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miércoles, 11 de mayo de 2016

Meteorito

   El bólido iluminó el cielo por un segundo y luego desapareció, como si nunca hubiese existido. Al menos así sería si no fuera por que dos hombres jóvenes habían estado dando un paseo por la playa. Era un poco tarde y tal vez no era la hora para estar dando paseos, pero así eran las cosas. Ellos habían estado caminando de la mano, hablando de sus planes futuros y de banalidades típicas de todos los seres humanos, cuando de pronto el cielo se iluminó y alcanzaron a ver la estela de fuego encender y caer directo hacia un lugar delante de ellos.

 Tomás corrió más rápidamente. Era el más alto y el mayor de los dos por un par de años. Siempre, desde pequeño, le había interesado todo lo que tenía que ver con el espacio. En su casa tenía todavía el telescopio que sus padres le habían comprado para su cumpleaños número dieciocho. Lo limpiaba todos los días y muchas noches, cuando no tenía mucho sueño, le gustaba mirar a través del aparato e imaginar  que descubría algo importante.

Pedro, por otra parte, no era muy fanático de esas cosas como su novio. De hecho no eran solo novios, sino que estaban comprometidos para casarse muy pronto. Habían salido a caminar precisamente para hablar detalles de lo que querían en la boda y de tonterías que les gustaría ver, detalles que en verdad no hacían ninguna diferencia pero que querían discutir para hacer de la situación algo más real. Era emocionante.

 El meteorito había interrumpido una conversación acerca de la comida que iban a servir. Tomás había dejado de hablar y había perdido al instante todo interés en el tema que estaban discutiendo. Pasado un minuto, ni siquiera fingió que no le interesaba. Miró el cielo y siguió la ruta del bólido con la mirada hasta que creyó saber donde había caído. Eso a Pedro no le importaba mucho pero sabía de los gustos de Tomás así que lo siguió despacio.

 Caminaron rápidamente un buen trecho de playa y llegaron hasta una parte rocosa, donde había un acantilado más o menos grande que parecía adentrarse en el mar como si fuese una película. Pedro estaba seguro de que lo había visto hace poco en televisión o al menos algo similar pero no recordaba en donde. No siguió hablando porque Tomás le pedía que se callara, como si eso le fuese a ayudar a encontrar el meteorito.

 Hizo caso pero se cruzó de brazos y se quedó quieto en un solo punto. Quería que su prometido supiese que no iba a hacer nada si no se disculpaba por parecer más preocupado por una piedra espacial que por la importancia de lo que habían estado hablando. Para ser justos, no era algo tan importante pero a Pedro no le gustaba sentirse ignorado.

 Tomás no se dio ni cuenta que Pedro se había quedado atrás. Se acercó al muro de roca y lo analizó. Miró el cielo hacia atrás e imaginó el camino recorrido por la piedra. Lo hizo varias veces hasta que estuvo seguro que el meteorito debía haber impactado contra el muro de roca o debía haber pasado justo por encima. Se alejó un poco para mirar mejor y, como no veía bien por la oscuridad, decidió acercarse al muro y escalar.

 La luna iluminaba la situación y Pedro no podía creer lo que veía. Rompió su promesa de no moverse al acercarse un poco a la pared y preguntarle a Tomás que era lo que estaba haciendo. Le dijo que era peligroso y que no era algo que debía hacer a esas horas de la noche y mucho menos sin un equipo apropiado. Podría caerse y golpearse la cabeza o peor. Pero Tomás parecía empeñado en escalar el muro de piedra y en llegar a la parte más alta. Afortunadamente, era un muro de unos cinco metros de altura, así que no era excesivamente alto.

 Pedro se desesperó mucho cuando las nubes en el cielo se movieron por el viento frío de la noche costera y la luna pudo salir con todo su brillo. Tomás quedó iluminado por su hermosa luz y Pedro pudo ver que su prometido llevaba la mitad del muro escalado. Su manos se agarraban de las piedras con fuerza y parecía una estrella de mar con sus extremidades estiradas por todas partes. Era algo gracioso y a la vez horrible verlo trepado allí arriba, sin ningún tipo de ayuda.

 Ese era Tomás, en resumidas cuentas, siempre autosuficiente y capaz de hacer las cosas por sí mismo. Desde pequeño sus padres habían trabajado mucho, tratando de darles a él y a sus hermanos la mejor vida que pudieran querer: iban a una escuela privada, comían bien, viajaban en vacaciones siempre, tenían una mascota,… Era todo perfecto, todo lo que un niño podía soñar. Y sin embargo, eso había resultado en que Tomás no necesitaba de nadie para hacer lo que tenía que hacer.

 A los doce años ya cocinaba y lo hacía muy bien. Esto era porque muchas veces no había cena porque sus padres no llegaban sino hasta muy tarde y a él le tocaba cocinar algo para él y para sus hermanos, ambos menores. Así que a fuerza de el hambre que todo el mundo siente de vez en cuando, aprendió a cocinar y hoy en día era simplemente el mejor, al menos en el concepto de Pedro.

 Había convertido esa habilidad salida de la necesidad en su profesión y le iba bastante bien. Era el chef en uno de los mejores restaurantes de la ciudad y planeaba abrir su propio local con comida que él había inventado a través de los años. Así había conocido a Pedro, comiendo.

 Cuando llegó a la parte superior del muro de piedra, el corazón de Pedro descansó. Le pidió que lo esperara arriba y que se verían en un rato, cuando pudiera dar la vuelta por el otro lado pero Tomás le gritó que no se moviera, que en un momento ya volvería a estar con él. Y después de decir eso, desapareció. Pedro lo llamó varias veces, casi hiriéndose la garganta al gritar. Pero Tomás o no lo oyó o no le hizo caso.

 El clima empezaba a enfriar y Pedro estaba en pantalón corto y ahora que estaba solo le había dado por mirar a un lado y al otro, como esperando que alguna bestia le saltara de alguna sombra. Pero eso no iba pasar. Era solo que siempre se había sentido inseguro cuando estaba solo. Era algo que tenía en común con Tomás y por eso lo pasaban tan bien juntos cuando se trataba de pasarlo bien un día, solo ellos dos. Cuando estaban juntos todo era mejor y se divertían más.

 Desde el momento que se conocieron en el restaurante en el que Tomás trabajaba, tuvieron esa conexión especial que se da en ciertas ocasiones. Solo pudieron hablar unos minutos pero en ese momento se dieron cuenta que había cosas en las que eran similares y la misma cantidad de cosas en las que no tenían nada que ver. Y eso era intrigante y los hacía quererse ver de nuevo. Fue Pedro quién volvió al restaurante a beber algo un día, con unos amigos y entonces se atrevió a hablarle a Tomás y darle su numero.

 La relación se desarrolló rápidamente. Un año después ya vivían juntos en un pequeño apartamento no muy lejos del restaurante. Pedro trabajaba desde casa entonces le venía bien también. Como estaban siempre ahí, se acompañaban y tenían mucho tiempo para hablar y para compartir. Por eso la idea de casarse había surgido con tanta facilidad. Ninguno le había pedido la mano al otro, solo lo habían hablado. No había anillos ni nada por el estilo.

 Tomás regresó, en lo alto del acantilado. Venía, por alguna razón, sin camiseta. Le dijo a Pedro que esperara y, sin escuchar las preguntas de su novio, empezó a bajar lentamente por la pared de roca. Era obviamente mucho más difícil porque no veía donde ponía los pies. El corazón de Pedro retumbaba en sus oídos y se acercó más para estar más cerca pero no sabía que podría hacer por él si caía.

 A la mitad del recorrido, uno de los pies resbaló y lo único que hizo Pedro fue correr. Lo hizo justo a tiempo porque una de las piedras que tenía Tomás en la mano se desprendió y cayó para atrás. Afortunadamente, cayó justo encima de Pedro, que lo tomó de manera que el impacto fuera menos fuerte. En todo caso los dos cayeron al suelo y se rasparon codos y rodillas.

 Enojado, Pedro le reclamó a Tomás que tenía que hacer arriba del acantilado, qué era tan importante que no podía esperar al otro día. Y entonces, después de mirarse uno de sus codos raspados, Tomás sacó de un bolsillo su camiseta hecha un ovillo. La abrió de golpe sobre la arena y entonces una piedrita salió volando de adentro y cayó justo al lado de Pedro. Los dos la miraron juntos: una piedrita color plata que brillaba con fuerza a la luz de la luna.

 Tomás miró a Pedro sonriendo y le dijo:

      - Tenemos anillos de bodas.


 En las horas siguientes hubo muchos besos y abrazos y muchas más cosas. Pero sobre todo la realización de que todo era real y nada podía cambiarlo.

lunes, 25 de abril de 2016

El hogar

   Martha tenía una voz muy suave y siempre una sonrisa en su rostro. La conocía muy bien, desde que había podido obtener los puntos suficientes para obtener la tarjeta diamante. Luis no entendía porqué le llamaban así, seguro para que se oyera mejor o diera un cierto prestigio al portador. La tarjeta como tal era negra y con solo un toque en una consola al lado de la puerta, los paneles de vidrio se apartaban para dejarlo entrar al que consideraba uno de sus hogares.

 Esta vez acababa de llegar exhausto de un viaje de más de diez horas y sabía muy bien lo que necesita. Se dirigió directamente a la zona de baño y entró a recinto muy parecido al de los gimnasios que solía visitar en los hoteles en los que se quedaba. Todo era de madera y de metal. Daba una sensación del lujo solo estar de pie en ese pequeño salón. Había una banca en el centro y a los lados varios lavamanos. Luis siguió a un cuarto contiguo donde se quitó la ropa, se envolvió con una toalla que le habían ofrecido a la entrada y guardó todo en un casillero que se cerraba también con su tarjeta. La llevó en la mano hasta la ducha y al dejó en un recipiente especial.

 Se tomó varios minutos duchándose, sintiendo el agua rodar por su cuerpo y usando varios de los productos que había dentro. Casi ninguno parecía haber sido usado. Al salir, olía a una mezcla entre sándalo, sandía y algún tipo de madera. Se secó frente a un espejo, aprovechando que nadie podía verlo pues una puerta bloqueaba la mirada de cualquier intruso.

 Se miró el cuerpo desnudo y descubrió que, a pesar de haber comido bastante en los últimos días a razón de sus varias citas de negocios, no había subido casi nada de peso y los resultados que había conseguido haciendo ejercicio diario seguían allí. Ver como se empezaban a perfilar los músculos abdominales le sacó una sonrisa que le duró todo el día.

Después de cambiarse, se dirigió a la zona de comidas donde lo trataron como a un rey. En este espacio también estaba solo, así que el mesero aprovechó para hacerle recomendaciones y darle degustaciones de algunos platillos que tenían preparados como entradas para los miembros diamante, como Luis.

 Había muchos mariscos y pescado y verduras al vapor y hechas de muchas otras maneras. Todo sabía delicioso. Y después de comer un estofado sabroso, el mesero le dio a probar pedacitos de todos los postres. Satisfecho, le agradeció al mesero y al mismo chef por la atención y les aseguró que en ningún lado había comido tan bien como en el aeropuerto. El chef le dijo que su esposa se enojaría al oír eso pero Luis no contestó nada. O mejor, fingió no haber oído nada.

 Antes de ese comentario, había pensado en descansar un rato en una de las camas que ofrecían en el segundo nivel. Pero al pensar en los postres y toda la comida, no tuvo más remedio en su mente que ir directo al espacio para ejercicio, donde estuvo casi todo el tiempo hasta que su vuelo de conexión empezó el abordaje. Apenas tuvo tiempo de una ducha rápida y de una última sonrisa de Martha.

 En el avión, descansó casi todo el tiempo y solo comió las opciones más ligeras como ensaladas y pescado. Rehusó los postres y subió el tono de la voz cuando la auxiliar de vuelo le guiñó el ojo, y le insistió para que probara unas trufas que eran de las mejores en el mundo. La mujer se ofendió mucho y no volvió a atenderlo por el resto del vuelo.

 Al cabo de seis horas, Luis por fin llegó a su destino y su humor estaba peor que nunca. Se enojó con el personal de la aerolínea porque sus maletas no salieron primero y luego con el conductor del taxi que debía llevarlo a casa porque no tenía agua mineral dentro del vehículo. No habló en todo el recorrido. Luis no quería darse cuenta que volver a casa le ponía de ese animo.

Todavía estaba enojado cuando se bajó del taxi. No recibió el cambio ni dejó que lo ayudara el hombre con la maleta. Tan solo caminó apesadumbrado hasta la puerta de su casa y timbró. No tenía las llaves porque no le gusta cargar ese recordatorio para todos lados. El primer sonido que escuchó el de unos pasos y luego los ladridos del perro. Oía ruido, cada vez más ruido, pero nadie venía a abrir. Timbró una y dos veces más hasta que la rabia le hizo casi pegarse al timbre.

 Cuando se abrió la puerta estaba allí su esposa. Le sonría a pesar del escandalo que había armado con el timbre. Le dio un beso en la mejilla, que él hubiese querido evitar, y parecía más concentrada en alejar al perro de la puerta que en su esposo. El solo dijo las palabras mágicas: “Estoy muy cansado” y subió a su cuarto a descansar. Subió ágilmente la maleta por las escaleras, pero antes de llegar al umbral de la puerta de su habitación, se le cruzó un niño de unos doce años.

 Empezó a hablar muy deprisa, una palabra tras otra y otra y otra. Luis siguió caminando a su cuarto y el niño lo siguió, totalmente ignorando el hecho evidente: a su padre no le interesaba en lo más mínimo todo eso que estaba diciendo. Es más: su padre no sabía ni de lo que le estaba hablando. Solo busco el rincón de siempre detrás de la puerta del clóset para dejar la maleta y sacó su cepillo de dientes. Mientras se limpiaba la boca su hijo seguía hablando y él solo asentía. Nunca le había gustado ese niño.

 Al rato el niño se retiró. La esposa de Luis lo había llamado. Luis se acostó a dormir y casi no descansó. Su cama era dura y su mujer había cambiado las sabanas. Las que había eran correosas, de mala calidad. Su sueño fue malo pues se despertó varias veces por el ruido y por las pesadillas que volvían cada vez que estaba en esa casa.

 El día siguiente, su día libre, lo utilizó para comprar algo de ropa. Su mujer se encargaba de tener siempre en casa todo lo demás que pudiese necesitar, como crema de afeitar y esas cosas que no podían faltar nunca en su maleta. Trató de evitar pasar un rato de calidad con sus familia pero en la noche tuvo que soportar una película que no entendió y más conversaciones cruzadas de su hijo y esposa y luego de su suegra y suegro que los sorprendieron con una visita.

 El día después de ese era domingo. Aprovecharon el clima para comer fuera de la casa. Se encontraron a varios amigos en el lugar y tuvieron que hablar con ellos y contar varias anécdotas pasadas. A Luis todo eso simplemente no le iba, para nada. A él no le interesaba si uno se había caído y tenía muletas o si a la otra se le habían muerto sus padres. A él eso le daba lo mismo. Solo quería estar en paz y algún lugar donde no hubiese tanto ruido y cosas sin sentido.

 Por eso al día siguiente, a primera hora, ya tenía lista su maleta con la ropa nueva, zapatos nuevos y algunos indispensables reemplazados.  No se despidió de su esposa pues ella dormía y simplemente no pensó en hacerlo. Sin embargo, su hijo estaba en la planta baja desayunando frente al televisor. Tenía un bol lleno de cereal con leche y miraba dibujos animados.

La imagen le dio curiosidad a Luis. No entendía muy bien como lo sabía, pero tenía la sensación de que eso no podía ser normal. Al fin y al cabo eran las cinco de la mañana de un lunes. Su servicio al aeropuerto estaba por llegar. Miró el reloj un par de veces hasta que se animó a acercarse a la sala de estar y ponerse de pie junto al sofá. Estuvo allí unos minutos hasta que su celular vibró y tuvo que irse.

 Nunca supo si su hijo se había dado cuenta de que él había estado allí, observándolo. Se lo preguntó de camino al aeropuerto pero el pensamiento desapareció de su mente apenas llegó a la fila de clase ejecutiva  y lo recibieron como si fuera miembro de la realeza. En el vuelo estuvo contento, riendo con las auxiliares y compartiendo con ellas sus opiniones del menú que habían servido el Año Nuevo pasado.


 Cuando aterrizó, volvió al salón VIP. Allí sacó su tarjeta diamante y le sonrió, como siempre, a la adorable Martha. Estaba de nuevo en casa.

lunes, 4 de abril de 2016

Sarmacia

   Violeta había aprendido a usar las herramientas desde que era muy pequeña. Su madre, Celeste, les había enseñado a todas sus hojas algún oficio para que no dejaran decaer su hogar ni dependieran nunca de nadie más para su subsistencia. Alejadas de las rutas comerciales principales, las chicas nunca eran visitadas por ninguna nave, ni siquiera las que se perdían ocasionalmente. Hacía mucho tiempo, Celeste se había asegurado de blindar a sus hijas contra cualquier eventualidad. Creía que lo mejor para ellas era no estar en el paso de la civilización y simplemente vivir aparte.

 Eso no significaba que fueran atrasadas o que no supieran nada del mundo. Una vez por mes, una de ellas tomaba un módulo de aterrizaje e iba al planeta más cercano a comprar y vender algunas cosas. Vendían con frecuencia su talento para arreglar objetos, pues todas eran sensibles a los complejos mecanismos de la tecnología. A cambio, esperaban comida y repuestos.

 Solo las mayores estaban autorizadas para dejar la nave e ir al mercado. Las demás debían quedarse en la nave haciendo sus tareas, buscando así un equilibrio perfecto entre todas. Las más pequeñas residían todas en un cuarto enorme y eran cuidadas por el robot enfermera NR03, programado hace mucho tiempo para cuidar bebés y niños pero también para manejar laboratorios de genética. Había uno de ellos a bordo de la estación y gracias a él, la colonia seguía viva.

 El día que todo cambió para las chicas vino cuando tres de las mayores partieron para el planeta a comerciar sus talentos. No regresarían pronto pues eran muchos los repuestos que necesitaban y normalmente podía demorarse bastante tiempo el conseguir todo lo que necesitaban. Entonces el robot NR03 y algunas de las chicas eran las encargadas de cuidar a las demás.

 Una alerta amarilla se encendió en la estación espacial, despertándolas a todas y obligándolas a mirar por sus ventanillas. La mayoría no vio nada e inmediato. Las alertas de ese tipo casi nunca se escuchaban y todas sabían que debían ser muy cuidadosas a la hora de manejar una crisis de esa manera. Por fin, una de las chicas con mejor vista detectó el causante de la alarma: un objeto había entrado en su zona. Era pequeño y parecía estar echando humo. En la computadora pudieron enterarse de que el objeto había sido lanzado desde otro lugar, probablemente lejano.

 En esos casos, las reglas las obligaban a no hacer nada a menos que entraran en colisión con el objeto y este pequeño en llamas no era nada de qué preocuparse. Las que no podían dormir se quedaron a mirarlo y fueron las que alertaron a las demás que la pequeña nave quería acoplarse.

 Una de las mayores, Amarela, decidió bloquear el acoplamiento con pequeña nave que tenía forma de cápsula. Pero quien quiera que estuviera allí dentro, sabía cómo manejar una nave espacial y tenía más talento que ellas a la hora de desbloquear comandos. Amarela hizo lo mejor que pudo pero la nave finalmente se acopló y tuvieron que ir a la bahía de acoplamiento con armas y rodear el acceso. Celeste, desde su habitación, les encomendaba la protección del hogar.

 Se armaron de valor y de pistolas laser. Cuando la puerta se abrió, algo salió pero tan pronto lo hizo se cayó al piso, inconsciente. Por un momento, pensaron que se trataba de una de ellas, tal vez era una de las chicas que se habían ido al planeta a comerciar. Apuradas, decidieron recoger el cuerpo entre muchas y llevarlo hasta la enfermería donde NR03 y Carmín, la mejor de entre ellas en el arte de la medicina, podrían hacer algo para salvarle.

 Fue entonces que se dieron cuenta, al quitarle la ropa, quemada en algunas partes, que no era una de ellas. Es más, era el cuerpo de un hombre. Cuando Carmín lo dijo en voz alta, la palabra se extendió por toda la estación como pólvora y en segundos todas las habitantes, de las más pequeñas hasta Celeste, miraban por una vidrio grueso la intervención que hacían del cuerpo extranjero. Todas soltaron un gemido de asombro cuando NR03 le retiró los pantalones al hombre. Definitivamente eran diferentes.

 Carmín concluyó que había sido victima de algún ataque pues tenía bastantes moretones, huesos rotos y la piel quemada en algunos puntos. Además de eso, parecía no haber estado en un lugar muy higiénico pues su vello facial estaba por todas partes y era grasoso y parecía no haberse dado un baño en bastante tiempo.

 Dos voluntarias ayudaron a Carmín y a la robot a lavar el cuerpo del hombre para evitar contaminar la nave espacial que se conservaba sin contaminantes desde siempre. Era una de las reglas. Lo limpiaron bien, por todas partes y luego lo ducharon con una mezcla de químicos muy especial que buscaba eliminar cualquier infección superficial o matar microbios que pudieran quedar después del lavado normal.

 Lo pusieron en una habitación aparte y la aislaron para que solo las personas autorizadas pudiesen acercarse al hombre. No se despertaba por ningún medio y Celeste incluso auguró que moriría en poco tiempo. Los hombres eran seres débiles, exclamó, y por eso no vivía ni uno solo de ellos con ellas. No podían parecérseles de ninguna manera. Y fue lo único que dijo al respecto. Era evidente que ella sí había visto hombres antes, no como las demás.

 Todo el resto de la tripulación hablaba del hombre, de lo poco que había visto de su cuerpo y de las posibilidades de su supervivencia. Algunas decían que con tanta suciedad encima, era difícil que sobreviviera. Otras decían que habían notado músculos desarrollados en él, por lo que algo de fuerza debía de tener. De pronto estaban siendo injustas con él.

 Lo que todas se preguntaban, casi sin excepción, era porqué nunca habían visto un hombre. Carmín, quién lo cuidaba todos los días, se lo preguntaba mientras los miraba a los ojos cerrados y se daba cuenta que no eran tan diferentes el uno del otro.

 Habían hecho diferentes pruebas con él y habían concluido que se iba a recuperar de sus heridas. Sin embargo, seguían sin saber quién era o de donde había venido. Por precaución, sus brazos estaban amarrados a la cama donde respiraba suavemente. El día que se despertó, solo el robot NR03 estaba presente. El hombre le preguntó donde estaba y porqué la unidad enfermera parecía ser ligeramente anticuada.

 NR03 le respondió que no era anticuada y que era grosero referirse a ella de esa manera. El hombre se sorprendió al escuchar a un robot responderle de esa manera. Nunca decían más que frases lógicas, jamás respondían como seres humanos. Preguntó de nuevo donde estaba y la enfermera le comunicó que estaban en la estación espacial Sarmacia. El hombre jamás había escuchado de tal lugar. Preguntó porque estaba amarrado y le respondió que por su propio bien.

 El hombre empezó a pelear con las ataduras y se soltó con facilidad. Entonces NR03 sonó la alarma y en segundos tres de las más aptas guerreras de la estación se presentaron allí con solo sus manos y piernas en posición de ataque. El hombre pensó que bromeaban y se acercó a ellas sin cuidado alguno. El resultado fue resultar de nuevo en la cama, con otra costilla rota, el brazo en cabestrillo y el pie herido.

 Fue solo cuando llegaron, por fin, las mayores del mercado que se dieron cuenta que habían ignorado un detalle esencial acerca del hombre que tenían en frente: su nave. Dos mujeres entraron en ella con trajes espaciales y la revisaron de un lado a otro. Al comienzo no encontraron nada obvio pero entonces una de ellas encontró una marca en una de las paredes de la nave. Era el logo de una compañía o algo parecido.

 Celeste, viendo a sus hijas por un monitor, sabía bien qué era ese logo. Era la marca del lugar más vil y traicionero de la galaxia y una noticia desafortunada para todas ellas.


 Era la marca del planeta prisión Arkham, conocido en todos lados por ser un lugar oscuro y asqueroso en el que lo único que crecía era la locura y la venganza. El hombre debía ser uno de sus habitantes por lo que lo único que podían hacer con él era ejecutarlo. Pero ya era tarde. El hombre había destruido con una herramienta quirúrgica al robot NR03. Y ahora estaba suelto por la estación espacial. Nadie sabía si era asesino, violador o un simple ladrón. Pero no había que saberlo. Solo había que terminar con él antes de aprender más acerca de él.

domingo, 17 de enero de 2016

Rebajas

   Como Adela no era nada tonta, decidió ser objetiva con lo que iba a buscar en la tienda y no ponerse a ver cada una de las prendas, como lo hacía siempre la gran mayoría de las mujeres. Le hubiese gustado, no podía negarlo, pero era la época de rebajas y todo estaba relleno de gente y con un calor que no provenía ni de la calefacción ni del clima. De hecho, a fuera el viento parecía venido directamente desde la Antártida. Entrar a cada tienda tenía entonces una parte buena y una parte mala. A ella le daba un poco lo mismo: tenía que aprovechar la época pues sus ahorros no eran demasiados pero los tumultos nunca habían sido su fuerte. Detestaba ir a conciertos o discotecas o mercadillos pues no se podía no respirar y ella se sentía ahogarse.

 Lo primero que necesitaba eran unos jeans nuevos, unos que incluso pudiese ponerse para el trabajo. Así que se abrió paso entre el mar de gente, seguramente codeando a más de una señora atravesada, y llegó a la zona de los jeans. Era gracioso como allí no había tanta gente pues la gran mayoría de los jeans rebajados y los otros estaban mezclados y la gente prefiera estar donde supiera que estaba lo más barato. Con paciencia, y gente pasándole por detrás a cada rato, se puso a mirar los pantalones que había. Pero la verdad era que ninguno le gustaba mucho y los pocos que veía con la cintilla de rebaja estaban horribles o no eran de su talla. Sin embargo encontró algo de ropa interior de colores, su favorita, y algunas medias pues las que tenía daban lástima.

 Se alegró al llegar a la caja y ver que su modesta compra era más barata de lo que había pensado. Pagó y salió al frío de la calle, donde dos corrientes de gente fluían, uno para cada lado. Era increíble ver la cantidad de personas que podía haber juntas en un sitio. Fue tal el impacto que Adela se quedó allí parada como tonta y solo reaccionó cuando una mujer bajita le pegó en una pierna con su bastón. Miró a la mujer de mala manera pero seguro ni se dio cuenta y desapareció rápidamente entre la gente y Adela, después de masajearse el lugar atacado, decidió que era mejor hacer lo mismo.

 Era como subirse a una de esas pasarelas que había en los aeropuertos, que se supone aceleraban la velocidad del viajero si necesitaba conectar de uno a otro avión. En este caso no había pasarela, era solo la tromba de gente que llevaba a Adela, casi sin sentir que caminaba. En un momento, le dio por revisarse los bolsillos y verificar que tenía todo lo que había traído con ella. Siempre en esos lugares había ladrones o pervertidos o quién sabe quién. Por fin vio el siguiente almacén que pensaba visitar y salió como pudo de entre el grupo de gente. Sintió la piernas normales de nuevo y entró en el recinto determinada a encontrar unos jeans y algunas blusas de las más baratas que hubiese.

 Y las había. Tanto así que dos mujeres se estaban peleando por una bonita blusa color salmón que al parecer una de ellas había descubierto pero la otra había agarrado primero. Seguramente era la última talla. La sección de rebajas era enorme y había mesa tras mesa tras mesa de artículos mezclados y desordenados con cintillas de color rojo. Había de todo allí y casi había que excavar para poder encontrar algo. Adela se puso a la tarea y sacó bastantes cosas que se quería probar. Incluso había debajo de las mesas unos zapatos deportivos con unos dibujos muy bonitos que le hubieran gustado comprar, si la rebaja hubiese sido mayor.

 Jeans encontró, pero ahora tocaba hacer la fila para los probadores y parecía algo de nunca acabar. Debía ser, pensó ella, que nadie venía a la tienda fuera de temporada pues el recinto para probarse la ropa era muy pequeño y eso que estaba en la sección de mujeres. A los hombres entonces les tocaría probarse los pantalones en un rincón. Era absurdo. Además había montones de ropa que la gente se había probado y había dejado y Adela apostaba que la gran mayoría iba a ver cosas y probárselas para al fin comprar una o ninguna.

 Pasó una hora entera cuando por fin pudo entrar a probarse la ropa que tenía en las manos, que menos mal era mucha o simplemente lo hubiera dejado todo y se hubiera ido. Ya con la cortina cerrada, aprovechó y sacó del bolsito que llevaba una pequeña botella de agua. Bebió la mitad del contenido y respiró lentamente, tratando de recuperar su compostura. La verdad era que no se sentía bien, el tumulto le venía mal y ponerse a hacer filas con la música electrónica a todo volumen, los gritos de la gente, los empleados casi echándose encima de los compradores. Tuvo que dejarse caer al piso e inhalar y exhalar con calma.

 Cuando se sintió mejor, empezó a probarse la ropa. Se demoró casi otra hora en ello porque pensó que si por fin había podido entrar a los probadores, pues era mejor aprovechar bien el espejo que había y elegir con inteligencia. Todas las blusas que se probó, unas cinco, decidió llevárselas. Estaban muy baratas y prefería llevárselas de una vez y no ponerse a pensar en otros sitios. Los jeans, de nuevo, no la convencieron. No estaban mal pero había algo que no le gustaba. También se probó un pantalón rojo muy bonito que le venía bien cuando saliera con sus amigas o algo así. O para cuando fuera, ya decidiría.

 La fila de la caja pasó rápido y pagó todo en un momento. El cajero trató de convencerla de comprar algunos de los artículos de la caja, tonterías hechas en alguna maquila asiática, pero ella se negó de tajo, tomó su bolsa y salió de allí como alma que lleva el diablo. Afuera, se sentía un poco mareada y tuvo que buscar un lugar donde sentarse.

  Pero no había donde sentarse así que se hizo contra una edificio por donde no pasaba nadie ni olía muy a feo, y se dejó caer ahí. De lo que quedaba de la botellita solo se tomó la mitad. La otra mitad se la echó por la cara, pues sentía un calor inmenso a pesar del viento de la noche. Aparentemente se veía peor de lo que ella pensaba pues un policía, quién sabe salido de donde, se le acercó y le preguntó si se sentía bien. Ella solo asintió, se puso de pie como pudo y se fue caminando, como para probar que de verdad sí estaba bien.

 Pero no lo sentía así. Caminó un poco aturdida y menos mal vio una de esas cafeterías de cadena y entró. Pidió un jugo frío y un café caliente fuerte. También compró un pedazo de cheesecake de limón para con lo demás. No era una compra que hubiese previsto y sabía que después tendría que ver como hacía con sus finanzas, pero no le importaba mucho. Así no pudiera comprar nada más, prefería dejar las bolsas a un lado y tomar el jugo casi de un solo sorbo. El sabor frío del durazno o pera o lo que fuese se sentía como un elixir de vida.

 Cuando terminó, ella se quedó mirando la botellita de vidrio donde había estado el jugo y recordó que desde hacía mucho lidiaba con se problema, con sentirse a veces abrumada con la cantidad de gente y las voces y el calor que producían. Solo pensarlo la mareaba más y por eso tomó un poco del café, que le quemó la lengua pues todavía estaba caliente. Probó el cheesecake pero no le puso mucho atención al sabor porque seguía recordando tonterías.

 Recordaba, por ejemplo, los varios momentos en los que sus amigas la habían invitado a bailar a sitios, a conocer chicos y demás, y ella en más de una ocasión se había desmayado de las maneras más embarazosas posibles. Bueno, es que no había manera de desmayarse y que fuera algo espectacular, siempre era raro y la primera reacción de la gente no era tener consideración y ayudar sino siempre juzgaban primero y luego sí alguno que sintiera algo de culpa se agachaba y la ayuda a ponerse de pie. Eso pasó hasta que la dejaron de invitar.

 Eso la había alejado mucho de una vida social normal y por eso se la pasaba trabajando o leyendo o haciendo cosas que no tuvieran que ver con más gente. Si acaso podía salir con sus amigas a beber algo pero si no eran demasiados y era una cafetería como en la que estaba ahora. Era algo triste pero decidió no sentir pesar por sí misma pues eso no se lo podía permitir. No quería ser una víctima para nadie y mucho menos para sí misma. Alguna manera encontraría de tener una vida más o menos normal, sin venirse abajo por la cantidad de gente.


 Entró solo una tienda más y lo hizo porque estaba más vacía que las otras. El jean que compró ahí ni le fascinó ni le disgustó. Estaba apenas para el trabajo. Zapatos no compró, lo haría otro día en otro lado. Caminó por una calle solitaria hasta la avenida en la que pasaba su bus. Allí se sentía más a gusto pero no había ni un alma para ver la triste sonrisa que se le dibujaba en la cara.