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miércoles, 29 de junio de 2016

Pulso

   Cuando la canción terminó, todos en el recinto aplaudimos. Había sido una de esas viejas canciones, como de los años veinte, y casi todo el mundo había bailado exactamente igual. Cuando cada uno volvió a su mesa, hubo risas causadas por los mordaces comentarios de la presentadora de la noche, la incomparable Miss Saigón. Era de baja estatura y tenía un maquillaje tan exagerado que era obvio que debajo de todas esas capas de pintura era una persona totalmente distinta. En todo caso, era uno de las “drag queens” más entretenidas que yo hubiese visto en mi vida. Para ser justos, no había conocido muchas.

 En la mesa, cada pareja hablaba por su lado de lo gracioso que había sido el concurso de baile. Ahora elegirían a los finalistas para hacer otra competencia más. Miss Saigón había amenazado con un desfile en traje de baño, como en los concursos de belleza. Todo el mundo había reído con el comentario pero nadie sabía si lo decía en serio. Lo más probable es que así fuera, pues en ese hotel todo se valía para entretener a los huéspedes. Y esa noche era una de las más importantes por ser el primer día de llamado “orgullo”.

 Lo siguiente fue un número musical de Miss Saigón. Se cambió de ropa y de maquillaje e hizo una actuación francamente excelente. Mientras la miraba, Tomás me puso la mano sobre la pierna y yo se la cogí, apretando ligeramente. Yo había sido el de la idea de tomar esas vacaciones. Había encontrado el plan en internet y me había llamado la atención el hotel, la belleza del entorno y su ubicación y todo lo que tenía que ver con entretenimiento. Tuve que convencer a Tomás porque él no era de ir a lugares exclusivos para hombres, no les gustaba mucho el concepto en general. Yo había sido igual pero ahora que éramos una pareja no me parece mala idea.

 Cuando aceptó, me alegré mucho y le prometí que serían las mejores vacaciones de nuestra vida. Eran nueve días en un paraíso tropical, con una habitación que se abría al mar como en las películas. Había sido un poco caro pero eso no importaba pues la idea era tener la mejor experiencia posible. Además, quería pasar un buen rato con él. Nunca habíamos viajado solos y creí que el momento era apropiado, cuando ya vivíamos juntos y todo parecía ser más estable.

 Miss Saigón paró de cantar y todos aplaudimos de nuevo, algunos incluso poniéndose de pie. Ella se inclinó varias veces y dijo que harían una pausa para que los asistentes pudiésemos disfrutar de la comida y la bebida. En efecto, habíamos comido poco por el espectáculo así que fuimos a servirnos del buffet, abarrotado de cosas deliciosas para comer. Tomás se sirvió casi todo lo que vio pero yo traté de cuidarme, para no arruinar la noche.

 Cuando terminamos de comer, que no fue mucho después, decidimos recomendar nuestros asientos a la pareja de al lado y nos fuimos a caminar por el borde de la playa que estaba justo al lado del recinto donde el espectáculo tenía lugar. Caminando hacia allí, vimos a Miss Saigón con un nuevo vestido y un plato en la mano. La saludamos y ella a nosotros. Cuando llegamos cerca del agua, propuse que nos quitáramos la ropa y nadáramos desnudos. Tomás me miró incrédulo y yo me reí. Me encantaba decir cosas así porque siempre creía todo lo que yo decía.

 Nos tomamos de la mano y hablamos de los primeros días en el hotel, que habían sido perfectos. El clima era cálido pero no demasiado, no ese calor pegajoso que da asco. Hacía buena brisa en las noches. Desde el primer momento nos habíamos divertido, pues era una experiencia muy distinta a las que cada uno había tenido por su lado. El hotel era bastante más grande de lo que habíamos pensado y había mucho más para hacer. Ya habíamos intentado bucear y habíamos ido a la playa principal donde todos usaban el último diseño en trajes de baño.

 Era obvio que muchos iban a que los vieran, incluso estando con sus parejas. Sin embargo, no todos iban con sus novios o esposos. Había muchos solteros también. Más de una vez se habían cruzado con alguno que les guiñaba el ojo o los saludaba mirándolos de arriba abajo y eso era muy extraño pero sabían como manejarlo si ocurría. Incluso se podía considerar una de esas particularidades graciosas del sitio, como el hecho de que no había una sola mujer a la vista. Incluso el personal del hotel, desde el equipo de limpieza a la gerencia, eran todos hombres.

 De la mano por la orilla, dejé las chanclas a un lado y él hizo lo mismo, para caminar mejor y poder mojarnos los pies. En un momento, Tomás me dio la vuelta y me tomó como si fuéramos a bailar. Terminamos en un abrazo estrecho en el que le podía sentir su corazón latir y su respiración que parecía más agitada de lo usual. No le pregunté nada al respecto porque pensé que de pronto estaba así por la comida o por el baila de antes. Mantuvimos el abrazo un buen rato.

 Escuchamos la potente voz de Miss Saigón y supimos que el espectáculo había comenzado de nuevo. Nos separamos y yo miré hacia el restaurante, para ver si la mayoría de la gente seguía allí. Le pregunté a Tomás si quería volver pero no me respondió. Cuando voltee a mirarlo, estaba arrodillado y tenía en una de sus manos una cajita negra con un anillo adentro. No supe que hacer ni que decir. Tomás empezó a decir muchas bonitas palabras. Sobre lo mucho que me amaba y me apreciaba. Y también como quería vivir el resto de sus días conmigo.

 No tuve que pensar en qué decir o que hacer porque mi sorpresa fue interrumpida de pronto. Al comienzo no pensé que fuera lo que era. Pensé que había sido algo en el sonido del espectáculo. Pero entonces Tomás se puso de pie y me tomó la mano con fuerza. Entonces escuchamos más sonidos y el ruido en el restaurante se calló de pronto. Caminamos hacía allí, para ver si sabían que pasaba pero cuando estábamos a punto de entrar, escuchamos un grito lejano. Venía del edificio del hotel, que estaba un poco más allá, pasando las piscinas y los jardines.

 Instintivamente, algunos de los huéspedes caminaron hacia allá para ver que pasaba. Miss Saigón trataba de calmar a la gente, todavía con el micrófono a la mano. Entonces hubo más ruido y esta vez estaba claro que se trataba de disparos. Se oyeron muy cerca y hubo más gritos. La gente en el restaurante se asustó y empezaron todos a correr, a esconderse en algún lado. Lo malo es que el restaurante quedaba en una pequeña península artificial, con el mar por alrededor, por lo que no había donde ir muy lejos para protegerse.

 Halé a Tomás hacia la parte trasera del restaurante. Como estábamos descalzos casi no hicimos ruido. Otros habían elegido el mismo lugar como escondite. Se seguían escuchando disparos y gritos. Uno de los huéspedes tenía el celular prendido, tratando de llamar. Pero su teléfono no parecía servir. Era obvio que era extranjero y de pronto por eso no salía su llamada. Marcaba frenéticamente y hablaba por lo bajo. Paró en seco cuando hubo más disparos y se fueron mucho más cerca que antes, incluso rompiendo uno de los vidrios del recinto.

 Más y más disparos y más gritos. Parecían ser muchos los invasores pues se oía gente gritar por todos lados. Yo no podía pensar en nada más sino en Tomás. Por eso le apreté la mano y le jalé un poco para que se diera cuenta de lo que yo quería hacer: nadar. Frente al hotel no había océano abierto. Era como un canal amplio. Del otro lado había una isla en la que había más hoteles y lugares turísticos. No estaba precisamente cerca pero tampoco muy lejos. Se podían ver las luces desde donde nos escondíamos. Al escuchar gritos cercanos, me hizo caso.

 Hicimos mucho ruido al entrar al agua. Nadamos poco cuando sentimos el ruido de los disparos casi encima. La gente gritaba muy cerca y los invasores también decían cosas pero yo no podía entender que era. Nadé lo mejor que pude y lo mismo hizo Tomás. De pronto sentí una luz encima y empezaron a dispararnos. El pánico se apoderó de mi y por eso aceleré, nadé como nunca antes, esforzando mi cuerpo al máximo. Después de un rato, dejaron de disparar.


  Las luces del hotel ya estaban cerca y entonces me detuve y me di cuenta que Tomás estaba más atrás. Fui hacia él y lo halé como pude hasta la orilla, donde no había nada ni nada, solo una débil luz roja, como de adorno. Pude ver que Tomás tenía heridas en las piernas y una en la espalda. Había sangre por todos lados. Le tomé el pulso y me di cuenta que era muy débil. Entonces grité. Creo que me lastimé la garganta haciéndolo pero no paré hasta que alguien llegó. Le tomé el pulso de nuevo y no lo sentí.

lunes, 6 de junio de 2016

Para el alma y el cuerpo

   La pelea del día anterior nos había dejado cansados y resentidos. Cada uno había dormido de su lado de la cama y, al despertarnos, habíamos hecho lo propio cada uno por su lado. No nos metimos a la ducha juntos, ni bromeamos estando desnudos ni comentamos la ropa que nos íbamos a poner ese día. Estuvimos en silencio total hasta que subimos a la terraza, donde se servía el desayuno.

 En el hotel había poca gente. En parte era porque no era un hotel muy grande que digamos pero también porque la temporada no daba para tener muchos visitantes. Sin embargo, el sol bañaba el lugar con gracias y los pocos comensales tenían una sonrisa muy particular en sus caras.

Él se fue hacia la barra y yo preferí buscar una mesa. Elegí una cerca del borde, desde donde pudiera ver la calle. Me gustaba poder ver como se desarrollaba la vida en los sitios que visitaba y Japón era el lugar ideal para hacerlo. La gente iba de aquí allá, algunos hombres de oficina pero también amas de casa que iban temprano al mercado y escolares que corrían para no llegar tarde a clase. Era como en todos lados pero con un estilo marcado, muy particular.

 Apenas él volvió, fue mi turno de ir a la barra. El desayuno era siempre el mismo pero se podía variar eligiendo cosas diferentes. Ese día, nuestro cuarto en la ciudad, me serví algunas rodajas de tomate y de pepino así como sandía y piña. La fruta venía en cuadritos perfectamente cortados. Al lado puse algo de pan para completar, con un par de tarritos de lo que parecía mermelada de uva.

 Comimos en silencio, no nos dijimos nada, ni siquiera comentamos el clima que hacía. Él sacó de algún lado, creo que del bolsillo de la camisa, unas gafas oscuras. Al ponérselas, me sentí todavía más alejado de él, era como si hubiera una barrera más entre nosotros que no se podía tumbar fácilmente. Comí rápidamente, queriendo terminar de una vez por todas por la incomodad del momento. Pensé que ojalá el resto de los días que nos quedaban de vacaciones no fuesen iguales porque o sino simplemente no los soportaría.

 Apenas terminamos de comer, volvimos a la habitación a recoger nuestras cosas: yo usaba una mochila donde metíamos casi todo lo que pudiésemos necesitar (una toalla, la cámara fotográfica semiprofesional, algo de comer, la sombrilla,…) y él llevaba un pequeño bolsito ya que se encargaba del dinero y de los documentos. Habíamos quedado en eso porque él era más cuidadoso con esa clase de cosas y sabía convertir más rápidamente los yenes en nuestra moneda. Yo siempre había sido malo en matemáticas y hacerlo con el celular se demoraba más.

 Apenas salimos, el sol nos dio de lleno en la cara de nuevo. El día era perfecto y, en parte, agradecí no tener que ir de la mano de él todo el día puesto que no quería tener las manos sudadas. Me sentí mal al pensarlo pero era la verdad. Caminamos solo un par de calles y ya estaban en el centro de todo, en el núcleo comercial de la ciudad. El movimiento de gente mareaba un poco. De la nada, me tomó de la cintura para dirigirme hacia la entrada de la estación de metro. Casi quedé de piedra cuando lo hizo pero pude fingir que no había tenido reacción alguna.

 Su tacto siempre había sido muy efectivo en mi. Era algo que había sucedido desde el comienzo de la relación. Mientras él compraba los billetes, lo miré de arriba abajo y me di cuenta que solo habíamos tenido una pelea y nada más. Seguramente el disgusto se extendería unas horas más pero inevitablemente nos hablaríamos y todo volvería a la normalidad. Ya en el andén, creo que sonreí tontamente anticipando nuestra reconciliación.

 Media hora después, salíamos a la calle en una zona algo más residencial. El templo que queríamos visitar quedaba en el parque que había justo delante. Saqué la cámara y empecé a disparar, encantado con todo lo que veía. El sol ayudaba a que la escena fuese todavía más hermosa: gente riendo por todas partes, vendedores callejeros de objetos varios y los edificios tradicionales que combinaban asombrosamente con la naturaleza circundante.

 Ya dentro del complejo religioso, la gente estaba más en silencio, tratando de marcar el respeto que sentían al estar en semejante lugar. Asombrado por las estatuas y todo el arte que había por todos lados, empecé a tomar muchas más fotos y en un momento olvidé todo y me giré hacia él diciéndole algo sobre una de las estatuas de lo que parecía un mono. Pero él ya no estaba a mi lado, sino que se había ido caminando solo hacia el templo principal. Concluí que la reconciliación estaba más lejos de lo que pensaba.

 Lo seguí, no de muy cerca, y noté como el silencio empezaba a ser más y más dominante hasta que, en el interior del templo, casi no había sonidos provenientes de la gente. Solo alguna tos y la voz de algún niño se oía por ahí. De resto era todo silencio. La gente quemaba algo de incienso y rezaba en voz baja o sin decir nada. Cuando me giré para buscarlo con la vista, lo vi orando frente a la estatua principal.

 No dije nada cuando me pasó por el lado para salir. Me di cuenta que hubiese sido una fotografía perfecta pero no en el momento el impacto había sido tal que no había reaccionado con la suficiente rapidez. Nunca hubiese imaginado que él tuviese un lado religioso.

 Estuvimos varias horas caminando por el templo, los demás edificios y los jardines circundantes. La parte más difícil fue esa última, pues había muchas parejas de la mano y algunos incluso se daban besos bajo los cerezos. Había una laguna cercana donde se podían ver cantidad de carpas enormes. Él se quedó allí, mirándolas, por un buen rato. En ese momento sí recordé la cámara y le tomé un par de fotos. Unos quince minutos después ya salíamos de los terrenos del pueblo y volvíamos a la estación de metro.

 En el recorrido de vuelta al centro, el tren estaba mucho más lleno que antes. Tanto que tuvimos que hacernos contra una de las puertas, muy cerca el uno del otro. Por supuesto, a ninguno de los dos nos importaba. Pero en ese momento se sentía todo muy extraño, como si no nos conociéramos. De pronto, sin previo aviso, mi estomago rugió como un león hambriento. Estuve seguro que todo el vagón había escuchado el sonido, por lo que me giré hacia la ventana y quise estar ya en nuestro destino.

 Apenas la puerta se abrió, salí a paso apresurado y en segundos estuve en la calle. Él venía muy cerca, justo detrás. Yo me toqué el estomago y sentí, de nuevo, como rugía. Ya habían pasado muchas horas desde el desayuno y tenía todo el sentido que tuviese hambre. Pero tenía mucha hambre y no podía dejar de pensar ahora en comida. Además estaba avergonzado por el sonido y porque me sentía tonto en un sitio extraño.

 De la nada, sentí su mano suave y caliente sobre la mía. Me apretó suavemente y me dejé llevar. Algunas personas nos miraban pero él seguía, con sus gafas oscuras, caminando como si no pasara nada. Eso sí, miraba a un lado y al otro, como un halcón buscando presa. Yo iba con una sonrisa un poco tonta y también tratando, pero fracasando, en aparentar que no pasaba nada.

 Él me jaló ligeramente hacia una galería comercial y a pocos pasos de la entrada encontramos el lugar al que él me había traído: un restaurante de sushi giratorio. Nos sentamos en la barra, frente a la banda que daba vueltas por todo el restaurante, y empezamos a comer. Ninguno de los dos hablaba, solo elegíamos diferentes paltos e íbamos comiendo.

 Fue al tercero o cuarto, que él comentó algo del sabor. Yo hice lo mismo. Para el siguiente, lo elegimos juntos, juzgando la apariencia. Para el sexto, estábamos riendo, bromeando sobre cosas que habíamos visto en el tempo o el sonido de mi estomago. No pude resistir darle un beso rápido que nadie vio. En el mismo momento el chef anunció que empezaba la hora de descuentos. Él, que sabía japonés, me dijo lo que pasaba y entonces empezamos a comer más comida deliciosa, que nos unió como nunca.


 Había sopa también y arroz blanco con anguila y con cortes de pescados varios. Había pinchos de calamar y bolas de masa con pulpo. Todo lo acompañamos con cerveza y para cuando salimos éramos la pareja más feliz en todo Kioto. No tengo duda alguna al respecto. Por eso cuando ahora miramos las fotos de ese viaje, es inevitable que pasen dos cosas: que nos demos un beso y que pidamos un domicilio sustancioso a nuestro restaurante japonés favorito.rapidamente tumbar fácilmente. ra mcamisa, unas gafas oscuras. Al ponerselas, hacn un par de aba la vida en los sitios que visií ye

martes, 2 de febrero de 2016

El restaurante

   Todo el mundo corría de un lado para otro, pero nadie más que Don Luis. Después de todo era su proyecto y debía estar pendiente de cada pequeño aspecto de todo el proceso. Verificaba que las verduras estuvieran en buen estado y que la cantidad fuera suficiente, lo mismo con los cortes de carne y las hamburguesas. No podía permitirse carne echada a perder en su primer día. El pollo venía de una granja especializada en pollo orgánico y eso era más por el precio que le habían ofrecido que por nada más. La pasta venía en cajas enormes y la cava se fue llenando poco a poco.

 El proyecto no había sido algo de la noche a la mañana, más bien lo contrario. Don Luis se había tomado por lo menos veinte años para pensarlo todo hasta el último detalle. Esto había sido desde mucho antes de jubilarse de su trabajo en la oficina postal central en la que había trabajado toda su vida. Sin embargo, el correo y todo lo que tenía que ver con ello, nunca le había fascinado de una manera especial. Era algo que había decidido hacer porque pagaba bien y cuando era joven le urgía el dinero pues ya tenía esposa y una hija.

 Pero durante mucho tiempo su primer amor fue, sin duda, la comida. Le encantaba ahorrar un poco y así poder pagarse una cena elegante con su esposa en los mejores restaurantes de la ciudad, así fuese una vez al mes o cada dos meses. Había veces que pasaba más tiempo entre una cena y otra pero valía la pena pues Luis estaba fascinado con todo. En casa se encargaba muchas veces de hacer de comer y con el tiempo fue mejorando bastante, recibiendo halagos de sus hijos y su esposa.

 Ella no siempre pensó que su esposo tuviese talento para la cocina pero vio su entusiasmo por aprender y lo apoyó cuando quiso tomar clases nocturnas. Era difícil porque casi no se le vio en casa por esa época y su humor no era el mejor. Al fin y al cabo no estaba durmiendo, pero al cabo de un año o poco más, se terminó el estudio y volvió a ser el hombre que todos adoraban. Y ahí empezaron sus planes: quería tener su propio restaurante donde serviría varios platos clásicos pero también creaciones originales que podría intentar con los comensales.

 No se había jubilado aún y Luis ya tenía hojas y hojas de anotaciones sobre recetas e ingredientes bien particulares que iba a necesitar. Creía que, como le habían enseñado, debía siempre utilizar los mejores ingredientes. Tanta era su pasión por el tema que varios fines de semana llevaba a su familia al campo, a visitar cultivos de diferentes productos para aprender más sobre ellos y así saber decidir, en un futuro, cual era el mejor producto para sus recetas. Lo mismo con las salsas, que intentaba con su familia, y demás aspectos de lo que sería su restaurante.

 Su familia siempre lo apoyó. Su esposa no encontraba su pasión molesta, incluso cuando una vez los despertó a todos a las cuatro de la mañana de un domingo para ir a visitar un cultivo de champiñones. Eso lo único que le probaba era que el hombre con el que se había casado tenía pasión y eso era algo apasionante de ver, sobre todo después de tantos años de pasividad y de verlo triste en el trabajo con el correo. Cuando esa pasión surgió, lo mejor era alimentarla y admirarlo por ello, jamás castigarlo ni reprimir eso tan bonito que nacía dentro de él.

 Para sus hijos fue algo más difícil pues los niños y los jóvenes son siempre más susceptibles a los cambios y no entienden siempre las motivaciones que hay detrás de muchas cosas. El día de los champiñones solo la más pequeña estaba feliz de poder recoger algunos por la plantación. Su hermana mayor y su hermano miraban el celular y tenían cara de pocos amigos, sintiéndose humillados sin razón aparente por las ganas de su padre de querer progresar. Él nunca los reprendió por ello. Después entenderían, cuando sintieran ellos mismos pasión por algo.

 Lo que sí gustaba a todos, incluida la madre de Luis, era sus recetas. A veces los intentos no salían tan bien pero otras veces era una delicia lo que salía y todos lo disfrutaban igual. Él se esmeraba por leer y aprender más de varios tipos de productos y no solo usar lo que tenía a la mano sino también aquello que podía ser más exótico o raro. Tener que conseguir esas salsas o frutos no siempre era fácil pero lo intentaba cuanto podía porque si no intentaba hacer lo que tenía en mente, nunca sabría si valía la pena su creación.

 Con su esposa, un año antes de jubilarse, entró a una clase de vinos. Era algo que siempre había evitado porque la verdad no era un gran bebedor pero sabía que en los grandes restaurantes el maridaje era algo esencial y si él quería tener uno de los mejores lugares adonde ir a comer pues tenía que saber sobre ello. Para sus sorpresa, fue su mujer la que aprendió todo y entendió todo con claridad y sin una duda. Probaba los vinos como una profesional y al final de la clase fue nombrada como el profesor como una de las mejores alumnas que había tenido en mucho tiempo.

 Luis le pidió oficialmente que fuera la encargada de los vinos y ella, sin dudarlo, aceptó. Faltando ya tan poco para la jubilación, el momento en que sería libre de las cadenas que lo habían tenido amarrado por tanto tiempo, Luis se había puesto a planearlo todo con varios meses de antelación. Había buscado los mejores locales para el restaurante en una ubicación de calidad y había negociado máquinas y proveedores. Solo necesitaba tener el tiempo para sortearlo todo y estaría en camino a cumplir su sueño.

  Celebró una fiesta modesta en casa por su jubilación. Invitó a todos sus amigos, gente del trabajo y familia. Fue algo casual, pues la fiesta que hubiesen querido tener era imposible porque todo el dinero ya había sido gastado en el restaurante. Ahora que sus hijos estaban algo mayores, estaban preocupados por el dinero pero sus padres los calmaban con afirmaciones que no sabían si fueran ciertas. Porque en las noches se preguntaban lo mismo. Se preguntaban que pasaría si el restaurante no funcionaba. Y el miedo se asentó en un rincón de sus mentes.

 Pero pasaron los días y todo fue pasando acorde a lo planeado. Primero le entregaron el local a Don Luis, después fueron llegando las máquinas y los muebles y por último los productos. Con antelación, había contratado a varias personas para trabajar en la cocina y como meseros. La idea era que todos siguieran sus ordenes al pie de la letra, tanto así que los convocó al menos dos veces antes de la apertura para ensayarlo todo. Los meseros debían ser amables y rápido y los cocineros debían saber seguir la receta al pie de la letra, sin ponerse muy creativos. Eso sí, Don Luis le dejó a su chef introducir una creación personal en la carta.

 La crisis llegó cuando algunos productos parecían no poder estar para el día de la inauguración, que estaba siendo publicitada por todos lados incluyendo diarios y alguna revista. El dineral que eso costaba asustó en comienzo a la esposa de Luis pero él dijo que, si no lo hacían, simplemente no vendría nadie. Su hijo que estudiaba en la universidad diseño gráfico hizo una página web del restaurante y creó redes sociales para mantener a la gente interesada.

 El mismo Don Luis tuvo que ir con cada uno de los proveedores y revisar contratos y demás para ver si los terminaba pues no era posible que faltando una semana todavía faltaran tantas cosas. Lo último que llegó al local, la noche anterior, fueron los pimientos rojos. Estaba toda su familia allí, ayudando a acomodar todas las cajas y limpiando cada rincón para que estuviera impecable. Se adornaron las paredes con objetos personales y se alistaron las cartas. No había más que hacer.

 Lo último que hizo Don Luis fue reunir a la familia en la cocina y oler esos deliciosos pimentones. Cada uno se pasó el mismo pimentón y lo olió inhalando fuerte y sintiendo el aroma en cada lugar del cuerpo. Cuando la verdura volvió a su lugar en el refrigerador, Don Luis les agradeció a todos por su paciencia y comprensión y les prometió que ese sería el comienzo de una nueva época para todos ellos con familia. Les dijo que sin duda esa sería una nueva etapa llena de nuevas experiencias y alegrías para compartir entre todos, como familia.


 Esa noche, Don Luis casi no durmió. Pensó en cada uno de los productos que descansaban en las neveras, pensó en el vino ordenado por su mujer, pensó en las cartas con letras color púrpura sobre el mostrador y hasta pensó en el ventilador que sacaría todo el calor y el olor de la carne hacia el exterior. Y luego, justo antes de por fin quedarse dormido, recordó como su madre le solía cocinar pequeñas creaciones propias que él adoraba cuando era pequeño y no había mucho dinero. Recordó su felicidad y espero que ese mismo sentimiento lo acompañase por muchos años más.

martes, 16 de diciembre de 2014

El baile

El baile era intenso, apasionado, sin pretensiones. La pareja se deslizaba con facilidad por el escenario, siempre mirando a los ojos del otro. Estaban unidos por sus miradas, por una pasión privada que compartían ellos solos y nadie más. Incluso sonrían, de vez en cuando, también cuando el la alzaba a ella por un breve momento. Inclusive en esos momentos, su conexión permanecía.

Cuando terminaron la rutina, los jueces aplaudieron con fuerza atronadora. Les había encantado, así como a la audiencia, que gritaba y vitoreaba y saltaba y aplaudía. Todos habían sido tomados presa de una bella ejecución en la pista de baile. Por supuesto, ganaron el trofeo. Era su quinto premio en esa competencia, la mejor y más importante de todas en el circuito de los concursos de baile.

La pareja se sostuvo de las manos y luego las elevaron, celebrando su logro entre amigos, familiares y fanáticos. Flores llovían por todas partes, y confeti. La gente se les acercó y los alzaron en hombros hacia la salida. La gente aplaudía y vitoreaba como loca. Todo era perfecta. O bueno, casi todo...

Ya en el hotel, Melinda se lavaba el pelo en la ducha, tratando de quitarse el confeti y la  escarcha con la que se había adornado la frente y el resto de la cara. Cogía el jabón y hacía mucha espuma para luego pasarla por su cara, con fuerza, como si quisiera quitarse toda una capa de piel de esa manera. Se lavó la cara con agua y siguió duchándose, queriendo quedarse allí para siempre.

Afuera, en la cama, Camilo pasaba los canales de televisión con tremenda rapidez. La verdad era que no tenía muchas ganas de ver nada, solo quería distraerse y, si se podía, quedarse dormido con rapidez. No era que estuviera exhausto, aunque sin duda lo estaba. Era más bien el hecho de que supiera que una cosa era el escenario y otra muy distinta, la habitación.

Melinda salió del baño, vestida con una bata del hotel y con otra en la cabeza para secarse el pelo. Se puse frente a un espejo grande que había detrás del pequeño refrigerador de la habitación. Se quitó la toalla y empezó a peinarse, secándose primero.

Camilo la miraba y ella lo sabía. Había dejado de pasar canales y ahora se escuchaba la cansina voz de un comentarista deportivo. El hombre suspiró y dejó de mirar a su esposa. A pesar de haber estado casado dos años, no podía decir que la conocía. Es más, a veces sentía como si durmiera con una persona desconocida. Era una realidad que Melinda nunca había sido de la clase de personas que hablaban mucho. Pero él era su esposo. Había intentado pero nunca quería hablar de nada, prefería ella decidir cuando hablar lo que resultaba molesto.

Mientras se secaba el pelo, la mujer miraba su anillo de matrimonio de vez en cuando. No podía dejar de pensar, como en la ducha, que las cosas sin duda ya no funcionaban. De hecho, no tenía ni idea si alguna vez habían funcionado. Melinda quería mucho a Camilo y eso no estaba en duda pero otra cosa era mantener un matrimonio. Hacía meses que no tenían sexo y jamás compartían mucho más que un postre en un restaurante. Ella lamentaba que Camilo no fuera más romántico.

 - Tienes hambre? - preguntó ella.
 - Algo.
 - Quieres bajar al restaurante?

Camilo solo asintió. Se sentía mal al responderle como lo hacía pero la verdad era que la efusividad no era su fuerte y la verdad era que sabía muy bien que Melinda no respondía de ninguna manera ante el positivismo y la alegría. Era una mujer muy extraña en ese sentido.

En unos quince minutos, ambos estuvieron listos para bajar a cenar. Apenas llegaron al lugar, la gente que estaba allí los aplaudió y algunos se les acercaron para pedir autógrafos o una foto. Una vez más, fingieron sus amplias sonrisas y sacaron a relucir esas falsas personalidades. O tal vez no falsas, sino perdidas en el olvido.

Cuando por fin la gente se dispersó, con ayuda de uno de los camareros, se sentaron a la mesa y leyeron la carta con atención.

Camilo sonrió y Melinda lo vio. Pensó que hacía mucho no veía una sonrisa sincera en él, mucho menos por causa de ella. Cuando se conocieron eran siete años más jóvenes, lo que no parece mucho pero lo es. En esa época Camilo era el hombre más atento del mundo, siempre regalándole cosas pequeñas, dulces y cosas como esa. Era un detalle que ella siempre había adorado de él y no por los regalos sino porque le hacía ver que él pensaba en ella y eso se sentía bien.

La sonrisa de él se debía al primer platillo que vio en la carta. Era salmón ahumado y ese era también el primer platillo que habían cenado juntos. Fue en la cena de unos amigos y fue por ese salmón que habían empezado a charlar. Se burlaron de las dotes de cocinero que tenía su amigo en común. Él era un médico de tiempo completo y creía que sabía cocinar, lo que era cierto, pero no por completo. El salmón estaba bien pero la salsa era horrible y nadie le quería decir. Tanto Camilo como Melinda bromearon al respecto toda esa noche.

 - Están listos para ordenar? - preguntó el camarero que se había acercado silenciosamente.
 - Para mí la trucha al limón.
 - Excelente. Y para usted señor?
 - El salmón ahumado.

Y Camilo, sin pensarlo, le sonrió a su esposa. Ella no supo que hacer, decidiendo mejor mirar el mantel, como si fuera de hora.

 - Y una botella de Dom Perignon. Estamos celebrando.

El camarero sonrió y les dio sus felicitaciones por su victoria en el concurso. Incluso les dijo que había una selección excelente de postres y podían compartir uno por cuenta de la casa. Camilo le agradeció y el hombre se alejó.

Cuando el hombre estuvo lejos, Melinda levantó la mirada y la dirigió a su esposo. No se sentía la misma conexión que en el concurso. Más bien una tensión bastante inquietante. Por la mejilla de la mujer rodó una lágrima.

 - Que pasa? - preguntó él.
 - Que te pasa a ti? Nunca celebramos estas cosas.
 - Y? Hay una primera vez para todo. Además el lugar es muy bonito.

Él miró a su alrededor, como comprobando que lo que había dicho era cierto pero ella no le quitaba la mirada de encima, esa mirada incendiaria.

 - Me siento indispuesta, podemos...?
 - No!

Incluso quienes comían en las mesas cercanas oyeron la respuesta de Camilo. Todos fingieron desinterés e incluso molestia.

 - Que?
 - No, no podemos irnos. Ya ordenamos. No te da vergüenza?
 - Estás loco? En serio te molesta algo tan estúpido?

Ahora era a ella que escuchaban los demás comensales, algunos de los cuales dejaron de fingir y abiertamente miraban hacia la mesa de los bailarines.

 - Al menos puedo molestarme por esto.
 - Que quieres decir?
 - Dejemonos de idioteces, Melinda. Ya, no más.

Ella se limpió la única lágrima, de rabia, que había llorado y se incorporó. Ya todo el mundo los estaban mirando, incluso el personal del lugar.

 - Tienes razón. Ya no tiene sentido seguir con esta farsa.
 - Gracias, por fin eres sincera.

Ella rió.

 - Vaya, y muestras sentimientos. Bravo.

Camilo empezó a aplaudir, lo que hizo que la escena fuera aún más extraña e incomoda de lo normal. Algunas personas empezaban a llamar a los meseros para poder pagar e irse a casa. La situación ya no era cómica sino simplemente lamentable.

 - Mira quien lo dice.
 - Tienes quejas? En serio? Dilas entonces, abre esa estúpida boca alguna vez en tu vida.
 - Tu tampoco hablas mucho.
 - Porque siento que me puedes cortar la cabeza si hablo más de la cuenta. Pero, sabes? Ya me da    igual.

Camilo se puso de pie y le pidió a la gente disculpas por las molestias.

 - Queridos amigos, esto es solo el inicio de un divorcio. No dejen de comer el postre por esto. Se los  ruego.

Bajó cabeza al nivel de la oreja de Melinda y le dijo:

 - Que yo tome este paso es para que sepas lo miserable que me siento al fingir una vida que no tengo  junto a alguien que nunca se ha molestado por preguntarme si quiera como estoy. Yo tengo culpa    pero jamás niegues la tuya. No eres una víctima.

Y entonces Camilo se fue y dejó a Melinda sola. El despistado mesero trajo entonces la comida, cometiendo el error de poner el salmón frente a la mujer, que de un solo golpe mandó el plato al suelo y salió pisando fuerte.

El baile, que se había prolongado por tanto tiempo, había terminado.