Estuve sentado en esa silla por varios
minutos hasta que el gerente del banco vino a verme en persona. Había
solicitado su presencia varias veces pero al parecer estaba muy ocupado. Ahora
parecía que esa situación había cambiado o que la mía iba a cambiar de una
manera que no esperaba. Me ofrecieron bebidas e incluso algo de comer. Todos se
veían nerviosos, algo tensos y con sudor en la frente, la nariz o encima del
labio superior. No entendía que pasaba pero seguramente era algo malo. Cuando
el gerente vino, lo confirmó.
Por alguna razón, el banco no podía verificar
mi identidad. Mejor dicho, no podían determinar si mi cuenta era verdaderamente
mía o de alguien más. Al comienzo lo tomé como un error. Les di mi
identificación y les pedí que compararan con toda la información que debían de
tener almacenada. Seguramente tendrían una copia de ese mismo documento y
además mi foto y tal vez muchos más documentos. Pero el gerente no los tomó y
me miró otra vez con esa expresión que no me gustaba nada. Había más sorpresas
por revelar.
Según él, mi cuenta aparecía a nombre de otra
persona y registrada hace mucho tiempo. Yo, inevitablemente, solté una
carcajada. Le dije que eso no tenía ningún sentido y que yo llevaba con esa
misma cuenta desde que había salido de la universidad. La utilizaba para
ahorrar lo poco que ganaba y así poder comprar cosas que me gustaran después,
cosa que quería hacer ahora y por eso estaba en el banco. Con trabajos
horribles había ahorrado lo suficiente para un viaje que había soñado por años
pero ciertamente no contaba con esta situación.
Como vi que mi risa no relajaba a la gente del
banco, decidí mostrarles en mi celular los extractos bancarios que me llegaban
cada mes. Ahí estaban mi nombre y mi número de cuenta y todos los datos que
ellos quisiera verificar. Apenas le mostré eso, el gerente tomó mi celular y se
fue al computador más cercano. Estuvo allí tecleando como loco por un buen rato
hasta que me hizo señas para que me sentara frente a él. Me dijo que esa cuenta
en efecto ahora tenía otro nombre y otros datos pero el número de registro de
los extractos era real. Mejor dicho, había algo raro.
De un momento a otro el hombre tomé el
teléfono que había en el escritorio y marcó un número que no pude ver. Esperó
un momento y pidió hablar con un hombre. Yo solo esperé, mirándolo a ratos a él
y a ratos a los demás empleados del banco, que nos echaban miradas de miedo y
tensión. Yo mismo había trabajado en un banco hacía tiempo y me salí porque
detestaba vestirme de oficina. Nunca me ha gustado apretarme el cuello con una
corbata. Siento como si estuviera a punto de ser colgado en la plaza principal.
El gerente colgó. No me había dado cuenta que
habían pasado unos diez minutos. Creo que mi mente se fue por ahí, mirando los
alrededores. No era algo que me pasara poco, más bien al contrario. Lo miré y
me dijo que había llamado a la policía, a uno en especial que conocía y que
resolvió crímenes tecnológicos. Tenían manera para saber si alguien había
hackeado el sistema del banco y había cambiado los datos de mi cuenta. Lo malo
es que se iba a demorar pues no era algo simple. En otras palabras, no tendría
mi dinero pronto.
Los planes de viajar se cayeron ese día. El
gerente me dijo que esperara una semana y que ellos mismos me llamarían para
hacerme saber qué había pasado. Ese día regresé a mi casa muy deprimido. Mis
padres me preguntaban que me pasaba pero no quise contarles ese mismo día. Solo
quería echarme en mi cama y pensar en mi miserable vida. Pensar en todo lo que
había estudiado y como había terminado haciendo los peores trabajos porque el
conocimiento ya no sirve para nada. No lloré pero creo que fue la rabia la que
me arrulló esa noche.
Fue al otro día que les conté a mis padres y
obviamente recibieron muy mal la noticia. Les parecía indignante y grave, igual
que a mi. Pero yo ya había tenido tiempo de asimilarlo y la única opción que
tenía era esperar a ver que pasaba con la famosa investigación. En la cuenta
tenía buen dinero. No eran millones y millones pero sí una cantidad que creo
que muchas personas no creerían que yo tenía. Se puede decir que soy tacaño
pero también que soy un muy buen ahorrador.
El problema por entonces era que había
renunciado a mi último trabajo para irme de viaje, así que ahora no tenía nada.
Y si buscaba un nuevo trabajo tendría que tener una cuenta bancaria por lo que
tendría que abrir otra y la verdad no estaba de humor. Esa semana fue la más
larga de mi vida. No sabía que hacer, donde ponerme o que pensar para que el
tiempo pasara más deprisa o al menos de una manera menos tensa. La verdad era
que me sentía muy mal pero hacía ejercicio o lo que fuese para no pensar en
ello, pues las noches ya eran una tortura.
Creo que cada una de esas noches dormí, por
mucho, cuatro horas. Casi siempre me quedaba hasta tarde viendo alguna película
o leyendo algún libro. Haciendo cosas que distrajeran mi mente del problema.
Pero cuando apagaba y cerraba todo, me ponía a pensar: la posibilidad de que no
me devolvieran nada estaba en la mesa y eso significaba que diez años de
trabajos denigrantes serían tirados por la borda y no significarían nada. Todo
ese esfuerzo y paciencia no tendrían ningún sentido. Y estaría más perdido que
nunca.
A la semana, nadie me llamó. Decidí que debía
ir yo mismo al banco y preguntar por una respuesta definitiva. No podía seguir
viviendo así, al borde de un verdadero ataque de nervios o de algo peor. Mi
espalda me dolía de solo pensar en el dinero y tenía dolores de cabeza con
frecuencia. Caminando hacia el lugar me di cuenta que respiraba de una manera
extraña, como si el aire estuviese cada vez más escaso. Respiraba profundo pero
no sentía que sirviera de nada. Tuve que detenerme un par de veces y luego
seguir.
Cuando por fin llegué, pedí hablar con el
gerente. De nuevo hubo esa ola de tensión entre los empleados y no me gustó
para nada. Aún así, traté de respirar lo más calmadamente posible y esperé
tratando de no saltar de la silla. Cuando por fin vino el gerente, no quise
saludarlo de mano, aunque él tampoco estiró la suya. Las noticias eran tan
malas como lo había previsto: la policía no había encontrado evidencia de que
la cuenta hubiese sido atacada por un hacker. Ni esa cuenta parecía ser mía ni
parecía que había habido nunca una cuenta mía.
El gerente empezó a contarme que podría abrir
una nueva cuenta con beneficios y no sé que más cosas. La verdad no escuché
nada de lo que decía. Le pregunté donde estaba la cifra que tenía la última vez
que había revisado mi cuenta. El hombre no supo decirme nada. Se puso tenso de
nuevo y yo, para mi sorpresa, me sentí más relajado que nunca. Tomé la mochila
que llevaba conmigo y saqué una pistola que tenía dentro. Le hice seña al gerente
para que no hiciese ruido pero ya se sabe que la gente hace lo que se le da la
gana.
Así que me di la vuelta y le disparé al
guardia de seguridad y a la mujer que me había dicho, con una sonrisa torcida,
que mi cuenta no existía. Ella no me había creído como muchos otros y ahora
tenía su merecido. Miré al gerente y le pregunté, de nuevo, donde estaba mi
dinero. Temblaba y no decía nada coherente así que le disparé también. A los
demás les dije que hicieran lo que quisieran: correr o llamar a la policía o lo
que se les diera la gana. Al fin y al cabo ya habían tirado mi inútil vida por la
borda así que ya nada importaba.
Algunos salieron corriendo a la salida y los
dejé ir. Disparé al cajero que se había reído el día que no encontró mi cuenta.
Oí llegar a la policía y decidí que no quería estar allí. Me dirigí a la parte
trasera del banco, a un espacio que servía para que calentaran café y demás.
Allí me di cuenta que mucha de mi tensión se había ido pero todavía quedaba un
poco. Sin vacilar, me puse la pistola en la sien y disparé. Mi sangre cubrió
todo el pequeño espacio. Cuando la policía me encontró, mi cuerpo sonreía.