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lunes, 17 de octubre de 2016

Identidad

   Estuve sentado en esa silla por varios minutos hasta que el gerente del banco vino a verme en persona. Había solicitado su presencia varias veces pero al parecer estaba muy ocupado. Ahora parecía que esa situación había cambiado o que la mía iba a cambiar de una manera que no esperaba. Me ofrecieron bebidas e incluso algo de comer. Todos se veían nerviosos, algo tensos y con sudor en la frente, la nariz o encima del labio superior. No entendía que pasaba pero seguramente era algo malo. Cuando el gerente vino, lo confirmó.

 Por alguna razón, el banco no podía verificar mi identidad. Mejor dicho, no podían determinar si mi cuenta era verdaderamente mía o de alguien más. Al comienzo lo tomé como un error. Les di mi identificación y les pedí que compararan con toda la información que debían de tener almacenada. Seguramente tendrían una copia de ese mismo documento y además mi foto y tal vez muchos más documentos. Pero el gerente no los tomó y me miró otra vez con esa expresión que no me gustaba nada. Había más sorpresas por revelar.

 Según él, mi cuenta aparecía a nombre de otra persona y registrada hace mucho tiempo. Yo, inevitablemente, solté una carcajada. Le dije que eso no tenía ningún sentido y que yo llevaba con esa misma cuenta desde que había salido de la universidad. La utilizaba para ahorrar lo poco que ganaba y así poder comprar cosas que me gustaran después, cosa que quería hacer ahora y por eso estaba en el banco. Con trabajos horribles había ahorrado lo suficiente para un viaje que había soñado por años pero ciertamente no contaba con esta situación.

 Como vi que mi risa no relajaba a la gente del banco, decidí mostrarles en mi celular los extractos bancarios que me llegaban cada mes. Ahí estaban mi nombre y mi número de cuenta y todos los datos que ellos quisiera verificar. Apenas le mostré eso, el gerente tomó mi celular y se fue al computador más cercano. Estuvo allí tecleando como loco por un buen rato hasta que me hizo señas para que me sentara frente a él. Me dijo que esa cuenta en efecto ahora tenía otro nombre y otros datos pero el número de registro de los extractos era real. Mejor dicho, había algo raro.

 De un momento a otro el hombre tomé el teléfono que había en el escritorio y marcó un número que no pude ver. Esperó un momento y pidió hablar con un hombre. Yo solo esperé, mirándolo a ratos a él y a ratos a los demás empleados del banco, que nos echaban miradas de miedo y tensión. Yo mismo había trabajado en un banco hacía tiempo y me salí porque detestaba vestirme de oficina. Nunca me ha gustado apretarme el cuello con una corbata. Siento como si estuviera a punto de ser colgado en la plaza principal.

 El gerente colgó. No me había dado cuenta que habían pasado unos diez minutos. Creo que mi mente se fue por ahí, mirando los alrededores. No era algo que me pasara poco, más bien al contrario. Lo miré y me dijo que había llamado a la policía, a uno en especial que conocía y que resolvió crímenes tecnológicos. Tenían manera para saber si alguien había hackeado el sistema del banco y había cambiado los datos de mi cuenta. Lo malo es que se iba a demorar pues no era algo simple. En otras palabras, no tendría mi dinero pronto.

 Los planes de viajar se cayeron ese día. El gerente me dijo que esperara una semana y que ellos mismos me llamarían para hacerme saber qué había pasado. Ese día regresé a mi casa muy deprimido. Mis padres me preguntaban que me pasaba pero no quise contarles ese mismo día. Solo quería echarme en mi cama y pensar en mi miserable vida. Pensar en todo lo que había estudiado y como había terminado haciendo los peores trabajos porque el conocimiento ya no sirve para nada. No lloré pero creo que fue la rabia la que me arrulló esa noche.

 Fue al otro día que les conté a mis padres y obviamente recibieron muy mal la noticia. Les parecía indignante y grave, igual que a mi. Pero yo ya había tenido tiempo de asimilarlo y la única opción que tenía era esperar a ver que pasaba con la famosa investigación. En la cuenta tenía buen dinero. No eran millones y millones pero sí una cantidad que creo que muchas personas no creerían que yo tenía. Se puede decir que soy tacaño pero también que soy un muy buen ahorrador.

 El problema por entonces era que había renunciado a mi último trabajo para irme de viaje, así que ahora no tenía nada. Y si buscaba un nuevo trabajo tendría que tener una cuenta bancaria por lo que tendría que abrir otra y la verdad no estaba de humor. Esa semana fue la más larga de mi vida. No sabía que hacer, donde ponerme o que pensar para que el tiempo pasara más deprisa o al menos de una manera menos tensa. La verdad era que me sentía muy mal pero hacía ejercicio o lo que fuese para no pensar en ello, pues las noches ya eran una tortura.

 Creo que cada una de esas noches dormí, por mucho, cuatro horas. Casi siempre me quedaba hasta tarde viendo alguna película o leyendo algún libro. Haciendo cosas que distrajeran mi mente del problema. Pero cuando apagaba y cerraba todo, me ponía a pensar: la posibilidad de que no me devolvieran nada estaba en la mesa y eso significaba que diez años de trabajos denigrantes serían tirados por la borda y no significarían nada. Todo ese esfuerzo y paciencia no tendrían ningún sentido. Y estaría más perdido que nunca.

 A la semana, nadie me llamó. Decidí que debía ir yo mismo al banco y preguntar por una respuesta definitiva. No podía seguir viviendo así, al borde de un verdadero ataque de nervios o de algo peor. Mi espalda me dolía de solo pensar en el dinero y tenía dolores de cabeza con frecuencia. Caminando hacia el lugar me di cuenta que respiraba de una manera extraña, como si el aire estuviese cada vez más escaso. Respiraba profundo pero no sentía que sirviera de nada. Tuve que detenerme un par de veces y luego seguir.

 Cuando por fin llegué, pedí hablar con el gerente. De nuevo hubo esa ola de tensión entre los empleados y no me gustó para nada. Aún así, traté de respirar lo más calmadamente posible y esperé tratando de no saltar de la silla. Cuando por fin vino el gerente, no quise saludarlo de mano, aunque él tampoco estiró la suya. Las noticias eran tan malas como lo había previsto: la policía no había encontrado evidencia de que la cuenta hubiese sido atacada por un hacker. Ni esa cuenta parecía ser mía ni parecía que había habido nunca una cuenta mía.

 El gerente empezó a contarme que podría abrir una nueva cuenta con beneficios y no sé que más cosas. La verdad no escuché nada de lo que decía. Le pregunté donde estaba la cifra que tenía la última vez que había revisado mi cuenta. El hombre no supo decirme nada. Se puso tenso de nuevo y yo, para mi sorpresa, me sentí más relajado que nunca. Tomé la mochila que llevaba conmigo y saqué una pistola que tenía dentro. Le hice seña al gerente para que no hiciese ruido pero ya se sabe que la gente hace lo que se le da la gana.

 Así que me di la vuelta y le disparé al guardia de seguridad y a la mujer que me había dicho, con una sonrisa torcida, que mi cuenta no existía. Ella no me había creído como muchos otros y ahora tenía su merecido. Miré al gerente y le pregunté, de nuevo, donde estaba mi dinero. Temblaba y no decía nada coherente así que le disparé también. A los demás les dije que hicieran lo que quisieran: correr o llamar a la policía o lo que se les diera la gana. Al fin y al cabo ya habían tirado mi inútil vida por la borda así que ya nada importaba.


 Algunos salieron corriendo a la salida y los dejé ir. Disparé al cajero que se había reído el día que no encontró mi cuenta. Oí llegar a la policía y decidí que no quería estar allí. Me dirigí a la parte trasera del banco, a un espacio que servía para que calentaran café y demás. Allí me di cuenta que mucha de mi tensión se había ido pero todavía quedaba un poco. Sin vacilar, me puse la pistola en la sien y disparé. Mi sangre cubrió todo el pequeño espacio. Cuando la policía me encontró, mi cuerpo sonreía.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Soy mis calzoncillos

La puerta se abrió de golpe y entraron los dos. Ella casi se cae pero se sostuvo de la pared mientras él abría la puerta. Siguieron besándose de camino a la habitación, mientras al piso caían diferentes prendas de ropa como chaquetas y camisas.

Cuando llegaron a la cama solo quedaban los pantalones y ella se los quitó a él, pensando que sería algo muy sexy, algo realmente atractivo y único. Pero cuando le bajó la cremallera se dio cuenta de lo que había debajo.

No, no se trataba del pene del hombre. Eso era de esperarse. Era su ropa interior. La mujer trató de seguir con besos y demás pero simplemente no pudo, era como si un muro invisible se lo impidiera.

Decidió confesarle al chico que ella tenía novio y que en ese momento sentía una culpa que no la dejaba proseguir con lo que habían empezado. Se vistió rápidamente y se fue, sin decir más. No lo dejó pedir un taxi para que llegará segura a casa. De hecho, él ni tenía su número. Iba a ser algo de una noche pero resultó no ser nada.

Después de aliviar su afán por intimidad, el chico pensó antes de dormir que no era fácil de explicar lo que había pasado. La chica había abierto el pantalón y ahí todo había terminado. Pensaba ella que tenía un pene pequeño o tal vez sí había sido lo del novio? Al fin y al cabo, pensaba él, las mujeres podían ser muy sensibles y de pronto había cedido ante sus sentimientos de amor y cariño por eso otro tipo.

El hombre se quedó dormido rápidamente pero al otro día recordó lo sucedido a un amigo. Este opinaba que la chica seguramente había sentido culpa. En la sociedad actual todo el mundo sentía culpa por todo y de pronto ella había cedido a eso sentimientos. No era tanto por su novio sino por sentir que estaba haciendo algo malo.

El chico tenía 29 años y todavía no creía que fueran los sentimientos la razón por la que esa chica había salido casi corriendo de su casa. Para ser honesto y exacto, ya había pasado eso con anterioridad. No con tanta frecuencia pero de vez en cuando, cuando todo estaba a punto de pasar, la chica se echaba para atrás y simplemente se iba.

Una de esas veces, la chica había reído, se había tapado la boca, se disculpó y salió corriendo. Este recuerdo le hizo penar que sabía cual era el problema y decidió hacer algo drástico que nunca había pensado hacer: hizo una cita con el urólogo.

Nunca había ido a un especialista. De hecho nunca había ido a un médico desde hacía unos cinco años, cuando se había insolado tras estar en la playa por varias horas. Y esa vez solo había necesitado de una crema especial. Esta vez era una consulta y le preocupaba mucho el resultado, como a cualquier hombre seguramente.

El día de la cita no sabía que ponerse, sentía que iba a una cita a ciegas. Al fin y al cabo el hombre iba a tocar sus partes privadas. Aunque no iba a salir con él... En que estaba pensando?
Llegó algo tarde y la enfermera lo hizo pasar de inmediato. El doctor era un hombre de unos cuarenta años, quien lo recibió con amabilidad, preguntando la razón de su visita.

 - Vine porque he tenido problemas con... con chicas.
 - De que tipo?

Al darse cuenta de la mirada del doctor, el chico soltó una carcajada.

 - No, no. No es eso. Me funciona... Funciona bien.
 - Ok.
 - Es más el...Usted sabe.

Y empezó a hacer mímica, estirando las manos y poniéndolas paralelas, como si midiera algo. El doctor al principio no entendió nada de lo que le quería decir hasta que el chico bajo un poco las manos, al nivel de su entrepierna.

 - Ya entiendo. Tienes dudas sobre el tamaño.
 - Sí.

Se puso rojo como un tomate y tuvo ganas de salir corriendo, como las mujeres que habían estado en su cama. Pero obviamente este no era un caso similar y no podía simplemente salir corriendo como un loco. AL fin y al cabo, quería tener una respuesta clara a sus dudas.

 - Déjame adivinar.
 - Ok.
 - Crees que es muy pequeño?
 
El chico asintió, aún más ruborizado.

 - No hay de que apenarse. Todos los hombres que vienen aquí me lo preguntan cuando los reviso  para saber la condición de su tracto urinario y cuando hago los exámenes de próstata. No hay de que  avergonzarse.

Entonces el doctor sacó una ficha que tenía, laminada, que describía las medidas promedio del pene de un hombre según su etnia y edad. El doctor también puso sobre la mesa una cinta para medir.

 - Si quieres puedes seguir detrás de la cortina y medir como los describe la cartilla. Adelante.

Y eso hizo. En conclusión, no había nada extraño en su tamaño. El doctor le explicó que las mujeres normalmente preferían hombre promedio, ya que muy poco o demasiado no era del gusto de la mayoría, aunque claramente había excepciones.

Entonces el doctor le lanzó la misma mirada que muchas de las chicas. Fue un poco extraño ya que se quedó mirando su entrepierna y luego lo miró a los ojos. Resultaba que el chico había dejado su pantalón abierto, ya que había querido confirmar rápidamente la normalidad de su tamaño.

 - Esos son calzoncillos?
 - Sí.

Y entonces cayó en cuenta.

 - Ya sé que dicen que son mejores de otros por lo de los espermatozoides pero no me gustan mucho  de los otros. Me siento raro.

El doctor asentía con la cabeza, sentándose. Tenía una sonrisita extraña en su rostro.

 - Sí... Pero no lo pregunto por eso.

Se miraron mutuamente durante algunos segundo y el doctor vio que el chico no parecía caer en cuenta.

 - Usas calzoncillos de Batman seguido?
 - Porque lo...

Y, por fin cayó en cuenta.

Después de mucho tiempo, años si se quiere, este chico de 29 años, que ya tenía un trabajo estable y vivía solo, usaba calzoncillos de superheroes. De todos los heroes: de DC Comics, Marvel, independientes e incluso regionales. Estaban sus imágenes o a veces solo sus logos. También utilizaba con otros personajes de dibujos animados y películas. Con muchos colores o a veces solo de un par o incluso de uno solo.

Cuando le contó a sus amigos todos murieron de la risa. Para ellos era obvio: más de una mujer buscaba un hombre serio y atractivo y los superheroes no iban mucho con lo que la mayoría buscaba.

 - Pero bueno, ya encontrarás a tu mujer maravilla. - le dijo su mejor amigo, entre risas.

El chico fue a su casa y decidió tirarlos todos, todos y cada uno de los calzoncillos de colores, con superheroes u otros personajes. Pero cuando terminó de echarlos en bolsas, porque eran muchos, decidió no tirarlos ni regalarlos.

Esos calzoncillos lo identificaban y no iba a dejar que los gustos de otros cambiaran los suyos. Al fin y al cabo, esos colores eran él y ya habría una chica que amara los personajes animados tanto como él. Y lo demás que iba con ello.