La temporada de exámenes terminaba y así
también lo hacía el año escolar. Era ya hora de descansar para retomar un par
de mees después. Y no solamente era un descanso para los alumnos sino también
para los profesores. Durante meses, habían corregido sinfín de trabajos y había
tenido que mantener salones de clase enteros en orden. No era nada fácil cuando
el número de alumnos era cercano a los treinta y siempre había alguno que era
más difícil de manejar que los demás.
En ese grupo estaba Carlos Martínez, hijo de
uno de los hombres más ricos del país y con una personalidad que ninguno de los
profesores podía soportar. Carlos no solo era del tipo de estudiante que
interrumpe las clases con preguntas obvias o que se ríe por lo bajo y nunca
confiesa porque lo hace, Carlos además era simplemente un pésimo estudiante. No
estaba interesado en nada y se la pasaba con la cabeza en las nubes, cuando no
estaba haciendo bromas pesadas.
Sin embargo, los profesores no hacían nada
respecto a su comportamiento y eso no era porque no quisieran sino porque no
podían. El director del colegio protegía al niño Martínez como si fuera su
propio hijo, incluso más. Eso era porque el padre del niño daba una gran
cantidad de dinero al año para el mantenimiento de la escuela y la frecuente
renovación de equipos y muchas otras cosas. No quería que nadie dañara esa
relación económica tan importante, sin importar las consecuencias.
Y la consecuencia directa era el hecho de no
poder castigar a Carlos. Así literalmente se quedara dormido en clase, no
podían hacer nada. Y el joven era tan descarado que incluso roncaba a veces,
para mayor molestia de sus compañeros. Muchos de los otros padres de familia
habían querido quejarse oficialmente, pero al saber quién era el niño, se
frenaban y preferían no decir nada. No se trataba solo de miedo sino porque
sabían bien lo del dinero que aportaba para todas las causas escolares.
Cada año se celebrara un festival, donde los
alumnos y los profesores participaban haciendo juegos y preparando comida. Así
recaudaban dinero para una fundación infantil a la que apoyaban. Por alguna
razón, el señor Martínez ayudaba al festival y no directamente a la fundación
infantil, tenía que ver con algo de impuestos o algo por el estilo. El caso era
que el festival siempre era un éxito rotundo gracias a su aporte económico:
traía artistas reconocidos para que cantasen y los equipos para cocina y juegos
eran de última tecnología, lo mejor de lo mejor.
En cuanto a Carlos, a pesar de ser un fastidio
para muchos de sus compañeros y profesores, tenía amigos que siempre estaban
ahí para él. Muy pocos de verdad lo apreciaban a él como persona pero a él eso
le daba igual. Desde que tenía noción de las cosas, sabía que la gente se
comportaba rara alrededor de él a causa de su dinero. Muchos querían una parte
y otros solo querían sentirse abrigados por una persona que tuviera todo ese
poder económico. Se trataba de conveniencia.
Todos los chicos querían que jugara en los
equipos deportivos del colegio y todas las chicas vivían pendientes de fiestas
y demás para poder invitarlo. O bueno, casi todos los chicos y las chicas,
porque había algunos a los que simplemente no se les pasaba por la cabeza tener
que estar pendientes de lo que hacía o no un niño mimado como Carlos. De hecho,
algunas personas no ocultaban su desdén hacia él en lo más mínimo, lanzándole
miradas matadoras en los pasillos.
Pero los que querían estar con él eran siempre
mayoría. Jugó en el equipo de futbol y el año siguiente en el de baloncesto y
el siguiente en el de voleibol, hasta que un día se cansó de todo eso y decidió
no volver a los deportes. Para su penúltimo año, el que acababa de terminar, no
había estado con ningún equipo, ni siquiera los había ido a apoyar a los
partidos. A Carlos todo eso ya no le importaba y estaba empezando a sentir que
todos los aduladores eran un verdadero fastidio.
Puede que fuera la edad o algo por el estilo,
pero Carlos tuvo unas vacaciones que los cambiaron bastante. Como era la norma
en su familia, las vacaciones eran él solo, a veces con sus abuelos, en algún
hotel cinco estrellas de un país remoto. Lo bueno era que le había cogido el
gusto a caminar y explorar y fue así como se dio cuenta de lo que quería para
su vida. Quería vivir en paz consigo mismo, sin preocuparse de lo que unos u
otros dijeran de él o hicieran por él.
Fue un viaje largo, en el que nadó mucho,
caminó aún más y se descubrió a si mismo. La realidad era que no era un flojo
como él creía y apreciaba mucho cuando las personas eran más naturales con él.
Además, descubrió que tenía un amor innato por lo manual, algo que quería
seguir al convertirse en profesional en el futuro inmediato. Todas estas
revelaciones se las quedó para sí mismo. Hablar con sus padres no era una
solución a nada y no había nadie más con quien pudiese relajarse y hablar
tranquilamente sin que la otra persona pensara en el dinero del señor Martínez.
Cuando volvió al colegio, trató de que no se
notara tanto que había cambiado. Pero desde el primer trimestre, sus notas y su
comportamiento había tenido un cambio tan brusco, que era inevitable que la
gente no se diera cuenta. Al comienzo fueron algunos de sus profesores y luego
los compañeros que siempre lo habían tratado con resentimiento. Sin embargo,
todo siguió igual porque la mejor manera para evitar problemas es no hacer
escandalo con ningún cambio drástico.
Así que todo siguió igual hasta el final de
ese año escolar. Para entonces, Carlos ya no hablaba con nadie. La razón
principal era que su cabeza estaba ya muy lejos, en un lugar donde su imaginación
estaba activa y vibraba de felicidad. Sus notas fueron excelentes y algunos
incluso lo felicitaron por la mejora. Pero nada más cambió, ni los que se habían
mantenido al margen de su vida lo abrazaron por su cambio ni los aduladores
dejaron de revolotear a su lado buscando dinero.
Al terminar las clases, Carlos simplemente
desapareció de las vidas de todos ellos. En casa, decidió hablar con sus padres
a día siguiente de la graduación. Ellos no habían ido pues estaban de viaje
pero apenas llegaron del aeropuerto, Carlos les pidió un momento para hablar.
La solicitud era tan poco común, que su padre quiso saber de que se trataba al
instante. No fue para él una sorpresa muy grata el sabor que su hijo quería ser
carpintero y para eso estudiaría diseño industrial.
No era la elección lo malo del asunto sino que
Carlos era hijo único y sin él no habría nadie más que pudiese dirigir la
empresa familiar, que poco o nada tenía que ver con hacer muebles, que era lo
que Carlos quería hacer por el resto de sus días. La respuesta inmediata fue un
no rotundo pero el chico aclaró que, después de sus estudios, pedía un año para
ver si podía ser alguien en la vida con lo que había elegido. Si fallaba,
estudiaría lo que su padre quisiera y tomaría su puesto en la empresa.
Su padre lo pensó varios días hasta que le
dijo que estaba de acuerdo. Le daba cuatros años para estudiar diseño y luego
un año para ver si podía hacer su propio camino, a su manera y por sus propios
medios. Carlos viajó a Europa a estudiar poco después.
Sin embargo, cuando ya se cumplían los cuatro
años de estudio, Carlos desapareció. Pero no sin antes dejar una nota en su
apartamento, pagado por sus padres. Pedía perdón y decía que no tomaba nada de la
familia, solo lo que tenía encima. Nunca supieron si fue exitoso o no, ni lo
que fue de él.