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lunes, 29 de mayo de 2017

En llamas

   El hombre estaba arrodillado, gritando. El sonido que producía era desgarrador. Las personas que habían estado hasta hace poco caminando y disfrutando de un día de ocio, corrieron a resguardarse a las tiendas y los baños del centro comercial. Cuando el hombre colapsó, cayendo de rodillas sobre el suelo duro del centro comercial, la gente pensó que se trataba de alguien con problemas de salud. Y sí tenían razón, al menos parcialmente pero no era un mal del corazón ni nada parecido.

 El hombre gritaba con fuerza, extendiendo sus manos hacia delante. Parecía como si las hubiese metido en agua hirviendo, pues las tenía rojas y llenas de ampollas blancas. Era horrible ver como sufría pero estaba claro que nadie podía hacer nada. Las personas habían llamado a la policía, a los bomberos y a varias ambulancias pero todo los servicios estaban esperando órdenes porque no creían poder acercarse. La razón para esto era el cadáver carbonizado de dos personas, al lado del individuo.

 Nadie supo bien cómo sucedió, pero cuando el hombre colapsó o poco antes, dos personas que estaban cerca de él empezaron a arder en llamas. Fueron sus gritos los primeros que se oyeron ese día en el centro comercial y la primera alerta a todo el mundo de que estaba sucediendo algo fuera de lo común. Las dos personas ardieron en minutos, quedando solo los huesos negros a los lados del hombre que parecía estar sufriendo un dolor aún mayor que el de quemarse vivo.

 Su cara también se estaba llenando de ampollas y, de un momento a otro, empezó a quitarse la ropa. Obviamente esto se veía demasiado raro y fue entonces cuando las autoridades decidieron que al menos una sola persona debería acercarse y ver que era lo que le pasaba al pobre hombre. Un bombero se lanzó como voluntario. Se vistió con un traje anti-incendios y caminó despacio, para que el hombre pudiera verlo sin problema. Pero este estaba ocupado.

 Se quitó la ropa haciéndola trizas, quedando totalmente desnudo sobre el frío suelo de concreto. Parecía llorar pero las lágrimas se evaporaban al instante, como si cayeran en una sartén hirviendo. El hombre por fin vio al bombero acercarse y fue entonces cuando un temblor generalizado recorrió las columnas de todo los que miraban: el pobre diablo gritó la palabra “Ayúdeme”. Lo había dicho fuerte y claro. Se notaba en su voz un esfuerzo increíble y un dolor que no parecía poderse explicar con palabras. El bombero, asustado, le respondió al rato.

 “Vengo a ayudar”, dijo el bombero. Era muy joven, menor que el hombre que parecía estarse quemando sin fuego a su alrededor. Las ampollas se multiplicaban y el vapor que producían sus lágrimas parecía estar dejándolo ciego. El bombero miró a los lados, contemplando los cadáveres carbonizados. Sabía que una de sus responsabilidades era la de empacar eso restos para procesarlos y eventualmente entregarlos a los familiares para proceder a enterrar o cremar a sus seres queridos.

 ¿Pero como llegar a los restos con el hombre ahí, a la mitad, sufriendo como loco? El bombero se armó de valor y le preguntó al hombre si podía primero llevarse los cuerpos quemados. El hombre no respondió con palabras, sino con un gemido casi inaudible. El bombero lo tomó como una señal y con la mano llamó a dos de sus compañeros, ya listos con camillas. En poco tiempo, recogieron ambos cuerpos y se los llevaron para ser procesados, como tenía que hacerse.

  El bombero joven estaba sudando. No solo por los nervios que había supuesto ese procedimiento, sino porque sentía que estaba cocinándose en su traje. Según su lectura, la temperatura en el sitio era la normal para la hora y el día en el que estaban pero por alguna razón se sentía casi sofocado. Fue entonces cuando miró al hombre que tenía en frente: había puestos sus antebrazos en el suelo para poder echarse al suelo sin tener que sentir dolor por los cientos de ampollas en su manos.

 Fue entonces que el bombero entendió que el calor que sentía no venía del ambiente sino del hombre que tenía en frente. Para probarlo, dio un paso hacia delante, con cuidado de no molestar. En efecto, la temperatura en el traje pareció elevarse de golpe, como cuando se abre un horno y el calor sale en forma de nube. Se sentía muy parecido, excepto que allí no había ningún aparato domestico sino un hombre que parecía común y corriente, a pesar de sus extrañas heridas.

 El bombero volvió hacia atrás y le preguntó al hombre su nombre. No hubo respuesta. Le pidió que le dijera que hacía en la vida, si tenía familia y si sabía que era lo que el estaba pasando. Todavía tenía la cabeza abajo, como si el dolor no lo dejara erguirse. Gemía. Parecía que quería hablar, que de verdad quería responder a las preguntas. Pero no tenía la capacidad de hacerlo, su cuerpo no se lo permitía. El bombero quiso saber como ayudarlo pero prefirió quedarse quieto porque la verdad era que no tenía ni idea de lo que estaba pasando.

 Entonces, el hombre fue elevando su cara. Su respiración tenía un sonido muy raro, como si se hubiera vuelto ronco de un momento a otro. Pero eso no era lo peor. Cuando el bombero vio sus ojos, dejó salir un grito de susto y dio dos pasos hacia atrás, instintivamente. Lo que sea que le estaba pasando a ese hombre no era algo normal. Todo el que vio el momento, y eran millones pues muchos de los clientes apuntaban a la escena con sus cámaras, no entendió que pasaba.

 Los ojos y la boca del hombre parecían haberse ido de su rostro. Pero en cambio, tenía ahora fuego vivo en ambos lugares. De las cuencas de los ojos y de la boca misma le salían llamas de color naranja, amarillo y rojo. Era impresionante, algo jamás visto. Por un momento, el público pensó que había muerto incendiado de adentro para afuera pero, cuando se levantó del suelo, entendieron que de muerto no tenía nada. De hecho, parecía más fuerte que antes.

 El bombero quiso salir corriendo pero se quedó firme en el lugar donde estaba porque no quería asustar al hombre o lo que fuera que tenía enfrente. Abrió la boca pero la cerró casi de inmediato, dándose cuenta de que no sabía que podía preguntar en semejante momento y menos aún si el hombre frente a él le podría responder de alguna manera. En cambio, se miraron el uno al otro, pues ese fuego seguía sintiéndose como ojos, a pesar de que no lo eran en el sentido tradicional.

 De golpe, todo el cuerpo del hombre se encendió en llamas, como si hubiese regado gasolina por todas partes y luego se prendiera con un fosforo. La diferencia estaba en que este hombre parecía seguir vivo bajo las llamas, pues miró a un lado y al otro, a la gente que se escondía de él y finalmente al bombero que tenía frente a él. Era hermoso pero impresionante al mismo tiempo. Estaba claro que era algo nuevo, un evento sin precedentes en la historia humana.

 El hombre se acercó al bombero y le dijo, en una voz cavernosa, que se sentía morir. Pero lo dijo tranquilo, como si las llamas no estuvieran ya cubriendo su cuerpo. Extendió una mano y sobre ella creó fue o usó el que tenía encima, para formar una bola perfecta.


 Pero el truco fue corto. Las llamas empezaron a apagarse, hasta que el hombre quedó como había sido antes, a excepción de alguna ampollas sobre su cuerpo. Cayó al suelo, finalmente muerto, casi sin rastros de que hacía un rato había estado cubierto en llamas.

miércoles, 10 de mayo de 2017

Rutina semanal

   Como todos los días que iba a la panadería, la señora Ruiz compraba pan francés, una caja llena de panes surtidos y un pastelillo relleno de crema para acompañar el café de las tarde. Como siempre, iba después del almuerzo, muy a las dos de la tarde. Le gustaba esa hora porque podía ver a las personas volviendo a sus puestos de trabajo. A veces compraba algo extra para comerlo sentada en alguna de las bancas del sendero peatonal que tenía que atravesar para llegar a casa.

 Cuando lo hacía, era porque el día era muy bello o porque en verdad quería ver a la gente pasar. Algunos parecían tener problemas serios, iban con la cabeza agachada y la espalda visiblemente tensionada. Otros iban de un lado a otro con una gran sonrisa en la cara, incluso reían. Siempre que veía a alguien así, se le pegaba la risa o se daba cuenta que estaba sonriendo sin razón aparente. Veía gente joven y gente mayor, mujer y hombres, empleados y dueños de empresas. Para ella era apasionante.

 Pero la mayoría de veces, prefería regresar pronto a su casa, en especial porque el clima no dejaba que se quedara mucho tiempo caminando por ahí. Los peores días eran sin duda aquellos en los que ni siquiera podía salir por culpa de la lluvia. Quedarse sentada en casa, viendo la televisión o en la sala tratando de leer mientras las lluvias golpeaban el vidrio de la ventana, no era su manera favorita de pasar un pedazo de la tarde. Ya se había acostumbrado a ver la cara de la gente e imaginar sus vidas.

 Tanto así, que mantenía un pequeño diario y anotaba algunas líneas todos los días. Esta era su tarea justo antes de preparar el café y comerse su pastelillo de crema. Todo su día estaba completamente ordenado, desde las siete de la mañana que se despertaba, hasta las once de la noche, hora en la que normalmente estaba en cama para dormir. Su rutina diaria estaba perfectamente definida. Algunas personas le decían que eso podía ser muy aburridor pero para ella era perfecto.

 La señora Ruiz era viuda y no tenía a nadie con quién compartir sus cosas, ni dentro de la casa ni fuera de ella. Su marido había muerto hacía menos de diez años de un ataque al corazón, cuando todavía era bastante joven, o al menos lo suficiente para estar disfrutando su pensión. Toda la vida había trabajado, desde muy joven, y durante un largo tiempo había buscado la jubilación para poder disfrutar de la vida. Sin embargo, fue meses después de dejar de trabajar cuando el ataque se lo llevó y condenó a la señora Ruiz a estar solo por una buena parte de su vida.

  Había hijos, un hija y una hoja para ser más exactos. Sin embargo, poco la visitaban. A ellos se les había vuelto rutina llamar una vez por semana y creían que con eso cumplían la obligación de estar en contacto con su madre. Solo venían físicamente cuando ella cumplía años o cuando necesitaban algo de dinero, pues su marido le había confiado todos sus ahorros y ella recibía el cheque de la pensión sin falta. Era gracias a ese dinero que podía vivir bien a pesar de no tener a nadie.

 También venía o, mejor dicho, se la llevaban los días de fiesta como Navidad y todo eso pero para ella era siempre un momento muy estresante porque pasaba de no ver a nadie a ver montones de personas, muchas veces gente que ni conocía. Le gustaba pero su cuerpo se cansaba rápidamente y no podía quedarse con los más jóvenes por mucho tiempo. Incluso jugar con sus nietos era un reto para ella y eso que le encantaba hacerlo porque se sentía muy a gusto con ellos.

 Pero eso casi nunca pasaba. Por esos sus salidas después de comer. A veces también salía por las mañanas pero eso solo cuando tenía alguna cita médica o cosas de ese estilo. Odiaba confesarlo pero le encantaba tener esa cita una vez al mes pues el doctor era muy amable con ella y muy guapo también. Era casi como un cita para ella. Además veía otra gente en el hospital y se distraía por algún tiempo más en la semana. Era triste estar feliz en un hospital pero le pasaba seguido.

 De resto, en casa solo tenía montones de libros y la televisión. En cuanto a los primeros, había leído ya un gran número. Su esposo había sido un ávido lector y había comprado muchos títulos a lo largo de los años. Había cuanto genero se pudiera uno imaginar, así como libros gordos y libros muy delgados. Había libros de arte llenos de imágenes y otros de letra pequeña y casi sin espacios para descansar la vista. Lentamente, todos ellos se habían vuelto parte de su rutina diaria.

 En cuanto a la televisión, no era algo que ella adorara. La gente piensa que a todos los adultos mayores les encanta ver la tele pero la señora Ruiz era la prueba de que eso no era cierto. Solo veía algunos programas y lo hacía de noche, cuando necesitaba estar cansada. Porque eso era lo que le provocaba la televisión: un cansancio completo con el volumen que tenía y las imágenes rápidas. Solo veía o trataba de ver una telenovela. Lo peor era cuando se terminaba una y comenzaba la otra, pues a veces se perdía con frecuencia en la trama.

 Los fines de semana eran tal vez sus días favoritos. El domingo era más calmado pero desde hacía años había decidido que el sábado sería su día de hacer lo que ella quisiera. Es decir, que lanzaría su rutina por la ventana, por un día, y haría solamente lo que se le ocurriera. Esto podía resultar en días muy distintos de una semana a otra y eso era precisamente lo que ella estaba buscando, algo de emoción y cambio en su vida, que era sin duda monótona y cansina.

 Muchas veces optaba por ir al cine. No iba siempre a la misma hora y después siempre comía algo en la enorme plaza de comidas del centro comercial que le quedaba más cercano a casa. Como podía caminar hasta allí, era perfecto para cuando quería distraerse con cualquier cosa. Las películas que elegía eran siempre diferentes y cada vez que lo hacía pedía el consejo de una joven cajera que conocía de siempre. La joven le explicaba que nuevas películas habían llegado y de que se trataban.

 Cuando era joven, a la señora Ruiz no le había interesado mucho ni el cine ni muchos de sus géneros como el terror o la ciencia ficción. Pero ahora que era mayor, le encantaba ver películas muy diferentes las unas de las otras. Un sábado era alienígenas asesinos, el siguiente una pareja enamorada en alguna ciudad europea y al siguiente una película llena de explosiones y artes marciales. Ninguna recibía su descontento, muy al contrario. Todas la hacían muy feliz.

 A veces, si todavía tenía energía después de la película y de comer, se ponía a pasear por el centro comercial. Recorría cada pasillo, sin importar si estuviera lleno de gente o más bien vacío. Le gustaba hacerlo pues así llegaba rendida a casa y dormía mucho mejor de lo normal. Le gustaba estar cansada para sentir que había tenido un día igual de agitado que los demás. Sentía a veces que nada había cambiado y, aunque eso obviamente no era cierto, la ilusión la hacía sentir plena.

 Los domingos los tenía reservados en su rutina semanal. Esos días siempre se vestía con sus mejores vestidos y se arreglaba como si fuera a ir a una fiesta. Pero esa no era la razón. Contrataba un servicio especial que la llevaba a su destino y las esperaba lo suficiente.


  Iba siempre con flores y se sentaba al lado la tumba de su marido por horas y horas, a veces solo la levantaba la lluvia o el frío de la noche que llegaba. Durante ese tiempo, hablaban largo y tendido, o esa era la idea. Los domingos eran solo para él.

miércoles, 15 de marzo de 2017

Primeras veces

   Toda vez que fuese la primera, me ponía nervioso. Era algo que me pasaba desde que era pequeño y tenía que ir a la escuela, de nuevo, cada año. El primer día de clases era una tortura pues muchas veces era en un lugar nuevo, con personas nuevas. Y cuando no lo era, no estaba seguro de si quedaría con mis amigos o con otros con lo que no simpatizaba mucho que digamos. Era una tortura tener que vivir esa incertidumbre una y otra vez. Esto no era nada diferente.

 Me había mirado la cara varias veces antes de salir, en el espejo del baño y en el que había en el recibidor. Tenía la sensación de que no iba bien vestido pero tampoco sabía como solucionar el problema. Me había puesto ropa formal pero no nada muy exagerado tampoco. No quería que creyeran que estaba teniendo alucinaciones, creyendo que me iban a contratar como el ejecutivo del año en la empresa o algo por el estilo. Solo quería dar a entender que era responsable y ordenado.

 Decidí salir con tiempo por dos razones: eso me daba la posibilidad de tomar el bus que iba directo y era más barato que un taxi pero también me daba la oportunidad de relajarme un poco y no estar tan tenso. Esa era la idea al menos porque la verdad no me calmé en los más mínimo durante todo el recorrido y eso que fue de casi una hora. El efecto había sido el contrario: esperar y esperar aumentaban mi tensión y podía sentir dentro de mi como me circulaba la sangre, haciendo mucha presión.

 El autobús lo tuve que esperar algunos minutos, cosa que no redujo mucho aquella tensión. Iba con tiempo y se suponía que nada de eso me tenía que poner tenso y, sin embargo, estaba moviendo los pies sin descanso y daba vueltas en la parada como si fuera un tigre esperando que lo alimenten. Las personas que estaban en el lugar me miraban bastante pero no parecían interesados de verdad sino solamente curiosos. Al fin y al cabo, para ellos todo el asunto no era nada nuevo.

 Ya en el bus, tuve un momento de indecisión para  elegir la silla en la que iba a sentarme. Tanto me demoré en decidir que las sillas se ocuparon y tuve que mantenerme de pie, con la mano firmemente agarrada a uno de los tubos que pasan por encima de las cabezas de los pasajeros. Mi mano parecía querer pulverizar el tubo y varias veces tuve que recordarme a mi mismo que tenía que respirar y relajarme, no podía seguir así como estaba o simplemente moriría de un infarto. Cerrar los ojos y respirar lentamente fue la clave para no morir allí mismo.

 El viaje en el autobús se sintió mucho más largo de lo que había esperado. Eso sí, me tomó una hora ir de un punto a otro pero como estaba tan desesperado, había vivido el recorrido como si la distancia hubiese sido el triple. Lo peor fue cuando, en un momento dado, sentí que estaba sudando: una gota resbaló desde la línea de mi cabello, por todo el lado de mi cara, hasta el mentón. Allí se había quedado y luego caído al suelo del bus. Obviamente sentía que todos me miraban, pero nadie lo hacía.

 Cuando el autobús paró para recoger pasajeros, aproveché para limpiarme la cara. No estaba tan sudoroso como pensaba pero de todas maneras me limpié y traté de mantener la calma. Tratando de no ser muy evidente, me revisé debajo de las axilas muy sutilmente para saber si había manchado la camisa recién planchada que tenía puesta. Sí se sentía un poco húmedo pero no tanto como yo pensaba. Traté en serio de respirar pero no me sentía muy bien. Sentía que me ahogaba.

 Traté de no hacer escandalo. Respiré como pude por la nariz y apreté el tubo al que estaba garrado con mucha fuerza. Creo que una lágrima me resbaló por la cara pero no lo hice mucho caso. Solo traté de poder respirar un poco más. Cuando sentí que el oxigeno fluía de nuevo, tomé un gran respiro y me limpié la cara. Fue entonces que, como por arte de magia, me di cuenta que por fin había llegado adonde quería estar. Casi destruyo el botón de parada del bus con el dedo.

 Apenas bajé, sentí como si el mundo por fin estuviese lleno de aire para respirar. Estaba temblando un poco y me di cuenta de que casi había tenido una crisis nerviosa. Ya de nada servía seguirme diciendo que me relajara y que no tenía razones para preocuparme. Todo eso no servía para nada puesto que yo siempre vivía las cosas de la misma manera, nada puede cambiar el hecho de que me den nervios al estar tan cerca de algo que me pone en una tensión increíble. Así soy.

 Tenía que caminar un poco para llegar adonde necesitaba. Tenía aún unos cuarenta y cinco minutos para respirar el aire de la ciudad, relajarme cruzando por andenes y un parque pequeño, hasta llegar a un conjunto de torres de oficinas que parecían haber sido construidas hacía muy poco tiempo. Automáticamente, saqué mi celular para revisar la dirección, a pesar de haberla buscado un sinfín de veces antes de salir. Solo quería asegurarme de que todo estuviese bien. Me detuve un momento para tomar aire y entonces me dirigí a uno de los edificios.

  Me revisó un guarda de seguridad y luego pasé a la recepción para decir que venía por una entrevista de trabajo. Se suponía que era una formalidad, pero yo nunca me he creído eso de que las cosas estén ya tan seguras antes de hacerlas. No creo que nada sea seguro hasta que hay contratos o hechos de por medio que lo garanticen. Por eso estaba nervioso y por eso siempre lo estoy cundo se trata de cosas que pueden irse para un lado o para el otro. Nada es cien por ciento seguro, ese es mi punto.

 La joven recepcionista me dijo que tomara el ascensor al séptimo piso. Me dio también una tarjeta para poder pasar por los torniquetes de acceso al edificio. Fue un momento divertido pues era como entrar a una estación de tren pero sin viajar a ningún lado, a menos que se cuente el corto trayecto en ascensor como un viaje. Apenas entré en el aparato, dos personas más lo hicieron conmigo pero se bajaron bastante pronto. Solo estaba yo para ir al séptimo piso. El ascensor no hacía ruido.

 Cuando se abrieron las puertas, tuve que tomar otra bocanada de aire. Me sentí muy nervioso de repente y tuve que caminar despacio hasta una nueva recepción, donde otra joven mujer me miró un poco preocupada pero pareció olvidar su preocupación cuando le dije a lo que venía. Marcó un número en un teléfono, habló por unos pocos segundos y entonces me dijo que esperara sentado a que vinieran por mi. Frente a ella había algunas sillas donde se suponía que debía esperar.

 Pero elegí no sentarme, ya había estado mucho tiempo sentado en el bus. Quería estirar un poco la espalda puesto que el retorno a casa iba a ser del mismo modo. Con la mirada recorrí el lugar y detallé que no había cuadros de ningún tipo en el lugar, ni siquiera afiches o algo por el estilo. Todo era gris, casi tan lúgubre como el espacio de trabajo de un dentista. No había nadie más en la sala de espera. Solo estábamos yo y la señorita recepcionista que parecía estar leyendo una revista.

 El ascensor se abrió en un momento dado y salieron algunas personas, todas evitando mirarme a los ojos. Me pareció algo muy raro, aunque no del todo extraño. Volvían al trabajo de comer y seguro tendrían sueño en unos minutos. Era la parte más difícil del día.


 Por fin, la persona que había venido a ver vino por mi. Sentí que era mis piernas las que me hacían mover y no yo. Nos dirigimos a su oficina y fue muy amable. Tan amable de hecho que su primera pregunta fue: “¿Cuando puedes empezar?”

lunes, 6 de marzo de 2017

Sangre tibia

   De pronto sentí la mano tibia y fue cuando me di cuenta de que estaba sobre un charco de sangre. Y entonces vi lo que había hecho y todo el color que tenía en mi rostro se fue de golpe. No podía gritar ni moverme. Era tan horrible, que no podía dejar de mirar y, al mismo tiempo, no podía mover la cabeza. Yo había hecho eso. No había manera de echar el tiempo para atrás ni de disculparme. Estábamos ya mucho más allá de todo eso. Cuando por fin pude moverme, me retiré con un sonido extraño  y las manos cubiertas de sangre oscura y espesa.

 Salí de esa habitación dando tumbos, golpeándome con la puerta y luego con muebles que había afuera. Me sentía mareado. Sentí ganas de vomitar pero me contuve justo a tiempo. No quería hacerle a nadie más fácil el hecho de encontrarme. Podía sonar tonto pero estaba al mismo tiempo muy consciente de lo que había ocurrido pero también aturdido y atontado. Como pude, llegué hasta la puerta de la casa, que seguía abierta, y salí a la entrada de la casa donde había dos vehículos.

 En uno de ellos había llegado yo, el otro era de él. Siento que me quedé mirándolos por un largo tiempo hasta que me decidí por el coche de él. Tuve que devolverme a la casa, a una mesita pequeña, donde siempre dejaba él las llaves del automóvil. Las apreté en mi mano y salí de nuevo de la casa corriendo, como sin querer ver nada de ese lugar nunca más. Entré en el vehículo con rapidez y tomé bastante aire antes de prenderlo y salir por la puerta automática.

 Minutos después, iba por la autopista sin un destino fijo. No iba a la ciudad, a casa, puesto que sería una estupidez ir hacia allá. Podía ser que ya supieran quién era por alguna razón y sería mejor no hacerle el trabajo demasiado fácil. Sabía que lo había hecho estaba mal pero no quería afrontar las consecuencias de manera tan rápida. Necesitaba un tiempo para poner las cosas en orden, saber qué era lo que quería hacer y como. Debía de asimilar la posibilidad de ir a la cárcel.

 Se hizo de noche pronto pero seguí hacia delante hasta que el automóvil se quedó sin gasolina. Tuve que detenerme en la gasolinera más solitaria en el mundo, donde solo había un dependiente con cara de aburrido que no pareció ver mi ropa manchada de sangre. Me había limpiado las manos dentro del auto antes de salir pero el trabajo no había sido muy bueno. Apenas pagué la gasolina, seguí mi camino hacia un lugar que no conocía y en el que no sabía lo que se supone que debía hacer.

 Me tuve que detener una vez más cuando tuve ganas de ir al baño. No tenía sueño ni nada por el estilo pero sí ganas de orinar. Me detuve en un restaurante de carretera, igual de solitario que la gasolinera. Me lavé como pude la sangre y quise quitarme la ropa manchada pero no había con que cambiarla. Debía ir a algún lado a comprar algo de ropa para estar limpio. Eventualmente, también debía detenerme en algún lado a descansar pues no sería buena idea conducir sin haber dormido.

 Creo que fueron dos horas más por la carretera, cubierta de oscuridad y de estrellas bien arriba. Hasta que por fin, encontré un lugar para pasar la noche. Era obvio que era uno de esos hoteles para camioneros, pero el punto era descansar un poco y poderme hablar, así no me pudiese cambiar de ropa. Me dieron la habitación más pequeña. Aproveché para ducharme y luego traté de dormir pero no podía cerrar los ojos. La imagen de su cuerpo tirado en el piso me acosaba.

 Solo dormí unas cuantas horas, durante las que me desperté en un sinfín de ocasiones, hasta que decidí arrancar para aprovechar el día. No tenía ni idea adonde iría pero el clima ya había cambiado pues me acercaba cada vez más al océano, donde no tendría más lugar para donde huir. Y no tenía pasaporte ni nada por el estilo si es que me daba en algún momento por salir huyendo del país, pero puede que eso fuera la idea más tonta del mundo pues siempre cogían así a la gente en las películas.

 Lastimosamente, no estaba en una película, era la realidad. Y en la realidad a la gente le importaba mucho si uno mataba o no a otro ser humano y las razones para hacerlo nunca eran una justificación para nada. Además, pensaba, nadie más debe saber las razones de nuestro enfrentamiento y de porqué de su gemelo desenlace. Eso es algo que me concierne a mi y al pobre que ya está muerto, a nadie más. En todo caso sería muy difícil de explicar y mi cabeza no estaba para eso.

 Entré a un pueblo pequeño y busque una tienda donde pudiese comprar ropa. Menos mal todavía llevaba mi billetera en el pantalón y tenía un solo documento de identidad que podría servirme de algo o, al revés, servir para saber donde estoy. Pero no quería preocuparme por eso, primero lo primero. Como ya sentía más calor, decidí comprar una bermuda, una camiseta como de playa y unas sandalias de color amarillo. Después de pagar, pedí permiso para cambiarme dentro de la tienda. Al salir, tiré la ropa manchada en un bote de basura grande.

 Seguí conduciendo por varias horas más hasta que las plantas que crecían a un lado y al otro de la carretera empezaron a cambiar de nuevo. Ahora había plantas de banano y palmeras de todos los tipos. Estaba en clima cálido y el mar estaba cada vez más cerca. Mientras me acercaba a él, quise tener un plan de lo que iba a hacer ahora en adelante, pero la verdad era que mi cerebro no podía concebir nada como eso. Incluso me pasó la idea de entregarme, pero eso era muy ridículo.

 Ellos debían encontrarme y punto, no iba a pensar nada más sobre eso. Debían de esforzarse y juntar las piezas del rompecabezas. El automóvil que había dejado en la casa de él no era mío pero no sería difícil conectar los puntos. Y al estar tan mareado al salir, puede que mis huellas hubiesen quedado por todo el lugar, lo que cerraría el caso en un abrir y cerrar de ojos. El punto era que no fuese todo tan fácil pues estaba seguro de no estar listo para la cárcel, no por el momento.

 Al llegar a un intercambiador, decidí seguir la costa hasta una ciudad de tamaño medio, famosa por su dedicación al turismo y al cuidado de un parque nacional que estaba muy cerca. Conduje por un par de horas más hasta que llegué a la ciudad. Lo primero era deshacerme del vehículo y luego tendría dinero suficiente para establecerme en algún sitio, comer y tratar de descansar para esperar por un nuevo día que podía ser igual de malo que el que estaba viviendo.

 Me quedé en un hotel unos tres días hasta que conseguí un empleo como guardabosques en el parque nacional. Ellos contrataban a cualquiera que estuviera dispuesto a hacerlo y proporcionaban una pequeña cabaña en la cual vivir. Desde el primero momento adentro, supe que eso era lo que debía hacer en este momento de mi vida. He arreglado la casita lo mejor posible, con pequeños detalles tontos que he comprado por ahí. El carro lo vendí al poco tiempo de mudarme y ese dinero ha sido de gran utilidad.

 No solo me ha servido para sobrevivir sino que vivo una vida bastante confortable al borde de la civilización, dando paso a eco turistas que quieren ir a tomar fotos de animales o solo quieren penetrar en un bosque cerca del mar, entre este y la montaña. A veces hago de guía.


 Pero lo principal es que sigo esperando. Sigo esperando con paciencia el día en que vengan por mi, me lean mis derechos y me digan cuales son los cargos de los que me acusan. Estoy esperando ser juzgado y condenado para siempre. Estoy queriendo verlo pronto.