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miércoles, 26 de septiembre de 2018

Apocalipsis


    Todo el mundo lo vio por televisión. El cohete salió de un silo militar, en algún lugar que nadie nunca conocería. El objeto era enorme, más grande que cualquiera de los misiles que los militares usaban con más frecuencia. Estuvo un momento sobre la compuerta por la que había salido a la superficie y luego su parte trasera se encendió y empezó a impulsarlo con dificultad por los aires. Era obvio que el cohete era muy pesado, pero no era de sorprender puesto que llevaba varias cabezas nucleares.

 El cohete surcó los cielos por varios minutos. Algunas personas pudieron verlo a simple vista, como un tubo gigante que cruzaba el cielo dejando una estela blanca tras de sí. Todo el que lo veía, por donde fuera, aguantaba la respiración. Pasados otros minutos, se confirmó que el cohete ya salía de la Tierra y se encaminaba vertiginosamente hacia su destino. Ya no se le podía grabar, así que los canales de televisión decidieron repetir una y otra vez el plan que habían trazado los gobiernos ricos del mundo.

 Ellos habían dictaminado que solo una bomba magnifica, mayor que ninguna creada antes, podría ser la salvación de la humanidad. Tan solo cuatro meses antes, se había descubierto la existencia de un asteroide que pasaría demasiado cerca de la Tierra. Tan cerca, que cuando pasara por su lado se vería atraído por la gravedad y terminaría estrellándose contra el mar de forma estrepitosa. Eso causaría un maremoto de proporciones bíblicas y millones de muertes alrededor del globo. Pero no terminaría allí.

El choque causaría también terremotos y una desestabilización general de todo el planeta, lo que afectaría a todo el mundo. Quienes no sucumbieran por el maremoto, lo harían cuando la tierra debajo de sus pies empezara a cambiar de forma y lugar. En pocas palabras, se había descubierto que la humanidad tendría sus días contados, así como todas las demás especies en existencia sobre el planeta azul. Por eso se habían apurado a buscar una solución al problema y esa era el cohete y sus cabezas nucleares.

 Muchos no estuvieron de acuerdo, pues se corría el riesgo de que la bomba fallara y terminara estrellándose contra el suelo y matando miles o millones de un solo golpe. Pero como el asteroide ya amenazaba con hacer lo mismo o algo peor, se ignoró por completo a quienes se quejaban y se construyó el cohete en el mayor grado de secreto. Solo se le informó a la gente sobre el asteroide un mes antes de su eventual colisión con la Tierra, pocos días antes del lanzamiento del cohete que debería ser la llama de esperanza para toda la humanidad. La gente esperaba casi sin respirar.

 Entonces, en algún lugar del hemisferio sur, la gente reportó una luz brillante que impedía mirar hacia el cielo. Era casi como una nube, que se expandía hacia todas partes. Hubo grandes zonas de territorio cubiertas por esa masiva luz y luego bañadas por una lluvia sucia y gruesa, con un olor muy particular. Era lo que más temían los gobiernos ricos y el desenlace más temido por los científicos que habían aconsejado a los gobiernos. Era precisamente lo que nunca debía de pasar.

 El cohete había estallado antes de chocar con el asteroide. Había estado lo suficientemente cerca como para arrancarle un buen pedazo, pero su trayectoria había hecho que el asteroide cambiara su curso a uno aún más directo que el anterior. Esto lo supieron al instante los ciudadanos, pues los científicos dejaron de apoyar a sus gobiernos. En esos días, el caos reinó por completo. Hubo asesinatos, robos, protestas y suicidios masivos. De nuevo, no sorprendía a nadie, pues la muerte venía por todos.

 El mundo ahora sabía que vivía sus últimas horas. Las personas se volvían locas, al mismo tiempo que se daban cuenta de que ya nada importaba. Muchos se dedicaron a rendirse a sus placeres más oscuros y otros hicieron cosas que nunca hubiesen hecho en la vida sin aquella nueva libertad. Los gobiernos no cayeron pero se silenciaron, inútiles ya ante semejante tragedia.  Ya nadie los escuchaba y ellos habían aprendido que nadie nunca los volvería a oír o creería jamás en ellos. Por fin les había llegado la hora.

 La mayoría de personas se entregó a esa nueva libertad y, hay que decirlo, fueron las semanas de mayor paz en el mundo. Después de la histeria de los primeros días, la gente dejó la violencia de lado y simplemente se dedicaron a lo que siempre debieron haber hecho: vivir y dejar vivir. Hubo escenas de pasión y de amor por todas partes, así como de heroísmo y respeto. El mundo parecía estar convirtiéndose en lo que todos siempre quisieron que fuese, pero ya era demasiado tarde. El asteroide se veía a simple vista.

 Los científicos decidieron hacer su parte y aconsejaron a la gente varios sitios alrededor del mundo en los que tal vez podrían estar a salvo. Ellos filtraron todos los detalles del asteroide, que los gobiernos ricos querían mantener secreto, e incluso ayudaron a filtrar otros secretos que escandalizaron a más de uno, pues se daban cuenta de que la democracia sí que era una forma débil de gobierno. Era la menos peor pero ciertamente con tantos puntos oscuros como todas las demás. A una semana del choque, los gobiernos dejaron de existir por completo, instaurando por fin la libertad.

En esos últimos días, la gente quiso organizar el último día de la Tierra. Algunos planearon fiestas en donde se celebraría todo y a todos. Otros preferían pasarlo en familia y otros en solitario. Algunos quisieron acercarse más a sus dioses y otros simplemente querían llegar al último día habiendo cumplido varios de sus más profundos deseos. La idea era que en ese último segundo de sus vidas, de la vida como tal, pudiesen sentirse sin remordimientos ni angustias. Querían sentirse en verdadera paz.

 Correr ya no era algo que la gente hiciese. Robar era completamente obsoleto y el dinero se había convertido en lo que de verdad era: papel con tinta de colores encima. Para los artistas, ese tiempo se vivió como uno de esplendor incomparable, pues surgieron de la nada los verdaderos artistas, aquellos que no copiaban ni repetían sino que de verdad creaban de su mente y maravillaban a sus amigos y familiares con sus creaciones. Los velos se habían removido y todos ellos mismos y no nadie más.

El día antes del último, se empezaron a sentir cosas extrañas por todo el planeta. El clima cambiaba de forma abrupta y los animales exhibían conductas completamente erráticas. Para muchos fue una lástima verlos sufrir así, sin saber qué era lo que en realidad iba a pasar. Aunque otros pensaban que los animales de hecho sí sabían lo que pasaba y que tan solo sabían expresar mejor que los seres humanos sus sentimientos al respecto. Fue un día muy confuso, lleno de idas y venidas.

 El último día, la gente hizo lo que quiso y esperó en los lugares que habían escogido varios días antes. Aquellos cerca del océano, pudieron ver con claridad como la roca gigante caía como un hielo en un vaso y empujaba el aire y el agua para todos lados. No fue como en las películas, donde todo es más suave y estilizado. Fue un golpe sordo y contundente. Tras él, aquellos en las costas solo vivieron por unos cinco a diez minutos más. Luego, fueron consumidos por el agua embravecida.

 Los terremotos más violentos ocurrieron casi en el mismo instante del impacto. Varias zonas fueron afectadas de golpe, destruidas por completo. Los muertos en un primer instante fueron contados por millones y los desastres que se sucedían tomarían la vida de todo el resto.

 Una semana después, seguía habiendo vida en la Tierra. Pero con la obstrucción del cielo por una nube de tierra permanente, nada viviría demasiado. Aquellos valientes que habían sobrevivido, ahora morirían ahogados y de hambre. No había salida alguna al desastre total.

lunes, 21 de mayo de 2018

Galerías


   Se sentía extraño. Normalmente, cuando despertaba, daba media vuelta en la cama y trataba de conciliar el sueño otra vez. O cuando era entre semana, trataba de desactivar la alarma dándole golpes suaves al celular, que casi nunca servían para nada. Supongo que era precisamente la idea que no fuese algo tan fácil de desactivar. El caso es que mis mañanas nunca eran así y por eso esa mañana fue tan especial, tan diferente y particular. Al abrir los ojos, quedé congelado en el lugar donde estaba.

 Por un momento, pensaba que no tenía ropa pero sí tenía puesto mis boxers o al menos pensé que eran los míos. No quería moverme demasiado mirando por debajo de las cobijas. Se sentía un calor inusual para una hora tan temprana. Y eso era porque él estaba allí acostado, profundamente dormido y con su cara directamente hacia mi lado de la cama. Podía sentir su aliento muy cerca pero no lo suficiente como para que fuera insoportable. Además, no olía nada mal. Tal vez había masticado un chicle antes o una menta.

 Su nombre era Ramón y lo había conocido hacía un par de meses en una galería de arte, un lugar al que jamás hubiese ido si no fuera porque una de las fotos que vi desde afuera del lugar me había llamado la atención. No porque fuese buenísima ni única ni nada por el estilo, sino porque creía saber quién era el artista. Era un chico con el que había hablado alguna vez por una de esas redes sociales que se tienen en el teléfono para conocer gente. Había visto algunas fotos de él con su arte y esa fotografía estaba por algún lado.

 Entré casualmente una tarde y tuve como excusa la tormenta que se había formado de un momento a otro. Caían perros y gatos y no pensaba mojarme porque sí. Entré a la galería tratando de no hacerme notar demasiado, pero fracasé por completo porque una mujer de falda y saco gruesos y lentos aún más gruesos se me acercó y empezó a preguntar por mis gustos artísticos y las razones que me habían traído allí. No sé mentir muy bien así que confesé que la lluvia había sido el factor más importante.

 Ella argumentó que los dioses vivían en la lluvia y que no había sido casualidad mi entrada allí. Me habló de todo un poco en unos cinco minutos, tanto que me dio algo de mareo tantas palabras que salían de su boca. Yo solo había entrada por una foto y, en un momento, me había mostrado decenas de otras obras de arte y me había contado incluso chismes de algunos de los artistas. Menos mal el timbre de la puerta al abrirse, algo que yo no había notado al entrar, le avisó que había más gente en el lugar y corrió sin explicación a recibirlos, dejándome algo confundido en la mitad del lugar.

 Aproveché para ver la fotografía que me había llevado a entrar y, en efecto, era la que yo conocía. Uno de los modelos era el novio del chico con el que yo había hablado. Creía recordar que tenían una relación abierta o algo así. Es algo que no entiendo mucho pero cada uno con sus cosas. Me quedé viendo la fotografía un rato largo. Pero la verdad era que no la estaba detallando sino que pensaba en las razones por las cuales yo no tenía un novio a quién fotografiar ni razones para tener una de esas relaciones “modernas”.

 Fue entonces cuando sentí el aliento que sentía de nuevo esa mañana en la cama. Era Ramón pero yo aún no sabía su nombre. Alcancé a ver en su mano la pequeña caja metálica de mentas que, hábilmente, metió en su mochila de estudiante. Sí, era obvio que era más joven que yo pero se veía mayor, tal vez por su vello facial y su altura. No dijo nada, sino que miró la fotografía un buen rato hasta que volteó el rostro hacia mi y me preguntó porqué miraba esa foto con tanta pasión. Por un momento, no supe que decir.

 Me siento estúpido diciéndolo, pero sus ojos eran increíbles. No era el color lo que era especial sino su brillo o algo por el estilo. Aún ahora no entiendo muy bien qué es lo que veo en ellos que me deja sin habla. Recuperé ese don en instantes y le respondí, como a la mujer de la galería, con toda la verdad. Le conté del chico de la red social, de sus fotos, de la lluvia y de cómo había quedado confundido más de una vez en tan poco tiempo. Lo único que no le dije fue mi opinión sobre sus ojos.

 Él asintió y me preguntó si me gustaba el arte y le dije que sí aunque no sabía demasiado acerca de ello. Fue entonces que, de la nada, tomó mi mano y me llevó a la fotografía que había al lado de la del chico que yo conocía. Sin soltarme, me preguntó que me parecía. Yo no podía pensar claramente porque un desconocido me tenía tomada la mano. Pero me di cuenta pronto que no la apretaba sino que la tomaba con cierto cariño. Era un sentimiento muy extraño, por lo que me dejé llevar por completo.

 Estuve un total de tres horas en la galería de arte, yendo de la mano a cada fotografía, cuadro, escultura u otra obra de arte que hubiese en el lugar. Lo dijimos todo sobre todo y en ese espacio hablamos del uno y del otro. Nos conocimos bien en esas horas y para cuando nos separamos, tuve que admitir que la mujer de la galería podía tener algo de razón en eso de que los dioses me habían llevado a ese lugar para conocer a Ramón. No creía mucho en el misticismo de la idea pero tampoco me cerraba a que cosas tan extrañas como esa pudiesen pasarle a la gente.

 Después de eso, nos vimos al menos una vez por semana. A veces era solo para tomar un café, otras veces caminábamos juntos por ahí, apreciando el entorno o hablando de todo un poco. La primera vez que fui a su casa, tomamos vino y miramos varios videos y páginas de internet. Hablamos de tantos temas que a veces ya ni me acuerdo de cuales fueron o que fue lo que dije, pero él si lo recuerda y es entonces cuando sé que dijo y que dije y me sorprendo a mi mismo. Es algo que no esperaba para nada.

 Esa noche nos dimos un beso, un beso como esos que damos a nuestras parejas del colegio, unos besos que por muy apasionados que puedan ser, terminan siendo unos besitos de niños tímidos que no saben donde poner las manos o qué hacer después de terminar la unión de los labios. Eso sí, fueron bastantes besos y mucha charla, y mucho vino. Obviamente estuve tentado a pasar la noche con él pero terminé negándome a esa posibilidad porque algo me decía que esa no era la mejor opción para mí.

 Y tenía razón. Debía ir con más calma, sin acelerar el paso sin necesidad. Antes en mi vida había acelerado en innumerables ocasiones sin pensarlo ni siquiera un segundo y todo había terminado mal. Esta era la oportunidad perfecta para ver cual era mi ritmo óptimo, algo no muy pausado ni muy acelerado. Seguramente podía lograr algo mejor que lo que había hecho ya en mi vida, que ciertamente no era mucho para alardear. Así que seguimos viéndonos y solo siendo nosotros mismos.

 La mañana que sentí su aliento cerca de mi cuerpo, fue el día siguiente a nuestra primera relación sexual. No hubo alcohol ni nada parecido. Lo único que hubo fue una buena película más temprano y una excitante conversación acerca de un montón de temas que nunca había podido discutir con nadie. Yo no tenía muchas personas con quien hablar y era muy emocionante tener una persona para conversar y poder intercambiar opiniones sobre ciertas cosas en las que yo solo podía pensar en silencio.

 Cuando abrió los ojos, le sonreí. Su respuesta fue abrazarme y darme un beso en la mejilla. Obviamente seguía medio dormido pero no me importó en lo más mínimo. Lo besé en sus mejillas y en la frente y pronto se quedó dormido en mis brazos, respirando suavemente de nuevo.

 Más tarde, comimos juntos y nos paseamos por ahí, a veces sin decir mucho sino compartiendo pequeños momentos. Si eso era el amor, estaba dispuesto a probarlo, así fuera una vez en la vida. No sabía que era lo que podía pasar después pero eso no importaba. El presente es lo único que existe.

miércoles, 31 de enero de 2018

Lo mejor

   Apenas abrí la puerta, nos dimos un beso y lo tomé por el cinturón sin pensar si alguien nos vería por el pasillo o si a él no le gustaría lo que iba a hacer. Nunca habíamos hablado mucho de los gustos que cada uno tenía en la cama, o mejor dicho, en el sexo. Nos habíamos conocido hacía relativamente poco, unos tres meses, y desde ese momento habíamos empezado a salir sin mayor compromiso. Creo que ambos teníamos la idea de pasarla bien con el otro y no pensar demasiado en nada más.

 No voy a decir que en ese momento un impulso se apoderó de mi. Ya había pensado que hacer y era una parte de mi personalidad el hecho de disfrutar el placer en todas sus formas, no iba a disfrazar esa parte de mi ser. Cerré la puerta con la otra mano, mientras lo iba halando lentamente hacia mi habitación. El dejó caer su mochila y una chaqueta algo mojada que traía en la mano. No me pudo resistir y ahí mismo le quité el cinturón, que cayó con un ruido sordo sobre el piso de madera pulida.

 Caminamos como bailando, despacio y sin hablar una sola palabra. Cuando llegamos a la puerta de mi habitación, la empujé de una patada. No sé porqué había cerrado mi cuarto, tal vez sentía que existía la posibilidad de que a él no le gustara todo el asunto y no quería parecer desesperado por tener sexo. Siempre he tenido inseguridades y creo que jamás dejarán de existir dentro de mi. Es algo que cargo encima, un peso muerto que se resiste a dejarse ir con la corriente.

 Ya dentro de la habitación, me senté en la cama y terminé de bajar sus pantalones. Él dejaba que hiciera, mirándome como si estuviese en un sueño. Sus ojos eran muy hermosos, parecían algo cansados pero brillaban de una manera especial, como cuando eres inocente y no sabes nada del mundo que te rodea. Como antes de que el mundo se encargue de corromperte con mil y una cosas que son inevitables. Sabía algo de su vida pero no todo y eso me cautivaba mucho más.

Su ropa interior era muy bonita. Era de un estilo que a mi me hubiese quedado fatal pero que en él se ajustaba perfectamente a su personalidad, a esa sonrisa, a su manera de ser e incluso de moverse. Bajé los calzoncillos mirándolo a él y después vino lo que era inevitable. Creo que lo que más me gustó de ese momento fue sentirlo a él y escuchar que le gustaba lo que estaba pasando. Creo que el placer jamás es completo entres dos personas si solo una siente algo y la otra solo es algo así como un espectador. Al rato nos besamos más y la ropa fue repartiéndose por toda la habitación.

 Él había llegado en la tarde, hacia las seis. Cuando me desperté, cansado de tanto ejercicio inesperado, eran las once de la noche. Eso no me hacía mucha gracia porque tenía hambre y comer tan tarde nunca me sentaba muy bien. Lo que sí me encantaba era verlo allí, con una cara tan inocente como el brillo de sus ojos, durmiendo tranquilamente a mi lado. Me quedé mirándolo un buen rato hasta que me sonaron las tripas y tuve que ponerme de pie e ir a la cocina a ver que podía comer.

 Entonces recordé que quería hacer del fin de semana algo especial y por eso había comprado varias cosas en el supermercado para cocinar en casa. Decidí hacer algo simple, pues no quería pensar mucho: pasta a la boloñesa era sin duda la mejor elección. En poco tiempo tuve todo listo. Incluso me dio tiempo de hacer una pequeña ensalada. Estaba cortando algo de apio cuando él salió de la habitación pero no caminó hacia mi sino al baño. Al fin y al cabo, no había podido ir antes.

 Cuando salió, me encantó ver su cuerpo completamente desnudo a la luz de los bombillos de mi sala comedor. En la habitación la luz había sido escasa o casi nula. Hacer el amor con las luces apagadas tenía ciertas ventajas bastante entretenidas. Pero había sido la primera vez que lo habíamos hecho y ahora que lo veía sin ropa me daba cuenta de que era también la primera vez que veía su cuerpo así. Era extraño pensarlo pues ya lo había tenido bastante cerca pero la vista es un sentido distinto.

 Le sonreí y él tan solo se acercó y me dio un beso que me hizo sentir mejor. No entiendo muy bien porqué o cómo pero así fue. Mientras él miraba la comida en su última etapa de preparación, terminé la ensalada y le pedí que se sentara a la mesa. Él se negó y propuso beber algo apropiado para la velada. Había pensado en comprar vino pero la verdad nunca me ha caído muy bien que digamos. Fue así que él sacó unas cervezas de la nevera y las destapó con bastante agilidad.

 Al rato comimos juntos y me encantó cada segundo de ese fragmento de tiempo. Hablamos como amigos de hacía años, de lo que hacía él y de lo que hacía yo. Hablamos del pasado, del colegio y de la universidad y de nuestras familias, a las que cada uno considerábamos “locos de atar”, de la manera más cariñosa. Entre una y otra cosa, hubo caricias, sonrisas y besos. Y creo que puedo decir que fue uno de los momentos más felices de mi vida. No me importaba lo que hubiese fuera de mi apartamento, qué pasara con el mundo. Mi mundo estaba allí, en esos pocos metros cuadrados.

 Apenas terminamos la cena, lavamos los platos entre los dos y disfrutamos un rato de bromas y más abrazos y caricias. Le propuse ver una película y él aceptó. Elegí algo que no durara demasiado porque ya era tarde y estaba seguro de que caería rendido pronto. Sin embargo, fue él el que tenía más razones para quedarse dormido en pocos minutos. Lo ayudé a ir a la cama y nos acostamos juntos una vez más. Tengo que confesar que al verlo dormir de manera tan apacible, me contagió algo de ese sueño.

 La mañana siguiente me llevé un buen susto. Cuando desperté sentí de inmediato que él no estaba allí. Sentía todavía su calor en las sábanas, pero no estaba por ninguna parte. Salí de la habitación y lo busqué en el baño y en la sala comedor pero no estaba por ninguna parte. Por un momento, sentí que algo se hundía en mi pecho. Creo que de verdad pensé que se había ido así no más y que había considerado nuestra velada juntos algo pasajero y sin demasiada importancia. Me sentí morir.

 Pero entonces vi su mochila en una esquina. Su chaqueta no estaba, por lo que deduje que había tenido que salir por alguna razón pero que volvería. Me volvió el alma al cuerpo solo al ver la mochila. Justo en ese momento oí pasos en el pasillo exterior y su voz que se quejaba por no haber tomado mis llaves. Abrí la puerta de golpe y casi me le lancé encima, dándole un abrazo fuerte, casi haciéndolo caer para atrás. Llevaba una bolsa en cada mano pero no me importó.

 Lo gracioso fue que cuando me quité de encima, caí en cuenta de dos cosas: la primera era que yo estaba desnudo a la mitad del pasillo principal de mi piso, por el que pasaban las personas para acceder a sus apartamentos. Lo otro, era que un chico de unos diecinueve años estaba de pie junto al ascensor, mirándonos con los ojos como platos. Apenas lo vi, me di media vuelta y entré a mi apartamento. Él me siguió y cerró la puerta. Sin poderse resistir, soltó una carcajada. Yo, obviamente, hice lo mismo.

 Nos reímos todo el rato, mientras arreglábamos el desayuno que él había comprado y nos sentábamos a comerlo. Entonces lo miré de nuevo a los ojos y vi que el brillo seguía ahí. Fue entonces cuando me tomó de la mano y empezamos a charlar de cualquier cosa.


 Fue el mejor fin de semana de mi vida. Hicimos el amor varias veces, sí. Pero también nos conocimos mejor de muchas otras maneras. Creo que desde esa ocasión, no hay un día en el que él no tome una de mis manos entre las suyas y en el que yo no vea ese brillo en sus ojos que da energía a mi alma.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Sombras del pasado

   Mi cuerpo goteaba sobre el la alfombra de la casa. Me paré al lado del marco de la puerta, tratando de aguzar el oído. De pronto podría oír alguna voz o alguna otra cosa que no fuera el timbre que había creído percibir debajo de la ducha. No había una toalla limpia y no sabía donde había más. Como la casa estaba sola, no me importó salir de la ducha así no más, desnudo, a ver que era lo que pasaba afuera. Estuvo allí de pie por segundos, pero los sentí como si fueran varias horas.

 El sonido del timbre debía haber sido imaginario porque no hubo más ruidos extraños. Lo único que me sacó de mi ensimismamiento fue el viento, que sacudió con violencia un árbol en el exterior e hizo que varias de las hojas más débiles cayeran como granizo contra la casa y el césped de afuera. Estaba en una casa alejada de la ciudad, de cualquier pueblo. Se podía decir que era una granja pero no tenía ese aspecto. No había granero ni nada por el estilo. Debía de haber pertenecido a alguien con dinero.

 Me metí a la ducha de nuevo, tratando de quitar de mi cuerpo la gruesa capa de sudor, grasa y mugre que tenía de haber caminado por tanto tiempo. Mi ropa sucia estaba en un balde con jabón en la cocina. Y no había mirado aún si la gente que había vivido allí había dejado ropa, menos aún si algún hombre había pertenecido a esa familia. Y si eso era un hecho, podía ser que fuese un hombre más alto o más gordo o con un estilo muy diferente al mío. Aunque eso la verdad ya no me importaba.

 Estuve bajo el agua por varios minutos más, hasta que el agua caliente se acabó y se tornó tan fría como el viento nocturno que había sentido por varios meses, en el exterior. Había caminado por las carreteras, pasando por zonas desoladas por la peste que nos había golpeado, había visto pueblos destruidos o simplemente vacíos. Incluso tenía en la mente la imagen de varios cadáveres pudriéndose frente a mis ojos. Era difícil dejar de pensar en ello. Era entonces que me ponía a hacer algo con las manos.

 Puede que en mi pasado no fuese la persona más manual del mundo, pero ahora nadie me reconocería puesto que cortar leña o cazar animales pequeños y apenas cocinarlos sobre alguna lata retorcida, se había convertido en algo normal en mi día a día. Encontrar esa casita color crema en la mitas de un campo amarillento había sido casi como encontrar el paraíso. Debo reconocer que cuando la vi, pensé que había muerto. No me puse triste cuando lo pensé, más bien al contrario. Pero ningún sentimiento duró mucho, pues mis piernas siguieron caminando y entré.

 Salí de la ducha casi completamente seco. Había encontrado una pequeña toalla para manos en el cabinete del baño. No había nada más, solo unas medicinas ya muy pasadas y una cucaracha que había muerto de algo, tal vez de aburrimiento. Apenas terminé con la toalla, la lancé sobre la baranda del segundo piso y la vi caer pesadamente al primer piso. Algo en esa imagen me hizo temblar. Por primera vez pensé en la familia que tal vez vivió en la casa, de verdad creí verlos.

 Me pareció escuchar la risa de adolescentes traviesos y de algún niño pequeño quejándose por el hambre que tenía o el pañal lleno de la comida del día. También imaginé la sonrisa de la madre ante los suyos y las lágrimas que tal vez había dejado en el baño en incontables ocasiones. Pensé en mi madre y por primera vez en mucho tiempo me vi a mi mismo llorar, sin razón aparente. Ya había llorado a los míos pero no los pensaba demasiado porque dolía mucho más de lo que quería aceptar.

 Estuve allí un buen rato, en el segundo piso, mirando las habitaciones ya con el papel tapiz cayendo y los muebles pudriéndose por la humedad que había entrado por las ventanas rotas. Sin embargo, era fácil imaginar una buena vida en ese lugar. Se notaba que la persona que la había pensado, fuese un arquitecto o un dueño, lo había hecho con amor y pasión. Era muy extraño ver algo así en ese mundo desolado y sin vida al que ya me había acostumbrado, un mundo gris y marrón.

 Bajé a la cocina casi corriendo, casi feliz de golpe. Recordé mi niñez, cuando una escalera parecida en casa de mi abuela había sido el escenario perfecto para muchos de mis juegos. Allí había imaginado carreras de caballos y de carros, había jugado a la familia con mis primos y a correr por la casa y el patio como locos. Era esa época en la que los niños deben ser niños y no tienen que pensar en nada más sino en ser felices. La vida real está fuera de su alcance y por eso los envidiamos.

 Llegué a la cocina con una sonrisa, que se desvaneció rápidamente. Miré el balde lleno de agua sucia, ya mi ropa había dejado salir un poco de su mugre. Miré el lavaplatos y allí vertí el contenido del balde. Gasté lo poco que todavía había del jabón para lavar la ropa y me pasé un buen rato fregando y refregando. Mis medias llenas de barro, mis calzoncillos amarillos, mis jeans cubiertos de colores que ni recordaba, mi camiseta con colores ya desvanecidos y mi gruesa chaqueta que ahora pesaba el triple. Las botas las cepillé y al final me dolieron los huesos y los músculos de tanto esfuerzo.

Saqué el agua sucia, la reemplacé con agua fría limpia y dejé eso ahí pues estaba cansado y no quería hacer nada. Hacía mucho que no dejaba de hacer, de moverme, de preocuparme, de caminar, de procurar sobrevivir. Por primera vez en mucho tiempo podía relajarme, así fuese por unos momentos. Fui caminando a la sala de estar y me sorprendió que allí los muebles se habían mantenido mucho mejor. Me senté sobre un gran sofá y me alegré al sentir su suave textura en mi cuerpo.

Me acosté para sentirlo todo mejor. El sueño se apoderó de mi en segundos. Tuve un sueño, después de mucho tiempo, en el que mi madre y mi padre me sonreían y podía recordarlas las caras de mis hermanos. Solo recordaba como lucían de mayores, sobre todo como se veían la última vez que los vi, pero su aspecto juvenil parecía algo nuevo para mí. Los abracé y les dije que los amaba pero a ellos no pareció importarles mucho. Estaban en un mundo al que yo nunca iría.

 Cuando desperté, me di cuenta de que había llorado de nuevo. Me limpié la cara y, afortunadamente, no tuve más tiempo para ponerme a pensar en cosas del pasado. Mi estomago gruñó de tal manera que me pasé un brazo por encima, inconscientemente temiendo que alguien escuchara semejantes sonido. En la casa era seguro que no había nada pero era mejor mirar, por si acaso. Ya era de noche y no era buena idea salir a casar así como estaba, en un lugar aún extraño para mí.

Como lo esperaba, no había nada en la nevera. O mejor dicho, lo que había eran solo restos que olían a los mil demonios. Había una cosa verde que parecía haber sido queso y algunos líquidos que habían mutado de manera horrible. Cerré de golpe la puerta blanco y eché un ojo en cada estante de la enorme cocina. Casi me ahogo con mi propia saliva, que cada vez era más a razón del hambre que tenía, cuando encontré un paquete plástico cerrado de algo que no había visto en mucho tiempo.

 Eran pastelitos, de esos que vienen de a uno por paquete y están rellenos de vainilla o chocolate. La bolsa en la que venían estaba muy bien cerrada y cada uno parecía haber soportado el paso del tiempo sin contratiempos. Hambriento, tomé uno, lo abrí y me comí la mitad de una tarascada.


 De nuevo, me sentí un niño pequeño robando los caramelos y pasteles dulces a mi madre, cuando no se daba cuenta. No nos era permitido, era algo prohibido comer dulce antes de la cena. Y sin embargo allí estaba yo, un hombre adulto desnudo, llenándose la boca de pastelitos de crema.