Mientras caminaban por el sendero, miraron
al mismo tiempo al precipicio que había al lado derecho: era una profunda
garganta que en ese momento estaba cubierta de nubes y neblina. Así de alto era
el paso por el que estaban atravesando. Escapar no era fácil por ninguna parte
pero debía tener una dificultad extra hacerlo por semejante lugar. Nadie nunca
los perseguiría por esos remotos parajes pero tampoco tenían garantizado poder
salir de allí, y esa era la idea.
Dos días habían pasado desde que habían oído
los últimos disparos. Varios soldados los habían perseguido hasta bien
adentrado el páramo, pero se rindieron al darse cuenta que la neblina era muy
espesa y no podrían tener la ventaja en ese lugar. Además, consideraban todo el
sector un peligro enorme, por los animales salvajes que allí había y los
caminos inseguros. Hacía años que nadie pasaba por allí y todo lo que había
sido mantenido en pie con cuidado, ya no existía.
Ramón iba detrás de Gabriel y no podía dejar
de mirar hacia atrás. No era algo muy inteligente de hacer pero la verdad era
que estaba aterrorizado de ser capturado de nuevo. Ramón ya había estado en los
oscuros calabozos que habían creado en lo que antes eran las oficinas de corte
suprema. Era un extraño lugar que todavía conservaba algo de su majestuosidad
anterior pero que ahora solo olía a orina humana y a heces de rata. Un lugar
oscuro, con gritos ahogados y sonidos extraños.
Gabriel, en cambio, no tenía ni idea como eran
los calabozos. Solo había estado allí cuando se suponía, en el momento exacto
en que varios de los prisioneros se rebelaron y escaparon de manera masiva. Fue
entonces que encontró a Ramón y lo llevó a las afueras de la ciudad, donde los
sorprendieron los soldados y tuvieron que escapar hacia el páramos. Gabriel no
sabía lo mal que Ramón la había pasado en la cárcel y su compañero no tenía la
más mínima intención de contarle.
El estrecho sendero que bordeaba el precipicio
seguía igual por varios kilómetros. Los árboles eran cada vez más escasos. En
cambio, había plantas más bajas como matorrales, que crecían por todas partes.
Sus flores eran de un color hermoso y era obvio que sus diversas formas tenían
la intención de servir para recolectar agua, algo bastante fácil en un lugar
tan húmedo como ese. Húmedo pero bastante frío. Cuando llegó la segunda noche,
encontraron una zona algo plana cerca del sendero y allí armaron una pequeña
tienda de campaña con una hoguera afuera.
Estaba claro que Gabriel había pensado en
todo, siempre lo había hecho. Era un tipo preparado, que nunca hacía nada sin
pensar en las consecuencias con anterioridad. A Ramón le gustaba mucho eso de
su compañero pero jamás se lo había dicho a la cara. De hecho, había muchas
cosas que nunca se habían dicho con claridad. Desde el primer momento que
empezaron a trabajar juntos, en la oficina de inteligencia estatal, se formó
una relación difícil de describir incluso por ellos mismos.
Lo que hacía de esa relación algo muy
particular eran las acciones que ambos tomaban a su respecto. El hecho de que
Gabriel hubiese arriesgado su vida para prácticamente rescatar a Ramón era algo
que hablaba mucho de cuanto lo quería y apreciaba. Pero jamás le había dicho a
Ramón nada como eso. Eran solo acciones que el otro debía interpretar como
pudiera, sin palabras que hicieran todo tan especifico. Incluso allí, solos en
el páramo, no se decían nada más de lo necesario.
Observando el fuego, Ramón recordó cuando
trabajaban juntos en Inteligencia. Nunca fueron muy amigos que digamos, no
salían a beber nada después del trabajo ni hablaban de cosas que no tuvieran
nada que ver con lo que hacían allí. Sin embargo, cuando tenían que trabajar
juntos, lo hacían a las mil maravillas. Todo siempre fluía bastante bien y lo
hizo cada día hasta que llegó el Gran Cambio y todo se vino abajo a lo largo y
ancho del país. Poco después de eso arrestaron a Ramón.
El asunto era que Ramón era abiertamente
homosexual. Iba a bares y discotecas, compraba en negocios cuya clientela era
casi por completo homosexual e incluso tenía varias aplicaciones en su teléfono
celular para contactar con otros hombres y tener relaciones sexuales casuales.
Obviamente no era algo único de él ni nada por el estilo pero fue así como el
nuevo gobierno pudo rastrear a todas las personas que quería meter a la cárcel
por motivos arcaicos.
De solo pensar en el día de su arresto, Ramón
se ponía nervioso y se le alzaban los pelos de detrás de la nuca. Los oficiales
vestidos de negro habían entrado de golpe en el edificio de Inteligencia y
habían arrestado por lo menos a diez personas. Las habían dirigido a la entrada
principal del edificio y allí mismo las habían obligado a confesar sus
supuestos crímenes. A todos, incluido Ramón, los golpearon con las armas, a
algunos en la cabeza y a otros en la cara, rompiéndoles la nariz. Luego los
dirigieron a un camión y así se los llevaron a los nuevos calabozos.
Avivando el fuego que parecía estar a punto de
apagarse por la pésima calidad de la madera, Gabriel miró a Ramón y recordó que
él había estado en el momento de su arresto. Lo había tomado por sorpresa a
pesar de que todo el mundo sabía que el país se estaba yendo al carajo. Lo que
pasa es que nadie hace nada hasta que se ve afectado por las cosas horribles
que pasan. Gabriel, sin embargo, solo decidió actuar una semana después de lo
ocurrido. Tiempo después, se culpaba por su demora.
La cuestión era que no sabía qué debía hacer y
ni siquiera si debía hacerlo. Gabriel solo sabía que una injusticia se había
cometido y sentía algo adentro de su cuerpo que le insistía en que debía alzar
su voz de protesta. El problema era que no sabía cual era la razón para esa
rebelión en su interior. Varias veces en su vida había visto injusticias, pero
jamás había sentido la urgencia de hacer algo, la presión en el estomago que le
insistía día y noche y no lo dejaba tranquilo ni un segundo.
Se preguntó entonces, y se lo volvió a
preguntar frente a la fogata en el páramo, ¿qué era lo que sentía por Ramón?
¿Era amor o algo parecido? Gabriel no tenía ni idea. Lo único que tenía claro
era que le importaba Ramón y que prefería tenerlo cerca que estar completamente
solo. Además, sabía que no hubiese podido vivir consigo mismo si no hacía algo
para ayudarlo a escapar de la cárcel. La fuga masiva había ocurrido casi como
un milagro, empujando a Gabriel a hacer lo que sentía que debía hacer.
Ahora solo se miraban, por encima de las
débiles llamas de la fogata. Habían logrado cazar un pequeño conejo, pero no
era ni de cerca suficiente para dos hombres adultos que llevaban días sin comer
algo decente. Habían comido en pocos minutos y ahora solo intentaban calentarse
con un fuego que no parecía querer ayudar en nada. Estiraban las manos y
trataban de hacer crecer las llamas, pero todo era inútil. Pasada la
medianoche, el fuego murió por fin y ellos tuvieron que acostarse.
Gabriel había sido precavido y había metido
esa tienda de campaña vieja en su mochila. Los pies de ambos sobresalían y
quedaban los dos bastante apretados debajo de la delgada lona verde. Pero era
lo único que había. Se acostaron y estuvieron allí tiesos, visiblemente
incomodos.
Entonces Ramón
se dio la vuelta, mirando al lado contrario de Gabriel, y le pidió en una voz suave
pero muy clara, que lo abrazara. Gabriel esperó unos segundos, como procesando
lo que había escuchado. Después se dio la vuelta al mismo lado y abrazó a
Ramón. Así cabían mejor y pasarían menos frío.