El tercer soufflé de María también se había
desinflado. Lo sacó del horno y lo tiró directamente al lavaplatos. Se quitó el
delantal y fue director a la sala de la casa. Se sentó allí, mirando por la
ventana, en silencio. Ya muchas veces había fracasado en sus intentos de hacer
un postre para la feria que tendría lugar el fin de semana en la escuela de sus
hijos, pero las cosas simplemente no estaban quedando como ella quería. El
soufflé era lo que mejor le quedaba y ahora ya no estaba a su alcance.
Era temprano todavía y sabía que estaría sola
por mucho rato más. Sus hijos estaban en la escuela y su esposo estaba en la
oficina, o al menos eso suponía ella. Desde la vez que le había confesado una
infidelidad, María había dejado de confiar en él. La verdad de las cosas era
que ya no lo quería tanto como antes. Todavía había amor pero no sabía si era
lo suficiente para que siguieran viviendo juntos. A veces quería mandarlo todo
al carajo pero sus hijos le recordaban que debía esperar, pensarlo mejor.
Se levantó del sillón y se dirigió al equipo
de sonido que estaba medio escondido en una repisa que ya nadie volteaba a
mirar. Prendió el aparato y sintonizó una emisora con música moderna, joven,
que le diera la emoción que ya no sentía en su vida. Cuando encontró lo que
buscaba, subió el volumen y se fue bailando lentamente hasta la cocina. Era una
repostera famosa, una chef establecida y nada en esa cocina la podía vencer. La
música sería su gasolina en esta ocasión.
El soufflé era probablemente una mala idea,
demasiado para una simple feria de colegio. Además debía hacer muchos de lo
mismo. Recordó entonces sus comienzos y empezó a sacar de todos lados los
ingredientes necesarios. La cocina se convirtió en un sitio lleno de cosas por
todos lados, de manchas y sonidos metálicos por todas partes. Esta receta
seguro sería su éxito de la semana. Y lo necesitaba, porque el estar tan lejos
de su trabajo la estaba matando lentamente.
Le echaba la culpa a ello de lo que había
pasado con su marido pero, muy adentro de si misma, sabía que la única culpable
de todo lo que le pasaba era ella misma. Era ella quién había gritado a sus
jóvenes pupilos a en la cocina, la que había perdido la noción de la realidad y
había quemado la mano de uno de esos alumnos. La que había armado un desastre
en esa gran cocina, delante de mucha gente, la que había salido del hotel
esposada por la policía. Su cara se había visto en todos los noticieros, en los
periódicos. Se había vuelto una paria en algunos minutos.
La corte le había ordenado alejarse de las
cocinas por un buen tiempo, además de tener que pagar un monto importante al
alumno lastimado y al hotel, que también había pedido una tajada por haber sido
el escenario de su desequilibrio mental. Su marido le había contado lo que había
hecho hasta hacía poco, como para hacerla sentir peor de lo que ya estaba. Pero
María sabía bien que él la engañaba desde antes y era muy posible que muchas
más mujeres hubiesen hecho parte de sus harén.
Mientras preparaba la mezcla para los pastelillos
de terciopelo rojo, María miraba fijamente el color de la sangre y recordaba
los pequeños detalles que hacía mucho le habían indicado que su matrimonio no
era lo que ella pensaba. Manchas en las camisas, olores extraños y un
comportamiento extraño de su marido, un hombre que había conocido hacía ya
quince años en un hotel, de vacaciones. De pronto se habían casado demasiado
deprisa pero ella nunca lo había sentido así.
La masa estuvo lista pronto. Sacó varias
bandejas adecuadas para los pastelillos y puso el mayor esmero posible para que
la cantidad en cada uno de los cuencos de la bandeja fuera la ideal para que
los pastelillos quedaran perfectos. Por mucho tiempo los había hecho para los
huéspedes del hotel pero esta era la primera vez que los hacía en casa. De
hecho, casi nunca cocinaba para su familia. Eso era algo de lo que se había
encargado Ofelia, la empleada que habían tenido por años.
Pero cuando María fue condenada a alejarse de
su trabajo, Ofelia los dejó de la nada. Ni siquiera habían tenido tiempo de
contemplar despedirla, pues no era un misterio que el dinero iba a ser escaso
por la falta de uno de los grandes ingresos de la familia. Al fin y al cabo,
ella había ganado mucho más que su esposo por años y el golpe iba a ser fuerte.
Pero Ofelia nunca les dio la oportunidad de decir nada. Un día dijo que se iba
y al otro día algunas personas le ayudaron a sacar todo lo que tenía en casa.
Un día despertaron sin ayuda, con menos dinero
y más problemas de los que tenían conocimiento. Parecía que todo había cambiado
drásticamente por lo que había hecho en el hotel pero la verdad era mucho más
cruda que eso: las cosas siempre habían estado mal pero nadie había tenido el
tiempo para quedarse a mirar de verdad. Era terrible decirlo, pero ni siquiera
los niños eran conscientes de que la familia ideal no vivía en aquella casa.
Puso los pastelillos al horno y se sirvió algo de vino, que le era útil para no
pensar tanto y seguir disfrutando de la música.
El mismo día del evento en la escuela arregló los
pastelillos con los mismos elementos que utilizaba en su trabajo como
repostera. Lo había hecho todo con el máximo detalle, cada uno siendo
completamente único, algo pequeño para que cada una de las personas que
comprara uno de ellos se sintiera especial. Era literalmente lo menos que podía
hacer. No sabía que más inventar para evitar ser el objetivo de las miradas que
se sabía que le iban a propinar, como golpes, puñaladas.
Al llegar a la evento con sus hijos, los dejó
ir a jugar con sus compañeros. Ella puso los pastelillos en una gran mesa y
acordó con una mujer, seguramente una profesora en el colegio, el monto a
cobrar por cada uno de ellos. Ella no recibiría nada del dinero pero le parecía
lo correcto interactuar con las personas que estaban allí. Así sabrían que era
una persona normal y no una asesina o algo por el estilo. Sabía lo que la gente
pensaba y estaba claro que debía hacer lo mejor para sus hijos.
Se paseó por los otros puestos, mirando lo que
otras madres y algunos padres habían hecho. Ver dos hombres partir en porciones
casi iguales un pastel de chocolate, le hice recordar a su marido, que había
llegado la noche anterior muy tarde del trabajo y se había ido temprano
alegando que debía reunirse con una importante empresa de petróleos y la cita
simplemente no se podía cambiar de hora ni de día. Había dicho que se reuniría
con ellos en el colegio, lo que a María poco le importó.
Viendo a los niños a su alrededor y a los
padres contentos, socializando con otros como si de verdad les gustara estar
allí, era algo que hacía pensar a María que probablemente ninguno de los dos
habían hecho un buen trabajo criando a los niños. Ahora que estaba en casa,
estaba segura que Ofelia había hecho buena parte del trabajo. Ella era una
mujer con un instinto maternal claro y había pasado con ellos un buen tiempo,
muchas vivencias que un padre y una madre deberían compartir con sus hijos.
Al llegar a la mesa de los postres de frutas,
María se dio cuenta de que lo que había hecho en la cocina del hotel había sido
una crisis interna creada por la culpa que claramente tenía ella en todo lo
malo que había sucedido a su alrededor, con su familia.
No conocía a sus hijos ni a su esposo. No
tenía amigos y ya nadie le hablaba por más de un minuto, temiendo que les
quemara las manos también a ellos. Una lágrima resbaló por su cara. Solo se la
limpió cuando su hija pequeña regresó para pedirle dinero para un postre. Otra
lágrima reemplazó a la primera.
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