Mi cuerpo goteaba sobre el la alfombra de la
casa. Me paré al lado del marco de la puerta, tratando de aguzar el oído. De
pronto podría oír alguna voz o alguna otra cosa que no fuera el timbre que
había creído percibir debajo de la ducha. No había una toalla limpia y no sabía
donde había más. Como la casa estaba sola, no me importó salir de la ducha así
no más, desnudo, a ver que era lo que pasaba afuera. Estuvo allí de pie por
segundos, pero los sentí como si fueran varias horas.
El sonido del timbre debía haber sido
imaginario porque no hubo más ruidos extraños. Lo único que me sacó de mi
ensimismamiento fue el viento, que sacudió con violencia un árbol en el
exterior e hizo que varias de las hojas más débiles cayeran como granizo contra
la casa y el césped de afuera. Estaba en una casa alejada de la ciudad, de
cualquier pueblo. Se podía decir que era una granja pero no tenía ese aspecto.
No había granero ni nada por el estilo. Debía de haber pertenecido a alguien
con dinero.
Me metí a la ducha de nuevo, tratando de
quitar de mi cuerpo la gruesa capa de sudor, grasa y mugre que tenía de haber
caminado por tanto tiempo. Mi ropa sucia estaba en un balde con jabón en la
cocina. Y no había mirado aún si la gente que había vivido allí había dejado
ropa, menos aún si algún hombre había pertenecido a esa familia. Y si eso era
un hecho, podía ser que fuese un hombre más alto o más gordo o con un estilo
muy diferente al mío. Aunque eso la verdad ya no me importaba.
Estuve bajo el agua por varios minutos más, hasta
que el agua caliente se acabó y se tornó tan fría como el viento nocturno que
había sentido por varios meses, en el exterior. Había caminado por las
carreteras, pasando por zonas desoladas por la peste que nos había golpeado,
había visto pueblos destruidos o simplemente vacíos. Incluso tenía en la mente
la imagen de varios cadáveres pudriéndose frente a mis ojos. Era difícil dejar
de pensar en ello. Era entonces que me ponía a hacer algo con las manos.
Puede que en mi pasado no fuese la persona más
manual del mundo, pero ahora nadie me reconocería puesto que cortar leña o
cazar animales pequeños y apenas cocinarlos sobre alguna lata retorcida, se
había convertido en algo normal en mi día a día. Encontrar esa casita color
crema en la mitas de un campo amarillento había sido casi como encontrar el
paraíso. Debo reconocer que cuando la vi, pensé que había muerto. No me puse
triste cuando lo pensé, más bien al contrario. Pero ningún sentimiento duró
mucho, pues mis piernas siguieron caminando y entré.
Salí de la ducha casi completamente seco.
Había encontrado una pequeña toalla para manos en el cabinete del baño. No
había nada más, solo unas medicinas ya muy pasadas y una cucaracha que había
muerto de algo, tal vez de aburrimiento. Apenas terminé con la toalla, la lancé
sobre la baranda del segundo piso y la vi caer pesadamente al primer piso. Algo
en esa imagen me hizo temblar. Por primera vez pensé en la familia que tal vez
vivió en la casa, de verdad creí verlos.
Me pareció escuchar la risa de adolescentes
traviesos y de algún niño pequeño quejándose por el hambre que tenía o el pañal
lleno de la comida del día. También imaginé la sonrisa de la madre ante los
suyos y las lágrimas que tal vez había dejado en el baño en incontables
ocasiones. Pensé en mi madre y por primera vez en mucho tiempo me vi a mi mismo
llorar, sin razón aparente. Ya había llorado a los míos pero no los pensaba
demasiado porque dolía mucho más de lo que quería aceptar.
Estuve allí un buen rato, en el segundo piso,
mirando las habitaciones ya con el papel tapiz cayendo y los muebles
pudriéndose por la humedad que había entrado por las ventanas rotas. Sin
embargo, era fácil imaginar una buena vida en ese lugar. Se notaba que la
persona que la había pensado, fuese un arquitecto o un dueño, lo había hecho
con amor y pasión. Era muy extraño ver algo así en ese mundo desolado y sin
vida al que ya me había acostumbrado, un mundo gris y marrón.
Bajé a la cocina casi corriendo, casi feliz de
golpe. Recordé mi niñez, cuando una escalera parecida en casa de mi abuela
había sido el escenario perfecto para muchos de mis juegos. Allí había
imaginado carreras de caballos y de carros, había jugado a la familia con mis
primos y a correr por la casa y el patio como locos. Era esa época en la que los
niños deben ser niños y no tienen que pensar en nada más sino en ser felices.
La vida real está fuera de su alcance y por eso los envidiamos.
Llegué a la cocina con una sonrisa, que se
desvaneció rápidamente. Miré el balde lleno de agua sucia, ya mi ropa había
dejado salir un poco de su mugre. Miré el lavaplatos y allí vertí el contenido
del balde. Gasté lo poco que todavía había del jabón para lavar la ropa y me
pasé un buen rato fregando y refregando. Mis medias llenas de barro, mis
calzoncillos amarillos, mis jeans cubiertos de colores que ni recordaba, mi
camiseta con colores ya desvanecidos y mi gruesa chaqueta que ahora pesaba el
triple. Las botas las cepillé y al final me dolieron los huesos y los músculos
de tanto esfuerzo.
Saqué el agua sucia, la
reemplacé con agua fría limpia y dejé eso ahí pues estaba cansado y no quería
hacer nada. Hacía mucho que no dejaba de hacer, de moverme, de preocuparme, de
caminar, de procurar sobrevivir. Por primera vez en mucho tiempo podía
relajarme, así fuese por unos momentos. Fui caminando a la sala de estar y me
sorprendió que allí los muebles se habían mantenido mucho mejor. Me senté sobre
un gran sofá y me alegré al sentir su suave textura en mi cuerpo.
Me acosté para sentirlo
todo mejor. El sueño se apoderó de mi en segundos. Tuve un sueño, después de
mucho tiempo, en el que mi madre y mi padre me sonreían y podía recordarlas las
caras de mis hermanos. Solo recordaba como lucían de mayores, sobre todo como
se veían la última vez que los vi, pero su aspecto juvenil parecía algo nuevo
para mí. Los abracé y les dije que los amaba pero a ellos no pareció
importarles mucho. Estaban en un mundo al que yo nunca iría.
Cuando desperté, me di cuenta de que había
llorado de nuevo. Me limpié la cara y, afortunadamente, no tuve más tiempo para
ponerme a pensar en cosas del pasado. Mi estomago gruñó de tal manera que me
pasé un brazo por encima, inconscientemente temiendo que alguien escuchara
semejantes sonido. En la casa era seguro que no había nada pero era mejor
mirar, por si acaso. Ya era de noche y no era buena idea salir a casar así como
estaba, en un lugar aún extraño para mí.
Como lo esperaba, no
había nada en la nevera. O mejor dicho, lo que había eran solo restos que olían
a los mil demonios. Había una cosa verde que parecía haber sido queso y algunos
líquidos que habían mutado de manera horrible. Cerré de golpe la puerta blanco
y eché un ojo en cada estante de la enorme cocina. Casi me ahogo con mi propia
saliva, que cada vez era más a razón del hambre que tenía, cuando encontré un
paquete plástico cerrado de algo que no había visto en mucho tiempo.
Eran pastelitos, de esos que vienen de a uno
por paquete y están rellenos de vainilla o chocolate. La bolsa en la que venían
estaba muy bien cerrada y cada uno parecía haber soportado el paso del tiempo
sin contratiempos. Hambriento, tomé uno, lo abrí y me comí la mitad de una
tarascada.
De nuevo, me sentí un niño pequeño robando los
caramelos y pasteles dulces a mi madre, cuando no se daba cuenta. No nos era
permitido, era algo prohibido comer dulce antes de la cena. Y sin embargo allí
estaba yo, un hombre adulto desnudo, llenándose la boca de pastelitos de crema.