No era el mejor día de la semana para ir al
mercado. Susana detestaba tener que saltar para pasar por encima de los grandes
charcos y los olores que emanaban de los contenedores de basura eran peores
cuando el clima se ponía de tan mal humor. En la noche había llovido por varias
horas y la consecuencia era un mercado atiborrado de gente pero con ese calor
humano que se hace detestable después de algunos minutos, mezclados con el
calor de los pequeños restaurantes.
Se mezclaban los olores de las castañas
asándose en las esquinas, de las máquinas de expreso y capuchino que trabajan a
toda máquina e incluso de las alcantarillas que recolectaban la sangre de los
animales que eran rebanados allí todos los días. Era obvio que no era el mejor
lugar para pasar una mañana, pero una dueña de restaurante no puede hacer nada
más, al menos no si quiere ahorrarse algo de dinero. Los supermercados son
abundantes pero siempre más caros y la calidad, regular.
La sección más olorosa era, sin duda, la de
pescadería. Grandes hombres y mujeres macheteaban grandes peces que antes
colgaban de gruesos ganchos sobre el suelo. Pero, hábiles como eran, ya los
estaban arreglando en bonitas formas, con frutas y hielo, para que los clientes
se sintieran atraídos a ellos como las moscas. En ese momento de la mañana,
eran más las moscas que los clientes en la zona de los frutos de mar. El olor
era demasiado para el olfato de la mayoría.
Como pudo, Susana pidió varias rodajas de
sábalo, un rape grande y varias anguilas que les servirían para hacer un
platillo japonés que había visto en la tele y quería probar en el restaurante.
Cada cierto tiempo, le gusta intentar cosas nuevas. Se ofrecía como menú del
día y el comensal podía cambiarlo por cualquier otra cosa, sin recargo ni nada
por el estilo. Si el platillo era un éxito y se podía hacer barato, se quedaba.
Si no, era flor de un día en su pequeño restaurante frente a la marina.
Quedaba en un viejo edificio que había mirado
al mar durante décadas. Los vecinos y dueños de los locales habían acordado
limpiar toda la fachada y ahora se podía decir que parecía nuevo. Todos sus
hermosos detalles saltaban a la vista, sin el mugre de los miles de coches que
pasaban por la avenida de en frente. Lo malo del lugar era que los espacios
eran oscuros, como cavernas, y había que iluminarlos todo el día, no importaba
si era verano o invierno, de día o de noche. Era un gasto más que había que
considerar, una carga más para un comerciante.
Susana hacía el sacrificio porque sabía
cuales eran las ganancias, los resultados de atreverse con su cocina y con su
pequeño restaurante cerca al mar. Ver las sonrisas de los comensales, recibir
halagos y saludos en el mercado, eso era todo para ella y lo había sido durante
toda su vida. Su padre había tenido allí mismo un bar que los vecinos siempre
habían adorado. Poco a poco, ella lo hizo propio y ahora se consumía mucha más
comida que bebida en aquel lugar.
Cuando terminó con el pescado en el mercado,
se dirigió a las carnes frías. Los turistas siempre venían por sándwiches y
cosas para comer casi corriendo. Le encantaba imaginarse porqué era que siempre
parecían estar apurados, como si no hubiesen planeado bien su viaje o si se
hubiesen levantado tarde. Claro que no era la mejor persona para hablar de
vacaciones porque ella nunca las había tenido. Al menos no como Dios manda y es
que con el restaurante, se le hacía imposible.
Alguna vez cedió a los consejos de sus hijos
y, por fin, salió un fin de semana entero de viaje a una región cercana. Como
su marido ya no estaba, fue con una de sus mejores amigas. El viaje estuvo
bien, no pasó nada malo ni nada por el estilo. Pero la comida, en su concepto,
había sido la peor que había probado en su vida. Además, los sitios que
visitaba siempre estaban llenos de gente corriendo y los guías, que se suponía
sabían más que nadie de cada edificio, parecían estar igual de apurados.
Por eso prefería estar en su cocina, con los
olores que flotaban y sus hermosas visiones mentales que se convertían, tras un
largo y dedicado proceso, en creaciones hermosas que vivían para ver la cara de
un agradecido cliente. Eso era lo que más le traía alegría. Eso y beber unas
copas de vino mientras atendía. Eso incluso le había hecho merecedora de varias
fotografías con sus comensales e incluso canciones de hombres que ya habían
bebido demasiado y debían irse a casa.
En las noches, seguía siendo un bar como el de
antaño pero, como ella lo decía siempre, con mejor comida que nunca. Su padre,
descanse en paz, jamás había sido muy dedicado a cocinar. Sabía hacer cosas,
cosillas mejor dicho. Pero nunca platos complejos que requirieran ir al mercado
temprano para conseguir los mejores productos. Él sabía de vinos y viajaba
lejos para conseguir los mejores. Nadie lo podía vencer en una cata. Y de cervezas
ni se diga: había probado una en cada país que había visitado y su colección de
botellas era la prueba.
Su padre… Lo echaba de menos cada vez que veía
a los clientes de más edad en su restaurante. Sabía bien que ellos, cuando
visitaban, no veían el sitio que ella mantenía en la actualidad, sino que veían
aquel que había visitado de más jóvenes, cuando probablemente todavía eran
novios con sus esposos o esposas. En sus ojos se veían los recuerdos y a veces
había lagrimas silenciosas que ellos no explicaban pero que ella podía entender
bien. Por eso hacía lo que hacía.
Compró conejo, carnes de res y bastante cerdo.
A la gente le seguía gustando la carne roja más que todo. Pero incluso se había
dejado influenciar por sus nietos y había integrado al menú algunos platillos
alternativos para aquellos extraños clientes que no comían carne, aquellos que
ni les gusta ver una gota de sangre o se les va la cabeza. A Susana le parecía
gracioso escuchar de personas que vivían la vida comiendo lentejas y garbanzos
pero sus nietos le habían enseñado a callar sus opiniones en ese aspecto.
Tuvo que ir al coche, guardar las carnes y
volver por las verduras. Eso era lo más rápido porque las compraba todas
siempre en el mismo puesto desde hacía treinta años. Era atendida todas las
mañanas por el esposo de su mejor amiga, de hecho la había conocido allí mismo
en el mercado. No eran de aquellas mujeres que se juntaran para hablar chisme
ni nada parecido. Ni siquiera se veían tan seguido. Pero cuando estaban juntas,
se entendían a la perfección, incluso sin palabras.
Cuando todo estuvo en el coche, condujo apenas
diez minutos para llegar al estacionamiento frente al restaurante. Ella sola
sacó las bolsas y las fue entrando en el local, hasta el fondo, donde estaba la
cocina. Cuando tuvo todo adentro, se sentó en una vieja silla de madera basta y
miró su alrededor. El silencio era ensordecedor pero los olores de sus compras
le indicaban que ella todavía seguía en este mundo. Por un pequeño momento,
recordó a su Enrique, sonriendo.
Siempre lo hacía cuando ella llegaba de las
compras. Jamás le había gustado que él la acompañase pero siempre estaba allí
cuando ella volvió para brindarle una sonrisa y ayudarla a acomodar todo en el
lugar apropiado. Todo casi sin hablar.
A veces lo extrañaba mucho, mucho más de lo
que confesaba a sus hijos o conocidos. Pero así es la vida y hay que vivirla,
esa es nuestra responsabilidad. Susana se arremangó su blusa y empezó a ordenar
todo, recordando a su padre, a Enrique y a todos los que aún la hacían sonreír
en frías mañanas como aquella.