Javier y Marina habían sido siempre mejores
amigos. Se habían conocido el primer semestre de la carrera y desde ese momento
habían estado juntos, aprendiendo y tratando de alcanzar lo mejor en su campo.
Habían estudiado física pura en la universidad y habían hecho, juntos, un
máster en ciencias espaciales en Estados Unidos. Después, se habían separado un
poco pero no demasiado, trabajando un poco por todas partes hasta que a Marina
le ofrecieron un puesto en un observatorio y vio que había lugar para una
persona más. Propuso a Javier y la entrevista fue tan bien que lo asignaron al
mismo departamento que ella. De hecho, los dos tenía que quedarse tres noches a
la semana para revisar los datos procesados y revisar los eventos en vivo que
pudieran ocurrir.
El observatorio, ubicado en la parte más alta
de una seca y solitaria montaña, era el espacio perfecto para explorar los
astros pues no había contaminación de ningún tipo. Incluso a simple vista se
podían observar muchas estrellas, por lo que aficionados a veces se instalaban
en las cercanías para hacer sus propias observaciones. Marina siempre recordaba
a un hombre y su hijo que vivían en un pueblo cercano y con frecuencia venían a
indagar sobre hechos que habían observado con su telescopio o que habían leído
en internet. Siempre había alguien que les respondía con amabilidad y
básicamente les daba una respuesta genérica para que se retiraran ya que en
teoría, las personas extrañas al observatorio no podían entrar sin
autorización.
Una de esas noches que tenían que quedarse a
hacer observaciones y verificaciones, Javier trajo hamburguesas con papas y
refrescos y Marina trajo un litro de helado para compartir entre los dos. Lo
metió en una nevera pequeña que había en el salón de empleados y se pusieron a trabajar
al ritmo que se esperaba de ellos: ni muy lento, ni muy rápido. Eran las diez
de la noche, así que nadie esperaba que ellos procesaran todo de una vez.
Igual, había datos que todavía no se podían revisar correctamente ya que
seguían siendo recolectados, bien sea por científicos o por sondas espaciales
que necesitaban más tiempo para poder enviar a la Tierra sus descubrimientos,
fuesen los que fuesen.
Entre mordiscos a las hamburguesas, chistes y
anécdotas de la farándula, Miranda y Javier se pasaban la noche de maravilla.
Eran amigos, así que conocían todo del otro por lo que no había momentos
incomodos o silencios largos y tediosos. Siempre había alguna risa y si se
trataba de trabajo hacían lo mejor para ayudarse mutuamente y solucionar cualquier
problema juntos. Esa noche lo hicieron varias veces, rectificando cifras y
buscando en el historial del observatorio las observaciones pasadas y
complementado datos recién ingresados. Pintaba como una típica noche en el
observatorio, en las que nunca pasaba nada.
De repente una de las luces empezó a brillar,
una de esas luces que no parpadeaba nunca. Marina buscó en un manual lo que
significaba y descubrió que era la señal de un evento en progreso. Apuntó el
telescopio al lugar del evento, captado por otros observatorios y aparatos
especiales, tecleando a una velocidad impresionante. Cuando terminó, el
gigantesco aparato que estaba sobre ellos empezó a moverse lentamente, sin
hacer casi ruido. Terminó su recorrido y entonces empezaron a trabajar a toda máquina
para saber que era lo que había hecho parpadear aquella lucecita. Tras varios
clics y movimientos bruscos, Javier se dio cuenta de lo que tenían en frente
antes de que Marina pudiese certificarlo con los datos: era un asteroide, uno
bastante grande.
No era anormal que eso sucediera pero de todas
maneras el shock no era menor. La ciencia estaba limitada por sus avances y no
era imposible que un objeto tan grande se les hubiese es escapado a millones de
científicos escudriñando el cielo. Además, según las observaciones, el objeto
se había “cubierto” de forma que su trayectoria no lo delataba de manera
evidente ante la tecnología humana. Con la boca algo abierta, Javier respiró,
tecleó algo a velocidad extrema y esperó. Tomó una papa de las que tenía todavía
junto a un pedazo de la hamburguesa y vio como la computadora hacía cálculos
millones de veces más rápido que él. Marina hacía lo propio, buscando saber la
naturaleza del objeto.
No era sorpresa para nadie que el asteroide
estuviese lleno de agua. Eso sí, estaba en forma de vapor y, más que todo, como
hielo. Por su trayectoria, lo más probable es que el objeto viniese del
cinturón de asteroides pero eso era una conclusión personal y tendría que
probarla para ponerla en el informe que debían entregar apenas llegaran los
demás en la mañana. Javier seguía esperando y llenaba su boca de papas pero
casi ni masticaba, solo miraba la pantalla como si su vida dependiese de ello.
Marina sabía lo que hacía y prefería no pensarlo mucho. Era toda una sorpresa que
algo así hubiese pasado pues nunca descubrían nada que el publico pudiera ver y
menos algo de ese impacto.
Javier se sobresaltó al oír a lo lejos el
timbre del observatorio. El sonido no había sido fuerte pero obviamente estaba
tan absorto que cualquier cosa lo hubiese sacado de su trance. Marina se
levantó y fue a mirar quién era, sin pensar mucho en lo extraño que era que
alguien llamara ala puerta a semejante hora y en este lugar. Cuando abrió, su
sorpresa fue reemplazada por fastidio. Y no era que padre e hijo fuesen tan
molestos, pero la verdad no tenía ganas de hablar con ellos ahora. Sus nombres
eran Tomás (el niño) y Fernando (el padre). Según se apresuraron a decir,
habían venido corriendo al descubrir algo grande que querían compartir.
Marina fue algo cruel pero práctica al
decirles sin contemplaciones que sabía del asteroide y que lo estaban revisando
en el momento. Padre e hijo, lejos de sentirse decepcionados, casi saltan en
donde estaban de la dicha de haber acertado. Le preguntaron a Marina montones
de cosas en un lapso tan corto de tiempo que el cerebro de la científica mandó
todo directamente al bote de la basura. La verdad no era el momento y, cuando
estaba a punto de echarlos de la manera más decente posible, Javier pegó un gritó tan horrible que a
Marina no le importó que la pareja la siguiera hasta su puesto de trabajo. Uno
de los refrescos había caído al piso, mojándolo todo y esparciéndose como si
fuese algo vivo. Pero Javier solo miraba la pantalla, lívido.
Marina iba a reprenderlo por lo del refresco
pero cuando miró la pantalla se tapó la boca y sus colores también se fueron.
El padre le pidió al hijo que buscara algo con que limpiar mientras él ayudaba
a los científicos. El niño, feliz de estaba aventura en la noche, corrió hacia
el salón de empleados. El hombre trataba de preguntarles que pasaba pero lo
único que pudo lograr fue que Javier y Marina despertasen de su trance y se
pusieran a trabajar. Tecleaban como locos, escribiendo operaciones complejas,
enviando correo electrónicos, haciendo simulaciones y demás. El padre y su hijo
limpiaron el refresco y se sentaron en dos sillas rígidas detrás de los
científicos, como para darles espacio sin tener que irse.
Estuvieron calladas casi una hora, apenas
susurrando algo o mirando por todos lados. Habían estado allí antes pero solo
una vez cuando habían venido a una excursión autorizada. Cuando venían con
noticias o algo muy de ellos, solo los dejaban pasar al recibidor y nunca más
allá. Padre e hijo estaban felices y eso contrastaba de una manera brutal con
los científicos, que no parecían tener tiempo ni para pensar en como se
sentían. Finalmente dejaron de teclear y de moverse de un lado para otro. Se
sentaron y se miraron el uno al otro, como si haciendo esto se estuviesen
confirmado lo que ambos sabían, lo que ambos no podían refutar. De pronto los
interrumpió un sonido que todos conocían.
Era una video llamada y todos escucharon el
saludo del profesor Allen, una famoso físico que trabajaba en uno de los
mejores observatorios en las islas Canarias. El profesor llamaba para confirmar
el descubrimiento de Marina y de Javier. Tomás y Fernando se acercaron un poco,
sin saber si Allen los podía ver o no. En su laboratorio, que era más avanzado,
había hecho los mismos cálculos y proyecciones y no había duda de que el
asteroide viajaba en una ruta casi directa con la Tierra. No podían predecir un
desastre pero entraba en las posibilidad con un porcentaje demasiado alto para
los gustos de cualquiera. Allen les recomendó llamar a todo el mundo.
Fernando abrazó a su hijo, quién había dejado
a un lado su ánimo. Era obvio que ahora estaba asustado porque cualquiera podía
entender las palabras de Allen. Javier y Marina no se molestaron en echarlos,
padre e hijo se fueron por su cuenta, dejándolos para elaborar el informe y
alertar a todos los observatorios posibles para que cada uno hiciese sus estimaciones.
Para las seis de la mañana, su jefe lo sabía todo y los alabó por su labor y
por sus esfuerzo y rapidez. Les dijo que fueran a descansar y volvieran en la
noche. Los dos amigos compartían un vehículo pero no se dijeron nada en todo el
recorrido hasta la casa de Javier. Allí, Marina lo abrazó fuerte pensando inevitablemente
en lo que podría pasar. Y Javier le correspondió, suspirando una vez más.