El mar y venía con la mayor tranquilidad
posible. El clima era perfecto: ni una nube en el cielo, el sol bien arriba y
brillando con fuerza. La playa daba una gran curva, formando una pequeña
ensenada en la que cangrejos excavaban para alimentarse y done, en ocasiones,
iban a dar las medusas que se acercaban demasiado a la costa. La arena de la
playa era muy fina y blanca como la nieve. No había piedras por ningún lado, al
menos no en la línea costera.
Del bosque de matorrales y palmeras en el
centro de la isla, surgió un hombre. Caminaba despacio pero no era una persona
mayor ni nada por el estilo. Arrastraba dos grandes hojas de palma. Las dejó
una sobre otra cerca en la playa y luego volvió al bosque. Hizo esto mismo
varias veces, hasta tener suficientes hojas en el montón- Cuando pareció que
estaba contento con el número, empezó a mirar de un lado al otro de la playa,
como buscando algo.
El hombre no era muy alto y no debía tampoco
llegar a los treinta años de edad. A pesar de eso, tenía una barba muy tupida,
negra como la noche. La tenía en forma de candado, lo que hacía parecer que no
tenía boca. Andaba por ahí completamente desnudo, ya bastante bronceado por el
sol. El hombre era el único habitante de la isla y, era posible, que hubiese
sido el único ser humano en estar allí de manera permanente.
En la cercanía había varios bancos de arena
pero ninguna otra isla igual de grande a esa. Era una región del mar muy
peligrosa pues en varios puntos el lecho marino se elevaba de la nada y podía
causar accidentes a os barcos que no estaban bien informados sobre la zona. Sin
embargo, el tráfico de barcos era extremadamente bajo por esto mismo. La prueba
era que, desde su naufragio, el hombre no había visto ningún barco, ni lejos ni
cerca ni de ninguna manera.
En cuanto a como había llegado allí, la verdad
era que no lo recordaba con mucha claridad. En su cabeza tenía una gran
cicatriz que iba de la sien a la base del pómulo, por el lado derecho de su
cara. No era profunda ni impactante pero sí bastante notoria. Solo sabía que
había sangrado mucho y que la única cura fue forzarse a entrar al agua salada
del mar para que pudiese curarse.
Eso había llevado su resistencia al dolor a
nuevos limites que él ni conocía. Pero había sobrevivido y se supone que eso
era lo importante. Al menos eso decían las personas que no habían vivido
aquella experiencia. Vivirlo era otra cosas, sobre todo con lo relacionado con
la comida y como mantenerse vivo sin tener que recurrir a medidas demasiado
extremas.
Al comienzo se enfermó un poco del estomago
pero pronto tuvo que sacar valor de donde no tenía y empezó a ser mucho más
creativo de lo que nunca había sido. Al final y al cabo, aunque no lo
recordara, él era el contador de una empresa de cruceros. Tan solo era un hombre
de números y nada más. Desde joven se había esforzado en sus estudios y por eso
lo habían contratado. Lamentablemente, fue por culpa de ese trabajo que estuvo
en el barco que tuvo el accidente y ahora estaba en la playa buscando palos
largos.
Cuando por fin encontró uno, volvió a la playa
con las hojas de palmera. Primero clavó el palo en la tierra y se aseguró de
que estuviera bien derecho y no temblara. Luego, empezó a poner las hojas
alrededor del palo, tratando de formar algo así como una casita o tienda de
campaña. Era un trabajo de cuidado porque las hojas se resbalaban. Cuando
pasaba eso, apretaba las manos y pateaba la arena
Llevaba allí por lo menos un mes. La verdad
era que después de un tiempo se deja de tener una noción muy exacta del tiempo
y de la ubicación. Abandonado en un isla pequeña, no tenía necesidad alguna de
saber que hora era ni que día del año estaba viviendo. Ni siquiera pensaba
sobre eso. Resultaba que eso era algo muy bueno pues su dedicación a sus tareas
en la isla era más comprometida a causa de eso, menos restringida a diferentes
eventuales hechos.
No tenía manera de alertar a un barco si
viniera. Tal vez podía agitar una de las ramas de las palmeras más grandes,
pero eso no cambiaba el hecho de que pensaba que nadie vendría nunca por él. Ni
siquiera sabía qué había pasado con su embarcación y con el resto de la gente.
Por eso, día tras días, miraba menos el mar en busca de milagros y lo que hacía
era crear soluciones para sus problemas inmediatos. Por eso lo de la casita con
hojas de palma.
Después de armar el refugio, salió a cazar. En
su mano tenía una roca del interior de la isla y su misión era aplastar con
ella a todos los cangrejos que viera por la playa. A veces esto probaba ser
difícil porque los cangrejos podían ser mucho más rápidos de lo que uno
pensaba. Además eran escurridizos, capaces de enterrarse en la arena en
segundos, escapando de manera magistral.
Sin embargo, él era mucho más inteligente que
ellos y sabía como hacerles trampa para poder aplastarlos más efectivamente con
la ropa. Los golpeaba varias veces hasta que se dejaban de mover, entonces los
lavaba en el mar y luego los comía crudos. La opción de cocinarlos de alguna
manera no era una posibilidad pues en la isla no había manera de crear fuego de
la nada.
El sabor del cangrejo crudo no era el mejor
del mundo, lo mismo que no es muy delicioso comer un pescado así como viene.
Pero el hambre es mucho más fuerte que nada y las costumbres en cuanto a la
comida se van borrando con la necesidad. Su dieta se limitaba a la vida marina,
en especial los peces que pudiese cazar en las zonas bajas o los cangrejos de
la playa. No comía nunca más de lo que deseaba ni desperdiciaba nada. No se
sabía cuando pudiese ser la siguiente comida.
La peor parte de su estadía se dio cuando
llegó la temporada de tormentas. Era obvio que su rudimentario refugio no iba a
ser suficiente y por eso traté de diseñar un lugar en el cual esconderse en el
centro de la isla, donde al menos tendía la protección del viento. Cavo con su manos buscando más hojas y palos y
plantas que le sirviera para atar unos con otros. Era un trabajo arduo.
Lo malo fue que la primera tormenta se lo
llevó todo con ella. Los truenos caían por todos lados, en especial la parte
alta de las palmeras, haciendo que el lugar oliera a quemado. El olor despertó
en el naufrago un recuerdo. Este era bastante claro y no era nada confuso ni
complicado. Era de cuando se sentaba por largas horas al lado de su abuelo,
pocos días antes de que muriera. A pesar del cáncer que lo carcomía, el viejo
pidió un cigarro antes de morir y él se lo concedió. Incluso con eso, aguantó
algunas semanas más hasta su muerte.
El recuerdo no le servía de nada contra la
naturaleza pero sí que le servía para recordar al menos una parte de quién era.
Sabía ahora que había tenido un abuelo. Incluso mientras caían trombas de agua
sobre la isla y él estaba acostado en su hueco en la mitad de la isla, tapándose
con hojas, pensaba en todo lo que posiblemente no recordaba de su vida pasada.
Tal vez tuviese una familia propia o hubiese logrado cosas extraordinarias o
quién sabe que más.
La tormenta se retiró al día siguiente. El
naufrago recogió las hojas que la lluvia y el viento habían arrancado de los
árboles. Trató de mejorar sus
condiciones de vida, tejiendo las hojas de las palmeras para hacer una
estructurar para dormir más fuerte. Los días y los meses pasaron son que nadie
más se acercara a ese lado del mundo.
Un día pensó que venía alguien pues una
gaviota, que jamás veía por el lugar, aterrizó en la playa y parecía buscar comida.
Él solo vigiló al pájaro durante su estadía. Un buen día l ave se elevó en los
aires, se dirigió al mar y allí cayó del cielo directo al agua. Algún animal se
lo comió al instante. El naufrago supo entonces que la esperanza era algo difícil
de tener.