Apenas el suelo cambió, de ser negro asfalto
a arena fina, me quité los zapatos y dejé respirar a mis pobres pies, cansados
ya del largo recorrido. A diferencia de las pocas personas que visitaban la
playa, yo no había ido en automóvil no en nada parecido. Mis pies me había
paseado por todas partes durante los últimos meses y lo seguirían haciendo por
algunos meses más. Era un viaje planeado hacía algún tiempo, casi como un
retiro espiritual al que me sometí sin dudarlo.
La arena blanca se sentía como pomada en mis
pies. No era la hora de la arena caliente que quema sino de la que parece
acariciarte con cada paso que das. Caminé algunos metros, pasando arbustos y
árboles bajos, hasta llegar a ver por fin el mar. Ya lo había oído hacía rato
pero era un gusto poderlo ver por fin. Era mi primer encuentro con él en el
viaje y me emocionó verlo tan azul como siempre, tan calmado y masivo, con olas
pequeñas que parecían saludarme como si me reconocieran.
Cuando era pequeño me pasaba mucho tiempo en
el mar. Vivíamos al lado de él y lo veía desde mi habitación, desde la mañana
hasta la noche. Me fascinaba contemplar esa enorme mancha que se extendía hasta
donde mis pequeños ojos podían ver. Me encanta imaginarme la cantidad de
historias que encerraba ese misterioso lugar. Batallas enormes y amores
privados, lugares remotos tal vez nunca vistos por el hombre y playas atestadas
de gente en las grandes ciudades. Era como un amigo el mar.
Mis pies pasaron de la arena al agua. Estaba
fría, algo que me impactó pero a lo que me acostumbré rápidamente. Al fin y al
cabo así era mejor pues el sol no tenía nubes que lo ocultaran y parecía querer
quemar todo lo que tenía debajo. Mi cara ya estaba quemada, vivía con la nariz
como un tomate. Pensé que lo mejor sería encontrar alguna palmera u otro árbol
que me hiciese sombre pues ya había tenido más que suficiente con el sol que
había recibido durante mi larga caminata.
Pero caminé y caminé y solo vi arbustos bajos
y plantas que escasamente podrían proveer de sombra a una lagartija. Me alejaba
cada vez más del asfalto. La playa seguía y seguía, sin nada que la detuviera.
Y como el sonido del agua era tan perfecto, mis pies siguieron moviéndose sin
poner mucha atención. Pensaba en el pasado, el presento y el futuro, hasta que
me di cuenta que había caminado por varios minutos y ya no había un alma en los
alrededores. De todas maneras, ni me preocupé ni se me dio nada. Por fin
encontré mi palmera y pude echarme a la arena.
Las sandalias a un lado, la maleta pesada al
otro. Me quité la camiseta y saqué de la maleta mi toalla, una que era gruesa y
ya un poco vieja. La extendí en el suelo y me recosté sobre ella. Hasta ese
momento no me había dado cuenta de lo cansado que estaba ya de caminar, de este
viaje que parecía no tener fin. Me quejaba pero había sido yo mismo el creador
del mismo, del recorrido y había pensado incluso en las paradas a hacer. Así
que era mi culpa y no tenía mucho derecho a quejarme.
Y no me quejaba, solo que mi cuerpo se sentía
como si no pudiera volver a ponerme de pie nunca más. Los hombros, la espalda y
las piernas no parecían querer volver a funcionar, estaban en huelga por
pésimos tratos. De pronto fue el estomago que rugió, dando a entender que él
tenía prioridad sobre muchos otros. Fue lo que me hice sentarme bien y sacar de
la maleta una manzana y una galletas que había comprado el día anterior en un
supermercado lleno de gente.
Mientras comía, me quedé mirando el mar. Su
sonido era tan suave y hermoso que, por un momento, pensé quedarme dormido.
Pero no iba a suceder. Quería tener los ojos bien abiertos para no perderme
nada de lo que pudiera pasar. No quería dejar de ver a los cangrejitos que iban
de una lado a otro, sin acercarse mucho, a las gaviotas que volaban a ras del
agua y a un pez juguetón que cada cierto tiempo saltaba fuera del agua,
haciendo algo que la mayoría de otros peces no hacían ni de broma.
Terminé la manzana y abrí el paquete de
galletas. Decidí recostarme de nuevo, mientras masticaba una galleta. Miraba el
cielo azul, sin fin, arriba mío y las hojas verdes de la palmera. Miré a un
lado y al otro de la playa y me di cuenta de que estaba solo, completamente
solo. Debía ser porque era entre semanas y por ser tan temprano. O de pronto el
mundo me había dado un momento en privado con un lugar tan hermoso como eso.
Prefería pensar que era esto último.
Lentamente, me fui quedando dormido. El
paquete de galletas abiertas quedó tirado a mi lado, sobre la toalla. Las
gaviotas me pasaban por encima y los cangrejos cada vez cogían más confianza,
caminando a centímetros de mi cabeza. Había colapsado del cansancio de varios
meses. Creo que ni antes ni después, pude dormir de la misma manera como lo
hice ese día, ni en la intemperie, ni en un hotel, ni en mi propia cama, que ya
empezaba a extrañar demasiado. Creo que fue en ese momento, dormido, cuando
decidí acortar mi viaje algunos días.
Al despertar, las
galletas ya no estaban. El paquete había sido llevado por el viento lejos de
mí. O tal vez habían sido las mismas
gaviotas que las habían tomado. Había algunas todavía paradas allí, cerca de
donde el paquete de plástico temblaba por el soplido del viento. No me moví
casi para ver la escena. No quería moverme mucho pues había descansado muy bien
por un buen rato. No me había sentido tan reconfortado en un largo tiempo,
incluso anterior al inicio del viaje.
Por la sombra que hacía la palmera sobre mi
cuerpo, pude darme cuenta de que habían pasado varias horas y ahora era más de
mediodía. No tenía nada que hacer así que no me preocupe pero sabía que el sol
se iba a poner mucho más picante ahora, igual que la arena a mi alrededor. Me
incorporé y miré, de nuevo, al mar. Sin pensarlo dos veces, me puse de pie y me
bajé la bermuda que tenía puesta. La hice a un lado y corrí como un niño hacia
el agua, en calzoncillos.
Estaba fría todavía pero pronto mi cuerpo se calentó
por el contraste. Se sentía perfecto todo, era ideal para luego de haber
dormido tan plácidamente. No me alejé mucho de la orilla por el miedo a que, de
la nada, surgiera algún ladrón y se llevara lo poco que tenía encima. Nunca
sobraba ser precavido. Pero no tenía que nadar lejos para disfrutar de ese
hermoso lugar. Tanto era así que me di cuenta que estaba sonriendo como un
tonto, sin razón aparente. Era la magia del lugar, en acción.
Salí del agua tras unos veinte minutos. Dejé
que el agua cayera al suelo por un buen rato antes de irme a sentar a la
toalla. De hecho aproveché para recoger el envoltorio de las galletas, pues no
quería que me multaran por dejar basura en semejante lugar tan inmaculado. Vi
migajas de las galletas y pensé que ojalá les haya hecho buen provecho a las
aves que se las habían comido. Mi estomago gruñó, protestando este tonto
pensamiento mío. Pero él tenía que aprender que no siempre se tiene lo que se
quiere.
Me quedé en la playa hasta que el sol empezó a
bajar. No hice más sino mirar a un lado y al otro, abrir bien los ojos para no
perderme nada de lo que la naturaleza me daba a observar. Era un privilegio
enorme y yo lo tenía muy en mente.
Recogí mis cosas antes de las seis de la
tarde. Caminé despacio hacia el asfalto, hacia el mundo de los hombres, adonde
me dirigía para buscar donde descansar. Pero jamás lo haría como allí, en la
playa, solo y en paz, con solo algunas aves jugando a mi lado.