La bata blanca que me habían dado al llegar
se había doblado de una manera extraña al dormir con ella puesto. Ahora parecía
quedarme más corta, por lo que no podía agacharme o cualquiera vería que no
llevaba ropa interior. Apenas me desperté, tarde en la noche, me bajé de la
cama y planché la bata con las manos, a la vez que escuchaba con atención los
sonidos que venían de afuera. No había nadie. No abrí la puerta por miedo a
alertar a alguna de las enfermeras, pero me quedó allí al lado planchando mi bata
con insistencia, tratando de escuchar pasos o algo.
Cuando me di cuenta que había pasado un buen
rato al lado de la puerta, decidí caminar al otro lado de la habitación, donde
había una ventana. Subí las persianas y me di cuenta de lo oscuro que estaba
afuera. No había ni una sola luz prendida en el patio al que daba la ventana.
El cielo era negro y las únicas luces venían de otras habitaciones en el
edificio de en frente. No vi nadie allí, ni sombras ni nada.
Decidí salir de la habitación pues, al fin y
al cabo, no me podían prohibir salir de allí. Lo gracioso, en verdad no lo era
demasiado, era que no recordaba muy bien porqué estaba allí. Estaba seguro de
haber llegado el día anterior en el automóvil de mi mamá, quién no había parado
de hablarme durante todo el camino. Si mal no recuerdo, el cumpleaños de mi
abuela se acercaba y algo me decía mamá de lo que tenía planeado y como a la
abuela nunca le habían gustado las sorpresas.
Recuerdo haber llegado con ella y luego
haberme despedido con un beso pero la razón de mi visita al hospital me eludía.
Lo mejor en ese caso era salir de la habitación y, al menos, buscar a alguien
que me pudiese ayudar a recordar. El miedo a no saber porqué estaba allí era
mucho más grande que el miedo a que alguna enfermera me reprendiera por salirme
de mi habitación tan tarde en la noche. Además, otros pacientes seguro también
paseaban cuando no podían dormir.
Al abrir la puerta me di cuenta que, por lo
menos en el pasillo de mi habitación, ese no era el caso. No había absolutamente
nadie. Apenas salí tuve que taparme los ojos pues la luz era muy brillante y
las paredes tan blancas rebotaban esa luz con el doble de fuerza. Tuve que
recostarme contra uno de los muros por un momento para poder reunir fuerzas y
ajustarme a la luz.
Caminando como si lo estuviera haciendo por
primera vez, fui caminando apoyándome en la pared hasta una puerta de vidrio
que había a un lado del pasillo. Seguramente ahí empezaba el área restringida
para los que no eran pacientes y lo más seguro es que allí debía haber, por lo
menos, una persona de seguridad para poderle preguntar donde encontrar una
enfermera.
Cuando llegué a la puerta, efectivamente vi
una mesa de madera y encima de ella algunos papeles. Al lado había una silla y
de ella colgaba una chaqueta azul oscuro. Tenía bordado el apellido “Ruiz” en
letras amarillas. No había nada más en el sitio y no vi a nadie más cerca. De
hecho, no había ruidos en el sitio excepto por el extraño rumor de las luces y
algún otro sonido remoto, como de las tuberías o algo por el estilo. Me senté
en la mesita del guardia de seguridad y me tapé la cara con las manos.
Tal vez estaba soñando todavía o tal vez la
gente había desaparecido y estaba yo en uno de esos eventos post-apocalípticos
en los que los muertos vivientes reinan el mundo. Pero tampoco había ningún
muerto rondando o sino seguramente haría ruido tumbando cosas o que se yo.
Entonces me di cuenta que, si el personal del hospital no estaba, tal vez sí
habría alguien en alguno de los cuartos. Si había evacuado o algo y me habían
dejado tirado, era posible que hubiesen dejado atrás a otros también.
Apenas lo pensé me bajé de la mesita y empecé
a caminar con normalidad, ya me dolían menos los huesos y mis ojos se ajustaban
a la luz poco a poco. Caminé a la habitación más cercana y abrí. Nadie. En la
siguiente tampoco había nada e igual en las otras hasta llegar a la mía. Seguí
caminando, viendo hacia adentro de mi habitación, viendo como las sabanas
seguían corridas tal como las había dejado. Lo mismo las persianas de la
ventana. Quise volver a acostarme y dormir. Tal vez era una pesadilla de esas
vividas y lo mejor era no perderme en ella.
Pero no me hice caso. Seguí abriendo puertas
hasta que, unas quince más allá de mi habitación, hacia el lado opuesto de la
puerta de vidrio, encontré a otro ser humano. Bueno, no era uno muy activo pero
era un ser humano al fin de cuentas. Era una mujer mayor, con tubos saliéndole
de todos lados. Estaba un poco hinchada y su piel parecía hecha de cera.
Parecía ya muerta pero los aparatos alrededor aclaraban que eso era solo en
apariencia pues estaba viva, por poco.
Me quedé mirándola un buen rato, como si fuera
la primera persona que hubiese visto nunca. Y es que así se sentía. Me senté en
una silla al lado de su cama y me puse a pensar en la enfermedad que tendría y
como sería su vida. Imaginé como se vería sonriendo y gritando, supuse que
tenía familia y pensé en donde estarían ellos ahora.
De hecho, pensé en mi familia también y porqué
no estaban allí conmigo. ¿Donde estaban y porqué me habían dejado solo, como el
resto del mundo? Fue entonces que escuché un estruendo en el corredor y casi
salté de la silla para ir a ver que era.
Lo que sea que se había caído, no se había
caído en el pasillo. Era en el cuarto contigua a la habitación en la que estaba
la mujer. Entonces tuve que dar un vuelta un poco larga para dar con la puerta
de esa habitación pues estaba justo al otro lado. Cuando por fin llegué, vi que
no era el cuarto de un paciente sino una sala de operaciones, con todas las
luces prendidas. Fue entonces que vi algo que me asustó demasiado: había sangre
por todas partes, manchada en las paredes y por todo el piso. En el centro del
lugar había una cama manchada también y con restos de otras cosas.
No me puse a mirar eso mucho rato, no quería
recordarlo después. Eso sí, el olor era muy fuerte para ignorarlo. El estruendo
que había escuchado había venido de una bandeja llena de utensilios para
operar. Había escalpelos y tijeras y otro montón de cosas que yo no conocía.
Algunos estaban limpios y otros no tanto. Alguien, el o la ensangrentada,
seguro había tocado algunos y por eso los había tirado al piso. Se trataba de
alguien herido o, por lo menos, muy nervioso.
Entonces lo escuché. Un quejido que parecía
lejano. Al comienzo pensé, de nuevo, que eran las tuberías o alguna cosa por el
estilo. Pero al cabo de un rato supe que era la respiración de alguien que se
quejaba, gemía en algún lado que no podía estar muy lejos. Miré hacia todas
partes y seguí las manchas de sangre. Indicaban que alguien había tocado un
armario metálico y luego había abierto una puerta. Y ya no estaba ahí.
Abrí la puerta con
cuidado y fue entonces cuando lo vi: era un hombre grande, en todo el sentido
de la palabra. Estaba llorando y de su brazo y su pierna salía sangre que
manchaba más y más el piso. La puerta daba al lugar donde se limpiaban los
doctores pero ahora era un sitio sucio y triste. En la oscuridad, no le vi bien
la cara pero supe que me había visto a los ojos y le sostuve la mirada un buen
rato.
Quería que supiera que no tenía miedo, lo cual
era una estupidez porque puede que su enfermedad fuese contagiosa. Pero, en ese
momento, pensé que lo mejor era congeniar y no alarmarlo demasiado. Vi una caja
de guantes plásticos y me los puse. Le extendí una mano y le sonreí. El hizo lo
mismo pero solo por un segundo. Luego, sus ojos empezaron a sangrar, como una
de esas estatuas milagrosas.
La puerta del otro lado se abrió de golpe y
allí había una mujer con un arma. Me dijo que me apartara y yo lo hice, sin
pensarlo. Apenas estuve lejos, la mujer disparó tres veces contra el hombre en
el suelo, cuyo cuerpo hizo un sonido sordo al dar contra el piso. Había mucha
sangre por todos lados y yo ahora entendía cada vez menos. ¿Que estaba pasando?
La mujer no me dijo nada. Solo me indicó que
la siguiera y yo hice caso. Tal vez la Tierra sí estaba llena de muertos
vivientes después de todo.