El olor de la menta era bastante potente.
Todo el lugar estaba, a falta de mejor palabra, infestado por el potente aroma.
En una habitación bastante pequeña y completamente cerrada en la que una
camilla central se robaban el protagonismo. Cuando entré, vestía una bata
completamente blanca de algodón y tuve que quitármela antes de subirme a la
camilla. Por recomendación de la recepcionista, me recosté boca abajo, metiendo
la cara en un hueco que tenía la camilla en uno de sus extremos. El dolor de
espalda pareció entender que ya casi llegaba su final, pues se intensificó casi
al momento de recostarme.
Por un momento, pensé que tendría que esperar
por un largo tiempo. Por lo que decidí levantar la cara un rato, y contemplar
todo lo que había mi alrededor. Me gustaron mucho los estantes, hechos de una
madera oscura que brillaba como si hubieran acabado de limpiarlos. Estaban
llenos de frascos y diversos contenedores con cremas, lociones, perfumes y
muchos otros elementos que seguramente eran esenciales al momento del masaje.
Había también algunos otros utensilios, hechos de una manera más clara que la
de los estantes. Parecían haber sido pensados para ciertas partes del cuerpo
como los brazos, las piernas e incluso la cara.
El aroma de la menta fue lentamente
reemplazado por un delicioso aroma cítrico, que empezó a invadir el cuarto al
mismo tiempo que la luz cambio de color, de un tono anaranjado a uno más bien
azul. Fue en ese momento en el que entró el masajista en la habitación. Automáticamente
metí la cabeza en el hueco de la punta de la camilla y lo saludé sin alzar mucho
la voz. La verdad es que estaba muy nervioso pues era mi primera vez en un
sitio semejante. Estaba allí porque mi espalda me estaba matando y no
encontraba ninguna otra opción para curar esa dolencia que me había estado
molestando durante varios días.
Con
delicadeza, pude sentir como cubrió la parte posterior de mi cuerpo con una
toalla de una suavidad increíble. Además, el material del que estaba hecha la
toalla estaba tibio, porque se sentía muy agradable contra mi piel que solía
retener bastante bien el frío de la ciudad. Pude oír algunos frascos y la
apertura de algunos de los recipientes de cremas y otras cosas. Algún olor me
llegó hasta la nariz pero no lo pude identificar del todo. Algunos eran aromas
que podía identificar y otros eran completamente nuevos para mi. Era algo que
estaba esperando al ir a uno de esos sitios, pues la idea era la de experimentar
algo completamente nuevo.
Entonces
escuché de nuevo la voz del masajista y noté que era más grave de lo que había
pensado. No podía verle la cara pero seguramente era un tipo bastante fornido o
por lo menos grande. Hubiera sorprendido mucho si esa voz hubiese salido de un
personaje más bien flacucho o desgarbado. Se mantuvo en la parte de atrás de la
camilla y por eso no pude ver ni siquiera sus piernas para hacerme una idea de
con quién estaba tratando. Asumí que era algo común.
Le
conté entonces que mi dolor se concentraba en la espalda, desde el coxis hasta la
base de la nuca. Me preguntó si tenía otros dolores y le dije que, a veces,
cuando caminaba más de la cuenta, los pies podían dolerme bastante. Sólo
escuché un sonido de asentimiento y lo siguiente que sentí fueron sus manos,
que ya había imaginado como grandes, en mi espalda. El tipo sabía lo que hacía:
desde el primer toque sentí que estaba dando justo en el clavo. Al parecer, dar
con los nudos y los problemas no era tan difícil para una persona experimentada
como él. Seguramente había visto a muchos con los mismos problemas que yo o
incluso peores.
No
demoré mucho en relajarme, en dejar que mis piernas se quedaran completamente
quietas y que mis puños dejaran de cerrarse a cada rato. Sentí un hormigueo por
ciertas zonas del cuerpo, mientras el masajista intensificaba su campaña en mi
espalda. Algunos de sus golpes certeros me causaron bastante dolor y creo que
él se dio cuenta. Hubiese sido bastante difícil que no se hubiera dado cuenta
con los quejidos que pegaba cuando el dolor era mucho más de lo que yo podía
resistir. Me preguntaba como lo sentía y en qué partes lo sentía peor o mejor y
según eso reajustaba su técnica y comenzaba de nuevo.
Pronto,
pareció encontrar la mejor técnica para lidiar con mi problema. Sus manos iban
de arriba abajo y no fue sino hasta que se apartó de la columna vertebral que
me di cuenta de lo incómoda que podía ser semejante situación. Puede sonar
tonto, pero cuando una de sus manos tocó lo que sólo podríamos llamar un “gordito”,
sentí que mi cara se llenaba de sangre y se volvió completamente roja. Creo que
se dio cuenta porque no lo hizo de nuevo. Tal vez había sido un error de
cálculo o algo por el estilo pero agradecí que no lo volviera hacer, porque ese
breve momento me había hecho sentir, de alguna manera, vulnerable.
Creo
que estuvo masajeando mi espalda, de diversas maneras, durante unos treinta
minutos. No me avergüenza decir que disfruté cada uno de esos minutos. Es
innegable lo agradable que es sentir el tacto de otro ser humano en el cuerpo
propio y, contrario a la creencia popular, el tacto no es sólo para iniciar un
encuentro sexual. No voy a negar que algunos de sus toques me hicieron
imaginar, y en algunos casos recordar momentos de mi pasado, pero en ningún
momento sentí que fuera inapropiado o que fuese algo más que un mero
intercambio de bienes: un masaje de un profesional por una cantidad que yo
consideré razonable.
Cuando
pasó la media hora, me avisó que seguiría con mis piernas. Creo que esa fue la
parte más agradable de toda mis visita, pues en ningún momento sentí dolor si
no solo placer y una calma bastante poco común en mí. Puedo asegurar que no me
había sentido así de cómodo nunca en mi vida. Era como si todos los problemas
que tenía y las preocupaciones se hubiesen levantado de mi cuerpo para irse muy
lejos, a un lugar del que ojalá nunca volvieran nunca.
En
un momento, me preguntó si quería que continuara en mi parte frontal, o si yo
deseaba terminar nuestra sesión en este momento. Creo que me quedé callado
durante varios minutos, porque él volvió a preguntar después de un rato. La
verdad es que no sabía qué decir. Sí, el masaje había sido increíblemente
agradable e incluso ya estaba haciendo notas mentales para volver en un futuro
cercano. Pero, en alguna parte de mi cerebro, consideré que un masaje frontal
podía terminar en algún malentendido o tal vez en un momento incómodo, tanto
para mí como para él. Sin embargo, considerándolo todo, dije que quería seguir.
Cuando
me di la vuelta, cuidando que la toalla no se cayera al suelo, me salieron las
palabras “Pero no me puedo demorar” de la boca, casi como si hubiesen escapado
sin haber sido procesadas debidamente por mi cerebro. Escuché algo así como una
risita, como esa exhalación que hace la gente cuando sonríe al encontrar algo
gracioso en las palabras de alguien más. Sin un momento para pensar, me puso
una toalla tibia en la cara. Según él, esto ayudaba a una exfoliación suave que
relajaría también mi rostro para quedar a la par con el resto del cuerpo. Yo lo
agradecí pero no supe si él pudo oirme, mi voz tapada por el algodón de la
toalla.
Dijo
entonces que haría un servicio rápido para que pudiera irme lo más pronto
posible. Siguió con las piernas y subió hasta la parte superior de los muslos, lo
que me puso bastante nervioso. Pero era obvio que tenía experiencia pues se
detuvo justo en el momento indicado. Me puso algún tipo de aceite porque el
aire empezó a oler como a fiesta tropical con toda las frutas y comidas
asociadas. Tuve incluso ganas de reír pero no dije nada porque él empezó
masajear mis brazos y entonces sí pude oler claramente el aroma del coco. Masajeó
mis brazos con fuerza, como si fueran sendos trozos de masa de pan.
Lo
último fue un potente masaje en los hombros. Creo que nunca nadie me había dado
un masaje como ese, con propiedad. Creo que a todo el mundo le han dolido los
hombros en algún momento pues es el dolor más común de todos. El olor a coco
invadió toda la habitación y para el momento en que me indicó que todo había terminado,
sentí la incontrolable necesidad de ir a comprar una bebida grande a base de
coco lo más pronto posible. Pensé rápidamente en las cafeterías que había visto
de camino al lugar de los masajes y me decidí por una que quedaba justo mitad del
recorrido entre ese lugar y mi hogar.
Cuando
estaba por terminar mi bebida de coco, escribía a una amiga que me había
recomendado el servicio. Le conté, de manera graciosa, que nunca vi el rostro
del hombre que me había atendido. A ella eso le sorprendió pues no era nada
común que sucediera. Me dijo que tal vez había sido algo especial para él pero
eso a mí me resultó completamente ridículo. Sin embargo, justo antes de ir a la
cama, me puse a pensar en él, muchos más de lo que hubiera deseado. Y lo seguí
haciendo durante los días siguientes, a intervalos casi regulares.