie, nos duele en el alma cuando se va alguien que amamos profundamente, así nunca antes no hayamos dado cuenta. Es un dolor grande porque los seres humanos tenemos la maldición de tener que recordar, de guardar en nuestro cerebro esas imágenes que se repiten una y otra vez como viejas películas que ya nadie parece querer ver, solo en ocasiones.

 Se nos secan los ojos de tanto llorar y nos duele tanto la cabeza como el pecho, porque no hay nada más doloroso y duro para el ser humano que enfrentarse a la muerte. Ante ella no somos nada, no tenemos ningún tipo de poder. Solo somos pequeños animalitos asustados que se arrodillan y piden clemencia, porque no hay nada más que hacer en ese momento. Ella ha llegado y hace lo que quiere cuando quiere, sin que nosotros importemos tanto como creemos que importamos a diario.

 El dolor se va con el tiempo. Aprendemos a vivir con él y a verlo como una criatura que habita dentro de nosotros. No es algo bienvenido porque a nadie le gusta sentirse así a propósito, pero sabemos que es la única manera en que podemos soportar la pérdida. Si no sintiéramos dolor, no podríamos expresar lo que significa para nosotros que alguien haya dejado su lugar junto a nosotros. Es necesario sentir que el pecho no puede más y que los ojos están secos y duelen como nunca.

 Y los recuerdos llegan a altas horas de la noche. A veces son simples imágenes, otras veces son más complejas y se comportan cuando pesadillas cuando son una simple realidad pasada. Es por eso que tenemos que aprender a vivir con la muerte. Tenemos que aprender a que las cosas pasan, a que todo es un ciclo de vida en el que estamos involucrados y, aunque no podemos hacer nada para cambiarlo, sí podemos darnos nuestro lugar en él y aprovechar la vida como viene.


 Debajo de un árbol yacen muchas de las personas que estuvieron junto a mi, muchos amigos entrañables. También flotan en el aire, libres de las cadenas humanas. Están aquí y allí, siempre junto a nosotros. Son almas, recuerdos que nos enseñan y pueden impulsarnos cuando no sabemos como seguir adelante. Es ahí cuando la vida y la muerte se cruzan y forman un mismo tejido hermoso, con dos caras distintas pero dependientes. Debemos vivir la vida, aprovecharla, ser felices y siempre disfrutar a los seres amados. En la muerte, todos estaremos juntos, tomados de la mano, libres.

lunes, 31 de julio de 2017

Una particular tarde de compras

   Como le habían indicado, Lucía dio la vuelta a la perilla una vez la luz en el cuartito se volvió verde. El lugar que le esperaba del otro lado estaba muy bien iluminado. De hecho, parecía como si el sol estuviese brillando en la parte exterior. Era muy extraño pues ella estaba muy consciente de que en la tienda del otro lado de la puerta era de tarde, el sol estaba poniéndose. Pero allí, en esa hermosa casa donde estaba ahora, la luz llegaba directamente desde arriba, como si nada.

 Caminó algunos pasos y sonrió al ver que la casa no era lo que ella había esperado en un principio. Era de un claro estilo japonés pero no era nada contemporánea, más bien al contrario. En el pasillo que caminaba no había nada más sino algunos jarrones grandes, que no parecían tener nada por dentro. Al voltear a mirar la puerta, se dio cuenta de que estaba hecha de bambú y al lado había un recipiente del mismo material para poner sombrillas. El nivel de detalle era asombroso.

 Al final del pasillo había una puerta abierta. Metió su cabeza por la rendija y se dio cuenta de que también estaba vacía. Empujó un poco la puerta para poder pasar. Adentro vio una mesita poco elevada y varias almohadas distribuidas alrededor. Del otro lado del cuarto, había un hueco en el piso. Debía ser un horno o algo por el estilo. Había visto casas japonesas en películas y documentales pero jamás en persona, así que no sabía muy bien como funcionaba todo.

 Pero algo llamó más la atención de Lucía.  Había un espejo en la pared opuesta a la puerta del recinto. Iba de piso a techo y era delgado, como para darle mayor dimensión al lugar. Pero eso no era lo que le fascinaba. Era el hecho de poder ver que tenía otra ropa que con la que había entrado a la casa. Vestía lo que suponía era un hermoso kimono, de varios colores primaverales. No sentía su peso pero suponía que uno real debía ser mucho menos ligero que lo que sentía en el momento.

 Dejó el espejo atrás y fue a revisar la otra habitación, una frente al comedor. Era un pequeño recinto de descanso, algo así como una habitación. Pero no había una cama sino un algo así como un sobre para dormir en el suelo, pero mucho más grueso que los que había usado para acampar. Se vio tentada a acostarse pero entonces vio el jardín exterior a través de la puerta de papel y bambú medio abierta que había del otro lado de la habitación. Caminó por allí fascinada por las hermosas plantas, la paz y el pequeño estanque lleno de carpas de colores.

 De pronto, un sonido como alarma se escuchó con fuerza. Le habían advertido al respecto. Miró por todos lados y por fin descubrió el picaporte que buscaba, entre dos bonsái que había contra lo que parecía ser una cerca. No lo era. La puerta se abrió con facilidad y pasó entonces a otra casa, una que le era mucho más familiar porque de inmediato vio muebles que reconocía pero no sabía de donde. La puerta se cerró detrás de ella, casi en silencio. Pero ella no se dio cuenta. Algo le parecía muy cercano en ese lugar.

 Fue cuando llegó a la sala de estar que reconoció la casa como la que había habitado junto a sus padres y su hermano hacía muchos años, en su adolescencia. Lucía había dejado la casa cuando había cumplido la mayoría de edad, para irse a estudiar fuera del país, y jamás volvió. Cuando supo, la casa había sido vendida y, hasta donde sabía, el inmueble había sido demolido para construir un conjunto residencial de varias torres de apartamentos. Su barrio de niñez había desparecido de golpe.

 Sin embargo, estaba allí de nuevo como por arte de magia. Las viejas consolas de videojuegos que jugaba con su hermano menor, el gran sofá con estampado de flores en el que su padre se sentaba los fines de semana a ver partidos de fútbol y el gran sofá de tres puestos desde donde veían los dibujos animados en la mañana y su madre lloraba todas las noches cuando sus personajes de telenovela sufrían por alguna razón. Todo estaba allí, como si fuera un extraño museo.

 Entonces se dio cuenta de que todo lo que era suyo debía de estar allí, así todo el lugar no fuera más sino un invento. Corrió hacia la estrecha escalera que daba al segundo piso y en pocos segundos estuvo en el segundo piso. Su habitación estaba allí, directamente adyacente al baño que compartía con su hermano, adornada todavía por decenas de afiches referentes a varios ídolos juveniles, actores y cantantes, muchos de los cuales ya no se veían por ningún lado.

 Revisó los libros de su vieja estantería blanca, abrió el closet para descubrir ropa que no veía en año y lloró como tonta al leer las cartas de su primer novio, que había escondido siempre en un fondo falso que tenía su adorado tocador. Las palabras de ese niño, porque eso era lo que eran en esa época, eran todavía hermosas y profundas. Ese fue un tesoro que nunca recuperó y que por alguna razón estaba allí. No se había secado las lágrimas cuando la alarma sonó de nuevo. Se secó como pudo, dejó las cartas en su lugar y giró el picaporte, aparecido esta vez en su pared de papel floreado.

 Todavía tenía los ojos húmedos cuando entró en un apartamento que jamás en su vida había visto o imaginado. En ese espacio, la luz era casi ausente. Cuando miró la puerta que se cerraba, se dio cuenta que desaparecía en la pared, blanca y lisa. Miró hacia un lado y hacia otro. No había nada que reconocer y no tenía ni idea de que era lo que debía hacer. Fue solo cuando empezó a caminar hacia la terraza, que luces en el techo empezaron a encenderse, pero solo sobre ella, jamás atrás o adelante.

 Siguió su camino a la terraza. La puerta que daba acceso a ella desapareció de golpe y volvió a aparecer cuando se alejó de ella, acercándose a paso lento a la nada. Porque allí no había ni tubo de metal ni un vidrio que detuviera su paso. Cuando vio que el suelo se terminaba, dio una ligera patada para ver lo que sucedía. Se escuchó un sonido seco, como si hubiese golpeado algo metálico. Pero frente a ella no parecía haber nada. Extendió los brazos y pudo tocar la nada. Se sentía fría.

 Pasada la extrañeza, contempló el paisaje que se extendía delante de ella. Era una ciudad enorme, con cientos de torres altas, muy altas. De hecho, parecía que ella estaba en una de altura similar, a juzgar por la larga distancia que había desde su posición a lo que parecían ser vehículos desplazándose a gran velocidad por vías amplias y bien iluminadas. No se había gente como tal, sino las lucecitas de colores que eran los coches, corriendo de un lado a otro de la ciudad, tal vez del mundo.

 Esa extraña visión la calmó un momento pero luego recordó que debía aprovechar el tiempo. De nuevo adentro, pudo ver que todo el apartamento era una sola habitación. La sala estaba en la mitad. A un lado de ella, tras un muro, estaba una cama como enterrada en el suelo. Se veía cómoda pero increíblemente simple. Del otro lado de la sala estaba la cocina y un comedor de sillas altas, todo hecho en cromo y mármol, frío como la noche. La iluminación era mínima, quien sabe por que razón.

 La alarma se hizo escuchar de nuevo. La puerta por la que había entrado apareció de nuevo. Lucía había tenido suficiente por un día. Casi corrió hacia ella y la atravesó. Del otro lado tuvo que esperar en el mismo cuartito que al comienzo, a la misma luz verde.

 Momentos después, caminaba en silencio, con su esposo al lado. No hablaban. El bebía un café que había comprado mientras ella estaba en la tienda. Él no preguntaba nunca por nada pero esta vez, ella lo agradeció. Había sentido y visto demasiado, tal vez más de lo que podía entender.

viernes, 21 de julio de 2017

Donde Susana

   No era el mejor día de la semana para ir al mercado. Susana detestaba tener que saltar para pasar por encima de los grandes charcos y los olores que emanaban de los contenedores de basura eran peores cuando el clima se ponía de tan mal humor. En la noche había llovido por varias horas y la consecuencia era un mercado atiborrado de gente pero con ese calor humano que se hace detestable después de algunos minutos, mezclados con el calor de los pequeños restaurantes.

 Se mezclaban los olores de las castañas asándose en las esquinas, de las máquinas de expreso y capuchino que trabajan a toda máquina e incluso de las alcantarillas que recolectaban la sangre de los animales que eran rebanados allí todos los días. Era obvio que no era el mejor lugar para pasar una mañana, pero una dueña de restaurante no puede hacer nada más, al menos no si quiere ahorrarse algo de dinero. Los supermercados son abundantes pero siempre más caros y la calidad, regular.

 La sección más olorosa era, sin duda, la de pescadería. Grandes hombres y mujeres macheteaban grandes peces que antes colgaban de gruesos ganchos sobre el suelo. Pero, hábiles como eran, ya los estaban arreglando en bonitas formas, con frutas y hielo, para que los clientes se sintieran atraídos a ellos como las moscas. En ese momento de la mañana, eran más las moscas que los clientes en la zona de los frutos de mar. El olor era demasiado para el olfato de la mayoría.

 Como pudo, Susana pidió varias rodajas de sábalo, un rape grande y varias anguilas que les servirían para hacer un platillo japonés que había visto en la tele y quería probar en el restaurante. Cada cierto tiempo, le gusta intentar cosas nuevas. Se ofrecía como menú del día y el comensal podía cambiarlo por cualquier otra cosa, sin recargo ni nada por el estilo. Si el platillo era un éxito y se podía hacer barato, se quedaba. Si no, era flor de un día en su pequeño restaurante frente a la marina.

 Quedaba en un viejo edificio que había mirado al mar durante décadas. Los vecinos y dueños de los locales habían acordado limpiar toda la fachada y ahora se podía decir que parecía nuevo. Todos sus hermosos detalles saltaban a la vista, sin el mugre de los miles de coches que pasaban por la avenida de en frente. Lo malo del lugar era que los espacios eran oscuros, como cavernas, y había que iluminarlos todo el día, no importaba si era verano o invierno, de día o de noche. Era un gasto más que había que considerar, una carga más para un comerciante.

  Susana hacía el sacrificio porque sabía cuales eran las ganancias, los resultados de atreverse con su cocina y con su pequeño restaurante cerca al mar. Ver las sonrisas de los comensales, recibir halagos y saludos en el mercado, eso era todo para ella y lo había sido durante toda su vida. Su padre había tenido allí mismo un bar que los vecinos siempre habían adorado. Poco a poco, ella lo hizo propio y ahora se consumía mucha más comida que bebida en aquel lugar.

 Cuando terminó con el pescado en el mercado, se dirigió a las carnes frías. Los turistas siempre venían por sándwiches y cosas para comer casi corriendo. Le encantaba imaginarse porqué era que siempre parecían estar apurados, como si no hubiesen planeado bien su viaje o si se hubiesen levantado tarde. Claro que no era la mejor persona para hablar de vacaciones porque ella nunca las había tenido. Al menos no como Dios manda y es que con el restaurante, se le hacía imposible.

 Alguna vez cedió a los consejos de sus hijos y, por fin, salió un fin de semana entero de viaje a una región cercana. Como su marido ya no estaba, fue con una de sus mejores amigas. El viaje estuvo bien, no pasó nada malo ni nada por el estilo. Pero la comida, en su concepto, había sido la peor que había probado en su vida. Además, los sitios que visitaba siempre estaban llenos de gente corriendo y los guías, que se suponía sabían más que nadie de cada edificio, parecían estar igual de apurados.

 Por eso prefería estar en su cocina, con los olores que flotaban y sus hermosas visiones mentales que se convertían, tras un largo y dedicado proceso, en creaciones hermosas que vivían para ver la cara de un agradecido cliente. Eso era lo que más le traía alegría. Eso y beber unas copas de vino mientras atendía. Eso incluso le había hecho merecedora de varias fotografías con sus comensales e incluso canciones de hombres que ya habían bebido demasiado y debían irse a casa.

 En las noches, seguía siendo un bar como el de antaño pero, como ella lo decía siempre, con mejor comida que nunca. Su padre, descanse en paz, jamás había sido muy dedicado a cocinar. Sabía hacer cosas, cosillas mejor dicho. Pero nunca platos complejos que requirieran ir al mercado temprano para conseguir los mejores productos. Él sabía de vinos y viajaba lejos para conseguir los mejores. Nadie lo podía vencer en una cata. Y de cervezas ni se diga: había probado una en cada país que había visitado y su colección de botellas era la prueba.

 Su padre… Lo echaba de menos cada vez que veía a los clientes de más edad en su restaurante. Sabía bien que ellos, cuando visitaban, no veían el sitio que ella mantenía en la actualidad, sino que veían aquel que había visitado de más jóvenes, cuando probablemente todavía eran novios con sus esposos o esposas. En sus ojos se veían los recuerdos y a veces había lagrimas silenciosas que ellos no explicaban pero que ella podía entender bien. Por eso hacía lo que hacía.

 Compró conejo, carnes de res y bastante cerdo. A la gente le seguía gustando la carne roja más que todo. Pero incluso se había dejado influenciar por sus nietos y había integrado al menú algunos platillos alternativos para aquellos extraños clientes que no comían carne, aquellos que ni les gusta ver una gota de sangre o se les va la cabeza. A Susana le parecía gracioso escuchar de personas que vivían la vida comiendo lentejas y garbanzos pero sus nietos le habían enseñado a callar sus opiniones en ese aspecto.

 Tuvo que ir al coche, guardar las carnes y volver por las verduras. Eso era lo más rápido porque las compraba todas siempre en el mismo puesto desde hacía treinta años. Era atendida todas las mañanas por el esposo de su mejor amiga, de hecho la había conocido allí mismo en el mercado. No eran de aquellas mujeres que se juntaran para hablar chisme ni nada parecido. Ni siquiera se veían tan seguido. Pero cuando estaban juntas, se entendían a la perfección, incluso sin palabras.

 Cuando todo estuvo en el coche, condujo apenas diez minutos para llegar al estacionamiento frente al restaurante. Ella sola sacó las bolsas y las fue entrando en el local, hasta el fondo, donde estaba la cocina. Cuando tuvo todo adentro, se sentó en una vieja silla de madera basta y miró su alrededor. El silencio era ensordecedor pero los olores de sus compras le indicaban que ella todavía seguía en este mundo. Por un pequeño momento, recordó a su Enrique, sonriendo.

 Siempre lo hacía cuando ella llegaba de las compras. Jamás le había gustado que él la acompañase pero siempre estaba allí cuando ella volvió para brindarle una sonrisa y ayudarla a acomodar todo en el lugar apropiado. Todo casi sin hablar.


 A veces lo extrañaba mucho, mucho más de lo que confesaba a sus hijos o conocidos. Pero así es la vida y hay que vivirla, esa es nuestra responsabilidad. Susana se arremangó su blusa y empezó a ordenar todo, recordando a su padre, a Enrique y a todos los que aún la hacían sonreír en frías mañanas como aquella.

viernes, 7 de julio de 2017

La casa junto al mar

   Cuando mi camiseta empezó a subir, los pequeños vellos de todo mi cuerpo se erigieron al instante. En el lugar no había un solo ruido, a excepción de las olas del mar que crujían contra las rocas a solo unos metros de la ventana, que ahora estaba cubierta por una cortina roja rudimentaria, hecha con una tela que se amarraba a un gancho en el techo. Estaba claro que aquella residencia no podía ser nadie más sino de un artista. El color azul de las paredes y el desorden eran otros indicios.

 Mi camiseta aterrizó en el suelo y se deslizó algunos milímetros por encima de los periódicos y demás papeles que había por todas partes. La habitación era la más grande de la casa y tenía varias ventanas, todas cubiertas a esa hora del día. Por un momento, mi mente salió del momento y se preguntó que pensarían las personas que pasaran por allí de una casa con ventanas cerradas a esa hora, en esa época del año. Pero no muchas personas caminaban por allí, a menos que dieran un paseo por la playa.

 Aún así, no verían mi cuerpo erguido sobre el suyo ni escucharían mis gemidos suaves que mi cuerpo exhalaba solo para él. Mi mente volvía a estar alineada con mi cuerpo y eso era lo que yo quería, sin lugar a dudas. Sabía lo que estaba haciendo, sabía en lo que me metía y quería estar allí. No había más dudas que resolver ni miedos que superar. Ya vendría eso después, si es que era necesario. En ese momento solo quería disfrutar de su tacto, que sentía recorrer mi cuerpo.

 Los cinturones cayeron al mismo tiempo al suelo, causando un pequeño escandalo que asustó al gato blanco que se paseaba por todas partes. En otro momento seguro me habría importado el pobre animal, pero no entonces. Sus largos dedos abrían mi pantalón y estaba sumergido en tal éxtasis que no supe en que momento el gato rompió un jarrón lleno de flores, que había estado allí desde la última vez que los propietarios habían visitado el lugar. No me importaba nada.

 Lo único que estaba en mi mente era acercarme a él y besarlo con toda mi energía. Quería que supiera que no había dudas en mi mente, que no me importaba nada más sino estar ahí. Habíamos flirteado por meses hasta que por fin habíamos tenido la valentía de actuar. La primera vez que lo hicimos fue después de una de sus clases, cuando él mismo me propuso como modelo para la asignatura que daba a los alumnos de la maestría. Yo acepté sin dudarlo. Me arrepentí luego al darme cuenta de que solo había aceptado por él pero nunca me retracté.

 El jueves siguiente estaba en su clase, en la tarde, en uno de esos salones donde hay una pequeña tarima y la gente se sienta alrededor. La luz entraba como cansado por el tragaluz. Yo me quité la bata sin mucha ceremonia e hice caso a sus instrucciones, a la vez que trataba de no mirarlo porque sabía que si lo hacía perdería toda intención de hacer lo que estaba haciendo por el arte y no por él. Al fin y al cabo, yo estaba totalmente desnudo ante él y de eso no había reversa.

 Amablemente, me quitó los pantalones. Sentí una ráfaga de calor por todo el cuerpo, tanto así que me sentí en llamas. No solo mis partes intimas sino todo mi cuerpo estaba ardiendo en deseo por él. Tal vez ayudó que el día se despejó y no hubo más nubes por dos días completos en la costa. Los bañistas apreciaron esta gentileza del clima, así como los pescadores. Y los amantes como nosotros también celebraron, con más besos y caricias y palabras amables y halagadoras.

 Seguí siendo su modelo hasta que, una tarde cuando me había ido a cambiar detrás de un biombo instalado solo para mí, se me acercó sigilosamente y tocó uno de mis hombros desnudos. Esa vez también me recorrió el cuerpo un escalofrío y más aún, cuando cerca de mi oído, pude escuchar su dulce voz pidiendo que lo dejara pintarme por un rato más. Y allí nos quedamos, un par de horas más. No hicimos el amor, ni nos tocamos ni nos besamos. Pero fue uno de los momentos más íntimos de mi vida.

 Y yo seguía siendo su alumno. Lo seguí siendo por lo que quedaba de ese semestre y lo seguí siendo el siguiente semestre, mi penúltimo en la universidad. Por mi estudio y otras responsabilidades, no pude seguir siendo su modelo, aunque yo lo deseaba. No nos vimos tan seguido ya, y creo que en eso se quedaría nuestra relación, si esa palabra es la correcta. Me sentí triste muchas noches, pensando en lo que podría haber sido y en lo que yo podría haber hecho.

 Sus manos rozaron mi cintura y, con cuidado, fueron bajando mi ropa interior hasta los muslos. En ese momento nos besábamos con locura y yo solo quería que ese momento durara para siempre. Creo que jamás voy a olvidar todos los sentimientos que recorrían mi cuerpo, desde la lujuria más intensa hasta algo que muchas veces he comparado con el amor. Los rayos de sol que atravesaban la cortina roja nos daba un color todavía más sensual y el sonido del agua contra las rocas era perfecto para lo que estaba sucediendo. Era mi sueño hecho realidad.

 Cuando empezó mi último semestre, me lo crucé en la recepción de la universidad. Era la primera vez que nos veíamos y creo que los dos nos detuvimos en el tiempo por un momento, como apreciando la apariencia del otro pero, a la vez, viendo mucho más allá. Cuando se me acercó, me dijo que ya casi seríamos colegas y ya no docente y estudiante. No sé si quiso decir lo que yo pensé con eso, pero no dejé de pensarlo y de revivir mis deseos más profundos.

 Así de simple, la relación volvió a cobrar el brillo que había perdido. De hecho, pasó a ser algo mucho más intenso. Como yo ya había cumplido con casi todo los requerimientos para graduarme, solo debía asistir a tres clases muy sencillas y eso era todo. Mi proyecto de grado estaba listo desde hacía meses, pues le había dedicado las vacaciones a hacer el grueso del trabajo. Así que estaba completamente disponible. Y él lo sabía porque al segundo día me invitó a tomar café.

 Los días siguientes bebimos mucho café, conversamos hasta altas horas de la noche y nos hicimos mucho más que docente y alumno, más aún que colegas. Me atrevo a decir que nos hicimos amigos de verdad, conociendo lo más personal de la vida del otro. Y fue entonces cuando surgió de la oscuridad un obstáculo que yo no había previsto. En el momento no reacción, tal vez porque estaba vestido de amigo, pero tengo que decir que lo pensé una y otra vez en los días siguientes.

 Pero bueno, eso no cambió nada. Seguimos tomando café y hablando de todo un poco. Me presentó a muchos de sus amigos artistas y un fin de semana me invitó a la casa de la playa. Esa fue la primera vez que la visité, sin imaginar que tan solo una semanas más tarde estaría en la habitación más grande, besando al hombre que se había convertido en una parte fundamental de mi vida. Caminamos por la playa esa primera vez y nos besamos también por primera vez. Un día feliz.

 Por mi cuerpo resbalaba el sudor. A veces cerraba los ojos para concentrarme en mi respiración, en hacer que el momento durara más, cada vez más. Cuando los abría, veía sus ojos hermosos mirándome. Y no solo había deseo allí sino un brillo especial.


 Estaba tan ocupado disfrutando el momento, que no oí la puerta del auto que acababa de aparcarse frente a la casa. Tampoco oí la risa de dos niños de los que no había sabido nada antes de ese día, ni la risa de su esposa inocente y tonta. La puerta se abrió, como sabíamos que pasaría alguna vez.