Mostrando las entradas con la etiqueta sangre. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta sangre. Mostrar todas las entradas

viernes, 2 de junio de 2017

Exilio

   El sonido del metal de las cucharas contra la pared de las latas era lo único que se podía oír en ese paraje alejado del mundo. Los dos hombres, jóvenes, comían en silencio pero con muchas ganas. Parecía que no habían probado bocado en un buen tiempo, aunque saberlo a ciencia cierta era bastante difícil. Lo que comían era frijoles dulces. Los habían calentado en las mismas latas sobre una pequeña hoguera que humeaba detrás de ellos. No muy lejos tenían armada una tienda de campaña.

 Apenas terminaron la comida, se quedaron mirando el mar. El sonido de las olas estrellándose contra las rocas negras y afiladas era simplemente hermoso. Los dos hombres se quedaron mirando la inmensidad del océano por un buen rato. Sus ropas, todas y sin excepción, estaban manchadas de sangre. En algunas partes eran partículas oscuras, en otras manchones oscuros que parecían querer tragarse el color original de la ropa. Pero ellos seguían mirando el mar, sin importar la sangre ya seca.

 Uno de ellos tomó la lata del otro y caminó cuesta arriba hasta el pequeño sector plano donde estaba la tienda. Allí adentro echó las latas en una bolsa que tirarían luego, quien sabe donde. La tienda era e color verde militar y no muy gruesa que digamos. Adentro debían dormir los dos juntos pero apenas habían espacio para dos personas y solo un saco de dormir. Tenían que vérselas como pudieran pues dos fugitivos no podían exigir nada y mucho menos darse lujos en el exilio.

 El que dejó la bolsa de la basura en la tienda se devolvió, quedando sentado al lado de su compañero. Tenía el pelo medio oscuro pero, cuando pasaba por el sol, parecía que se le incendiaba la cabeza porque los cabellos se tornaban de un color rojizo, muy extraño. Su nombre no lo sabía, lo había perdido en el lugar de donde habían escapado y no había manera de devolverse para preguntar. En lo poco que habían estado juntos, no había habido tiempo para darse a conocer mejor.

 El otro prefería que le hablaron por su apellido. Orson así lo demandaba de todos los que conocía puesto que su nombre de pila era demasiado ordinario y agradecía a su madre tener un apellido medio interesante para que él pudiese usarlo. El de su padre, jamás lo había sabido. Esa era la vida de él y jamás se quejaba porque sabía que no tenía caso. Tal vez por eso no le exigía a su compañero que le dijera su nombre, apodo o apellido. Cada persona tiene derecho a vivir como mejor le parezca, o al menos eso era lo que él pensaba desde hacía tiempo.

 En algunas horas iba a caer la noche pero el sol flotando a lo lejos sobre el mar era un visión magnifica. Era como ver algo que solo estaba reservado para unas pocas personas. Tener el privilegio de estar ahí, en esa ladera que bajaba abruptamente a una playa llena de roca y al mar salado, era algo que ninguno de los dos había pensado tener. Mucho menos el chico sin nombre que no había estado a la luz del sol en muchos meses. Por eso su piel era tan blanca, sus ojos tan limpios.

 Orson lo miró de reojo y se dio cuenta de que el chico estaba fascinado con el atardecer. La luz naranja los bañaba a los dos y era hermoso. Orson se dio cuenta, por primera vez, que el otro era un poco más joven que él, pero no demasiado. Lo exploró con la mirada, fijándose sobre todo en sus brazos. Eran largos y delgados pero tenían una particularidad: estaban marcados por varios rastros de inyecciones, quien sabe si para sacar sangre o para meter algo dentro de él.

 El chico se movió, diciendo que tenía frío. Era natural. Orson tenía la chaqueta puesta hacía rato pero el desconocido no, parecía que en verdad no se había fijado en la temperatura desde hacía tres días, cuando sus vidas se habían encontrado y los eventos que habían culminado con sus escape habían empezado. Desde entonces no se había fijado si hacía frío o calor. Se devolvió de nuevo a la tienda de campaña y sacó de ella una chaqueta idéntica a la de Orson.

 Casi todo lo que tenían era nuevo. Con dinero sacado de su cuenta personal en un cajero seguro, Orson había decidido comprar todo lo que iban a necesitar. La tienda de campaña era la mejor que había podido conseguir y el dinero era la razón por la que solo tenían una sola bolsa de dormir. Las chaquetas eran una promoción y dentro de una maleta en la tienda tenían varias latas más de comida fácil de preparar. Habían tenido que hacer esas compras deprisa y sin atraer la atención.

 Hasta ese lugar habían llegado caminando, después de varias horas. Era un sitio alejando del mundo de los seres humanos que iban y venían con sus rutinas incansables. Allí nadie iría a buscarlos y, si lo hacían, tendrían que enfrentarse a dos personas que habían masacrado a por lo menos diez hombres adultos, entrenados y armados. No cualquier querría enfrentárseles y eso era una clara ventaja para su seguridad. El chico regresó con la chaqueta puesta y se sentó al lado de Orson, poniendo la mano muy cerca de la suya. Se miraron a los ojos un instante y luego al mar.

 Cada vez era más tarde pero algo hacía que no se quisieran meter en la tienda de campaña. En parte era todavía muy temprano pero también estaba la particular situación para dormir. Solo habían dormido una noche allí y Orson había decidido quedarse sin bolsa de dormir. Pero ya sabía lo frías que podían ser las noches en ese rincón del mundo y la verdad era que no quería pasar otra vez de la misma manera. Si lo hacía, seguro amanecería congelado o algo así, por lo menos.

 La hoguera no la podían prender. Lo habían pensado, para calentarse los cuerpos durante la noche. Además, proporcionaría una excelente oportunidad para hablar y conocerse mejor. Si iban a huir de las autoridades juntos, lo mejor era saber un poco más del otro, conocerse a un nivel aceptable al menos. Pero la hoguera era solo para cocinar en el día, cuando nadie notaría la luz. De noche, sería un faro para quienes quisieran hacerles daño o para curiosos no deseados.

 Cuando ya estuvo completamente oscuro, Orson se resignó: debía dormir fuera de la bolsa de dormir de nuevo. Al fin y al cabo, el joven había vivido mucho tiempo en un estado traumático y habría sido injusto hacerlo pasar por más situaciones de ese estilo. Así que se encaminaron a la tienda de campaña y Orson le dijo al chico que se metiera en la bolsa de nuevo. Este lo miró y se negó con la cabeza. Le dijo que hoy le tocaba a él. Era raro oír su voz, algo suave pero severa al mismo tiempo.

 Se quedaron mirándose, como dos tontos, hasta que Orson le dijo a su compañero que podrían intentar meterse los dos a la bolsa de dormir. No estaba hecha para dos pero era mucho más grande que una sola persona. Así que podrían intentarlo. Orson era alto pero no muy grande de cuerpo y el otro estaba muy delgado y parecía haber sido más alto antes. Intentar no le hacía daño a nadie y les arreglaba un problema que iban a seguir teniendo durante un buen tiempo.

 No sabían cuando podrían dejar de correr o si cambiarían de ambiente al menos. Así que arreglárselas con lo que tenían no era una mala idea. Se metieron en la tienda de campaña y, después de varios forcejeos, entraron los dos en la bolsa de dormir.


 No era cómodo pero tampoco había sido tan difícil. Podían al menos girar y dormir espalda con espalda. Pero eso no pasó. Nunca supieron si dormidos o no, pero se abrazaron fuerte y así amanecieron al otro día, con el cantar de las gaviotas.

miércoles, 24 de mayo de 2017

Invasor

   El sonido de la manera rompiéndose se escuchó como estruendo por los alrededores. Pero nadie vino a mirar que había pasado. Si lo hubiesen hecho, podrían haber visto como un hombre de considerable estatura le disparaba a la gran cantidad de criaderos de abejas que había en el lugar. Cuando terminó de disparar, se retiró y nunca se supo más de él. El dueño de la granja sabía que el atacante debía tener picaduras, puesto que las abejas responden así a las agresiones. Pero la policía nunca encontró nada.

 Raúl, el dueño de las abejas, dependía casi exclusivamente de la miel que producción para poder sobrevivir. Por eso sabía bien que, quién sea que fuese el responsable del ataque, estaba claro que quería destruirlo de la forma más cobarde posible. Sin la miel, Raúl no tenía nada de dinero y obviamente lo necesita para poder mantener la granja y a sí mismo. Porqué el no plantaba nada ni criaba ningún otro tipo de animal que no fueran las abejas. Pero ellas ya no estaban.

 Con algunos pedazos de panal y abejas atrapadas en ellos, trató de comenzar de nuevo su negocio pero lo que tenía no era suficiente, por lo que dejó de intentar pocos meses después. Su familia le pedía que se mudaran, que intentaran vivir en la ciudad, al menos hasta que tuviesen dinero de nuevo para poder intentarlo más adelante. Pero Raúl era terco y no quería escuchar nada ni hacer algo diferente a contemplar el sin número de maneras que podría intentar para retomar su vida anterior.

 Pero los días y los meses pasaron. Cuando se cumplió un año, Raúl y su familia habían bajado considerablemente de peso. Se veían demacrados y claramente mal alimentados. Fue entonces cuando la esposa se cansó, tomó al hijo que tenían y se lo llevó a casa de su madre. Le pidió a Raúl que reconsiderara pero él no quería dejar su granja. Ella se fue después sin poder argumentar más, pues sabía que jamás lo convencería. Y a él no le importó por la misma razón.

 Entonces el hombre se quedó solo en una casa donde no había nada, solo frío y un silencio que parecía ahogar la vida. Sabía que no era un lugar apropiado para vivir pero no podía pensar en otra cosa que en volver a establecer sus panales y poder producir la miel que vendía a muchos de los negocios de la zona. Había sido su sueño por muchos años y por fin lo estaba logrando. Para él no era nada justo que en un minuto la vida de alguien pueda cambiar de semejante manera. Le daba rabia pensar en todo lo sucedido. Cada segundo se hacía más y más solitario.

 La semana siguiente, Raúl viajó a la casa de su suegra para recuperar a su familia. Pidió hablar en privado con su esposa y le explicó como para él todo el plan de las abejas había sido algo clave en su vida y en su desarrollo como persona. Se disculpaba por no haberlos tenido en cuenta para nada, pero también quiso explicar lo difícil que era aceptar que las cosas buenas que le habían pasado ya no parecían volver a querer pasar. Tenía que seguir adelante, sin mirar al pasado.

 La familia fue convencida y volvieron a la granja. La esposa de Raúl le sugirió que podían empezar a plantar frutas y verduras. No importaba que no funcionara como negocio pues podían utilizar las plantas para ellos mismos. Era algo sencillo y requerían la misma calidad de cuidados que le daba a las abejas, solo que esta vez su esposa había prometido ayudarle.. Y así fue como sucedió: plantaron semillas de gran cantidad de verduras y mientras las cuidaban, tuvieron que ahorrar como nunca.

Al cabo de un tiempo, todo estaba listo para cosechar. La idea era guardar uno de cada producto para la casa, con la meta de probar las verduras y ver si tenían un sabor óptimo. El tamaño no era algo que los preocupara mucho pero tenían que saber bien para poder ser vendidas en los alrededores e incluso más lejos. No pasó mucho tiempo antes de que se dieran cuenta que lo habían hecho sorprendentemente bien. Las calabazas eran deliciosas, así como las zanahorias, las cebollas y las lechugas, entre otros alimentos.

 La esposa de Raúl fue quien contactó a los comerciantes y los invitó a la casa a degustar las legumbres y las frutas para ver que opinaban. La invitación terminó en una batalla por saber quien se iba a quedar con los productos. Al final, se decidieron por la única persona que no solo parecía interesada en ganar dinero, sino que también se notaba que sabía de lo que estaba hablando, que no estaba allí solo por probar. Era la mejor decisión que podían tomar, para estar mejor.

 Meses después, el negocio crecía a un ritmo acelerado. Tanto así que tuvieron que plantar en tierras que nunca antes habían sido utilizadas. Los pocos restos que habían quedado de los panales tuvieron que ser removidos para poder plantar tomates y a Raúl eso le entristeció un poco pero sabía que era para lo mejor. Al fin y al cabo todo lo que producía se estaba vendiendo como pan caliente. Tan bien de hecho, que pudieron remodelar la vieja casa de la granja y convertirla en la casa de los sueños de toda la vida. Era su pequeño paraíso sobre el mundo.

 Sin embargo, una noche el ladrido del perro los despertó. El perro era nuevo, no había estado con ello sino algunos meses y el hijo de Raúl estaba prácticamente enamorado de él. Se la pasaba siguiéndolo cuando era de día, tratando de tomarle la cola y abrazándolo con fuerza. Cabe decir que el perro no es precisamente de una de las razas más calmadas del mundo. De hecho es exactamente lo contrario, y es por eso que ladra como loco cuando alguien se acerca.

 Esta vez, Raúl estaba preparado con un arma de balines que había adquirido. Parecía no hacer mucho daño pero el dolor de los perdigones en la piel no era nada que ignorar. Así que salió con su arma y corrió hacia los ladridos. Por alguna razón, el invasor estaba de nuevo en el sitio donde habían estado los panales. La diferencia es que está vez estaba prendiendo fuego a las plantas. Quería crear un incendio de grandes proporciones para arruinar, de nuevo, a Raúl.

 Este último actuó de inmediato. Disparó el arma tres veces contra la sombre que había en la mitad de sus tomates y pudo oír como el cuerpo caía como un bulto de papas al suelo. Se quejaba pero no hizo más ruido. Mientras más se acercaba, podía oler el humo que salía de las plantas que iban a ser quemadas. Estampó el suelo con sus botas de plástico y luego se acercó al cuerpo silencioso del invasor. Fue en un segundo que la sombra se puso de pie y retuvo a Raúl en una llave.

 El invasor era alto y muy fuerte y apretaba tanto a Raúl que este tuvo que tirar su arma al suelo para poder usar las manos para intentar liberarse de la poderosa llave. Hizo mucha fuerza, una y otra vez pero no pasaba nada. Entonces el tipo empezó a apretar y el aire fue haciéndose cada vez más escaso. Pero no solo sentía que se le iba el aire sino que también parecía que su cuello iba a romperse en cualquier momento. Trató de patearlo, de hacer algo, pero no podía.

 Fue entonces que se escuchó un disparo y la llave se relajó. Raúl cayó al suelo, empujado por el gran peso del cuerpo del atacante. Se dio cuenta al mirar hacia abajo, que de su cara goteaba sangre. Por un momento pensó que era él pero cuando vio a su esposa lo entendió todo.


 Ella se abrió paso hasta él con rapidez. En una de sus manos tenía un arma pero esa no disparaba perdigones sino balas de verdad. Era la primera vez que Raúl la veía. El hombre yacía muerto en el suelo y la mujer lo volteó para poder verle la cara. Pero el disparo había sido tan certero que ya no había manera de saber quién había sido ese desgraciado.

lunes, 6 de marzo de 2017

Sangre tibia

   De pronto sentí la mano tibia y fue cuando me di cuenta de que estaba sobre un charco de sangre. Y entonces vi lo que había hecho y todo el color que tenía en mi rostro se fue de golpe. No podía gritar ni moverme. Era tan horrible, que no podía dejar de mirar y, al mismo tiempo, no podía mover la cabeza. Yo había hecho eso. No había manera de echar el tiempo para atrás ni de disculparme. Estábamos ya mucho más allá de todo eso. Cuando por fin pude moverme, me retiré con un sonido extraño  y las manos cubiertas de sangre oscura y espesa.

 Salí de esa habitación dando tumbos, golpeándome con la puerta y luego con muebles que había afuera. Me sentía mareado. Sentí ganas de vomitar pero me contuve justo a tiempo. No quería hacerle a nadie más fácil el hecho de encontrarme. Podía sonar tonto pero estaba al mismo tiempo muy consciente de lo que había ocurrido pero también aturdido y atontado. Como pude, llegué hasta la puerta de la casa, que seguía abierta, y salí a la entrada de la casa donde había dos vehículos.

 En uno de ellos había llegado yo, el otro era de él. Siento que me quedé mirándolos por un largo tiempo hasta que me decidí por el coche de él. Tuve que devolverme a la casa, a una mesita pequeña, donde siempre dejaba él las llaves del automóvil. Las apreté en mi mano y salí de nuevo de la casa corriendo, como sin querer ver nada de ese lugar nunca más. Entré en el vehículo con rapidez y tomé bastante aire antes de prenderlo y salir por la puerta automática.

 Minutos después, iba por la autopista sin un destino fijo. No iba a la ciudad, a casa, puesto que sería una estupidez ir hacia allá. Podía ser que ya supieran quién era por alguna razón y sería mejor no hacerle el trabajo demasiado fácil. Sabía que lo había hecho estaba mal pero no quería afrontar las consecuencias de manera tan rápida. Necesitaba un tiempo para poner las cosas en orden, saber qué era lo que quería hacer y como. Debía de asimilar la posibilidad de ir a la cárcel.

 Se hizo de noche pronto pero seguí hacia delante hasta que el automóvil se quedó sin gasolina. Tuve que detenerme en la gasolinera más solitaria en el mundo, donde solo había un dependiente con cara de aburrido que no pareció ver mi ropa manchada de sangre. Me había limpiado las manos dentro del auto antes de salir pero el trabajo no había sido muy bueno. Apenas pagué la gasolina, seguí mi camino hacia un lugar que no conocía y en el que no sabía lo que se supone que debía hacer.

 Me tuve que detener una vez más cuando tuve ganas de ir al baño. No tenía sueño ni nada por el estilo pero sí ganas de orinar. Me detuve en un restaurante de carretera, igual de solitario que la gasolinera. Me lavé como pude la sangre y quise quitarme la ropa manchada pero no había con que cambiarla. Debía ir a algún lado a comprar algo de ropa para estar limpio. Eventualmente, también debía detenerme en algún lado a descansar pues no sería buena idea conducir sin haber dormido.

 Creo que fueron dos horas más por la carretera, cubierta de oscuridad y de estrellas bien arriba. Hasta que por fin, encontré un lugar para pasar la noche. Era obvio que era uno de esos hoteles para camioneros, pero el punto era descansar un poco y poderme hablar, así no me pudiese cambiar de ropa. Me dieron la habitación más pequeña. Aproveché para ducharme y luego traté de dormir pero no podía cerrar los ojos. La imagen de su cuerpo tirado en el piso me acosaba.

 Solo dormí unas cuantas horas, durante las que me desperté en un sinfín de ocasiones, hasta que decidí arrancar para aprovechar el día. No tenía ni idea adonde iría pero el clima ya había cambiado pues me acercaba cada vez más al océano, donde no tendría más lugar para donde huir. Y no tenía pasaporte ni nada por el estilo si es que me daba en algún momento por salir huyendo del país, pero puede que eso fuera la idea más tonta del mundo pues siempre cogían así a la gente en las películas.

 Lastimosamente, no estaba en una película, era la realidad. Y en la realidad a la gente le importaba mucho si uno mataba o no a otro ser humano y las razones para hacerlo nunca eran una justificación para nada. Además, pensaba, nadie más debe saber las razones de nuestro enfrentamiento y de porqué de su gemelo desenlace. Eso es algo que me concierne a mi y al pobre que ya está muerto, a nadie más. En todo caso sería muy difícil de explicar y mi cabeza no estaba para eso.

 Entré a un pueblo pequeño y busque una tienda donde pudiese comprar ropa. Menos mal todavía llevaba mi billetera en el pantalón y tenía un solo documento de identidad que podría servirme de algo o, al revés, servir para saber donde estoy. Pero no quería preocuparme por eso, primero lo primero. Como ya sentía más calor, decidí comprar una bermuda, una camiseta como de playa y unas sandalias de color amarillo. Después de pagar, pedí permiso para cambiarme dentro de la tienda. Al salir, tiré la ropa manchada en un bote de basura grande.

 Seguí conduciendo por varias horas más hasta que las plantas que crecían a un lado y al otro de la carretera empezaron a cambiar de nuevo. Ahora había plantas de banano y palmeras de todos los tipos. Estaba en clima cálido y el mar estaba cada vez más cerca. Mientras me acercaba a él, quise tener un plan de lo que iba a hacer ahora en adelante, pero la verdad era que mi cerebro no podía concebir nada como eso. Incluso me pasó la idea de entregarme, pero eso era muy ridículo.

 Ellos debían encontrarme y punto, no iba a pensar nada más sobre eso. Debían de esforzarse y juntar las piezas del rompecabezas. El automóvil que había dejado en la casa de él no era mío pero no sería difícil conectar los puntos. Y al estar tan mareado al salir, puede que mis huellas hubiesen quedado por todo el lugar, lo que cerraría el caso en un abrir y cerrar de ojos. El punto era que no fuese todo tan fácil pues estaba seguro de no estar listo para la cárcel, no por el momento.

 Al llegar a un intercambiador, decidí seguir la costa hasta una ciudad de tamaño medio, famosa por su dedicación al turismo y al cuidado de un parque nacional que estaba muy cerca. Conduje por un par de horas más hasta que llegué a la ciudad. Lo primero era deshacerme del vehículo y luego tendría dinero suficiente para establecerme en algún sitio, comer y tratar de descansar para esperar por un nuevo día que podía ser igual de malo que el que estaba viviendo.

 Me quedé en un hotel unos tres días hasta que conseguí un empleo como guardabosques en el parque nacional. Ellos contrataban a cualquiera que estuviera dispuesto a hacerlo y proporcionaban una pequeña cabaña en la cual vivir. Desde el primero momento adentro, supe que eso era lo que debía hacer en este momento de mi vida. He arreglado la casita lo mejor posible, con pequeños detalles tontos que he comprado por ahí. El carro lo vendí al poco tiempo de mudarme y ese dinero ha sido de gran utilidad.

 No solo me ha servido para sobrevivir sino que vivo una vida bastante confortable al borde de la civilización, dando paso a eco turistas que quieren ir a tomar fotos de animales o solo quieren penetrar en un bosque cerca del mar, entre este y la montaña. A veces hago de guía.


 Pero lo principal es que sigo esperando. Sigo esperando con paciencia el día en que vengan por mi, me lean mis derechos y me digan cuales son los cargos de los que me acusan. Estoy esperando ser juzgado y condenado para siempre. Estoy queriendo verlo pronto.

lunes, 6 de febrero de 2017

Casi, el silencio

   Cuando entró en la habitación rosa, la mujer se tomaba de las manos y sus tobillos temblaban ligeramente. La verdad era que no se sentía muy cómoda para caminar pero no tenía opción de detenerse a mirar el tiempo pasar, no podía analizar lo sucedido. Tenía que actuar y hacer lo que era su trabajo para que todo estuviera a punto por si había que actuar más rápidamente o de improviso. Nunca se sabía con personas como ellos, siempre había que estar un paso delante de todo.

 La niña, Alejandra, estaba en el suelo jugando con un par de carritos. Los hacía mover de un lado al otro, tocada por un rayo de sol que se colaba por entre las gruesas cortinas de la vieja habitación. No se trataba de una niña feliz jugando con sus juguetes sino de una pequeña que parecía querer pasar el tiempo. Se sentía como si supiera que era lo que estaba pasando pero a la mujer ya le habían indicado que los niños no tenían ni idea de lo que había ocurrido tan lejos de ellos.

 El niño, un par de años menor, estaba en una posición muy diferente. Estaba sentado en un viejo diván, de esos que tienen patas talladas con forma de garra de león. Como su espalda estaba bien recostada contra el mueble, sus pies flotaban por encima del suelo. Apenas se movían. Lo que más le atraía al niño en ese momento era ese mismo haz de luz que tocaba a su hermana. Parecía estar fascinado con ello, casi como si fuera la primera vez que viera algo así en su vida.

 La mujer les pidió que se incorporaran y le tomaran de la mano. Los niños obedecieron sin chistar, apenas mirándola. Se notaba que parecían tener cosas mucho más urgentes que pensar y no tenía sentido objetar una orden de un adulto al que conocían bien. Fueron caminando por un pasillo y luego por otro y los niños seguían tan silenciosos como siempre, sin decir nada de las personas que se les cruzaban por todas partes. Parecían llevar prisa pero se frenaban al verlos a ellos.

 Por fin llegaron al cuarto verde, donde su madre solía estar. En efecto, allí estaba ella pero no lucía como siempre. El impecable vestido que tenía, tan hermoso como todos los demás que se ponía a diario, estaba manchado de sangre. Había gotas oscuras en ciertas partes y más claras en otras. Su cabello estaba alborotado y tenía los ojos inyectados de sangre. Estaba sin zapatos. Apenas vio a los niños les indicó que quería un abrazo y ellos entendieron al instante. Se soltaron de la mujer y corrieron hacia su madre, que los apretó con fuerza.

 Estuvieron en la habitación verde todo ese día, sentados sobre otro sofá. Desde temprano habían sido vestidos con sus mejores prendas y, tras el paso del tiempo, se sentían cada vez más incomodos. Era ropa linda pero no era ropa para usar durante todo el día. Alejandra se quitó los zapatos pues le molestaban mucho y Daniel, el pequeño, dejó el abrigo tirado debajo del piano de cola que nadie en su familia sabía tocar. La madre los miraba temblando, sin decirles ni una palabra.

 Fue ya bastante tarde cuando alguien se acordó de ellos y les trajo algo de comer. No era lo que hubiesen deseado pero era mejor que aguantar el dolor de estomago. Mientras los niños se acercaban a la mesita de centro donde les pusieron dos bandejas con sopa de champiñones caliente, una mujer vino por su madre y se la llevó pero no por la puerta principal sino por una de esas laterales que parecían ser parte de los muros. Era una de las cosas que más les gustaba de esa casa.

 Algún día, no hacía mucho, habían explorado toda la casa con permiso de su padre. Era un lugar enorme y, según muchos, lleno de historia. El polvo también ocupaba buena parte de los rincones. Y donde no hubiera ni gente ni polvo, seguro que había insectos y demás bichos que llenaran los espacios vacíos. Al fin y a cabo era una casa muy vieja, que hacía más de doscientas años había sido construida y solo algunas veces se había reformado, nunca de forma profunda.

 Mientras tomaban la cremosa sopa, los niños miraban a su alrededor y escuchaban con atención. No había nadie más que ellos en la habitación pero no era muy difícil saber que justo al otro lado de la puerta estaba el pasillo por donde estarían pasando montones de personas. No era solo el ruido que hacía al caminar rápidamente, sino también que hablaban a viva voz, sin molestarse en hablar en voz baja o al menos de la manera en que normalmente se hacía por allí.

 No había que ser genio para saber que algo había ocurrido. Los niños se miraban a ratos, como para confirmar lo que suponían: los dos estaban preocupados y los dos sabían que algo grave había ocurrido. Algo tan grave que los adultos consideraban que no era apropiado para niños de la edad de ellos. No dijeron nada en voz alta porque, a diferencia de todos esos hombres y esas mujeres que pasaban deprisa, ellos sí veían la importancia de mantener un cierto volumen en sus voces y una calma que su madre siempre les había inculcado.

 Se trataba de tener paciencia y ellos la tenían, sin duda. De otros niños, se habrían tirado al piso a hacer algún berrinche o reclamar cosas que nada tenían que ver con  tal de que alguien tuviese una reacción algo más cercana a lo normal en esa casa. Pero ellos no harían nada parecido pues sabían que su hogar no era normal, no era el mismo que el de todos los demás niños. Sabían que quejarse no era la forma de ser oído ni de saber nada. La paciencia daba siempre mejores resultados. Eso y escuchar.

 La sopa estaba rica y apenas la terminaron vino un joven y se llevó ambas bandejas. Ellos le agradecieron, como su madre les había enseñado, y el joven solo los miró por un segundo, sin decir nada. Fue suficiente para ver que había estado llorando, igual que su madre. Ella volvió minutos después, con otro vestido mucho menos bonito. El otro tenía un color lila hermoso que siempre le había gustado a Alejandra por ser poco común, uno que casi ninguna mujer vestía.

 Pero el que llevaba era oscuro pero no negro sino como un tono raro de gris o de verde. La verdad era que quería saber porqué se había puesto su madre algo tan feo pero supuso que no era el lugar de preguntar nada como eso. Su madre los pidió de nuevo a su lado y ellos corrieron hacia ella. La mujer les dio besos por la frente, las mejillas e incluso sobre los parpados. Los apretaba con fuera y lloraba por montones, untándolos con el rímel corrido. Sin embargo, nadie dijo nada.

 Tuvo que pasar una hora más para que por fin se dieran cuenta que necesitaban ir a sus habitaciones, quitarse esa ropa incomoda y descansar. Era lo mejor pues, si no les iban a decir de que se trataba todo, no había razón para desvelarse ni aguantar el peso del sueño sobre el cuerpo. El pequeño Daniel solo tuvo que subir su cuerpo en la cama para quedar completamente dormido. Su madre lo cubrió bien y lo besó en la frente. Alejandra, en cambio, parecía no tener ganas de dormir. Miraba a su madre con preocupación pero no decía nada, no se atrevía a preguntar.


 La mujer le besó la frente, le pidió dormir y salió de la habitación, cerrando la puerta con cuidado. Al otro lado, la mujer se derrumbó y empezó a llorar como nunca antes lo había hecho. Alejandra la pudo oír por un buen rato, hasta que algunas personas vinieron a calmarla y se la llevaron. Luego la habitación quedó en completó silencio. La niña miraba hacia el techo y se preguntaba que pasaría con ella, su madre y su hermano al otro día. Quería saber lo que ocurría. Pero no podía saber nada. Solo podía preguntarse y esperar a que algún adulto decidiera decir la verdad.