Mostrando las entradas con la etiqueta proyecto. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta proyecto. Mostrar todas las entradas

lunes, 7 de enero de 2019

Proyecto


   Los fuegos artificiales estallaban a un ritmo constante, asombrando a la multitud que veía el cielo con ojos bien abiertos y bocas casi siempre igual de abiertas. Niños, mujeres y hombres, también ancianos e incluso mascotas veían el espectáculo que se desplegaba muy por encima de la ciudad. Era algo jamás visto por todos ellos y por eso casi todos habían salido a ver todo con sus propios ojos en vez de verlo por televisión o en línea. Pero no todos estaban viendo el cielo, más bien al contrario.

 Un par de personas estaban abriendo una de las bóvedas más seguras de toda la ciudad en ese mismo momento. Como no había nadie en la cercanía, no tenían porqué preocuparse. El sitio además no tenía seguridad física sino solo por cámaras de seguridad y otros dispositivos que habían sido desactivados con gran facilidad antes de entrar al lugar. Por eso la pareja estaba tecleando con tranquilidad todo el código que debían de utilizar para terminar de bajar todas las medidas de seguridad que quedaban.

 Cuando por fin pudieron entrar al corazón de la bóveda, escucharon más estallidos en la lejanía. La gente seguía mirando al cielo. Era seguro entrar y sacar las dos cajas metálicas por las que habían venido. Las abrieron con una llave maestra que habían creado en una impresora especial y luego trasladaron el contenido a una simple mochila algo raída, que no parecía ser la ideal para llevar contenido de alto valor. Todo fue hecho en unos momentos y pronto estuvieron los dos en la calle, caminando hacia el espectáculo.

Se metieron entre una multitud en el parque y se sentaron en un pequeño lugar que encontraron sobre el césped para ver lo último que quedaba de lo que ocurría. Sacaron de la misma mochila raída dos botellas de cerveza y brindaron por lo que habían hecho, aunque la mayoría de las personas creyeron que celebraban por el fin de año. Sus sonrisas pasaron desapercibidas, aplaudieron como todo el resto y se besaron y abrazaron como la gran mayoría de las personas que estuvieron allí.

 Mientras las personas se retiraban del lugar, ellos se tomaron de la mano y caminaron despacio hacia su hogar. Fueron caminando hacia su hogar, en vez de tomar el tren o el tranvía. Miraron las vitrinas apagadas de los comercios y las luces que todavía brillaban aquí y allá. Ya todos habían recibido sus regalos y pronto los mayores regresarían al trabajo y los niños volverían a la escuela. Y ellos también tendrían que hacerlo, a sus verdaderos trabajos que nada tenían que ver con lo que habían hecho con anterioridad esa noche. Cuando llegaron, quedaron dormidos rápidamente.

 Al día siguiente, revisaron lo que habían tomado de la bóveda encima de la mesa del comedor, una pequeña mesa circular al lado de la ventana de la cocina. Había algunos documentos pero lo más importante eran dos pequeños elementos de plástico, uno azul y otro rojo. Eran memorias para computadora que contenían información esencial para un proyecto que ellos tenían desde hacía mucho tiempo. Era código clave que alguien había diseñado para crear programas de computadora innovadores.

 Técnicamente habían robado pero al mismo tiempo estaban seguros que nadie nunca sabría que esos elementos ya no estaban en la bóveda del banco. Eso lo sabían porque conocían al dueño de la bóveda y estaba claro que él nunca querría abrir esas cajas. Su novia era la persona que había diseñado el código y ella le había pedido que lo guardara para siempre, pues creía que las personas no estaban listas para manejar lo que ella había creado. Pensaba que los usos que se le darían no serían los mejores.

 Sin embargo, era lo que necesitaba la pareja que había extraído la información del banco. Con cuidado, habían podido ir averiguando más y más detalles de todo el asunto. Habían tenido que ser muy pacientes hasta que por fin sintieron tener lo suficiente para hacer el siguiente paso. El robo había sido muy fácil de ejecutar y de planear, pues el último día del año era el día ideal para algo de ese estilo. La gente estaría distraída y no notaría ligeros cambios en la seguridad de un banco que no tenía mucho de especial.

 Por suerte, no era un lugar donde la gente con dinero guardara sus cosas o dónde se escondieran muchos secretos. Era solo un banco más, como había cientos o miles por todo el país y la ciudad. Así que nadie tenía porque estar mirando justo ahí y en ese momento. Eso sin decir que ellos no eran del tipo del que nadie sospecharía para hacer algo semejante. Eran gente promedio. Ni resaltaban de la multitud ni eran extraños. Eran solo personas como muchas otras y eso era todo.

 En la cocina, aprovecharon que era un día festivo y empezaron a meter el código en un portátil que habían construido ellos mismos comprando partes a lo largo de varios meses. Los dos conocían muy bien lo que tenían que ir haciendo y estaban muy pendientes de no usar el programa de forma errónea ni de dejar rastros detrás de lo que hacían. La concentración tenía que ser óptima y por eso habían decidido que una persona debía trabajar en ello a la vez, para minimizar interrupciones y evitar equivocaciones en momentos clave que podrían cambiar el producto final de su pequeño proyecto.

 El programa había sido diseñado, en un principio, para mejorar la vida de las personas. Lo que hacía, para decirlo de manera directa, era simplificar la vida de todos haciendo que los trámites que todo el mundo debía hacer en la vida fueran más sencillos, unificándolo todo en una sola plataforma rápida, eficiente e inteligente. Sin embargo, el código requería muchos elementos clave y ahí recaía el problema con el que se había encontrado la diseñadora original. No había contemplado el problema ético.

 Ella era una de esas personas que solían pensar siempre en los mejores aspectos de una persona, siempre tenía en mente el potencial de los seres humanos y creía que todas las personas siempre tenían presente hacer lo mejor para y por todos. Sin embargo, era obvio que la realidad era otra y se había dado cuenta muy tarde. El código requería datos que parecían inofensivos pero que podían destruir la vida de una persona con sorprendente facilidad. Era algo tan inocente que a ella no le había parecido evidente.

 Pero lo era para todos los demás. Su mismo novio le había hecho caer en cuenta que su programa tenía un potencial destructivo enorme, que podría incluso acabar con la vida normal y corriente de las personas. Alguien con otras intenciones, podría destruir las vidas de muchos con facilidad y arreglarlo sería casi imposible. Por eso la diseñadora decidió echarse para atrás, guardándolo todo en una bóveda de banco para que alguien en algún momento pudiera aprender de ello, si es que alguien lo descubría.

 Y ahora la pareja lo estaba actualizando y cambiando algunos de los aspectos más arriesgados del programa. Debían trabajar en el proyecto con constancia, por varios días hasta que lo tuvieran a punto para hacer lo que necesitaban hacer. No sabían las consecuencias ni querían pensar mucho en ello. Lo único que sabían era que necesitaban hacerlo, tenían que hacerlo porque era la única vía que encontraban para lograr su proyecto que no era nada más sino algo que veían como de vida o muerte.

 Cuando terminaron, usaron el programa para usarlo contra ellos mismos. La idea era destruir por completo su propia existencia. Cada una de las informaciones que existían sobre los dos, desaparecerían con un solo clic. En pocos minutos, todo rastro de su vida desaparecería. Cada imagen, cada escrito, cada rastro de educación o trabajo, cada lazo de parentesco o de amistad, serían borrados para siempre. Ellos quería dejar de existir y probar por una vez algo que la mayoría de las personas nunca probarían en sus vidas: la verdadera libertad, la sensación de no tener limites ni restricciones.

martes, 20 de octubre de 2015

El laberinto

   El laberinto se prolongaba por kilómetros y kilómetros. Se podía ver cada giro y muro altísimo desde una colina cercana que servía como mirador desde hacía muchísimos años. Antes, no había habido allí más que un pueblo moribundo, de esos que habían sido arrasados por las guerras y por todas las pestes que la Humanidad atrae consigo. En el pueblo no había gente joven y tampoco trabajo ni nada que indicara que en otros lugares del mundo la civilización de hecho estaba avanzando. Como siempre, quienes vivían allí se oponían a todo pero sin conocer de nada, sin saber siquiera si lo que creían saber era cierto o no. Era gente obstinada que creía que haber sobrevivido a una guerra les garantizaba una vida de plenitud y de mutuo respeto, cosa que era una gran ilusión.

 Fue por los años setenta, y por un milagro, que llegó al pueblo uno de los millonarios más sonados del país. Su nombre era Philip Meir. El tipo era dueño de empresas por todas partes y siempre estaba viajando, buscando ampliar todavía más su portafolio de riquezas. Por alguna razón, su vehículo de último modelo tuvo una falla y fue cerca del miserable pueblo del que hablábamos antes. En el lugar como tal, el millonario no quiso quedarse. Acostumbrado a la limpieza y el orden, el hombre arrugó la nariz al oler el potente aroma del pueblo que combinaba la basura con el repollo, que era lo que más se cultivaba. Salió del pueblo caminando y, con sus guardaespaldas, llegó a la colina más alta de los alrededores donde había un mirador modesto. Y fue allí que tuvo la idea.

 Cuando volvía a la ciudad, hizo contacto con todas las personas que conocía en el gobierno, en la gobernación, en la alcaldía y en donde fuere para asegurarse que ese pedazo de tierra iba a ser suyo. Al gobernador lo convenció con facilidad: le dijo que toda región en la que él invertía, empezaba a generar ganancias y el nivel de vida subía, mejorando la vida de todos y, por supuesto, sus billeteras. Cuando llegó al pueblo, sin embargo, se encontró la oposición no solo de los habitantes sino también del idiota que tenían como alcalde. Eran cerrados de mente o tal vez idiotas, eso no lo pudo nunca entender muy bien, pero por un largo tiempo no cedieron ante nada.

 Al final, fue una combinación entre la orden expresa de la gobernación y el Estado y cuantiosas sumas de dinero a cada familia que recogiera sus cosas y se largara del lugar. Ese periodo fue de solo un mes. Los que quedaron después, más que todo viejos testarudos, se les sacó a la fuerza y de una manera tan sutil, que muchos empresarios aplaudieron a Meir por su estrategia dura pero en silencio. Sin nadie que pudiese estorbar más en sus planes, Meir volvió a la colina y contempló su compra, ese hueco desolado y maloliente para el que él había tenido una visión que debía de llevar a cabo pronto.

 En cuestión de días luego de que se “fuera” el último habitante llegaron las máquinas. El pueblo fue demolido casa por casa con una rapidez increíble. Tanto así que un mes después ya no era el mismo lugar, hasta el olor se había ido. Todo fue removido, no solo las casas sino la piedra de las calles, el pasto de los parques, los cultivos y todo lo que perteneciera al pasado. Se empezó por construir, en el lugar más alejado de la colina más alta, una mansión enorme que iba entrar a ser una de las grandes casas en las que Meir pasaría unos días al año. Como en varias otras regiones, tendría las mayores comodidades y los más excéntricos gustos serían atendidos en una mansión con un personal completo y casi siempre libre de trabajo real.

 Cuando la construcción de la mansión iba por la mitad, se empezaron a sembrar los setos que formarían el laberinto. Había sido Meir mismo, fascinado con las formas y las figuras, quién había diseñado el laberinto basándose en dibujos antiguos que había visto en libros que habían sido propiedad de su abuelo. La verdad era que siempre quiso tener un laberinto para él, uno de su creación si fuese posible, para jugar y perderse en él y sentir el corazón acelerado y su cerebro yendo a la máxima velocidad posible para resolver el acertijo. Imaginó que invitaría a sus amigos a perderse con él pero la mayoría de las veces preferiría estar solo y perderse solo él con su ego y sus manías de rico.

 A la par del edificio, los setos crecieron y también otras plantas y flores de los colores más increíbles. Se contrató a los mejores jardineros del mundo para que atendieran la construcción de todo el complejo y se les pidió que solo utilizaran flora autóctona de la región. Nada debía sentirse fuera de contexto y debía ser casi una oda a todo lo que era propio. Para Meir era importante celebrar su origen que estaba clavado a ese país y, curiosamente, a esa región. Su bisabuelo había empezado trabajando en una de las minas cercanas y vivió por mucho tiempo en un pueblito que no estaba muy lejos. Hoy en día, Meir era el dueño de la mina pero ese no era un lugar para celebrar nada, a excepción de la vida de su bisabuelo. Por eso había erigido allí un busto a su honor.

 Pero el laberinto y el jardín iban más allá de su familia y su riqueza actual. Buscaba que cuando alguien viera todo el conjunto desde la colina, se sintieran orgullosos de estar allí y de poder llamar a todo lo que veían “hogar”. Meir no era uno de esos nacionalistas locos. Le parecían unos payasos ridículos que no entendían el significado de nada. Pero sí era un patriota apasionado que creía que toda persona debía trabajar para mejorar la situación común de todos los habitantes de su país o de su región o de su ciudad, lo que fuese posible. Creía que estaba en sus manos el poder de hacer avanzar a la nación.

 La construcción demoró años, cosa que a él no le importó, con tal de que no hubieran demoras. Y como los trabajadores y contratistas sabían con quién estaban lidiando, todo se entregó en los tiempos estipulados. Mostrando una falsa generosidad, Meir abrió la mansión al público por un mes para que todo el que quisiese visitarla lo hiciera gratis. De esa manera muchos vieron los fastuosos salones con pisos de mármol, los baños con cañería de cobre galvanizado y la cocina que tenía el tamaño de un pequeño campo de fútbol. Todo eso sin mencionar el pequeño ejercito que atendería a Meir una vez viviera allí, seguramente por algunos días al año. No hubo nadie que pensara que la obra era modesta o necesaria ni que no quedara con la boca abierta al entrar y dolor de cabeza al salir.

 Los jardines también abrieron al público pero lo hicieron meses después, cuando todo estuvo a punto. Los setos debían crecer la altura requerida por Meir y todas las demás plantas debían estar simplemente perfectas. El primer grupo que visitó el lugar se llevó una sorpresa, pues el guía fue nada más y nada menos que Meir en persona. Se veía cansado pero feliz de ver su máxima creación hecha realidad. Para sorpresa de todos, sin excepción, el hombre sabía los nombres comunes y científicos de cada planta, cada arbusto, cada flor e incluso cada insecto que había venido a instalarse en el enorme jardín. El tour demoró casi dos horas y al final cerró con un comentario que parecía ser gracioso, en el que decía que tal vez construiría un ferrocarril para recorrer el jardín.

 Nadie se rió entonces ni nunca pues nadie se ríe frente a un millonario que puede hacer lo que se le da la gana y Meir sí que lo hizo, incluso cuando él mismo sabía que ese proyecto faraónico le había costado no solo trabajo sino dinero que debía obtener de otros lados para cubrir la deuda que se había impuesto. Fueron muchos movimientos económicos y financieros que se tuvieron que hacer para que todo siguiese existiendo pero al fin de todo la mansión y el jardín salieron adelante. Los dos se abrían seguido al público y Meir lo contemplaba todo desde la colina cuando visitaba la región. Así fuese por unos minutos, le gustaba ir allí y pensar.

 Cuando fue viejo y tuvo que dejar todo a uno de sus hijos, Meir se retiró del mundo en esa mansión y por primera vez disfrutó del lugar como siempre lo había querido hacer. Una mañana decidió darse un paseo por el laberinto, revisando las flores y viendo como el cielo estaba azul y hermoso como jamás lo había visto. Apoyándose en su bastón, caminó lentamente y por varias horas entre los altos muros verdes del lugar. Se sentía algo de frío en algunas partes y el calor del sol en otras. Fue en la tarde, ya con hambre y cansado de caminar, que se dio cuenta que ya no sabía donde estaba, de que estaba perdido.

 Meir miró atrás y adelante y trató de gritar un par de veces. Pero no obtuvo respuesta. Entonces, como si se diera cuenta de algo de golpe, su preocupación se desvaneció y se le dibujó una sonrisa en la cara. Lentamente, se sentó en el pasto y luego se acostó, mirando al cielo. Y estando así cerró los ojos y permaneció allí, en su laberinto, perdido para siempre.