Miguel Díaz era uno de los hombres más ricos
del país. Pero no había trabajado ni una vez en su vida por nada de ello. Todo
lo había heredado de sus padres, que habían muerto hacía poco en un accidente
aeronáutico. Aunque lo ocultó durante los primeros días, no le importaba casi
sus padres no estuviesen con él. Siempre los había resentido: niños ricos con
todas las oportunidades que lo único que hacían era fingir día tras otro,
cuando todo en el hogar era un desastre. Sus padres no se querían y él sabía muy
bien los secretos de ambos, que ante la prensa y la sociedad se mostraban como
una pareja perfecta.
Ahora que estaban muertos, lo que más resentía
Miguel era la responsabilidad que le habían puesto encima sus padres. Aunque
más o menos la mitad del dinero había ido a parar a fondos y sociedades varias,
los inmuebles y lo que quedaba del dinero, que no era poco, había sido para
Miguel. Ninguna empresa había quedado a su nombre y todo había sido cedido a
las personas que las manejaban, cosa que el agradecía. Los medios preguntaron e
hicieron conjeturas al respecto pero a él no le importaba. Por fin sus padres
habían hecho algo bien y no lo iba a discutir con nadie.
Para ellos él era un fracaso. Apenas se había
acabado la escuela había decidido convertirse en diseñador de modas y les pidió
que lo dejaran ir a París para estudiar. Allí pasó cinco años en los que
escasamente vio a sus padres, cosa que les agradeció. Hizo una vida a costa de
su dinero pero cuando todo terminó se dio cuenta que el mundo de la moda no era
lo suyo. No solamente porque no tenía talento alguno en cuanto al diseño, sino
que se había aburrido de los niñitos que creían saber mucho y se las daban de
diferentes y originales. Esa gente era la peor, la que creía ser algo que jamás
llegaría a tener de cerca.
Lo que sí le había gustado del mundo de la
moda eran los excesos. Desde su llegada, había empezado a consumir más drogas y
alcohol que nunca. Sabía que un hombre contratado por sus padres lo seguía para
evitar bochornos al “buen nombre” de la familia pero eso poco o nada le
importaba. Con sus nuevos amigos, iba y venía con bolsitas llenas de cocaína o
éxtasis. Y como tenía dinero, nadie le decía nada y si algún policía cometía la
brutalidad de detenerlo, perdía su trabajo al instante.
Miguel era así desde antes, desde el colegio.
Había fumado marihuana desde los quince años pero la había dejado rápidamente
por ser una “distracción para los pobres”. Prefería la cocaína y toda clase de
drogas sintéticas, combinadas habitualmente con las mejores marcas de whisky y
vodka. No lo hacía tan seguido como quería porque si algo tenía Miguel era
autocontrol. Le fascinaba, entre muchas cosas, ver a la gente caer ante los
pies de las drogas. Le encantaba contemplar la debilidad humana. En algún momento
creyó ser un sádico más pero no lo analizó mucho más allá que un simple
pensamiento en una fiesta llena de diversión.
A los quince también había empezado a tener
relaciones sexuales y, de nuevo, era muy precavido con todo aunque lo hacía con
frecuencia porque decía que era lo mejor para no sentirse aburrido. Ninguna de
sus novias duró más que unos cuantos meses y todas quedaban felices de estar
con él. No importaba si era bueno o malo en la cama, les importaba más que todo
que gastaba lo que ellas quisieran, fueran joyas, vestidos o hasta automóviles.
Participa en sesiones de sexo grupal, con máscaras, así como en masoquismo con
hombres y mujeres. La verdad era que no se identificaba sexualmente como nada
en particular ya que lo que le fascinaba, de nuevo, era ver a los demás.
Pero esa vida se extinguió el día que sus
estudios terminaron y tuvo que volver a casa a rendir cuentas. Fue un sermón de
horas y horas, en el que su padre creía tener la ventaja moral, cuando él sabía
bien que no la tenía. Lo mismo con su madre, vestida con los últimos diseños de
las casas europeas. Mientras lo reprendían, le encantaba pensar lo divertido
que era ver a su madre con esa ropa cuando sabía que era su manera de
aprovechar el inerte matrimonio que tenía con un hombre que jamás había
querido.
El padre, Armando, era otro niño rico de una
familia pudiente en la política y las finanzas del país. Le habían ofrecido ser
ministro pero siempre se negó, dedicando su tiempo a sus varias empresas y a
comprar otras por todo el país y el mundo. La gente lo veía como una buena
persona porque construía colegios y proporcionaba tecnología a zona alejadas.
Pero Miguel sabía que no lo hacía solo por la bondad de su falso corazón. Su
padre tomaba uno que otro regalito de las zonas que visitaba y las usaba a su
antojo. Pobres y tontas niñas atraídas por el dinero. Quien sabe donde estarían
al día de hoy?
Y su madre. Su respetable madre que no había
sido más sino la hija de un banquero en bancarrota por culpa de su propia
avaricia. Su madre era otra mujer desagradable por la que Miguel jamás había
sentido nada. Su abuela era simplemente el demonio mismo y cuando murió el
chico se sintió abiertamente feliz por lo que recibió una bofetada de su madre.
Ella se creía una santa por haber sido regalada por su padre para casarse con
Armando. La señora Gloria era perfecta ante la sociedad pero ella también
gustaba de la compañía femenina, algo que Miguel había descubierto por
casualidad.
Al final del regaño, de sermón interminable e innecesario de sus
padres, él les recordó amablemente sus secretos y los amenazó abiertamente. Lo
que él había hecho en París era de conocimiento público. Tal vez ellos lo
hubieran ayudado a tapar pero el jamás había ocultado nada. Por ahí había
hombres y mujeres que podían hablar de su hijo en la cama pero no habían dicho
nada. Porque sería, les preguntó a sus padres. Por miedo? O por respeto? El caso era que jamás dirían nada porque él
había sido honesto desde el comienzo a diferencia de sus padres. Así que les
exigió, no les pidió, les exigió que lo dejaran en paz y no se atrevieran a
limitarlo en ningún aspecto.
Y eso fue lo que pasó. De vuelta en el país,
el chico siguió yendo a fiestas pero cada vez menos se drogaba. Tomaba bastante
pero nada más. Poco a poco la realidad fue golpeando su mente con más fuerza y
no había ningún producto sintético que pudiese hacer nada contra eso. Así que
se pasaba los días en un apartamento de sus padres, al que raramente iban, y
allí llevaba amigos o amantes y los miraba, como siempre lo había hecho. Fue
así, con la hermosa vista desde el apartamento entre el bosque de las colinas,
que descubrió su verdadero talento: el dibujo.
Siempre que llevaba a alguien, fuese mujer u hombre,
les pedía que se quitaran la ropa para él y los dejara dibujar sus cuerpos.
Hizo varios retratos de esa manera. Obviamente, todavía tenía relaciones
sexuales con ellos pero la relación con otros seres humanos cambió. Había
descubierto que siempre le había gustado ver porque le fascinaba el movimiento,
el comportamiento humano, los cambios. Así que dibujó y dibujó, sin descansar.
Pasaba horas en el apartamento, solo, terminando algunas piezas y tratando de
hacer otras sin ningún modelo, solo imaginando a un ser humano.
El último pedido que le hizo a sus padres fue
el de dinero para abrir una galería o por lo menos para organizar una
exposición como él quería hacerla. Sin dudarlo, le dieron el dinero y él empezó
a organizar todo cuando, en un vuelo en el que sus padres debían visitar juntos
una de sus empresas en Madrid, el avión cayó al mar debido a una fuerte
tormenta. Los cuerpo fueron recuperados después de tres semanas y cuando por
fin los enterraron, Miguel todavía no había hecho nada con sus obras. Decidió
esperar, ser paciente y organizar su nueva vida.
Desgraciadamente así
son las cosas, la muerte genera vida, es fertilizante puro para que abunden o
crezcan otras formas de vida. Y eso fue lo que pasó con Miguel. La exposición
se llevó a cabo seis meses después de la tragedia y, en un golpe de genialidad,
el joven artista decidió dedicarla a sus padres, a su memoria y a su trabajo
por el país. La gente se comió el cuento con las manos y Miguel vio, con
placer, como compraban sus obras. Al comienzo pensó que solo era por su trabajo
de mercadeo pero se dio cuenta que, de hecho, mucha gente había quedado
fascinada con su trabajo. Incluso críticos que había invitado lo felicitaron y
expresaron sus condolencias, al mismo tiempo.
Los odiaba. Esa era la verdad. Pero después de
tantos años ausentes, en los que ni siquiera lo voltearon a mirar, por fin sus
padres habían hecho algo bueno por él. Su vida nunca sería la misma ya que el
arte le brindó estabilidad, le trajo un pareja estable y el amor que jamás
había sentido en su vida. Por una vez, habían hecho algo bien.