El olor a pan me despertó. Olía a que estaba
recién hecho. No era un aroma poco común, puesto que Nicolás había empezado
clases en una escuela de cocina y se la pasaba casi siempre revisando libros de
recetas y probando muchas de ellas para ver cual le quedaba mejor. Después de
haber sido publicista por casi diez años, Nico quería cambiar de vida. El
trabajo era cada vez más estresante y me había confesado cuando empezamos a
vernos que ya no lo llenaba tanto como al comienzo. Había perdido toda la pasión
que había tenido por su carrera y no sabía muy bien que hacer.
Yo le sugerí que hiciera algún taller, algo
corto y no tan profundo en lo que pudiese pasar el tiempo y tal vez descubrir
un pasatiempo que le resultara interesante. La verdad es que yo jamás le dije
que fuera a clases de cocina y aún menos que dejara su trabajo ni nada
parecido. Solo le dije que debía darse un tiempo aparte para hacer algo que lo
relajara, tal vez una o dos horas cada tantos días. Nunca pensé que me pusiera
tanta atención. Ese sin duda fue un punto importante en nuestra relación.
De eso ha pasado casi un año y las cosas han
cambiado bastante: ahora vivimos juntos y yo trabajo más tiempo que él, aunque
mi horario es flexible y tenemos mucho tiempo para estar juntos. Eso es bueno
porque hay gente que casi no se ve en la semana y terminan siendo completos
desconocidos. Casi puedo asegurar que nos conocemos mejor que muchos, incluso
detalles que la mayoría nunca pensaría saber de su pareja. Lo cierto es que nos
queremos mucho y además nos entendemos muy bien.
Como regalo por mudarnos juntos, le compré un
gran libro de cocina francesa, escrito por una famosa cocinera estadounidense.
Se ha puesto como tarea hacer uno de esos platillos cada semana. Creo que a él
le gustaría hacer más que eso pero las recetas suelen estar repletas de
calorías, grasas y demás, por lo que pensamos que lo mejor es no hacerlas
demasiado seguido. Él ha subido algo de peso desde que nos conocimos, aunque
creo que tiene más que ver con las fluctuaciones relacionadas al trabajo.
Ahora va a la oficina pero sus
responsabilidades son algo diferentes. Además, me confesó el otro día cual es
su meta actual: quiere tener el dinero suficiente, así como el conocimiento
adecuado, para abrir un pequeño restaurante cerca de nuestra casa. Quiere hacer
de todo: entradas, ensaladas, carnes, postres e incluso mezclas de bebidas.
Incluso me mostró un dibujo que hizo en el trabajo de cómo se imagina el sitio.
Algo intimo, ni muy grande ni muy pequeño, donde tenga la habilidad y la
posibilidad de hacer algo que en verdad llene su corazón aún más.
Debo confesar que todo me tomó un poco por
sorpresa. Nunca lo había visto tan ilusionado y contento con una idea. Y eso
que con el trabajo que tiene ha tenido varios momentos para tener ideas
fabulosas y las ha tenido y trabajado en ellas pero jamás lo han cautivado así.
He visto que trae más libros de recetas y que compra algunas cosas en el
supermercado que no comprábamos antes. No me molesta porque no es mi lugar
invadir sus sueños pero sí me ha tomado desprevenido. Sin embargo, me alegro
mucho por él.
Apenas me levanté de la cama ese domingo en el
que hizo el pan, fui a la cocina y lo vi allí revisando su creación. Eran como
las nueve de la mañana, muy temprano para mí en un domingo. Lo saludé pero él
no se dirigió a mi sino hasta que pudo verificar que su pan estaba listo.
Sonreí cuando vi su cara algo untada de harina y masa y su delantal
completamente sucio. Lo más gracioso era que estaba horneando casi sin ropa,
solo con unos shorts puestos que usaba para dormir, a modo de pijama.
Cuando se acercó, le di un beso. Él partió un
pedazo de la hogaza de pan y me la ofreció. Tengo que decir que estaba
delicioso: sabía fresco, esponjoso y simplemente sabroso. Decidimos sentarnos a
desayunar, untando mantequilla y mermelada al pan y esperando que otra hogaza
estuviese lista. Él quería llevarla a casa de sus padres y yo había olvidado
por completo que era el día de hacer eso. Normalmente nunca iba con él sino que
visitaba a mi familia, pero resultaba que ese domingo no estarían en la ciudad.
Su familia y la mía no se conocían muy bien
que digamos, se habían visto solo una vez hacía mucho tiempo. Aparte, yo nunca
me había llevado bien con nadie de su familia. Sus hermanos me detestaban y sus
padres no lo decían en tantas palabras pero tampoco era santo de su devoción.
Un día, bastante aireado, tuve que decirle que no me importaba lo que ellos
pensaran de mi, pues yo pensaba que ellos eran una de esas familias que se
creen de la altísima sociedad solo porque tienen una casa de hace cincuenta
años.
Para mi sorpresa, él rió con ese apunte. La
verdad era que estábamos más que enamorados y nada podía cambiar ese hecho. Él,
a mis ojos, era muy diferente del resto de la familia. No solo tenía una
sensibilidad particular, que en ellos no existía, sino que tenía sentido del
humor. Eso siempre había sido importante para mí. Es gracioso, pero mis padres
lo adoran y se lamentan siempre que voy sin él a casa. Creen que ya no estamos
juntos y a veces incluso creo que lo quieren más a él que a mi, tal vez porque
él es el nuevo integrante de la familia.
Después de desayunar nos acostamos un rato en
la cama hasta que fue el mediodía. No hicimos el amor ni nada por el estilo,
solo nos abrazamos y estuvimos un buen rato abrazados en silencio. Era un
momento para nosotros y no tenía que ser gastado hablando tonterías. Esa era
otra cosa que me gustaba de él y era que sabía apreciar todos los momentos,
fueran como fueran. Nos duchamos juntos
y elegimos en conjunto lo que nos íbamos a poner ese día en cuanto a ropa se
refiere. Siempre era gracioso hacerlo.
Cuando llegó la hora, tuve que mentalizarme de
la tarde que iba a pasar. Teníamos que llegar a almorzar y luego quedarnos allí
hasta, por lo menos, las siete de la noche. Eso eran unas cinco o seis horas en
las que debía resistir golpearlos a todos o tal vez de ellos resistirse a
decirme algo, cosa que había ocurrido ya varias veces en el pasado, y eso que
no nos veíamos con mucha frecuencia. Tal vez eso les indique el tipo de personas
que son y lo difícil que puede ser relacionarse con ellos de una manera
civilizada.
Cuando llegamos, Nico les ofreció el pan y yo
les ofrecí una mermelada que habíamos comprado que iba muy bien con el pan.
Apenas agradecieron el regalo. Lo peor pasó justo cuando entramos y fue que él
se fue con su padre y yo tuve que quedarme dando vueltas por ahí. Mi solución
fue seguir el pan a la cocina, donde estaba la empleada de toda la vida de la
familia, una mujer que era mucho más divertida que todos los otros habitantes
de la casa. Hablé con ella hasta que fue hora de sentarnos a comer.
Evité hacer comentarios. De hecho, no hablé en
todo el rato. Agradecí a Nicolás que no fuera una de esas personas que fuerza
conversaciones. Él estaba feliz de estar de vuelta en casa, ver a sus padres y
hermanos y recordar un poco su vida en ese lugar. A mi la casa se me hacía
sombría y en extremo fría pero eso él lo sabía y no quería repetirlo porque no
me gusta taladrar nada en la mente de nadie. Tomé la sopa y luego comí el
guisado de res, que estaban muy bien a pesar de la incomoda situación.
El resto de la tarde tuve que ir y venir,
entre la cocina, la sala y el patio. Jugué con el perro, leí una revista y creo
haber revisado mi teléfono unas cinco mil veces. Incuso pensé en tratar de
hablar con ellos pero cuando vi como me miraban, decidí que no era momento para
esas cosas.
Cuando nos fuimos, Nicolás me lo agradeció con
un beso, luego diciendo que sabía que para mí no era nada fácil ir a ese lugar.
Me invitó a un helado, como quién quiere alegrar a un niño pequeño. Yo acepté
porque sabía que me lo había ganado, sin lugar a dudas.