Con toda la fuerza de la que era capaz, Lina
recorría de arriba a bajo las piernas del hombre que yacía sobre su camilla. El
hombre a veces hacía unos sonidos extraños, como de placer, pero ella solo los
ignoraba y seguía adelante con su trabajo. Nunca había sido difícil ser
masajista y muchos clientes creían que tenían el derecho de pedir más o, al
contrario, de pagar menos porque era más barato para ellos que ir a un doctor y
hacerse exámenes o incluso ir a un gimnasio y hacer deporte.
Lo había visto todo: había tenido en la mesa a
mujeres que no se callaban, que le contaban toda su vida en la hora que tenían
para el masaje. También había hombres parlanchines pero la diferencia solía ser
que los hombres terminaban con una erección y las mujeres no. Tenía varios
clientes que eran señores y señoras mayores y, aunque parecía difícil de creer,
eran sus clientes favoritos. Jamás se quejaban tanto como los otros, no solía
haber problemas con lo emocionados que se ponían y hablaban poco.
Eso sí, había recibido varios pellizcos o
palmadas en el trasero de parte de esos ancianos que solo querían recordar como
se sentía el cuerpo de una mujer. Pero Lina lo manejaba muy bien: les decía que
si la tocaban les subía el precio del masaje y no volvería a sus casas. Obviamente
los señores mayores se comportaban después de eso aunque siempre volvían a las
andadas porque así eran las cosas. Suponía que vivían tan aburridos con todo,
que preferían meterse en problemas que no tener nada.
El caso es que tenía todo tipo de clientes y
trataba de mantenerse ocupada. Por muchos años, Lina se había entrenado para
ser enfermera profesional. Pero cuando llegó el último semestre de la carrera,
no pudo pagarlo. No tenía un solo billete para pagar nada y todo era porque
estaba sola en el mundo. Siempre había tenido que trabajar para pagarse sus
cosas y en ese momento todo le estaba yendo
tan mal que debió pagar varias deudas y no quedó nada para su educación.
Fue por ese tiempo que una amiga le sugirió lo
de los masajes. Consiguieron a alguien que tuviese la mesa y se la alquilaban.
Luego, se hicieron propaganda por todos los gimnasios, centro de recreación,
casas de la tercera edad y demás para ganar clientela. Y le funcionó todo a la
perfección. Tanto, que pudo comprar su propia mesa y terminar de pagar las
cuotas del automóvil que tenía para transportarse a las casas u oficinas de sus
clientes.
Sin embargo, nunca volvió a pensar en terminar
su carrera. No era algo difícil, podía retomarlo cuando quisiera. Pero
simplemente vivía ahora muy ocupada y no tendría tiempo de estudiar a
conciencia y ganar dinero. En su vida era o una cosa o la otra, jamás las dos.
Y prefería sobrevivir.
Curiosamente, tuvo una clienta un día que le
preguntaba más de lo que le contaba. Al parecer estaba fascinada con la idea de
una mujer que masajeaba gente a domicilio y que no le daba miedo lo que pudiese
pasar. En ese momento a Lina le dio autentico susto, porque nunca se había
puesto a pensar que alguien malo le pudiese pasar. Era cierto que iba a las
casas de muchas personas y, en numerosas ocasiones, esas personas parecían
estar solas. Pero jamás se le había ocurrido desconfiar de nadie. A muchos los
conocía ya de varias citas y no hubiese tenido sentido tenerles miedo.
Sin embargo, le contó a la curiosa mujer la
vez que un hombre de unos cincuenta años aprovechó un minuto en el que ella
tuvo que buscar un aceite especial en su mochila de accesorios, para quitarse
la toalla y ponerse de pie a un lado de la mesa de masajes. Ella soltó el
aceite del susto y la botellita, aunque de plástico, se abrió del golpe voló aceite por todos lados. El hombre tenía
una erección notable y había querido “mostrarla” pero cuando el aceite estalló,
se cubrió rápidamente y se plantó en no pagar el masaje, que iba casi a
terminar.
A Lina el aceite que había en el piso, que era
bastante caro, no le importó nada al lado del reclamo del hombre. Pero en la
oficina donde estaba, no había nadie pues era la hora del almuerzo y no quedaba
nadie que pudiese apoyarla. Entonces tuvo que irse sin dinero y con un aceite
menos para su trabajo. Eso sí, no limpió nada y tuvo una idea antes de irse:
como el hombre había corrido al baño a cambiarse, ella aprovechó su salida para
tomar un poco del aceite y echarlo encima de unos papeles que tenía en el
escritorio. Se fue antes de que volviera.
La mujer en la mesa de masajes rió bastante
con la anécdota y le preguntó si era frecuente que le pasaran cosas así,
extrañas. Lina le dijo que no era algo poco común y que seguramente era igual
que cuando había hecho sus cursos preparativos para ser enfermera. Mejor dicho,
había alcanzado a hacer algunas prácticas en hospitales pero jamás había
completado las horas por las falta de dinero y luego de tiempo. La mujer le
preguntó que cosas extrañas le habían pasado entonces.
Lina le contó la historia de un chico,
universitario por lo que se veía, que había llegado una noche con los ojos muy
rojos al hospital. Ella estaba allí solo para ver lo que hacían las enfermeras
profesionales y para tomar notas y hacer preguntas. Al chico lo acostaron en
una camilla y no era difícil ver que había fumado marihuana, pero había algo
más. Parecía resistir un dolor pero no era capaz de decir que era lo que le
pasaba. A veces le salían lagrimas pero no hablaba. Lina se dio cuenta que era
por vergüenza.
Le hicieron rayos X y pudieron ver que el
chico tenía una verdura, tal vez un pepino o algo así, metido en el trasero.
Cuando las enfermeras en entrenamiento vieron la imagen, se echaron a reír pero
la enfermera que cuidaba de ellas, con varios años de experiencia, les dijo que
no era algo poco común. Sacar la verdura era fácil pero lo difícil era manejar
al paciente y su vergüenza. La clienta le preguntó a Lina que pasó luego pero
ella solo recordaba haber hablado un rato con el chico para tratar de que no se
concentrara en lo mal que se sentía.
La mujer le dijo a Lina que sería buena
enfermera, pues eran las que estaban más
cerca de los pacientes y podían escuchar mejor sus dudas o afirmaciones o
simplemente darse cuenta con más rapidez de lo que les pasaba. Ella no supo si
era un cumplido, por lo que sonrió y terminó el masaje en unos minutos. Cuando
salió de allí, la mujer la siguió al coche y le dio su tarjeta: le dijo que
podría llamarla cando quisiera, si lo deseaba. Para ella sería más que
interesante saber más de su historia.
Leyendo la tarjeta, Lina se enteró que la
mujer llamada Jimena, era periodista. De eso se dio cuenta ya en casa y le
pareció curioso que una periodista quisiera hablarle a ella o, por lo visto,
saber como era el mundo de los masajes y demás. Pero no la volvió a ver hasta
mucho después. Su prioridad era seguir trabajando porque las deudas no
esperaban a que la gente las pagara.
Ella no tenía una casa propia ni nada así, por
lo que tenía que pagar un arriendo. Además de eso, estaban los servicios en su
domicilio y además la comida que muchas veces ni cocinaba. La cantidad de
clientes que tenía a veces, le hacían llegar muy tarde a su casa y para esas
horas ya estaba exhausta y no tenía ganas de nada. Si acaso se comía un pedazo
de pan con algo o algún producto que pudiese meter en el microondas y estuviese
listo en menos de cinco minutos.
Cuando la llamó Jimena, no le reconoció la
voz. Ella solo se rió y le recordó que tenía su número por lo de los masajes.
Sin embargo, la llamaba para hacerle una propuesta. La invitó a cenar a un
restaurante, a una hora en la que Lina normalmente no tenía muchos clientes, y
le propuso hacer una entrevista sobre ella para la revista que trabajaba.
Pensaba que muchos estarían interesados en la vida de una masajista, un trabajo
poco común.
Lina no estaba muy segura de si quería hacerlo
o no. Jimena le aseguró que lo único que necesitaba era poder ir con ella a algunas
citas con clientes para ver como trabajaba y tener al menos tres citas con ella
para hablar y preguntar un poco de todo. Le pagaría por todo ese tiempo y además
otra vez cuando publicaran el articulo.
La masajista dudó un momento. No sabía que
decir porque era un interés que nadie había mostrado nunca. Sin embargo, el
pago por la entrevista publicada sería casi un extra y podría apartarlo para
por fin ahorrar un poco. Pensó en como podría organizarse y Jimena interrumpió
su pensamiento y le dijo que no había nada de que preocuparse. Todo sería
pagado y sería divertido y ¿que mejor que pasar un rato distinto, haciendo algo
diferente?
Lina aceptó. Necesitaba un cambio en su vida y
tal vez el que necesitaba empezaba con una entrevista.