Después de dejar el automóvil en la entrada, el pequeño grupo de personas esperó mientras el guardabosques iba por el guía, que estaba en una cabaña cercana alistando lo necesario para la caminata.
Los miembros del grupo eran siete personas: había cuatro mujeres y tres hombres. Ninguno se conocía con el siguiente, eran desconocidos los unos con los otros y habían tenido distintas razones para venir al parque.
Estaba, por ejemplo, Daniela. Era fotógrafa de corazón pero cardióloga de profesión. Siempre había querido tomar fotos de la naturaleza pero sus obligaciones en el hospital no dejaban que se alejara demasiado. Tenía 46 años y no se había casado. Su único compañero era Mateo, un gran danés que había querido traer pero el parque no admitía mascotas.
Al lado de ella estaba Clara. Era asistente en un estudio de moda y la habían enviado para revisar el sitio. Su trabajo era ver que posibilidades tenían ciertos sitios para ser utilizados como locación para fotografías varias. Ella no quería venir: era alérgica a muchas cosas y su nariz ya estaba roja en el transporte que los había traído.
El guardabosques volvió con otro hombre, un hombre bastante guapo. Las cuatro mujeres se quedaron mirándolo como tontas, por lo que no escucharon muy bien cuando el guía les explicó que el recorrido sería de tres horas, con un descanso en un hermoso lugar panorámico.
Vestidos con ropa térmica, se adentraron en el parque siguiente un sendero de tierra que pronto vieron cubierto de ramas, pasto y musgo.
Felicia y Amanda eran estudiantes. No habían venido juntas pero habían comenzado a charlar en el bus y ahora se ayudaban a no pisar los charcos de barro más peligrosos. Las dos tenían el mismo estilo: demasiado arregladas para un paseo por la naturaleza y visiblemente incomodas con todo. Ellos no sabían, pero tenían el mismo profesor. Y él les había puesto como tarea hacer un informe personal de un parque nacional. Él había asignado los parques y así, las dos distraídas chicas, estaban ahora haciendo equilibrio para no pisar plantas ni barro.
El guía ahora se detenía para mostrarles un amplio sector del páramo, que estaba cubierto de frailejones y de hongos. Mientras les explicaba las propiedades de algunas plantas, Rodrigo comía una barra de cereal. Estaba obsesionado con el ejercicio y las calorías y demás y había pensado que retar al cuerpo con la altura y una larga caminata era buena idea.
A su lado estaba Marcos, estudiante de biología, que se sentía como niño en una dulcería. Era el único que escuchaba con atención todo lo que decía el guía y anotaba algunas cosas en una pequeña libreta. Incluso hacía preguntas y algunos comentarios que buscaban denotar su conocimiento de la zona.
Por último estaba Walter. Era un hombre maduro, apasionado por la naturaleza, recorriendo el mundo visitando cuanto parque o reserva pudiera encontrar. Había dejado atrás una vieja casa en Londres para hacer su travesía y no extrañaba su casa en ningún momento. Eso sí, estaba cansado. Había llegado de Ecuador hacía unas horas y no había tenido la oportunidad de dormir como se debe.
El grupo siguió caminando por el sendero hasta llegar a un pequeño bosque que cruzaron con cuidado. El guía ayudaba a las chicas y a ellas se les olvidaba todo, encantadas de que les cogiera la mano para ayudarlas a seguir el camino.
Había llovido a cántaros y se notaba: no había animales en ninguna parte, ni siquiera en el cielo. El guía les contaba que alguna vez habían visto cóndores pero que ya nadie sabía muy bien si existían en los terrenos del parque. Eran criaturas muy sensibles. Al igual que osos y ciervos, que tal vez verían, según él.
Apenas salieron a un claro, se cumplió lo que había dicho. Les indicó que hicieran silencio y que no se movieran ya que había un pequeño venado con su madre sobre una superficie plana, no muy lejos de un abismo.
Todos sacaron sus cámaras fotográficas y tomaron un par, a tiempo, antes de que los animales se asustaran cuando Felicia tropezó y cayó de frente contra el suelo. Se llenó de barro y dañó su cámara. La ayudaron a pararse mientras ella sollozaba y decía que nunca se graduaría. Amanda dijo que le prestaría sus fotos y el guía se alejó apenas pudo: odiaba las mujeres quejumbrosas.
Se reunieron en el sitio donde estaban los venados y el guía les dijo que era hora del descanso. Mientras sacaban de comer, les advirtió que no podían dejar basura, ni siquiera restos de comida porque un oso podría seguirlos y eso no era muy buena idea.
Walter y Daniela se acercaron al abismo que había cerca del plano donde habían estado comiendo los venados. Aunque con pésima visibilidad, podían ver el cañón que había abajo y las montañas verdes que se extendían muchos kilómetros más allá.
Y los dos empezaron a charlar, en inglés, ya que Daniela sabía muy bien el idioma por sus estudios. Rodrigo había sido odontólogo y compartieron anécdotas médicas mientras comían compartían un paquete de galletas.
Marcos hablaba con el guía, con quien compartía un sandwich. Hablaban de las nuevas especies descubiertas en Guyana y lo que significaba poder descubrir nueva vida en un mundo ya viejo.
El guía se sentía muy a gusto hablando con Marcos, ya que compartían ese gusto enorme que él tenía por los animales y la vida en general.
Felicia le decía a Amanda que fotos tomar y como tomarlas y ella asentía ante todas las peticiones de la otra. Amanda era del tipo de chica que quería caer bien y Felicia del tipo que le gustaba tener el control. Y lo hacían de maravilla.
Rodrigo hablaba con Clara de sus ambiciones de ser modelo para diferentes marcas y ella solo asentía. Ya conocía a los modelos y sabía que el tipo iba a hablar horas, quisiera ella o no. La joven solo sonreía en los momentos apropiados, asentía y pedía, en sus adentros, largarse de allí lo más pronto que se pudiera.
Pasados unos minutos el guía dijo que tenían que continuar. Revisó minuciosamente el sitio donde habían comido y, tras recoger una envoltura de barra de cereal tirada, prosiguieron con el recorrido. La idea era bajar a una zona del cañón para buscar vida salvaje y luego volver a subir por un lugar que no habían pasado, donde solo crecía musgo y habían restos arqueológicos.
Y así lo hicieron. Bajaron, unos quejándose más que otros, hasta encontrar el arroyo que pasaba por el cañón. Les advirtió no tomar de allí ya que podían contaminar el lugar. Felicia ordenaba a Amanda tomar fotos y Rodrigo ya ni se molestaba en fingir poner atención: se había puesto los audífonos y oía música electrónica.
Tras no ver nada en el cañon, subieron con dificultades por un tortuoso sendero hasta una pequeña meseta, despejada. Allí no crecía nada más que brotes de musgo. Habían varias piedras distribuidas por el sitio, algunas hundidas en el suelo. Formaban una marca circular, con otro circulo adentro de ese. La sensación fue de asombro general.
Todos tomaron fotos e incluso posaron junto a las rocas. Y después, en silencio, cada uno dio una vuelta por el lugar. Según el guía, esto era tradición.
Rodrigo pensó en que le gustaría no sentir tanta presión de todos, por ser más y mejor. Walter quiso volver a su hogar y dejar flores en la tumba de su mujer. Marcos tomó una decisión: haría un año académico en Brasil. Y el guía solo inhaló el aire puro y agradeció estar allí todos los días.
Amanda pensó en que querría tener un buen trabajo al salir de la universidad, mientras que Felicia solo pensó en pasar la materia. A Daniela se le aguaron los ojos pensando en lo sola que se sentía todos los días y Clara, como Marcos, tomó una decisión trascendental: dejaría la agencia para dedicarse al teatro, su verdadero amor.
Algo más felices de lo que habían entrado, el grupo dejó el parque tras media hora más de caminata. Le agradecieron al guía y al guardabosques y se alejaron en el pequeño bus que los había traído.
Antes del anochecer, un oso de anteojos visitó el sitio arqueológico, también llamado Templo de la Revelación. Y la criatura se sentó allí largo tiempo hasta que fue de noche y se alejó para cazar.