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jueves, 5 de noviembre de 2015

Rutinas matutinas

   Recuerdo que era horrible despertarse hacia las cinco de la mañana. Siempre pensé que era casi un castigo divino el hecho de hacer semejante cosa con un niño, despertarlo a una hora en la que muchos adultos ni siquiera estaban conscientes y a la que los animales tampoco respondían muy bien que digamos. El frío instantáneo al despertar, la gana de quedarse cinco minutos en la cama o el hecho de hacerlo todo medio dormido era un ritual bastante extraño, como si todo se tratase de algo que había que hacer por obligación y porque no había más remedio. Y de hecho así era, porque había que ir al colegio, no era algo muy opcional, incluso cuando estaba enfermo. Mis padres no veían muy bien que se faltara a la escuela un solo día, así fuese el ultimo antes de vacaciones o uno atrapado entre dos días festivos.

 La rutina era la misma siempre: primero despertarse a esa hora tan horrible. Cuando era pequeño era mi mamá la que me despertaba, actuando como mi despertador. Ya después yo fui poniendo una alarma que a veces escuchaba y otras no. Pasó varias veces que se nos hacía tarde, que el bus no se demoraba en pasar y que solo tenía tiempo de vestirnos y ya. No era lo mejor puesto que a mi no bañarme siempre me ha parecido difícil porque me siento físicamente sucio por horas después. Siento como si no hubiese salido de la cama. Es que la cama tenía mucho poder. Por eso seguido en el bus del colegio me quedaba dormido y solo me despertaba una vez en el colegio, para mi completo desagrado.

 Después de ducharme dormido, porque el agua no ayudaba en nada, me ponía la ropa lentamente: la ropa interior, las medias, el pantalón y así. Todo con una ceremonia que terminaba con mi mamá viniendo para decirme que apurara porque no tenía tanto tiempo y porque ya llegaba el bus. Esto era muchas veces un mentira que mi madre usaba para acelerar el paso. El resultado era siempre variado, nunca siempre el mismo. Después de cambiarme y tomar la maleta, había que desayunar. Siempre era algo simple como tostadas con mermelada o cereal con leche. Nunca comíamos nada demasiado complejo. Primero porque a mi mamá cocinar tan temprano no le gustaba pero también porque no había tiempo de tanta cosa.

 A mi me daba igual porque nunca me cabía mucha comida. Sigue siendo lo mismo de hecho. Y el desayuno, a pesar de ser pequeño, también lo comía con ceremonia, tratando de alejar al sueño de mi mente, muchas veces sin éxito. Mi hermano muchas veces estaba tan dormido que su cara quedaba a milímetros de su cereal. Normalmente teníamos unos pocos minutos más para cepillarnos los dientes y luego llegaba el bus. A veces se demoraba pero normalmente era bastante puntual. Había que bajar corriendo y sentir decenas de ojos cuando uno se subía y tomaba asiento. El de al lado mío siempre se demoraba en ocuparse.

 En la universidad, la rutina cambió sustancialmente. Ya le horario no era rígido, no era el mismo todos los días. Había algunas veces que de nuevo tenía que despertar a las cinco de la mañana pero normalmente era más tarde. Eso sí, nunca modifiqué el tiempo que me daba para hacer lo que tenía que hacer antes de salir: siempre era una hora, a veces con algunos minutos de más. Lo calculé así por la sencilla razón de tener más minutos de sueño. Lo primero para mi era poder dormir a gusto porque así me despertaba con más energía y disposición. Eso sí, no servía de mucho porque empecé a dormir hasta tarde, costumbre que todavía tengo y seguramente no dejaré.

 En ese momento la rutina era la misma pero variaba por la hora del día. Me encantaba cuando solo tenía una clase en la tarde. Hubo semestres en los que almorzaba en casa o al menos desayunaba rápidamente teniendo a mi madre ya despierta. Los días en los que ella era mi despertador habían pasado y me tocaba a mi despertarme todos los días. A eso me acostumbré rápidamente y descubrí mi sensibilidad a esos sonidos. Hay gente que no oye las alarmas y tiene que levantarse con movimiento pero a mi en cambio nunca me gustó que me sacudieran para despertarme. Era demasiado violento para mi gusto.

 De pronto el cambio más significativo entonces era que me despertaba para ir a un sitio que yo había elegido para aprender de algo que yo quería aprender. No era el colegio en el que a veces la primera clase del día era matemáticas. Eso era una combinación mortal. Pero en la universidad ya no había matemáticas ni nada demasiado críptico para que yo lo entendiese. Así que muchas veces despertarse era un gusto y yo lo hacía con un ritmo envidiable, creo yo, pues sabía usar el tiempo de la manera más eficiente posible. Además que ahí empecé a aprovechar ese tiempo del desayuno para también ver televisión o algo en internet, pues así podía relajarme aún más antes de clase.

 Los desayuno seguían siendo pequeños pero, como dije antes, esto es porque me quedé así. Los grandes desayunos con muchos panes y huevo y caldos y bebidas calientes, eran para los sábados y los domingos. Entre semana todo eso me hubiera caído como una patada y más si tenía que levantarme temprano. En la universidad yo hacía mis desayunos y aunque sí comía mucho huevo, la verdad era que no había nada más ligero que eso y a la vez más completo. Después era cepillarme los dientes e irme a tomar el transporte. Entre que salía de casa y llegaba a la universidad, pasaban tal vez cuarenta minutos, considerando que eran dos transportes lo que tenían que tomar.

 Por dos años, aunque eso terminó hace un mes o un poco más, tuve la fortuna o el infortunio de no tener responsabilidad alguna con nada. Es decir que no  tenía clases a las que ir ni tenía un trabajo al que responder. No había nada porque no conseguía nada. Entonces la rutina de entre semana cambió a su modo más relajado que nunca. Ya no importaba dormir hasta tarde pues podía levantarme casi a la hora que quisiera al otro día. Al menos al comienzo fue así. No era poco común que me acostara a las casi tres de la mañana y al otro día despertara casi al mediodía. De raro no tenía nada y siendo ya adulto nadie me decía nada. La rutina entonces se diluyó bastante pues no había como modificarla de verdad. Así que yo solo hacía lo que tenía que hacer.

 Dejé de bañarme después de despertarme para poner el desayuno primero o comer algo antes del almuerzo, porque no tenía ya mucho sentido comer mucho a dos horas de comer la mejor comida del día. Hubo muchos días en los que simplemente comía un pan o algo de pastelería o solo el jugo de naranja y con eso duraba lo que tenía que durar hasta la hora del almuerzo. No era lo mejor pero así era. Después me duchaba y podía durar el doble de antes cambiándome, ya no porque me estuviese durmiendo sino porque hacer que las cosas se demoren más es una técnica muy obvia para hacer que los días tengan algo más de peso, si es que se le puede llamar así.

 Ya después, cuando empecé a escribir, me puse una hora para despertarme con alarma incluida. Me despertaba minutos antes de las nueve de la mañana, me demoraba una hora o una hora y media escribiendo y luego me premiaba a mi mismo con el desayuno que podía variar de solo cereal a un sándwich de gran tamaño o de pronto algo especial que hubiésemos comprado en el supermercado y que vendría bien a esa hora. Empecé a darle una estructura a mi rutina de la mañana, y de todo el día de hecho, porque me di cuenta que me faltaba esas líneas, esos muros en mi vida para sentirme menos perdido y más coherente a la hora de decidir o de pensar que hacer en el futuro próximo.

 Hoy en día, de nuevo, mi rutina cambia según el día aunque son variaciones pequeñas. A veces desayuno a las diez y media, a veces una hora más tarde. Duermo más o menos dependiendo de mi nivel de cansancio y, en ocasiones, del nivel de alcohol. Me ducho hacia el mediodía porque no le veo la urgencia a hacerlo antes y hago mi almuerzo a la hora que lo comía en casa que era hacia las dos y media de la tarde. El resto del día lo ocupan las clases o mi esfuerzo por rellenar las horas caminando y conociendo cosas que no sé muy bien que son. Todo va cambiando en todo caso y seguramente tendré otra rutina de estas en unos años y otra más en otros años más.


 En todo caso creo que necesito la estructura de una rutina diaria y no creo que haya nada malo con eso. Solo que, al parecer, no soy muy bueno a la hora de hacer las cosas tan libremente.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Amigas

Martina y Carolina eran excelentes amigas. Desde el primer momento de la carrera universitaria, habían decidido sentarse juntas, comer juntas y ayudarse mutuamente, en lo que fuera necesario. Naturalmente, surgió una amistad bastante fuerte a la que pronto se añadió Carmen. Para el final de la carrera, las tres eran inseparables y eran conocidas por trabajar siempre de la mano, sin dejar a ninguna de lado.

Pero mientras Martina y Carolina habían permanecido en el país, para trabajar en el caso de una y para seguir estudiando en el caso de la otra, Carmen había decidido salir del país y probar suerte en España.

El tiempo ya había pasado, casi dos años para ser exactos, y llegaba el día en que Carmen se reuniría con sus amigas después de tanto tiempo. Habían decidido citarse en un popular restaurante para así comer algo y luego tal vez irían a un bar, dependiendo del ánimo de cada una.

Martina y Caro llegaron primero. Aunque cualquiera hubiera pensado que no tenían nada de que hablar, siendo amigas siempre tenían algún tema, así fuera sobre alguien que no conocían personalmente, alguna película o un chisme de última hora.

Fue en esas que Carmen llegó y sus amigas no podían estar más sorprendidas. Hay que decir que Carmen nunca había sido fea ni mucho menos pero lo cierto es que jamás había mostrado interés en la moda, el maquillaje o en arreglarse para nada o nadie más allá de lo estrictamente necesario. Era una chica dedicada al trabajo y, en principio, para eso precisamente había dejado el país: para especializarse y trabajar.

Pero la que llegaba parecía otra. Si ella no la conocieran tan bien, hubieran jurado que una mujer bastante glamurosa había decidido entrar en el restaurante. Tenía un vestido que le llegaba a medio muslo, de estampado de piel de leopardo. Llevaba unos altos, y por lo visto caros, tacones rojos y todo está complementado con un abrigo café y un bolso amarillo pálido. Entre todo lo que tenía puesto, hubiera podido alimentar a un pueblo pequeño, sin exagerar.

Mientras la saludaban de beso y se abrazaban, Martina se dio cuenta de que algo más había cambiado: su cuerpo parecía diferente pero no sabía exactamente que era.

Carolina llamó al mesero y ordenaron un aperitivo para antes de comer. Le recomendaron a Carmen una piña colada sin alcohol, ya que ella no tomaba pero las sorprendió diciendo que prefería un martini de manzana.

Empezaron entonces a charlar, aunque la conversación siempre se enfocaba en Carmen. Le preguntaron que hacía, que contaba y ella respondía que sus estudios le habían servido bastante y ahora vivía en Barcelona, trabajando para la compañía que tenía su novio.

En ese momento las dos amigas intercambiaron miradas, mientras ella las miraba. Un novio? Barcelona? Y... que era eso otro?

Cuando Carmen empezó a hablar de nuevo, se dieron cuenta de lo que era: su acento. Era una mezcla extraña entre el acento español y el que ella había tenido toda la vida. Ahora que se daban cuenta, era un poco molesto al oído ya que sonaba como alguien que hubiera aprendido español hacía dos días.

Le preguntaron por el novio y desde cuando vivía en Barcelona. El mesero interrumpió y cada uno pidió su plato deseado. Otro mesero llegó entonces con los tragos y Carmen bebió un buen sorbo de golpe.

El tema cambió tanto, que para cuando llegaron los platos principales, estaban riendo recordando todos los chicos que habían conocido en la universidad. Decían lo que sabían de la vida actual de cada uno de ellos y con cuales hubieran querido tener algo, así fuera pasajero.
Martina aprovechó la oportunidad para preguntar otra vez sobre el novio de Carmen y esta respondió que lo había conocido en su especialización. Habían congeniado tanto que ella lo había seguido a Barcelona, de donde era el individuo.

Carolina entonces casi se ahoga con su comida pero no porque estuviese caliente sino porque notó, por fin, que Carmen tenía un anillo bastante vistoso en la mano. Era bastante costoso, sin duda. Ella sabía de joyería y sin preguntar tomó la mano de su amiga y miró el anillo de cerca. Martina se dio cuenta también y entonces Carmen confeso que estaba comprometida y su viaje respondía a la visita de su novio para pedir la mano de ella oficialmente a sus padres.

Las chicas las felicitaron con besos y abrazos. Pero la reacción de Carmen no fue tan alegre. De hecho,  algunas lágrimas salieron de sus ojos. Dijo que desde que se había ido muchas cosas habían cambiado para ella. Les confesó que no había terminado sus estudios y que estaba trabajando en la empresa de su novio a manera de regalo de él a ella, no porque hubiese presentado una entrevista o nada parecido. Finalmente, sacó su celular y les mostró una imagen de su novio. Las chicas quedaron en shock.

El hombre de la foto tenía, por lo menos, veinte años más que Carmen y no era uno de esos cincuentones atractivos, para nada. Esta vez, las chicas no dijeron nada ya que veían que por fin podían ser tan naturales como antes, cuando eran tan cercanas.

En su acento de siempre, Carmen dijo que se había dado cuenta que nunca había hecho nada de lo que le gustaba: la elección de la carrera la habían hecho sus padres así como la decisión de viajar. Ella solo quería que la dejaran en paz y en parte por eso había decidido casarse con un hombre que le podía dar lo que quisiera y que, al fin y al cabo, la quería.

Carolina le preguntó si ella quería al hombre de la foto pero ella no respondió. Solo cambió de tema, preguntándole a Martina sobre su blog de moda.

El tiempo pasó de esa manera y cuando terminaron, las chicas invitaron a Carmen a tomar algo antes de ir a sus respectivas casas pero ella se negó. Les dio un abrazo fuerte a cada una y les dijo que las quería mucho y que trataría de mantener el contacto. Ellas quedaron en silencio, sin saber que responder o decir.

A Carmen la recogió un automóvil particular y se fue. Carolina y Martina no la volvieron a ver sino muchos años después, pero esa es otra historia.