Como le habían indicado, Lucía dio la vuelta
a la perilla una vez la luz en el cuartito se volvió verde. El lugar que le
esperaba del otro lado estaba muy bien iluminado. De hecho, parecía como si el
sol estuviese brillando en la parte exterior. Era muy extraño pues ella estaba
muy consciente de que en la tienda del otro lado de la puerta era de tarde, el
sol estaba poniéndose. Pero allí, en esa hermosa casa donde estaba ahora, la
luz llegaba directamente desde arriba, como si nada.
Caminó algunos pasos y sonrió al ver que la
casa no era lo que ella había esperado en un principio. Era de un claro estilo
japonés pero no era nada contemporánea, más bien al contrario. En el pasillo
que caminaba no había nada más sino algunos jarrones grandes, que no parecían
tener nada por dentro. Al voltear a mirar la puerta, se dio cuenta de que
estaba hecha de bambú y al lado había un recipiente del mismo material para
poner sombrillas. El nivel de detalle era asombroso.
Al final del pasillo había una puerta abierta.
Metió su cabeza por la rendija y se dio cuenta de que también estaba vacía.
Empujó un poco la puerta para poder pasar. Adentro vio una mesita poco elevada
y varias almohadas distribuidas alrededor. Del otro lado del cuarto, había un
hueco en el piso. Debía ser un horno o algo por el estilo. Había visto casas
japonesas en películas y documentales pero jamás en persona, así que no sabía
muy bien como funcionaba todo.
Pero algo llamó más la atención de Lucía. Había un espejo en la pared opuesta a la
puerta del recinto. Iba de piso a techo y era delgado, como para darle mayor
dimensión al lugar. Pero eso no era lo que le fascinaba. Era el hecho de poder
ver que tenía otra ropa que con la que había entrado a la casa. Vestía lo que
suponía era un hermoso kimono, de varios colores primaverales. No sentía su
peso pero suponía que uno real debía ser mucho menos ligero que lo que sentía
en el momento.
Dejó el espejo atrás y fue a revisar la otra
habitación, una frente al comedor. Era un pequeño recinto de descanso, algo así
como una habitación. Pero no había una cama sino un algo así como un sobre para
dormir en el suelo, pero mucho más grueso que los que había usado para acampar.
Se vio tentada a acostarse pero entonces vio el jardín exterior a través de la
puerta de papel y bambú medio abierta que había del otro lado de la habitación.
Caminó por allí fascinada por las hermosas plantas, la paz y el pequeño
estanque lleno de carpas de colores.
De pronto, un sonido como alarma se escuchó
con fuerza. Le habían advertido al respecto. Miró por todos lados y por fin
descubrió el picaporte que buscaba, entre dos bonsái que había contra lo que
parecía ser una cerca. No lo era. La puerta se abrió con facilidad y pasó
entonces a otra casa, una que le era mucho más familiar porque de inmediato vio
muebles que reconocía pero no sabía de donde. La puerta se cerró detrás de
ella, casi en silencio. Pero ella no se dio cuenta. Algo le parecía muy cercano
en ese lugar.
Fue cuando llegó a la sala de estar que
reconoció la casa como la que había habitado junto a sus padres y su hermano
hacía muchos años, en su adolescencia. Lucía había dejado la casa cuando había
cumplido la mayoría de edad, para irse a estudiar fuera del país, y jamás
volvió. Cuando supo, la casa había sido vendida y, hasta donde sabía, el
inmueble había sido demolido para construir un conjunto residencial de varias
torres de apartamentos. Su barrio de niñez había desparecido de golpe.
Sin embargo, estaba allí de nuevo como por
arte de magia. Las viejas consolas de videojuegos que jugaba con su hermano
menor, el gran sofá con estampado de flores en el que su padre se sentaba los
fines de semana a ver partidos de fútbol y el gran sofá de tres puestos desde
donde veían los dibujos animados en la mañana y su madre lloraba todas las
noches cuando sus personajes de telenovela sufrían por alguna razón. Todo
estaba allí, como si fuera un extraño museo.
Entonces se dio cuenta de que todo lo que era
suyo debía de estar allí, así todo el lugar no fuera más sino un invento. Corrió
hacia la estrecha escalera que daba al segundo piso y en pocos segundos estuvo
en el segundo piso. Su habitación estaba allí, directamente adyacente al baño
que compartía con su hermano, adornada todavía por decenas de afiches
referentes a varios ídolos juveniles, actores y cantantes, muchos de los cuales
ya no se veían por ningún lado.
Revisó los libros de su vieja estantería
blanca, abrió el closet para descubrir ropa que no veía en año y lloró como
tonta al leer las cartas de su primer novio, que había escondido siempre en un
fondo falso que tenía su adorado tocador. Las palabras de ese niño, porque eso
era lo que eran en esa época, eran todavía hermosas y profundas. Ese fue un
tesoro que nunca recuperó y que por alguna razón estaba allí. No se había
secado las lágrimas cuando la alarma sonó de nuevo. Se secó como pudo, dejó las
cartas en su lugar y giró el picaporte, aparecido esta vez en su pared de papel
floreado.
Todavía tenía los ojos húmedos cuando entró en
un apartamento que jamás en su vida había visto o imaginado. En ese espacio, la
luz era casi ausente. Cuando miró la puerta que se cerraba, se dio cuenta que
desaparecía en la pared, blanca y lisa. Miró hacia un lado y hacia otro. No
había nada que reconocer y no tenía ni idea de que era lo que debía hacer. Fue
solo cuando empezó a caminar hacia la terraza, que luces en el techo empezaron
a encenderse, pero solo sobre ella, jamás atrás o adelante.
Siguió su camino a la terraza. La puerta que
daba acceso a ella desapareció de golpe y volvió a aparecer cuando se alejó de
ella, acercándose a paso lento a la nada. Porque allí no había ni tubo de metal
ni un vidrio que detuviera su paso. Cuando vio que el suelo se terminaba, dio
una ligera patada para ver lo que sucedía. Se escuchó un sonido seco, como si
hubiese golpeado algo metálico. Pero frente a ella no parecía haber nada.
Extendió los brazos y pudo tocar la nada. Se sentía fría.
Pasada la extrañeza, contempló el paisaje que
se extendía delante de ella. Era una ciudad enorme, con cientos de torres
altas, muy altas. De hecho, parecía que ella estaba en una de altura similar, a
juzgar por la larga distancia que había desde su posición a lo que parecían ser
vehículos desplazándose a gran velocidad por vías amplias y bien iluminadas. No
se había gente como tal, sino las lucecitas de colores que eran los coches,
corriendo de un lado a otro de la ciudad, tal vez del mundo.
Esa extraña visión la calmó un momento pero
luego recordó que debía aprovechar el tiempo. De nuevo adentro, pudo ver que
todo el apartamento era una sola habitación. La sala estaba en la mitad. A un
lado de ella, tras un muro, estaba una cama como enterrada en el suelo. Se veía
cómoda pero increíblemente simple. Del otro lado de la sala estaba la cocina y
un comedor de sillas altas, todo hecho en cromo y mármol, frío como la noche.
La iluminación era mínima, quien sabe por que razón.
La alarma se hizo escuchar de nuevo. La puerta
por la que había entrado apareció de nuevo. Lucía había tenido suficiente por
un día. Casi corrió hacia ella y la atravesó. Del otro lado tuvo que esperar en
el mismo cuartito que al comienzo, a la misma luz verde.
Momentos después, caminaba en silencio, con su
esposo al lado. No hablaban. El bebía un café que había comprado mientras ella
estaba en la tienda. Él no preguntaba nunca por nada pero esta vez, ella lo
agradeció. Había sentido y visto demasiado, tal vez más de lo que podía
entender.