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viernes, 15 de septiembre de 2017

Sombras del pasado

   Mi cuerpo goteaba sobre el la alfombra de la casa. Me paré al lado del marco de la puerta, tratando de aguzar el oído. De pronto podría oír alguna voz o alguna otra cosa que no fuera el timbre que había creído percibir debajo de la ducha. No había una toalla limpia y no sabía donde había más. Como la casa estaba sola, no me importó salir de la ducha así no más, desnudo, a ver que era lo que pasaba afuera. Estuvo allí de pie por segundos, pero los sentí como si fueran varias horas.

 El sonido del timbre debía haber sido imaginario porque no hubo más ruidos extraños. Lo único que me sacó de mi ensimismamiento fue el viento, que sacudió con violencia un árbol en el exterior e hizo que varias de las hojas más débiles cayeran como granizo contra la casa y el césped de afuera. Estaba en una casa alejada de la ciudad, de cualquier pueblo. Se podía decir que era una granja pero no tenía ese aspecto. No había granero ni nada por el estilo. Debía de haber pertenecido a alguien con dinero.

 Me metí a la ducha de nuevo, tratando de quitar de mi cuerpo la gruesa capa de sudor, grasa y mugre que tenía de haber caminado por tanto tiempo. Mi ropa sucia estaba en un balde con jabón en la cocina. Y no había mirado aún si la gente que había vivido allí había dejado ropa, menos aún si algún hombre había pertenecido a esa familia. Y si eso era un hecho, podía ser que fuese un hombre más alto o más gordo o con un estilo muy diferente al mío. Aunque eso la verdad ya no me importaba.

 Estuve bajo el agua por varios minutos más, hasta que el agua caliente se acabó y se tornó tan fría como el viento nocturno que había sentido por varios meses, en el exterior. Había caminado por las carreteras, pasando por zonas desoladas por la peste que nos había golpeado, había visto pueblos destruidos o simplemente vacíos. Incluso tenía en la mente la imagen de varios cadáveres pudriéndose frente a mis ojos. Era difícil dejar de pensar en ello. Era entonces que me ponía a hacer algo con las manos.

 Puede que en mi pasado no fuese la persona más manual del mundo, pero ahora nadie me reconocería puesto que cortar leña o cazar animales pequeños y apenas cocinarlos sobre alguna lata retorcida, se había convertido en algo normal en mi día a día. Encontrar esa casita color crema en la mitas de un campo amarillento había sido casi como encontrar el paraíso. Debo reconocer que cuando la vi, pensé que había muerto. No me puse triste cuando lo pensé, más bien al contrario. Pero ningún sentimiento duró mucho, pues mis piernas siguieron caminando y entré.

 Salí de la ducha casi completamente seco. Había encontrado una pequeña toalla para manos en el cabinete del baño. No había nada más, solo unas medicinas ya muy pasadas y una cucaracha que había muerto de algo, tal vez de aburrimiento. Apenas terminé con la toalla, la lancé sobre la baranda del segundo piso y la vi caer pesadamente al primer piso. Algo en esa imagen me hizo temblar. Por primera vez pensé en la familia que tal vez vivió en la casa, de verdad creí verlos.

 Me pareció escuchar la risa de adolescentes traviesos y de algún niño pequeño quejándose por el hambre que tenía o el pañal lleno de la comida del día. También imaginé la sonrisa de la madre ante los suyos y las lágrimas que tal vez había dejado en el baño en incontables ocasiones. Pensé en mi madre y por primera vez en mucho tiempo me vi a mi mismo llorar, sin razón aparente. Ya había llorado a los míos pero no los pensaba demasiado porque dolía mucho más de lo que quería aceptar.

 Estuve allí un buen rato, en el segundo piso, mirando las habitaciones ya con el papel tapiz cayendo y los muebles pudriéndose por la humedad que había entrado por las ventanas rotas. Sin embargo, era fácil imaginar una buena vida en ese lugar. Se notaba que la persona que la había pensado, fuese un arquitecto o un dueño, lo había hecho con amor y pasión. Era muy extraño ver algo así en ese mundo desolado y sin vida al que ya me había acostumbrado, un mundo gris y marrón.

 Bajé a la cocina casi corriendo, casi feliz de golpe. Recordé mi niñez, cuando una escalera parecida en casa de mi abuela había sido el escenario perfecto para muchos de mis juegos. Allí había imaginado carreras de caballos y de carros, había jugado a la familia con mis primos y a correr por la casa y el patio como locos. Era esa época en la que los niños deben ser niños y no tienen que pensar en nada más sino en ser felices. La vida real está fuera de su alcance y por eso los envidiamos.

 Llegué a la cocina con una sonrisa, que se desvaneció rápidamente. Miré el balde lleno de agua sucia, ya mi ropa había dejado salir un poco de su mugre. Miré el lavaplatos y allí vertí el contenido del balde. Gasté lo poco que todavía había del jabón para lavar la ropa y me pasé un buen rato fregando y refregando. Mis medias llenas de barro, mis calzoncillos amarillos, mis jeans cubiertos de colores que ni recordaba, mi camiseta con colores ya desvanecidos y mi gruesa chaqueta que ahora pesaba el triple. Las botas las cepillé y al final me dolieron los huesos y los músculos de tanto esfuerzo.

Saqué el agua sucia, la reemplacé con agua fría limpia y dejé eso ahí pues estaba cansado y no quería hacer nada. Hacía mucho que no dejaba de hacer, de moverme, de preocuparme, de caminar, de procurar sobrevivir. Por primera vez en mucho tiempo podía relajarme, así fuese por unos momentos. Fui caminando a la sala de estar y me sorprendió que allí los muebles se habían mantenido mucho mejor. Me senté sobre un gran sofá y me alegré al sentir su suave textura en mi cuerpo.

Me acosté para sentirlo todo mejor. El sueño se apoderó de mi en segundos. Tuve un sueño, después de mucho tiempo, en el que mi madre y mi padre me sonreían y podía recordarlas las caras de mis hermanos. Solo recordaba como lucían de mayores, sobre todo como se veían la última vez que los vi, pero su aspecto juvenil parecía algo nuevo para mí. Los abracé y les dije que los amaba pero a ellos no pareció importarles mucho. Estaban en un mundo al que yo nunca iría.

 Cuando desperté, me di cuenta de que había llorado de nuevo. Me limpié la cara y, afortunadamente, no tuve más tiempo para ponerme a pensar en cosas del pasado. Mi estomago gruñó de tal manera que me pasé un brazo por encima, inconscientemente temiendo que alguien escuchara semejantes sonido. En la casa era seguro que no había nada pero era mejor mirar, por si acaso. Ya era de noche y no era buena idea salir a casar así como estaba, en un lugar aún extraño para mí.

Como lo esperaba, no había nada en la nevera. O mejor dicho, lo que había eran solo restos que olían a los mil demonios. Había una cosa verde que parecía haber sido queso y algunos líquidos que habían mutado de manera horrible. Cerré de golpe la puerta blanco y eché un ojo en cada estante de la enorme cocina. Casi me ahogo con mi propia saliva, que cada vez era más a razón del hambre que tenía, cuando encontré un paquete plástico cerrado de algo que no había visto en mucho tiempo.

 Eran pastelitos, de esos que vienen de a uno por paquete y están rellenos de vainilla o chocolate. La bolsa en la que venían estaba muy bien cerrada y cada uno parecía haber soportado el paso del tiempo sin contratiempos. Hambriento, tomé uno, lo abrí y me comí la mitad de una tarascada.


 De nuevo, me sentí un niño pequeño robando los caramelos y pasteles dulces a mi madre, cuando no se daba cuenta. No nos era permitido, era algo prohibido comer dulce antes de la cena. Y sin embargo allí estaba yo, un hombre adulto desnudo, llenándose la boca de pastelitos de crema.

viernes, 18 de agosto de 2017

Es algo difícil

   Cuando empecé a ir a la sicóloga, tengo que confesarlo, pensé que ya no había vuelta atrás. El hecho de tener que ir dos veces por semana a un lugar donde todos piensan que estoy loco o que estoy al borde del suicidio, era para mí la garantía de que mi vida jamás volvería a ser la misma y que lo que había pasado marcaría un antes y un después en todo lo que ha ocurrido desde el momento en que nací. Y es cierto, así ha sido. Pero también han pasado otras cosas que han cambiado mi visión de todo.

 La mujer de la que les hablo se llama Verónica. Es una de esas señoras de más de cincuenta años que cree que tiene veinte o algo por el estilo. Las faldas y tacones que se pone se le ven ridículos, pero supongo que si le gustan no importa. Sin embargo, siempre que la veo por primera vez, pienso en lo tonto que parece el hecho de que algo que ciertamente tiene algún problema sicológico me hable a mi de mis problemas mentales. Hay algo que no está bien en ese intercambio.

 Sin embargo, a juzgar por los títulos en su oficinas y por lo que el doctor Peña me dijo, es una mujer muy inteligente y brillante en su campo. Ha dado conferencias y ha escrito libros. Después de la primera cita que tuvimos me fui corriendo a una gran tienda departamental y en efecto sus libros de autoayuda están por todas partes. Pero no compré ninguno porque no tendría sentido teniendo a la persona misma frente a mí, martes y viernes de todas las semanas, anotando y escuchando.

 Eso es algo que no me gusta para nada. Ella asiente y mueve la cabeza, me indica que siga, me hace preguntas vagas y no mucho más. A veces siento que no estoy allí para mejorar sino para que me hagan algún tipo de pruebas. Pienso que soy solo un conejillo de Indias en uno de esos exámenes masivos que hacen para probar algo en la gente. No dudo que sea una mujer muy cualificada pero simplemente creo que un paciente necesita algo más que solo movimientos de cabeza.

 Lo más fastidioso no fue el hecho de contar lo que me había pasado. Es raro, pero ya se lo he contado a tanta gente en tantos contextos distintos, que me da un poco lo mismo. Solo lo hago de manera automática, sin cambiar nunca la historia. Hay cosas que ya no recuerdo y otras que vuelven en la noche, en forma de pesadillas. Pero lo que sale de mi boca es siempre lo mismo, como si lo hubiese ensayado por años. A veces me siento como un actor teatral, que ha memorizado las líneas de su personaje desde que se dio cuenta de que estar en un escenario era lo suyo.

 Solo hace poco conté una versión distinta de la historia.  Tal vez fue la manera en que abordamos el tema, tal vez fue la hermosa sonrisa de Martín la que me hizo armar las frases de otra manera. No tengo ni idea. El caso es que empecé a contarle mi historia un día y la terminé muchos días después. En ambos momentos tenía una cerveza cerca y por eso un día le dije a Verónica que me iba a volver alcohólico. Era una broma tonta pero ella se la tomó en serio y no me dejó de molestar con el tema durante toda la sesión.

 A Martín lo conocí de una forma muy rara. Él trabaja en una tienda de ropa para hombre que hay cerca de mi casa. Nunca había entrado hasta que un día de calor decidí echar un ojo a la ropa de baño que tenían allí. No me gusta meterme al mar pero si acostarme en la arena y leer algo mientras el sol me quema la piel. Fue allí donde hablamos por primera vez y me encantó que lo primero que me dijera es que le gustaba mucho mi cuerpo. Eso lo dijo cuando me probé uno de los bañadores.

 Me pareció inapropiado al comienzo y me sentí un poco demasiado consciente de mi mismo. Pero a los pocos minutos, me di cuenta de que esa era una cualidad que me gustaba en las personas. Esa honestidad brusca, esa manera tosca pero realista y considerada de preguntar las cosas y decir lo que se tiene en la mente. Desde ese momento supe que él era eso y después me enteré de que era mucho más. No demoró mucho puesto que, en la bolsa con la que salí de la tienda, dejó una tarjeta con su nombre y número de teléfono.

 Al otro día lo saludó por una de esas aplicaciones para conversar y estuvimos así varias horas. Es una suerte que mi trabajo no precise mucha concentración porque la verdad no hice más sino reírme de lo que decía y de las fotos que me enviaba. Estaba arreglando la ropa en los anaqueles y me decía cosas graciosas de algunas prendas. Al final de esa tarde, me preguntó si querría verlo para tomar algo y le dije que sí, sin dudarlo. Sobra decir que esa cita fue todo un éxito.

 Fue el viernes siguiente a esa cita cuando me di cuenta que no había pensando en Martín como algo más que un hombre muy especial. No sé como fue que Verónica lo percibió, pero me pidió imaginar como hablaría con una eventual pareja de lo que me había pasado. Me preguntó si mentiría o si diría la verdad o si mezclaría las dos cosas para hacer que todo fuese un poco menos raro. No supe que decir y la sesión terminó con un sermón largo y aburrido. No entiendo como me pueden decir como sentirme cuando nunca han pasado por lo que yo pasé.

 Sí, estaba borracho. Por eso el chiste le cayó tan mal a Verónica. Estaba ebrio y salí del bar en el que estaba con amigos sin despedirme de ellos. Mi casa era relativamente cerca pero no conté con que toda una calle estuviera sin luz y que un hombre aprovechara esa circunstancia para drogarme con un pañuelo. Me llevó a algún lado y allí hizo lo que quiso conmigo. Mi ser estaba dentro de mi cuerpo pero solo podía ver y sentir pero no reaccionar. No podía gritar y así hubiera querido, no hubiese podido.

 Me desperté al otro día, muy tarde, tirado en un callejón horrible de un barrio al que nunca quiero volver. Busqué a un policía y le conté lo que había pasado. Se burló de mí. Me miró como si fuese un niño hablando de monstruos y príncipes y simplemente me amenazó con meterme a la cárcel si seguía gritando en la calle. Pero grite más, asustando a la gente que pasaba por el lugar. No me importó nada. No sé de donde salió eso de mi, supongo que del instinto de supervivencia.

 Eventualmente alguien me ayudó, fui al hospital y el mundo supo lo que me había pasado. Hubo notas de prensa con mi nombre durante muchos días y me pidieron un sin número de entrevistas. Yo solo quería morirme y trata de suicidarme una vez, cortándome las venas de la manera menos mortal posible. Por eso me obligaron a ir a las citas con Verónica. Ya ha pasado un año y mi vida está mucho mejor que en ese momento. Incluso creo que está mejor que antes.

 Martín supo de lo que me había pasado porque nos tomamos una foto y el la subió a alguna red social. Allí una amiga de él me reconoció y básicamente le contó mi historia. En ese momento me sentí hundido de nuevo, humillado. No solo porque él supiera lo ocurrido sino porque yo no había tomado la decisión de decirle. Quería que fuese algo mío, una decisión tomada con cabeza fría. Pero no, de nuevo a la fuerza. Por eso él me preguntó sobre lo ocurrido y yo tan solo le conté todo.

 Le hablé de cada cosa, de cada detalle que recordaba. Ni con la policía fui tan detallado. Ellos me habían considerado un mentiroso y simplemente no creía en su falso sentido del deber. No me importaba la persona que me había hecho eso y no me importaban ellos. No me importaba nada.


 Cuando terminé de contar la historia, Martín me abrazó y me dijo que podríamos ir a la velocidad que yo deseara, que él esperaría porque estaba enamorado. Yo lloré, nos abrazamos y nos besamos. Mañana me va a acompañar adonde Verónica. Va a ser divertido porque no le he dicho nada de él. Deséenme suerte.

lunes, 14 de agosto de 2017

Triste y felicidad

   En un momento todos estábamos juntos. Al siguiente, cada uno había retomado el camino que había estado recorriendo por un buen tiempo. Es difícil de procesar cuando las cosas pasan así, tan rápido, pero supongo que eso es mejor que nada. Eso es mejor que seguir y seguir y seguir sin saber muy bien adonde es que se está yendo. Cuando las cosas cambian, al menos un poco, se gana una nueva perspectiva. Es como verte a ti mismo en un espejo. Lo cambia todo.

 Es complicado cuando esos cambios momentáneos son de felicidad y no de tristeza. Está claro que la tristeza se quiere evitar, se quiere mantener lejos de uno mismo. Lo ideal es una vida en la que no haya sino alegrías. Pero esa no es una vida que tenga mucho sentido pues, cuando el ser humano fue adquiriendo conocimiento, también adquirió un montón de equipaje emocional que no había tenido nunca en cuenta. Nos hicimos más inteligentes pero, a la vez, mucho más vulnerables.

 Por eso nos duele cuando alguien se va y cuando alguien muere. Son dos cosas parecidas pero, al mismo tiempo, sustancialmente distintas. A la base, se trata de un cambio de lo que vemos, de lo que percibimos. Sin embargo, con los poderes de la tecnología actual, la gente que se va de nuestro rango de visión ya no es como si se hubiera muerto y luego resucitara cuando vuelven. Los podemos ver todos los días, si eso deseamos. Podemos hablar de cosas sin importancia, pueden estar allí.

 Los muertos siguen tan muertos como siempre lo han estado. La inteligencia no ha cambiado eso porque ese es el único estado en el que entramos que es inalterable, hasta donde sabemos. Podemos estar enfermos de graves enfermedades, pero hasta eso puede cambiar de un día a otro. En cambio la muerte es un final, un final abrupto y horrible que nos hace pensar que todos en algún momento llegaron a ese inevitable final. Es difícil pero somos humanos y ese es nuestro camino.

 La felicidad es diferente. La felicidad no es como la tristeza, que parece alargarse mientras más la sentimos. No importa la razón, ella se incrusta en nuestra alma y parece drenar toda la energía que puede. Es por eso que lloramos, para tratar de contrarrestar el dolor de la tristeza, que no nos coma vivos. En cambio, la felicidad es algo de un momento, nunca dura demasiado. Por eso el amor es un concepto tan idílico y tan absurdo. ¿Como va la felicidad a extenderse por años, así nada más, como si nada? Requiere trabajo duro y apoyo de muchas otras cosas.

 Todos los tipos de amor tienen un fin, como la vida humana. La diferencia es que podemos sostener el sentimiento como muchos otros empáticos. La felicidad y la tristeza son la base para ese intercambio que hacemos todos los días, con todas las personas que nos importan. Nos hacen sentir tristes y felices y eso es bueno. Si no nos hicieran sentir nada, simplemente no estarían en nuestras vidas. No hay nada más triste que alguien que intenta meterse en una vida sin ser invitado.


 En conclusión, hay que aprovechar todos los momentos que se tienen en la vida, sean tristes o felices. Lo tenemos que hacer porque son esos momentos los que nos mantienen a flote y los que nos dan la energía para seguir adelante y para poder ver todos los giros del camino que estamos recorriendo.  Esos momentos nos hacen ver más allá de nuestra corta visión humana y debemos estar agradecidos por poder sentir, por poder expresar todo lo que tenemos adentro. Somos seres atormentados, en general, pero también capaces de cosas que, hasta donde sabemos, nadie más es capaz.

viernes, 4 de agosto de 2017

Nunca es fácil

   Nunca será fácil despedirse de un ser querido. No importa su edad, su estatus dentro de la familia o incluso si era o no de la misma especie, nos duele en el alma cuando se va alguien que amamos profundamente, así nunca antes no hayamos dado cuenta. Es un dolor grande porque los seres humanos tenemos la maldición de tener que recordar, de guardar en nuestro cerebro esas imágenes que se repiten una y otra vez como viejas películas que ya nadie parece querer ver, solo en ocasiones.

 Se nos secan los ojos de tanto llorar y nos duele tanto la cabeza como el pecho, porque no hay nada más doloroso y duro para el ser humano que enfrentarse a la muerte. Ante ella no somos nada, no tenemos ningún tipo de poder. Solo somos pequeños animalitos asustados que se arrodillan y piden clemencia, porque no hay nada más que hacer en ese momento. Ella ha llegado y hace lo que quiere cuando quiere, sin que nosotros importemos tanto como creemos que importamos a diario.

 El dolor se va con el tiempo. Aprendemos a vivir con él y a verlo como una criatura que habita dentro de nosotros. No es algo bienvenido porque a nadie le gusta sentirse así a propósito, pero sabemos que es la única manera en que podemos soportar la pérdida. Si no sintiéramos dolor, no podríamos expresar lo que significa para nosotros que alguien haya dejado su lugar junto a nosotros. Es necesario sentir que el pecho no puede más y que los ojos están secos y duelen como nunca.

 Y los recuerdos llegan a altas horas de la noche. A veces son simples imágenes, otras veces son más complejas y se comportan cuando pesadillas cuando son una simple realidad pasada. Es por eso que tenemos que aprender a vivir con la muerte. Tenemos que aprender a que las cosas pasan, a que todo es un ciclo de vida en el que estamos involucrados y, aunque no podemos hacer nada para cambiarlo, sí podemos darnos nuestro lugar en él y aprovechar la vida como viene.


 Debajo de un árbol yacen muchas de las personas que estuvieron junto a mi, muchos amigos entrañables. También flotan en el aire, libres de las cadenas humanas. Están aquí y allí, siempre junto a nosotros. Son almas, recuerdos que nos enseñan y pueden impulsarnos cuando no sabemos como seguir adelante. Es ahí cuando la vida y la muerte se cruzan y forman un mismo tejido hermoso, con dos caras distintas pero dependientes. Debemos vivir la vida, aprovecharla, ser felices y siempre disfrutar a los seres amados. En la muerte, todos estaremos juntos, tomados de la mano, libres.