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miércoles, 15 de agosto de 2018

Relatividad no teórica

   Fue lo último, la gota que rebasó el vaso, como diría mi abuelita. Ese día volví a casa resuelto a largarme de este país de mierda, a llegar a un lugar tan lejano que ni siquiera internet podría brindarme noticias de mi lugar de nacimiento. Empecé a buscar trabajo de manera frenética, casi como si tuviera una obsesión con ello. De hecho, la tenía. Pero no una obsesión con trabajar sino con irme tan rápido como fuese posible. No soportaba más estar en donde había estado toda mi vida.

 Cada vez que salía a la calle, era como si todo se me viniera encima. Toda la gente me parecía cada vez más insoportable. Su desorden y falta de educación eran algo que simplemente ya no podía soportar. Me había visto envuelto, en menos de una semana, en cuatro incidentes en los que les había gritado a varias personas varias cosas a la cara. Claro que en varios de los incidentes había pasado algo, no eran cosas que pasaran de la nada. Todo venía de algo que sucedía y que yo veía cada vez de manera más evidente.

 El caso es que cada vez era más evidente que mi salud mental estaba en juego en todo esto. Así que traté de concentrarme y de hacer el mejor trabajo posible tratando de hacer todo en orden y con todo lo que necesitase. Mi esfuerzo se prolongó durante varios meses hasta que por fin dio frutos. Sin embargo, no era lo que yo esperaba. Me habían aceptado como trabajador en una empresa que básicamente contrataba a cualquiera. Era casi esclavista y había podido verlo muy bien, con referencias de muchas otras personas.

 Pero, esclavistas o no, seguían los pasos necesarios para ayudar al proceso de emigración. El contrato era por un año pero se podía ampliar, siempre y cuando hubiese un trabajo consistente y a la altura de lo que ellos pedían. Tengo que decir de paso que lo que me pedían hacer en ese trabajo no tenía nada que ver con lo que estaba estudiando, que a la vez no tenía nada que ver con el trabajo que iba a dejar una vez saliera del país. Pero la verdad eso me daba igual. Estaba listo a hacer cualquier esfuerzo necesario.

 Si el trabajo resultaba ser físico, trataría de mejorar ese aspecto de mi persona. Si el trabajo fuese demasiado cerebral, trataría de aprender y adaptarme al nuevo entorno. Simplemente no quería darle la oportunidad a nadie de verme fallar y muchos menos metería la pata para volver a un lugar al que sabía que no quería volver nunca en mi vida. Estaba todo ya tan decidido que no había manera de echarse para atrás. Empecé el proceso, llevando lo que necesitaran los del consulado y enviaba lo que necesitaran los del empleo. Todo lo hice, paso a paso, sin decir “no” y sin demora alguna.

 Sn embargo, no tenía la partida completamente ganada. No solo mi familia estaba completamente en contra de mi partida, sino que también mis amigos y prácticamente todos a los que les hablaba del tema parecían tener un problema con que me fuera de esa manera y con esas razones. Yo traté siempre de razonar con ellos y de hacerme entender pero nunca sirvió de mucho. Siempre terminábamos peleando y yo quedaba como el malo de la película y ellos como las victimas que no tenían la culpa de nada.

 Y no la tenían, eso es cierto. Pero yo no era un villano en mi propia historia. Solo quería algo que ellos no querían o tal vez algo que ellos simplemente no podían o no querían ver. Trataba de explicarles mis razones para creer que nuestro país había fallado, era uno de esos países que simplemente, por mucho que se haga, nunca van a mejorar. Trataba siempre de estar bien informado, de tener información completa y pertinente, pero eso nunca era suficiente para ellos, para los que pensaban en mi como un traidor.

 Para ellos, el país había mejorado notablemente en los últimos años. Casi siempre que alguien quería convencerme, hablaba de la cantidad de cosas que podían comprar hoy en día y de cómo era más seguro que antes. Yo les decía que lo de la seguridad era siempre muy relativo y que lo de poder comprar no tenía nada que ver con sentirse feliz o completo, y mucho menos con sentirse tranquilo. Tenía más que ver con una comodidad relativa que en verdad no terminaba siendo más que un camino oscuro y sin salida.

 Cuando me ponía así, más sombrío de lo normal, era cuando estaba más que seguro que mis argumentos iban a fracasar. No había manera de convencerlos de lo que yo pensaba y por eso siempre terminaba con algo que les llegara profundo o que al menos los hiciese pensar. No sé si alguna vez lo logré pero al menos intenté hacerlo varias veces. Era un gesto desesperado pero al menos sincero de que no quería dejarlos a todos atrás sin que ellos entendieran por completo las razones que me habían llevado a mi decisión.

 El boleto de ida lo compré con mis ahorros. Menos mal había sido cuidadoso con el dinero y tenía bastante para una situación como la que se me venía encima. Fue ya casi al final cuando mi padre ofreció ayudarme pero era muy poco y muy tarde. No se lo dije, solo le agradecí y nada más. Creo que él entendió que quería hacer esta etapa de mi vida yo solo, sin ayudas ni nadie que viniera a mi rescata. Era ya un viejo para unos, incluso para mi mismo, así que no lo dude más. La fecha fue elegida y los días pasaron de una manera bastante apresurada. Fue muy extraño, casi anormal.

 El día que me acompañó mi familia al aeropuerto fue también un día raro. Los sentía distantes pero al mismo tiempo nunca habían sido más cariñosos y atentos conmigo. Parecía que era necesario que me fuera de la casa para que dejaran de ser las personas que siempre habían sido y empezaran a ser un poco más parecidos a lo que tal vez ellos podrían haber sido de haber vivido una vida un poquito diferente. El caso es que lo disfruté durante esas horas, no importa lo escasas que hayan sido. Era un regalo de despedida.

 Otros regalos fueron menos agradables. Algunos me insultaron como despedida, otros simplemente dejaron de hablar. Y hubo un grupo que claramente prefirió la hipocresía. Ninguno de todos ellos me importaba demasiado. Me di cuenta de que no eran amigos sino solo personas que estaban ahí, por una razón u otra. Así que irse era algo que esperaban hacer de un momento a otro. Yo solo les había ayudado a decidir el momento para hacerlo y no me sentí mal cuando llegó esa hora.

 Un grupo pequeño, francamente muy pequeño, sí me deseo lo mejor con sentimientos verdaderos y se mantuvieron en contacto irregular durante ese primer año afuera, que suele ser siempre el más difícil. Tengo que confesar, tanto tiempo después, que me hizo mucho bien tenerlos alrededor. Ellos y mi familia estaban allí así no pudieran abrazarme o divertirme en vivo y en directo. A veces fue muy difícil y tuve el extraño sentimiento de que debía de volver, casi corriendo, a casa.

Pero no lo hice. Me mantuve en el lugar que había elegido e hice lo que me había propuesto: luché por el lugar que me habían dado y empecé a escalar con rapidez. Sin embargo, dejé el trabajo que me llevó allí relativamente rápido. Hice amigos nuevos y ellos me llevaron a un lugar mucho mejor, haciendo cosas que disfrutaba y con las que podía ganar dinero. Era feliz de verdad y, cuando salía a la calle, no quería matar a todo el mundo. Podía respirar y hacer lo que quisiera. Ser de verdad libre era posible.

 Nunca me arrepentí de la decisión que tomé porque ahora sé que no todos podemos ni debemos vivir la misma vida. Sé bien que no todas las personas tenemos la misma tolerancia a las injusticias o el mismo aguante para situaciones que pueden ser no tan extenuantes para unos y otros.

 Estoy contento y no me avergüenza estarlo. Estoy feliz de poder ser quién soy por fin y de haber tenido la oportunidad de encontrarme con esa persona. Jamás hubiese pasado si me hubiera quedado quieto, aguantando una posición eterna que jamás iba a cambiar. La esperanza siempre había sido relativa.

miércoles, 28 de junio de 2017

El coloso del desierto

   Para verlos, había que hacer un recorrido muy largo desde el embarcadero de la isla hasta su parte más central y aislada. El único poblado era el que ocasionalmente recibía los ferris con provisiones de la capital de la provincia, que estaba ubicada a dos días por mar. La razón para esta conexión era fácil de explicar: el archipiélago era tremendamente peligroso y el viaje entre ellas era difícil por todos los cambios de vientos, los torbellinos que se formaban y las anomalías electromagnéticas.

 Las historias de naufragios existían por montones y no había otra manera de llegar a la isla que no fuera por agua. La construcción de una pista de aterrizaje necesitaría una modificación profunda de alguna parte de la isla y sus habitantes no dejarían que eso pasara. Y el resto de poblados estaba tan lejos que ni construyendo mil puentes y carreteras sobre el agua sería posible llegar a ninguna parte. Además, y tal vez lo más importante, a la gente de la isla le gustaba estar aislada.

 Recibían sus provisiones y eso era todo lo que necesitaban del mundo exterior. Se trataba más que todo de medicinas, imposibles de producir en la isla. Lo normal era que trataran sus enfermedades con hierbas y ungüentos caseros, pero de vez en cuando la medicina moderna tenía que acudir en ayuda cuando simplemente no se podía hacer nada por la persona. Era difícil algunas veces pero a todo se acostumbra el ser humano y sin duda la gente se acostumbró en ese rincón del mundo.

 El turismo no era algo muy frecuente pero no era del todo extraño que, de tiempo en tiempo, algunas personas vinieran a explorar la isla. Después de todo, buena parte había sido declarada patrimonio cultural y natural del país, lo que quería decir que era una lugar único por muchas razones. Solo los turistas de aventura venían, pues sabían que venían a ver un mundo completamente distinto y que, en ese proceso, no tendrían acceso a ninguna de las ventajas del mundo moderno.

 En la isla no había servicio de teléfono ni de internet. Lo único que había era un servicio postal, que era útil solo cuando llegaba el ferri, y un par de estaciones de radio y transmisores que servían para contactar con la marina en caso de alguna calamidad como un terremoto o algo por el estilo. De resto, la gente de la isla estaba por su cuenta y eso era algo que emocionaba a la mayoría de visitantes pues era una manera perfecta de alejarse de todo por un buen tiempo. Así vivían una experiencia de verdad única y llena de cosas nuevas.

 Diego fue uno de los primeros turistas que llegó cuando se inició el servicio de ferri, que hoy tiene apenas algunos años de existir. Con anterioridades, había que llegar a la isla por medio de embarcaciones privadas. El hombre había leído acerca de la isla en una de esas revistas sobre la naturaleza que había hojeado en un consultorio dental. Las fotos eran tan hermosas en ese articulo que Diego decidió buscar una copia de la revista para su casa y así tener esas imágenes cerca por mucho tiempo.

 Sin embargo, pronto no fue suficiente tener esas fotografías cerca. Diego nunca había sido el tipo de persona que necesita la aventura para vivir y sin embargo se encontraba al borde de una decisión increíble. Después de mucho pensarlo, decidió que tenía que ir a ese lugar. Como pudo, dejó a alguien encargado en su trabajo y compró uno de los billetes de transporte más caros que jamás había pagado. Además, empezó a hacer compras para estar bien preparado.

 En un solo día, compró una de esas mochilas enorme para poner dentro todo lo demás. Compró una tienda de campaña, un abrigo para bajas temperaturas, protector solar, medias térmicas, un termo especial que conserva el agua fría por más horas, una navaja suiza y muchos otros objetos con los que fue llenando la mochila, que terminó pesando más de lo deseado pero nada que Diego no pudiese cargar. Lo otro fue entrenar un poco, para lo que el hombre tuvo apenas unas semanas.

 Iba todos los días al gimnasio y hacía una rutina bastante intensa en la que el objetivo era quemar grasa y hacer crecer los músculos par adquirir mayor fuerza. Hubo días en los que fue dos veces al gimnasio y no quería parar, tanto así que su entrenador tuvo que exigirle descanso y buena alimentación para no colapsar de un momento a otro. Había pasado con otras personas antes y pasaría con él si no se tomaba un descanso. Pero Diego estaba ciego a causa de su objetivo.

 Cuando por fin llegó el día, tomó un avión hacia la lejana capital de la provincia insular y de ahí abordó el ferri, un barco más bien pequeño pero muy curioso, pues llevaba de todo encima. Desde bolsas y bolsas de correo hasta automóviles y animales de granja. Las personas abordo eran igual de diversas: había quienes iban a visitar familiares pero también gente que claramente trabajaba para el gobierno. Abuelos y niños, hombres y mujeres. En total, eran unas cuarenta personas, tal vez más o tal vez menos, Todo estaban felices de ir a la isla.

 Cuando llegó, Diego fue recibido con curiosidad por todo el mundo. Al fin y al cabo, no era muy común ver turista por allí y menos que vinieran de la capital del país y no de la misma provincia. Incluso el encargado de la isla, una suerte de alcalde, decidió buscar a Diego para invitarlo a una cena muy especial en su honor. Diego estaba tan apenado por la sorpresa que no tuvo opción de aceptar o negarse. Esa noche bebió y comió como los reyes y se enteró de que la isla era aún más salvaje de lo que esperaba.

 Se quedó en el poblado por una semana, hablando con varias personas para planear su viaje a pie lo mejor posible. Quería visitar todos los lugares importantes. Este hecho le valió el ofrecimiento de los servicios de una chica joven, prácticamente una niña, que según decían conocía absolutamente toda la isla porque era la mano derecha de su padre. Este había muerto recientemente a causa del hundimiento de su lancha de pesca hacía no mucho tiempo. Diego aceptó su ofrecimiento.

 El viaje por la isla tomaría otra semana para completar pero ese era el punto. Comenzaron una mañana de esas azules y volvieron durante una de las noches más hermosas que ningún hombre o mujer hubiese visto jamás. Diego se convirtió en uno de los expertos de la isla, pues tomó fotos de casi todo lo que vio y de lo que no tenía fotografías hizo más tarde dibujos, que serían replicados una y otra vez en revistas y publicaciones especializadas. Sin quererlo, se convirtió en científico.

 La imagen más curiosa, sin embargo, fue una que le tomó a la niña guía en una formación rocosa existente en un micro desierto en el centro exacto de la isla. Pero decir que era de roca no era correcto. Era más bien arena endurecida por algún proceso natural. El caso es que, crease o no, la formación de arenisca había tomado la forma de un hombre alzando los brazos hacia el cielo. Se le veía del pecho a la punta de los dedos de cada mano, Obviamente no era algo definido pero se veía con claridad.

 Ni la niña ni ninguno de los habitantes le supo decir a Diego si la formación era de verdad natural o si alguien había intervenido en algún momento para crear semejantes estructuras tan perfectas y a la vez tan bruscas. Tenían además un atractivo especial, difícil de explicar.


 Diego atrajo con sus historias a más personas, más que todo científicos, que con el tiempo descubrieron nuevos animales y plantas en la isla pero nadie nunca supo explicar la presencia de lo que pronto llamaron El coloso del desierto.

viernes, 2 de junio de 2017

Exilio

   El sonido del metal de las cucharas contra la pared de las latas era lo único que se podía oír en ese paraje alejado del mundo. Los dos hombres, jóvenes, comían en silencio pero con muchas ganas. Parecía que no habían probado bocado en un buen tiempo, aunque saberlo a ciencia cierta era bastante difícil. Lo que comían era frijoles dulces. Los habían calentado en las mismas latas sobre una pequeña hoguera que humeaba detrás de ellos. No muy lejos tenían armada una tienda de campaña.

 Apenas terminaron la comida, se quedaron mirando el mar. El sonido de las olas estrellándose contra las rocas negras y afiladas era simplemente hermoso. Los dos hombres se quedaron mirando la inmensidad del océano por un buen rato. Sus ropas, todas y sin excepción, estaban manchadas de sangre. En algunas partes eran partículas oscuras, en otras manchones oscuros que parecían querer tragarse el color original de la ropa. Pero ellos seguían mirando el mar, sin importar la sangre ya seca.

 Uno de ellos tomó la lata del otro y caminó cuesta arriba hasta el pequeño sector plano donde estaba la tienda. Allí adentro echó las latas en una bolsa que tirarían luego, quien sabe donde. La tienda era e color verde militar y no muy gruesa que digamos. Adentro debían dormir los dos juntos pero apenas habían espacio para dos personas y solo un saco de dormir. Tenían que vérselas como pudieran pues dos fugitivos no podían exigir nada y mucho menos darse lujos en el exilio.

 El que dejó la bolsa de la basura en la tienda se devolvió, quedando sentado al lado de su compañero. Tenía el pelo medio oscuro pero, cuando pasaba por el sol, parecía que se le incendiaba la cabeza porque los cabellos se tornaban de un color rojizo, muy extraño. Su nombre no lo sabía, lo había perdido en el lugar de donde habían escapado y no había manera de devolverse para preguntar. En lo poco que habían estado juntos, no había habido tiempo para darse a conocer mejor.

 El otro prefería que le hablaron por su apellido. Orson así lo demandaba de todos los que conocía puesto que su nombre de pila era demasiado ordinario y agradecía a su madre tener un apellido medio interesante para que él pudiese usarlo. El de su padre, jamás lo había sabido. Esa era la vida de él y jamás se quejaba porque sabía que no tenía caso. Tal vez por eso no le exigía a su compañero que le dijera su nombre, apodo o apellido. Cada persona tiene derecho a vivir como mejor le parezca, o al menos eso era lo que él pensaba desde hacía tiempo.

 En algunas horas iba a caer la noche pero el sol flotando a lo lejos sobre el mar era un visión magnifica. Era como ver algo que solo estaba reservado para unas pocas personas. Tener el privilegio de estar ahí, en esa ladera que bajaba abruptamente a una playa llena de roca y al mar salado, era algo que ninguno de los dos había pensado tener. Mucho menos el chico sin nombre que no había estado a la luz del sol en muchos meses. Por eso su piel era tan blanca, sus ojos tan limpios.

 Orson lo miró de reojo y se dio cuenta de que el chico estaba fascinado con el atardecer. La luz naranja los bañaba a los dos y era hermoso. Orson se dio cuenta, por primera vez, que el otro era un poco más joven que él, pero no demasiado. Lo exploró con la mirada, fijándose sobre todo en sus brazos. Eran largos y delgados pero tenían una particularidad: estaban marcados por varios rastros de inyecciones, quien sabe si para sacar sangre o para meter algo dentro de él.

 El chico se movió, diciendo que tenía frío. Era natural. Orson tenía la chaqueta puesta hacía rato pero el desconocido no, parecía que en verdad no se había fijado en la temperatura desde hacía tres días, cuando sus vidas se habían encontrado y los eventos que habían culminado con sus escape habían empezado. Desde entonces no se había fijado si hacía frío o calor. Se devolvió de nuevo a la tienda de campaña y sacó de ella una chaqueta idéntica a la de Orson.

 Casi todo lo que tenían era nuevo. Con dinero sacado de su cuenta personal en un cajero seguro, Orson había decidido comprar todo lo que iban a necesitar. La tienda de campaña era la mejor que había podido conseguir y el dinero era la razón por la que solo tenían una sola bolsa de dormir. Las chaquetas eran una promoción y dentro de una maleta en la tienda tenían varias latas más de comida fácil de preparar. Habían tenido que hacer esas compras deprisa y sin atraer la atención.

 Hasta ese lugar habían llegado caminando, después de varias horas. Era un sitio alejando del mundo de los seres humanos que iban y venían con sus rutinas incansables. Allí nadie iría a buscarlos y, si lo hacían, tendrían que enfrentarse a dos personas que habían masacrado a por lo menos diez hombres adultos, entrenados y armados. No cualquier querría enfrentárseles y eso era una clara ventaja para su seguridad. El chico regresó con la chaqueta puesta y se sentó al lado de Orson, poniendo la mano muy cerca de la suya. Se miraron a los ojos un instante y luego al mar.

 Cada vez era más tarde pero algo hacía que no se quisieran meter en la tienda de campaña. En parte era todavía muy temprano pero también estaba la particular situación para dormir. Solo habían dormido una noche allí y Orson había decidido quedarse sin bolsa de dormir. Pero ya sabía lo frías que podían ser las noches en ese rincón del mundo y la verdad era que no quería pasar otra vez de la misma manera. Si lo hacía, seguro amanecería congelado o algo así, por lo menos.

 La hoguera no la podían prender. Lo habían pensado, para calentarse los cuerpos durante la noche. Además, proporcionaría una excelente oportunidad para hablar y conocerse mejor. Si iban a huir de las autoridades juntos, lo mejor era saber un poco más del otro, conocerse a un nivel aceptable al menos. Pero la hoguera era solo para cocinar en el día, cuando nadie notaría la luz. De noche, sería un faro para quienes quisieran hacerles daño o para curiosos no deseados.

 Cuando ya estuvo completamente oscuro, Orson se resignó: debía dormir fuera de la bolsa de dormir de nuevo. Al fin y al cabo, el joven había vivido mucho tiempo en un estado traumático y habría sido injusto hacerlo pasar por más situaciones de ese estilo. Así que se encaminaron a la tienda de campaña y Orson le dijo al chico que se metiera en la bolsa de nuevo. Este lo miró y se negó con la cabeza. Le dijo que hoy le tocaba a él. Era raro oír su voz, algo suave pero severa al mismo tiempo.

 Se quedaron mirándose, como dos tontos, hasta que Orson le dijo a su compañero que podrían intentar meterse los dos a la bolsa de dormir. No estaba hecha para dos pero era mucho más grande que una sola persona. Así que podrían intentarlo. Orson era alto pero no muy grande de cuerpo y el otro estaba muy delgado y parecía haber sido más alto antes. Intentar no le hacía daño a nadie y les arreglaba un problema que iban a seguir teniendo durante un buen tiempo.

 No sabían cuando podrían dejar de correr o si cambiarían de ambiente al menos. Así que arreglárselas con lo que tenían no era una mala idea. Se metieron en la tienda de campaña y, después de varios forcejeos, entraron los dos en la bolsa de dormir.


 No era cómodo pero tampoco había sido tan difícil. Podían al menos girar y dormir espalda con espalda. Pero eso no pasó. Nunca supieron si dormidos o no, pero se abrazaron fuerte y así amanecieron al otro día, con el cantar de las gaviotas.

lunes, 6 de marzo de 2017

Sangre tibia

   De pronto sentí la mano tibia y fue cuando me di cuenta de que estaba sobre un charco de sangre. Y entonces vi lo que había hecho y todo el color que tenía en mi rostro se fue de golpe. No podía gritar ni moverme. Era tan horrible, que no podía dejar de mirar y, al mismo tiempo, no podía mover la cabeza. Yo había hecho eso. No había manera de echar el tiempo para atrás ni de disculparme. Estábamos ya mucho más allá de todo eso. Cuando por fin pude moverme, me retiré con un sonido extraño  y las manos cubiertas de sangre oscura y espesa.

 Salí de esa habitación dando tumbos, golpeándome con la puerta y luego con muebles que había afuera. Me sentía mareado. Sentí ganas de vomitar pero me contuve justo a tiempo. No quería hacerle a nadie más fácil el hecho de encontrarme. Podía sonar tonto pero estaba al mismo tiempo muy consciente de lo que había ocurrido pero también aturdido y atontado. Como pude, llegué hasta la puerta de la casa, que seguía abierta, y salí a la entrada de la casa donde había dos vehículos.

 En uno de ellos había llegado yo, el otro era de él. Siento que me quedé mirándolos por un largo tiempo hasta que me decidí por el coche de él. Tuve que devolverme a la casa, a una mesita pequeña, donde siempre dejaba él las llaves del automóvil. Las apreté en mi mano y salí de nuevo de la casa corriendo, como sin querer ver nada de ese lugar nunca más. Entré en el vehículo con rapidez y tomé bastante aire antes de prenderlo y salir por la puerta automática.

 Minutos después, iba por la autopista sin un destino fijo. No iba a la ciudad, a casa, puesto que sería una estupidez ir hacia allá. Podía ser que ya supieran quién era por alguna razón y sería mejor no hacerle el trabajo demasiado fácil. Sabía que lo había hecho estaba mal pero no quería afrontar las consecuencias de manera tan rápida. Necesitaba un tiempo para poner las cosas en orden, saber qué era lo que quería hacer y como. Debía de asimilar la posibilidad de ir a la cárcel.

 Se hizo de noche pronto pero seguí hacia delante hasta que el automóvil se quedó sin gasolina. Tuve que detenerme en la gasolinera más solitaria en el mundo, donde solo había un dependiente con cara de aburrido que no pareció ver mi ropa manchada de sangre. Me había limpiado las manos dentro del auto antes de salir pero el trabajo no había sido muy bueno. Apenas pagué la gasolina, seguí mi camino hacia un lugar que no conocía y en el que no sabía lo que se supone que debía hacer.

 Me tuve que detener una vez más cuando tuve ganas de ir al baño. No tenía sueño ni nada por el estilo pero sí ganas de orinar. Me detuve en un restaurante de carretera, igual de solitario que la gasolinera. Me lavé como pude la sangre y quise quitarme la ropa manchada pero no había con que cambiarla. Debía ir a algún lado a comprar algo de ropa para estar limpio. Eventualmente, también debía detenerme en algún lado a descansar pues no sería buena idea conducir sin haber dormido.

 Creo que fueron dos horas más por la carretera, cubierta de oscuridad y de estrellas bien arriba. Hasta que por fin, encontré un lugar para pasar la noche. Era obvio que era uno de esos hoteles para camioneros, pero el punto era descansar un poco y poderme hablar, así no me pudiese cambiar de ropa. Me dieron la habitación más pequeña. Aproveché para ducharme y luego traté de dormir pero no podía cerrar los ojos. La imagen de su cuerpo tirado en el piso me acosaba.

 Solo dormí unas cuantas horas, durante las que me desperté en un sinfín de ocasiones, hasta que decidí arrancar para aprovechar el día. No tenía ni idea adonde iría pero el clima ya había cambiado pues me acercaba cada vez más al océano, donde no tendría más lugar para donde huir. Y no tenía pasaporte ni nada por el estilo si es que me daba en algún momento por salir huyendo del país, pero puede que eso fuera la idea más tonta del mundo pues siempre cogían así a la gente en las películas.

 Lastimosamente, no estaba en una película, era la realidad. Y en la realidad a la gente le importaba mucho si uno mataba o no a otro ser humano y las razones para hacerlo nunca eran una justificación para nada. Además, pensaba, nadie más debe saber las razones de nuestro enfrentamiento y de porqué de su gemelo desenlace. Eso es algo que me concierne a mi y al pobre que ya está muerto, a nadie más. En todo caso sería muy difícil de explicar y mi cabeza no estaba para eso.

 Entré a un pueblo pequeño y busque una tienda donde pudiese comprar ropa. Menos mal todavía llevaba mi billetera en el pantalón y tenía un solo documento de identidad que podría servirme de algo o, al revés, servir para saber donde estoy. Pero no quería preocuparme por eso, primero lo primero. Como ya sentía más calor, decidí comprar una bermuda, una camiseta como de playa y unas sandalias de color amarillo. Después de pagar, pedí permiso para cambiarme dentro de la tienda. Al salir, tiré la ropa manchada en un bote de basura grande.

 Seguí conduciendo por varias horas más hasta que las plantas que crecían a un lado y al otro de la carretera empezaron a cambiar de nuevo. Ahora había plantas de banano y palmeras de todos los tipos. Estaba en clima cálido y el mar estaba cada vez más cerca. Mientras me acercaba a él, quise tener un plan de lo que iba a hacer ahora en adelante, pero la verdad era que mi cerebro no podía concebir nada como eso. Incluso me pasó la idea de entregarme, pero eso era muy ridículo.

 Ellos debían encontrarme y punto, no iba a pensar nada más sobre eso. Debían de esforzarse y juntar las piezas del rompecabezas. El automóvil que había dejado en la casa de él no era mío pero no sería difícil conectar los puntos. Y al estar tan mareado al salir, puede que mis huellas hubiesen quedado por todo el lugar, lo que cerraría el caso en un abrir y cerrar de ojos. El punto era que no fuese todo tan fácil pues estaba seguro de no estar listo para la cárcel, no por el momento.

 Al llegar a un intercambiador, decidí seguir la costa hasta una ciudad de tamaño medio, famosa por su dedicación al turismo y al cuidado de un parque nacional que estaba muy cerca. Conduje por un par de horas más hasta que llegué a la ciudad. Lo primero era deshacerme del vehículo y luego tendría dinero suficiente para establecerme en algún sitio, comer y tratar de descansar para esperar por un nuevo día que podía ser igual de malo que el que estaba viviendo.

 Me quedé en un hotel unos tres días hasta que conseguí un empleo como guardabosques en el parque nacional. Ellos contrataban a cualquiera que estuviera dispuesto a hacerlo y proporcionaban una pequeña cabaña en la cual vivir. Desde el primero momento adentro, supe que eso era lo que debía hacer en este momento de mi vida. He arreglado la casita lo mejor posible, con pequeños detalles tontos que he comprado por ahí. El carro lo vendí al poco tiempo de mudarme y ese dinero ha sido de gran utilidad.

 No solo me ha servido para sobrevivir sino que vivo una vida bastante confortable al borde de la civilización, dando paso a eco turistas que quieren ir a tomar fotos de animales o solo quieren penetrar en un bosque cerca del mar, entre este y la montaña. A veces hago de guía.


 Pero lo principal es que sigo esperando. Sigo esperando con paciencia el día en que vengan por mi, me lean mis derechos y me digan cuales son los cargos de los que me acusan. Estoy esperando ser juzgado y condenado para siempre. Estoy queriendo verlo pronto.