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lunes, 27 de junio de 2016

En el hospital

   La bata blanca que me habían dado al llegar se había doblado de una manera extraña al dormir con ella puesto. Ahora parecía quedarme más corta, por lo que no podía agacharme o cualquiera vería que no llevaba ropa interior. Apenas me desperté, tarde en la noche, me bajé de la cama y planché la bata con las manos, a la vez que escuchaba con atención los sonidos que venían de afuera. No había nadie. No abrí la puerta por miedo a alertar a alguna de las enfermeras, pero me quedó allí al lado planchando mi bata con insistencia, tratando de escuchar pasos o algo.

 Cuando me di cuenta que había pasado un buen rato al lado de la puerta, decidí caminar al otro lado de la habitación, donde había una ventana. Subí las persianas y me di cuenta de lo oscuro que estaba afuera. No había ni una sola luz prendida en el patio al que daba la ventana. El cielo era negro y las únicas luces venían de otras habitaciones en el edificio de en frente. No vi nadie allí, ni sombras ni nada.

 Decidí salir de la habitación pues, al fin y al cabo, no me podían prohibir salir de allí. Lo gracioso, en verdad no lo era demasiado, era que no recordaba muy bien porqué estaba allí. Estaba seguro de haber llegado el día anterior en el automóvil de mi mamá, quién no había parado de hablarme durante todo el camino. Si mal no recuerdo, el cumpleaños de mi abuela se acercaba y algo me decía mamá de lo que tenía planeado y como a la abuela nunca le habían gustado las sorpresas.

 Recuerdo haber llegado con ella y luego haberme despedido con un beso pero la razón de mi visita al hospital me eludía. Lo mejor en ese caso era salir de la habitación y, al menos, buscar a alguien que me pudiese ayudar a recordar. El miedo a no saber porqué estaba allí era mucho más grande que el miedo a que alguna enfermera me reprendiera por salirme de mi habitación tan tarde en la noche. Además, otros pacientes seguro también paseaban cuando no podían dormir.

 Al abrir la puerta me di cuenta que, por lo menos en el pasillo de mi habitación, ese no era el caso. No había absolutamente nadie. Apenas salí tuve que taparme los ojos pues la luz era muy brillante y las paredes tan blancas rebotaban esa luz con el doble de fuerza. Tuve que recostarme contra uno de los muros por un momento para poder reunir fuerzas y ajustarme a la luz.

 Caminando como si lo estuviera haciendo por primera vez, fui caminando apoyándome en la pared hasta una puerta de vidrio que había a un lado del pasillo. Seguramente ahí empezaba el área restringida para los que no eran pacientes y lo más seguro es que allí debía haber, por lo menos, una persona de seguridad para poderle preguntar donde encontrar una enfermera.

 Cuando llegué a la puerta, efectivamente vi una mesa de madera y encima de ella algunos papeles. Al lado había una silla y de ella colgaba una chaqueta azul oscuro. Tenía bordado el apellido “Ruiz” en letras amarillas. No había nada más en el sitio y no vi a nadie más cerca. De hecho, no había ruidos en el sitio excepto por el extraño rumor de las luces y algún otro sonido remoto, como de las tuberías o algo por el estilo. Me senté en la mesita del guardia de seguridad y me tapé la cara con las manos.

 Tal vez estaba soñando todavía o tal vez la gente había desaparecido y estaba yo en uno de esos eventos post-apocalípticos en los que los muertos vivientes reinan el mundo. Pero tampoco había ningún muerto rondando o sino seguramente haría ruido tumbando cosas o que se yo. Entonces me di cuenta que, si el personal del hospital no estaba, tal vez sí habría alguien en alguno de los cuartos. Si había evacuado o algo y me habían dejado tirado, era posible que hubiesen dejado atrás a otros también.

 Apenas lo pensé me bajé de la mesita y empecé a caminar con normalidad, ya me dolían menos los huesos y mis ojos se ajustaban a la luz poco a poco. Caminé a la habitación más cercana y abrí. Nadie. En la siguiente tampoco había nada e igual en las otras hasta llegar a la mía. Seguí caminando, viendo hacia adentro de mi habitación, viendo como las sabanas seguían corridas tal como las había dejado. Lo mismo las persianas de la ventana. Quise volver a acostarme y dormir. Tal vez era una pesadilla de esas vividas y lo mejor era no perderme en ella.

 Pero no me hice caso. Seguí abriendo puertas hasta que, unas quince más allá de mi habitación, hacia el lado opuesto de la puerta de vidrio, encontré a otro ser humano. Bueno, no era uno muy activo pero era un ser humano al fin de cuentas. Era una mujer mayor, con tubos saliéndole de todos lados. Estaba un poco hinchada y su piel parecía hecha de cera. Parecía ya muerta pero los aparatos alrededor aclaraban que eso era solo en apariencia pues estaba viva, por poco.

 Me quedé mirándola un buen rato, como si fuera la primera persona que hubiese visto nunca. Y es que así se sentía. Me senté en una silla al lado de su cama y me puse a pensar en la enfermedad que tendría y como sería su vida. Imaginé como se vería sonriendo y gritando, supuse que tenía familia y pensé en donde estarían ellos ahora.

 De hecho, pensé en mi familia también y porqué no estaban allí conmigo. ¿Donde estaban y porqué me habían dejado solo, como el resto del mundo? Fue entonces que escuché un estruendo en el corredor y casi salté de la silla para ir a ver que era.

 Lo que sea que se había caído, no se había caído en el pasillo. Era en el cuarto contigua a la habitación en la que estaba la mujer. Entonces tuve que dar un vuelta un poco larga para dar con la puerta de esa habitación pues estaba justo al otro lado. Cuando por fin llegué, vi que no era el cuarto de un paciente sino una sala de operaciones, con todas las luces prendidas. Fue entonces que vi algo que me asustó demasiado: había sangre por todas partes, manchada en las paredes y por todo el piso. En el centro del lugar había una cama manchada también y con restos de otras cosas.

 No me puse a mirar eso mucho rato, no quería recordarlo después. Eso sí, el olor era muy fuerte para ignorarlo. El estruendo que había escuchado había venido de una bandeja llena de utensilios para operar. Había escalpelos y tijeras y otro montón de cosas que yo no conocía. Algunos estaban limpios y otros no tanto. Alguien, el o la ensangrentada, seguro había tocado algunos y por eso los había tirado al piso. Se trataba de alguien herido o, por lo menos, muy nervioso.

 Entonces lo escuché. Un quejido que parecía lejano. Al comienzo pensé, de nuevo, que eran las tuberías o alguna cosa por el estilo. Pero al cabo de un rato supe que era la respiración de alguien que se quejaba, gemía en algún lado que no podía estar muy lejos. Miré hacia todas partes y seguí las manchas de sangre. Indicaban que alguien había tocado un armario metálico y luego había abierto una puerta. Y ya no estaba ahí.

Abrí la puerta con cuidado y fue entonces cuando lo vi: era un hombre grande, en todo el sentido de la palabra. Estaba llorando y de su brazo y su pierna salía sangre que manchaba más y más el piso. La puerta daba al lugar donde se limpiaban los doctores pero ahora era un sitio sucio y triste. En la oscuridad, no le vi bien la cara pero supe que me había visto a los ojos y le sostuve la mirada un buen rato.

 Quería que supiera que no tenía miedo, lo cual era una estupidez porque puede que su enfermedad fuese contagiosa. Pero, en ese momento, pensé que lo mejor era congeniar y no alarmarlo demasiado. Vi una caja de guantes plásticos y me los puse. Le extendí una mano y le sonreí. El hizo lo mismo pero solo por un segundo. Luego, sus ojos empezaron a sangrar, como una de esas estatuas milagrosas.

 La puerta del otro lado se abrió de golpe y allí había una mujer con un arma. Me dijo que me apartara y yo lo hice, sin pensarlo. Apenas estuve lejos, la mujer disparó tres veces contra el hombre en el suelo, cuyo cuerpo hizo un sonido sordo al dar contra el piso. Había mucha sangre por todos lados y yo ahora entendía cada vez menos. ¿Que estaba pasando?


 La mujer no me dijo nada. Solo me indicó que la siguiera y yo hice caso. Tal vez la Tierra sí estaba llena de muertos vivientes después de todo.

lunes, 6 de junio de 2016

Para el alma y el cuerpo

   La pelea del día anterior nos había dejado cansados y resentidos. Cada uno había dormido de su lado de la cama y, al despertarnos, habíamos hecho lo propio cada uno por su lado. No nos metimos a la ducha juntos, ni bromeamos estando desnudos ni comentamos la ropa que nos íbamos a poner ese día. Estuvimos en silencio total hasta que subimos a la terraza, donde se servía el desayuno.

 En el hotel había poca gente. En parte era porque no era un hotel muy grande que digamos pero también porque la temporada no daba para tener muchos visitantes. Sin embargo, el sol bañaba el lugar con gracias y los pocos comensales tenían una sonrisa muy particular en sus caras.

Él se fue hacia la barra y yo preferí buscar una mesa. Elegí una cerca del borde, desde donde pudiera ver la calle. Me gustaba poder ver como se desarrollaba la vida en los sitios que visitaba y Japón era el lugar ideal para hacerlo. La gente iba de aquí allá, algunos hombres de oficina pero también amas de casa que iban temprano al mercado y escolares que corrían para no llegar tarde a clase. Era como en todos lados pero con un estilo marcado, muy particular.

 Apenas él volvió, fue mi turno de ir a la barra. El desayuno era siempre el mismo pero se podía variar eligiendo cosas diferentes. Ese día, nuestro cuarto en la ciudad, me serví algunas rodajas de tomate y de pepino así como sandía y piña. La fruta venía en cuadritos perfectamente cortados. Al lado puse algo de pan para completar, con un par de tarritos de lo que parecía mermelada de uva.

 Comimos en silencio, no nos dijimos nada, ni siquiera comentamos el clima que hacía. Él sacó de algún lado, creo que del bolsillo de la camisa, unas gafas oscuras. Al ponérselas, me sentí todavía más alejado de él, era como si hubiera una barrera más entre nosotros que no se podía tumbar fácilmente. Comí rápidamente, queriendo terminar de una vez por todas por la incomodad del momento. Pensé que ojalá el resto de los días que nos quedaban de vacaciones no fuesen iguales porque o sino simplemente no los soportaría.

 Apenas terminamos de comer, volvimos a la habitación a recoger nuestras cosas: yo usaba una mochila donde metíamos casi todo lo que pudiésemos necesitar (una toalla, la cámara fotográfica semiprofesional, algo de comer, la sombrilla,…) y él llevaba un pequeño bolsito ya que se encargaba del dinero y de los documentos. Habíamos quedado en eso porque él era más cuidadoso con esa clase de cosas y sabía convertir más rápidamente los yenes en nuestra moneda. Yo siempre había sido malo en matemáticas y hacerlo con el celular se demoraba más.

 Apenas salimos, el sol nos dio de lleno en la cara de nuevo. El día era perfecto y, en parte, agradecí no tener que ir de la mano de él todo el día puesto que no quería tener las manos sudadas. Me sentí mal al pensarlo pero era la verdad. Caminamos solo un par de calles y ya estaban en el centro de todo, en el núcleo comercial de la ciudad. El movimiento de gente mareaba un poco. De la nada, me tomó de la cintura para dirigirme hacia la entrada de la estación de metro. Casi quedé de piedra cuando lo hizo pero pude fingir que no había tenido reacción alguna.

 Su tacto siempre había sido muy efectivo en mi. Era algo que había sucedido desde el comienzo de la relación. Mientras él compraba los billetes, lo miré de arriba abajo y me di cuenta que solo habíamos tenido una pelea y nada más. Seguramente el disgusto se extendería unas horas más pero inevitablemente nos hablaríamos y todo volvería a la normalidad. Ya en el andén, creo que sonreí tontamente anticipando nuestra reconciliación.

 Media hora después, salíamos a la calle en una zona algo más residencial. El templo que queríamos visitar quedaba en el parque que había justo delante. Saqué la cámara y empecé a disparar, encantado con todo lo que veía. El sol ayudaba a que la escena fuese todavía más hermosa: gente riendo por todas partes, vendedores callejeros de objetos varios y los edificios tradicionales que combinaban asombrosamente con la naturaleza circundante.

 Ya dentro del complejo religioso, la gente estaba más en silencio, tratando de marcar el respeto que sentían al estar en semejante lugar. Asombrado por las estatuas y todo el arte que había por todos lados, empecé a tomar muchas más fotos y en un momento olvidé todo y me giré hacia él diciéndole algo sobre una de las estatuas de lo que parecía un mono. Pero él ya no estaba a mi lado, sino que se había ido caminando solo hacia el templo principal. Concluí que la reconciliación estaba más lejos de lo que pensaba.

 Lo seguí, no de muy cerca, y noté como el silencio empezaba a ser más y más dominante hasta que, en el interior del templo, casi no había sonidos provenientes de la gente. Solo alguna tos y la voz de algún niño se oía por ahí. De resto era todo silencio. La gente quemaba algo de incienso y rezaba en voz baja o sin decir nada. Cuando me giré para buscarlo con la vista, lo vi orando frente a la estatua principal.

 No dije nada cuando me pasó por el lado para salir. Me di cuenta que hubiese sido una fotografía perfecta pero no en el momento el impacto había sido tal que no había reaccionado con la suficiente rapidez. Nunca hubiese imaginado que él tuviese un lado religioso.

 Estuvimos varias horas caminando por el templo, los demás edificios y los jardines circundantes. La parte más difícil fue esa última, pues había muchas parejas de la mano y algunos incluso se daban besos bajo los cerezos. Había una laguna cercana donde se podían ver cantidad de carpas enormes. Él se quedó allí, mirándolas, por un buen rato. En ese momento sí recordé la cámara y le tomé un par de fotos. Unos quince minutos después ya salíamos de los terrenos del pueblo y volvíamos a la estación de metro.

 En el recorrido de vuelta al centro, el tren estaba mucho más lleno que antes. Tanto que tuvimos que hacernos contra una de las puertas, muy cerca el uno del otro. Por supuesto, a ninguno de los dos nos importaba. Pero en ese momento se sentía todo muy extraño, como si no nos conociéramos. De pronto, sin previo aviso, mi estomago rugió como un león hambriento. Estuve seguro que todo el vagón había escuchado el sonido, por lo que me giré hacia la ventana y quise estar ya en nuestro destino.

 Apenas la puerta se abrió, salí a paso apresurado y en segundos estuve en la calle. Él venía muy cerca, justo detrás. Yo me toqué el estomago y sentí, de nuevo, como rugía. Ya habían pasado muchas horas desde el desayuno y tenía todo el sentido que tuviese hambre. Pero tenía mucha hambre y no podía dejar de pensar ahora en comida. Además estaba avergonzado por el sonido y porque me sentía tonto en un sitio extraño.

 De la nada, sentí su mano suave y caliente sobre la mía. Me apretó suavemente y me dejé llevar. Algunas personas nos miraban pero él seguía, con sus gafas oscuras, caminando como si no pasara nada. Eso sí, miraba a un lado y al otro, como un halcón buscando presa. Yo iba con una sonrisa un poco tonta y también tratando, pero fracasando, en aparentar que no pasaba nada.

 Él me jaló ligeramente hacia una galería comercial y a pocos pasos de la entrada encontramos el lugar al que él me había traído: un restaurante de sushi giratorio. Nos sentamos en la barra, frente a la banda que daba vueltas por todo el restaurante, y empezamos a comer. Ninguno de los dos hablaba, solo elegíamos diferentes paltos e íbamos comiendo.

 Fue al tercero o cuarto, que él comentó algo del sabor. Yo hice lo mismo. Para el siguiente, lo elegimos juntos, juzgando la apariencia. Para el sexto, estábamos riendo, bromeando sobre cosas que habíamos visto en el tempo o el sonido de mi estomago. No pude resistir darle un beso rápido que nadie vio. En el mismo momento el chef anunció que empezaba la hora de descuentos. Él, que sabía japonés, me dijo lo que pasaba y entonces empezamos a comer más comida deliciosa, que nos unió como nunca.


 Había sopa también y arroz blanco con anguila y con cortes de pescados varios. Había pinchos de calamar y bolas de masa con pulpo. Todo lo acompañamos con cerveza y para cuando salimos éramos la pareja más feliz en todo Kioto. No tengo duda alguna al respecto. Por eso cuando ahora miramos las fotos de ese viaje, es inevitable que pasen dos cosas: que nos demos un beso y que pidamos un domicilio sustancioso a nuestro restaurante japonés favorito.rapidamente tumbar fácilmente. ra mcamisa, unas gafas oscuras. Al ponerselas, hacn un par de aba la vida en los sitios que visií ye

lunes, 30 de mayo de 2016

La montaña sabe

   En lo más alto de la montaña no había nada. No crecía el pasto ni algún tipo de flor ni nada por el estilo. Era un lugar desolado, casi completamente muerto. El clima era árido y había un viento frío constante que soplaba del el sur, como barriendo la montaña y asegurándose que allí nunca creciera nada. Así fue durante mucho tiempo hasta que dos personas que venían huyendo, vestidos ambos de naranja, subieron a la parte más alta de la montaña.

 Eran bandidos, uno peor que el otro, y se habían escapado de la cárcel hacia poco tiempo. Debían haber caminado mucho pues cualquier pedazo de civilización estaba ubicado muy lejos. Cuando llegaron a la parte más alta, se dejaron caer en el suelo y estuvieron allí echados un buen rato, descanso sin decir nada. Fue el mayor de los dos el que interrumpió por fin la escena y le preguntó al otro hacia donde debían seguir ahora.

 Fue el viento el que decidió porque justo entonces una ráfaga de viento los hizo cerrar los ojos y no volvieron a abrirlos hasta sentir que estarían a salvo de la tierra volando alrededor de su cuerpos. Cuando abrieron los ojos, eligieron el lugar desde el cual había venido el viento. Antes de seguir caminando, se quitaron los uniformes naranjas y quedaron solo en ropa interior. Algunos pasos abajo, por la montaña, había un hilillo de agua que utilizaron para lavarse la cara y refrescar la garganta.

 Ninguno de los dos se dieron cuenta de que los habían estado observando desde hacía un buen rato. Los desesperados criminales solo querían asearse un poco y seguir, caminando y caminando quien sabe hasta donde. No tenían atención alguna de convertirse en personas sedentarias o en personas de bien, para el caso. Ambos habían sido encarcelados por crímenes bastante particulares y, de alguna manera, se notaba en sus rostros lo que habían hecho.

 Cuando terminaron de refrescarse, volvieron a la parte alta de la montaña y observaron desde ahí si veían algún grupo de árboles en los que creciera fruta, pues tenían mucha hambre. Miraron a un lado y al otro pero lo único que había eran pino y pinos por todos lados, ningún árbol que diera frutos comestibles, jugosos como los que se imaginaban en ese mismo momento. Eso no existía.

Decidieron entonces seguir su escape y en el camino encontrar algo de comida. Bajaron por la pendiente menos inclinada y se adentraron en el bosque. Ninguno dijo nada pero los árboles parecían más juntos de lo que habían parecido desde arriba. Era difícil caminar por algunas partes. Aunque no les agradaba mucho, debían ayudarse tomándose de la mano para no perderse y tener apoyo para no quedar atascados.

 El avance fue poco al cabo de una hora. El bosque se cerraba, eso era lo único cierto. Cuando habían llegado a la zona no se veía así, tan apretado y oscuro, como si a propósito quisiera cerrarle el paso a los dos criminales. Uno de ellos sacó de su bolsillo una cuchilla hecha un poco de manera improvisada y atacó algunas ramas con ella pero no sirvió de nada. La cuchilla se desarmó después de algunos intentos y las ramas, a excepción de un par de hojas, seguían exactamente igual.

 La única opción era dar la vuelta y planear algo diferente porque evidentemente su plan actual era demasiado directo y el bosque parecía reaccionar ante algo que estaban haciendo. Cuando volvieron a la parte alta, el criminal más joven confesó que había creído ver algo entre las ramas de la copa alta de un árbol. Su compañero le dijo que seguramente estaba perdiendo la razón por el desespero que preocupa estar sin rumbo fijo. Le dijo que era algo normal y que no le diera mucho crédito a nada.

Decidieron pasar allí la noche, que se instalaba de a poco, y por la mañana planearían algo más. El viento del sur se detuvo en la noche y los hombres pudieron dormir en paz, sin ningún ruido que los molestara. Solo el bosque los miraba, con mucha atención. Sin duda todo lo que estaba vivo sabía de la presencia de aquellos personajes y estaban definiendo si hacían algo o si no hacían nada.  Lo hacían en silencio, sin palabras claras, a través de un código invisible.

 Al otro día, los criminales estaban cubiertos de hojas. Se las sacudieron rápidamente y miraron a un lado y al otro pero el lugar seguía tan pelado como siempre. Llegaron a pensar que había sido gente pero no tenía sentido ponerse a bromear estando tan lejos de todo. La única explicación era el viento, que de nuevo soplaba aunque de manera mucho más suave que antes. Estuvieron sentados un buen rato, tratando de idear algún plan. Pero no salió nada.

 Tenían tanta hambre, que se metieron al bosque de nuevo solo para tratar de conseguir algo que comer. Les daba igual lo que fuera, solo querían no morirse de hambre pues sus estómagos casi no los habían dejado dormir. La caminata empezó a buen ritmo y los árboles parecían algo más separados que la noche anterior.

 Pero más adelante, donde se oía el agua de un río más amplio, más caudaloso, los árboles también se habían juntado para formar una barrera que era imposible de pasar. Al otro lado estaría la ribera del río y tal vez en él habría peces y demás vida acuática que serviría muy bien para calmar sus apetitos y darle las energía suficiente para seguir su largo viaje, que de hecho no sabían cuanto duraría.

 Golpearon el cerco con fuerza, tratando de partir algunas ramas y troncos. En algún punto el mayor de los dos, el que tenía más fuerza bruta, parecía haber hecho un pequeño hoyo en una parte de la muralla pero se cubrió de hojas tan pronto se acercó para mirar si veía el río. Era inútil luchar contra algo que parecía no darse cuenta que ellos estaban allí. Decidieron caminar a lo largo de la muralla de troncos y hojas hasta llegar a un punto donde no hubiese más. Pero no lo había.

 De nuevo llegó la noche y tuvieron que volver a la parte alta de la montaña. Pero esta vez no era un lugar sin vida. Por primera vez en años había una pequeña planta creciendo allí. No sabían de que era pero supieron entender que se trataba de un suceso raro. Decidieron echarse a un lado de la planta y seguir como antes, tratando de expulsar los deseos de comida de la mente y confiando que las cosas terminarían bien a pesar de que, la verdad, nada pintaba bien.

 Al otro día, la pequeña plata nueva era un árbol de metro y medio. El crecimiento acelerado, sin embargo, no fue lo que los sorprendió. Fue más el hecho de descubrir que era un limonero y desde ya le estaban creciendo algunos limones por todos lados. Contando con cuidado, establecieron que había exactamente treinta pequeños limones. Es decir, quince para cada uno. Con el hambre que tenían, no había manera de discriminar ningún tipo de alimento.

 Cada un arrancó uno de los limones y se quedó sentado donde había dormido para comer. No había a cuchillo y tuvieron que mirar por los alrededores para ver si había algún instrumento que los ayudara. Desesperado, el más joven de los dos le hincó el diente a la fruta así como estaba. Como esperando, el sabor fue tremendamente amargo, solo un poco dulce. Pero era refrescante y, aunque dolía comer la pulpa, no paró hasta que no hubiese nada más.

 El mayor encontró una piedrita afilada y ella pudo abrir su limón en dos parte iguales. Se comió una primero y pensaba guardar la segunda pero no habría manera. Al cabo de unos minutos ya no quedaba nada de los limones. Enterraron los restos de fruta bajo un montoncito de tierra y se dieron cuenta que todavía tenían hambre.


 Pero también les había dado sueño. Mucho sueño. Quedaron acostados allí mismo y al cabo de un rato el bosque vino por ellos y los envolvió. Los limones habían hecho su trabajo. El bosque podía expulsar los cuerpo, lejos de la montaña sagrada. Ya esos asesinos tendrían un mundo hostil al cual enfrentarse y se lo debían a algo que ni habían visto.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Ver y oír

   La sangre parecía estar viva. Se movía, expandiéndose por el suelo de concreto sin detenerse con nada. Era obvio que el piso había sido construido con un mínimo desnivel y ahora la mancha crecía como un tsunami en miniatura. Era fascinante ver como ese liquido, más aguado en unas partes y más espeso en otras, parecía comportarse como si no fuera más que el agua misma que toma cualquier ser vivo para seguir viviendo. Eso era, claro está, porque era agua con muchos minerales y vitaminas y demás. Ver esa expansión roja era fascinante.

 Los colores también eran un rasgo particular de la mancha. Había partes en los que ya se había empezado a secar entonces el color era muy oscuro, vino tinto, casi negro. Será que la sangre indica algo más profundo en nosotros que solo el contenido de minerales? De pronto ese color tan oscuro quería decir algo a gritos, quería denunciar a su portador por tener una semilla de maldad clavada en lo más profundo del alma o de la garganta o de donde fuera. Tal vez ese otro color rojo algo más brillante, casi invitando a acercarse para sentirlo, denunciaba otra parte de la personalidad de la persona.

 Su textura era una característica más. Hay sangres con más agua que nada y otras espesas, terriblemente espesas como el barro o la melaza. Está era una de esas sangres que se quedaban en todo, manchaba cualquier cosa que tocaba y parecía no detenerse de ningún manera, parecía querer decir aún más con su composición, untándose en todo como una mermelada horrible, oscura y asquerosa. El olor era fuerte, a hierro. Obviamente la dieta del personaje era de pura carne o algo por el estilo. Era increíble como ya empezaba a oler mal.

 La mancha empezaba a detenerse y ya no tenía el mismo impacto visual que antes. Brillaba pero con un brillo triste y vacío, como si ya no le interesara destacar más, como si su vida liquida se hubiese terminado antes de empezar. Había puntos en que se había convertido en una cosa pegajosa, fastidiosa, que alguien tendría que limpiar y que no estaría feliz de limpiar. Y no solo porque era sangre sino porque parecía que no iba a quitar con nada.

Además habían manchitas en los muros, de todos los tamaños. El asesino había salpicado para todas partes y no se había dado cuenta. Una parte del muro, cercana al piso, parecía una de esas pinturas vanguardistas que son un poco de pintura chorreada sobre el lienzo. Pues esto era igual pero sin intención. Si alguien pudiese cortar ese pedazo de muro y llevárselo a su casa o exponerlo en una galería o un museo, seguramente se ganaría un dinero y no sabría como se había creado semejante obra maestra, venida de la cabeza de un miserable.

 Y era la cabeza, que ya había dejado de ser como era cuando estaba vivo,  la que era el aspecto más horrible de la escena pues ya no se veía como había sido sino todo lo contrario. Seguramente sería lo primero que alguien vería al entrar, seguido de la mancha de sangre que seguro pisarían decenas de personas al encontrar el cuerpo, porque obviamente lo terminarían encontrando. Esa pobre cabeza, que no había pensado mucho en su vida, ahora ya nunca iba pensar en nada, ya no reflexionaría sobre si fumar otro cacho de marihuana o tomar una cerveza. Ya no pensaría en el futbol de los fines de semana o en el sexo de las mujeres.

 Las piernas estaban erguidas. Es decir, el cuerpo estaba acostado en el piso, mirando hacia el techo, pero las piernas formaban un triángulo, con los pies bien apoyados sobre el suelo, igual que el trasero. De pronto había querido levantarse, de pronto había pensado que podía huir en algún momento, que iba a poderse levantar y salir corriendo con esas piernas que seguían erguidas pero pronto colapsaría bajo su propio peso. Es feo decirlo, pero esa posición hacía que el cuerpo se viera ridículo, más porque el final de los pantalones quedaba muy arriba y se le veían unas medias que parecían del canasto de los descuentos.

 Era obvio, tan solo por la ropa, que quien sea que fuera el pobre desgraciado, no había sido una persona de dinero ni de buen gusto. La ropa no combinaba en lo más mínimo y aún con el rojo de la sangre, los colores desentonaban demasiado: los zapatos eran deportivos y blancos, ya muy gastados y sucios. Las medias eran azul de escuela, de ese que la gente solo debería usar cuando es menor de dieciocho años. Los pantalones eran de un color naranja enfermizo, no de ese lindo naranja del jugo de las mañanas sino de un color que parecía vomito inducido por mucha cerveza. Tenía una chaqueta deportiva verde que cerraba el atuendo.

 Y allí yacía el cuerpo y el asesino ya se había ido, se había cansado de ver la sangre moverse y no estaba en una película como para quedarse a ver que pasaba con todo. Había limpiado lo que tenía que limpiar, no había cogido nada ni movido nada de su sitio, y simplemente se había ido sin más. El cuerpo estaba allí desde hacía varias horas pero ya los insectos habían comenzado su lenta marcha, los que comían la sangre endurecida y los que empezaban a alimentarse del interior del cuerpo.

 La escena era horrible, eso sin duda, pero también era ridícula y hasta divertida si una sabía verla, pues hay que tener todos los elementos a la mano para comprender. En cierta medida la escena era como una pintura, más gráfica que la de la pared, más figurativa y concisa. Tenía códigos claros por todos lados.

 Por ejemplo, era ya un poco difícil de ver pero se podía con un esfuerzo, el personaje tenía alrededor de su cuello unos audífonos. Ahora bien, no era cualquier tipo de audífonos. Alguien versado en el tema, sabía que precisamente esos tenían un costo bastante elevado entre los que había disponibles en el mercado. La marca era de un músico famoso y la utilizaban más que todo otros músicos, fuese para componer o digitalizar o para hacer mezclas. Y bueno, había uno que otro que los compraba porque tenía el dinero y quería escuchar música en los mejores audífonos disponibles. El muerto era uno de esos.

 Sin embargo, el sangriento cable de los audífonos estaba ya sumergido en el liquido rojo y no iba a ningún lado. Es decir, no estaba conectado. Muchos podrían pensar que simplemente se habían desconectado cuando el asesino tendió al pobre miserable en el suelo pero con la fuerza que la cabeza parecía indicar, el cable se hubiese roto, habría algo partido en dos o en tres o pedazos de alguna parte esencial o algo por el estilo. Pero no había nada. Eso solo indicaba que el mismo muerto había desconectado los audífonos o que, posiblemente, jamás los conectaba.

 Esto puede sonar extraño pero con tanta gente que compra cosas que no usa, sola para lucirse ante nadie en particular, pues no suena tan extraño. Además el tipo en su habitación no tenía mucha música que digamos. El portátil estaba encendido con una lista de canciones y sí eran bastantes, pero todo el mundo tenía una lista parecida. No había nada que indicara que este pobre hombre fuera más fanático de la música que nadie más.

 Lo otro era la cabeza, esa destruida cabeza. Viéndola con detenimiento, y no era fácil hacerlo, se podía notar que la parte más atacada había sido una de las sienes. Lo habían golpeado o pateado en la sien varias veces, cerca al oído. El oído que usaría para escuchar las canciones. Todo tenía una aura de sonido que no se podía negar y que seguramente los detectives ignorarían pues a veces lo más evidente es lo que se deshecha más fácil.

 La prueba más clara era el portátil. Si hubiese alguien para oprimir la tecla que reproduce la música, se hubiese dado cuenta que el volumen era simplemente exagerado para un pobre desgraciado en su pequeña habitación. Más aún cuando el portátil tenía conectados unos altavoces que elevaban el sonido aún más. Y todavía más cuando esos altavoces estaban al lado de una ventana abierta que daba a un patio interior del edificio en donde vivía el muerto y, muy seguramente, su asesino. Así que, de nuevo, no hay sorpresas ni grandes revelaciones para quienes abren un pocos sus ojos, y oídos.


 Podría uno decir que se lo buscó. Podría uno decir que el castigo fue mucho más violento que los cientos de mañanas en las que ese idiota había puesto el volumen hasta el techo, interrumpiendo el sueño de todos. Sin duda fue una acción desmedida para cortar con ese torrente de sonido, con el irrespeto y con la falta de racionalización. Pero sin embargo todo lo que podamos pensar ya no sirve de nada. Porque nadie nunca pensó. Ni el uno ni el otro ni pensarían quienes levantarían ese cuerpo, ni quien limpiase esa sangre ni el próximo miserable que viviese allí y se atreviera a subir el volumen.